El silencio… una aproximación

Artículo de investigación

Gloria Rojas
Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia
glorjamar@gmail.com

 

Recibido: 2 de septiembre de 2019
Aprobado: 10 de octubre de 2019

Cómo citar este artículo: Rojas, Glorias (2020).El silencio… una aproximación. Calle 14: revista de investigación en el campo del arte 15(28). DOI:  https://doi.org/10.14483/21450706.16264

Agradezco a Carlos Skliar por el apoyo al trabajo doctoral sobre la escucha desde el que surge este artículo alrededor del silencio.

 

El silencio… una aproximación

El silencio… una aproximación

Resumen
El silencio, como condición indiscutible para la escucha, posibilita varias maneras de percibirse. Desde un carácter interdisciplinar, se considera su inexistencia, así como las contingencias estéticas que pueden surgir desde él. A esto le sigue una mirada sobre lo cultural y socio-antropológico que muestra también diversas formas de distinguirlo. Se reconoce, además, una frontera intra e intersubjetiva del silencio que llama al detenimiento y reflexión ante un mundo cargado de ruidos y sonidos que no da tiempo ni espera para la principal escucha: la de sí.

Palabras clave
Silencio; estética; escucha; cultura.

Silence... An Approximation

Abstract
Silence, as an undeniable condition for listening, enables various ways of perceiving the self. From an interdisciplinary approach we consider its non-existence, as well as the aesthetic contingencies that may arise from it. This is followed by a look at the cultural and socio-anthropological dimensions, that also show various ways of characterizing it. We also highlight an intra and intersubjective border of silence that calls for stopping in place and reflecting before a world full of noise and sounds that does not give time or pause for the main exercise of listening: that of listening to the self.

Keywords
Silence; aesthetics; listening; culture.

Le silence ... une approximation

Résumé
Le silence, condition indéniable de l'écoute, permet diverses manières de se percevoir. A partir d'une approche interdisciplinaire, nous considérons sa non-existence, ainsi que les contingences esthétiques qui peuvent en découler. Vient ensuite un regard sur les dimensions culturelles et socio-anthropologiques, qui montrent également différentes manières de le caractériser. Nous mettons également en évidence une frontière intra et intersubjective de silence qui appelle à s'arrêter et à réfléchir devant un monde plein de bruits et de sons qui ne laisse ni temps ni pause pour l'exercice principal de l'écoute : celui de l’écoute de soi.

Mots clés
Silence ; esthétique ; écoute ; culture.

O silêncio…uma aproximação

Resumo


O silêncio como condição indiscutível para a escuta, possibilita várias maneiras de se perceber. A partir de um caráter interdisciplinar, se considera sua inexistência, bem como as contingências estéticas que podem surgir a partir dele. Isto é seguido por um olhar sobre o cultural e socioantropológico que também mostra, diversas formas de distingui-lo. Além disso, se reconhece  uma fronteira intra e intersubjetiva do silêncio que exige uma pausa e reflexão diante de um mundo carregado de ruídos e sons que não nos dão tempo nem espera para a principal escuta: a de si.

Palavras chave
Silêncio; estética; escuta: cultura

Upalla kawachingasina

Maillallachiska:
Llapa ullarispa kausanchi manima llukan iuar nunchi kikinta ullanakungapa chimanda kai kilkapi ninakumi nukanchita llukanchi munarispa nukanchi kikin kausanga.

Rimangapa Ministidukuna:
Upalla; nuka kaska ullai; Nukanchipa kausai

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Introducción
Evocar el silencio ha sido homologado con invocar el vacío, la ausencia, la nada, y por ello se ha dicho poco sobre él. Que se le haya abordado poco tiene que ver con esa especie de temor, confusión o perturbación que muchas veces genera, porque se divide y se aleja de la palabra. No es fácil poderse mantener incólume ante la ausencia de sonido, ya que este estado pareciera rememorar la muerte, lo que no existe o lo que deja de existir (Moya, 2012; Abascal, 2002; Dolar, 2007; Ong, 1987).

Hay infinidad de tratados sobre la palabra, la voz, el habla, pero muy contados sobre el silencio, que es, en sí mismo, respiración entre los sonidos, las expresiones y todo lo que acarrea lenguaje. Pero, siendo el silencio a la vez una parte fundamental de ese lenguaje, no puede ser su antípoda. Sin ser contrario, el silencio hace existir el significado proyectándose en un amplio campo semiótico (Moya, 2012; Le Breton, 2006).

El silencio, por tanto, no solo es complejo, sino que se manifiesta y se asume desde varias fronteras que podrían ser no solo inter, sino pluridisciplinarias (Le Breton, 2006; Dolar, 2007; Marco Furrasola, 1999). Se tiene en cuenta que siendo condición para la escucha (cf. Plutarco, 1995), el silencio puede partir del escuchar al otro, del escucharse con el otro y del escucharse a sí mismo (Bellet, 1989), a lo que también se sumaría el escuchar lo otro.

Consideraremos el silencio desde varios enfoques, algunos que en principio plantean su inexistencia, al lado de relaciones estéticas derivadas de la música, las artes plásticas y la literatura, lo que nos llevará a introducirnos en lo sociocultural y antropológico. No dejaremos de lado esa mirada que conduce a la interioridad que permite la escucha de sí y la escucha del otro,  y apropiarse del silencio como salida ante un mundo cada vez más lleno de ruidos y de sonidos que no dan tiempo para la espera, la paciencia, la escucha.

La inexistencia del silencio. Posibilidades estéticas

El silencio es una utopía impracticable.
Carlos Skliar (2017)

Es posible plantear la inexistencia del silencio porque este no puede ser ausencia de sonoridad absoluta. Es imposible un mundo estático que espontáneamente no vibra, donde no se oye nada y donde podríamos estar callados del todo. Ni siquiera en los lugares más apartados o aislados y sin rastro humano puede haber un silencio absoluto. El ser humano, mientras vive, nunca puede estar exento de movimiento, y siempre hay un rastro sonoro tras él: pasos, gestos, aliento... Ni siquiera la inmovilidad extrema anula el sonido de la respiración o los sonidos que surgen del cuerpo (Le Breton, 2006; Marco Furrasola, 1999, García, 2012).

Desde el ámbito de la música, uno de los que más experimentó una búsqueda profunda del silencio fue John Cage, quien creó la composición vanguardista que denominó 4’33, en la que aparentemente solo hay silencio durante cuatro minutos 33 segundos. En una de las versiones iniciales se puede percibir a un músico frente al piano que hace cuatro movimientos sin tocar ninguna tecla y sin producir ningún sonido. Lo que se puede interpretar como una invitación a escuchar la vida y el mundo, o aquellos ruidos que no se pueden evitar desde el ambiente (el viento que suena, la lluvia que cae, alguien que sale de la sala de conciertos, los pasos y el sonido de la puerta, etc.). Lo que, a su vez, ha sido interpretado como una incitación para que quien escucha se tome el trabajo de re-crear los sonidos del mundo y de la vida a su alrededor, haga una elaboración propia y no se atenga a la música como algo producido solo por quien la crea (cf. Cage en Barber, 1992; García, 2012 y Cussen, 2018).

En ese sentido, según Sontag (1997), el silencio no puede existir literalmente, ni ser propiedad de una obra estética porque no es neutral: es simplemente un elemento más de lo que puede componer una obra y se presenta en un horizonte que se repliega constantemente, va y viene, y nunca puede darse totalmente. Asunto que trasciende a fronteras como las de la literatura, donde el silencio también

[…] es creación cuando el escritor deja en blanco una página ahí donde el lector esperaba una respuesta; si abandona a sus personajes en el secreto de sus deliberaciones interiores, olvidando por un momento el completo dominio que tiene sobre ellos; o si usa con frecuencia puntos suspensivos o elipsis, como en la literatura japonesa; o, también, si usa una escritura velada como Camus en El extranjero. (Le Breton, 2006, p. 56).

Siendo numerosas las posibilidades estéticas del silencio, en la pintura hay un aporte de este por la monocromía y sus semejantes simbólicos como el vacío en el que parece flotar la forma, o todo aquello que evoca y crea un ambiente de silencio que a veces tiene  resonancias metafísicas, como se ha planteado en artistas representativos en la búsqueda de un silencio pictórico como Klein, De Chirico o Hopper (Le Breton, 2006). Desde esta mirada tampoco se puede desconocer el cuadro blanco de Malevich o la video grabación de Nam June Paik Zen for Film (García, 2012).

Esto permite reconocer cómo, contrario a muchos otros campos, el arte se ha apropiado y ha reivindicado al silencio como algo revolucionario que expresa inconformidad y permite decir lo que no puede ser dicho. Además, hace emerger preguntas sin respuestas, el sinsentido, la fragilidad de la vida y la trascendencia de la existencia, asuntos que, de una u otra manera, amortiguan la carga que generan los ambientes cada vez más llenos de ruidos y de sonidos retumbantes que rebosan el mundo actual y que no dan tiempo para sí (Pellerano y Mutchinick, 2011).

Pero aun en estas manifestaciones y a pesar de ellas, el silencio resulta incapturable porque no es el sonido en su grado cero: “Aunque pudiera conseguirse experimentalmente mediante una privación sensorial, no existe en la naturaleza. En todo lugar resuenan numerosas manifestaciones sonoras, aunque sean espaciadas, tenues y lejanas” (Le Breton, 2006, p. 109).

Los experimentos que se han tratado de acercar al silencio total, como en una cámara anecoica o una habitación insonorizada, fracasan cuando se empiezan a escuchar los latidos del corazón, la circulación de la sangre u otros movimientos del interior del cuerpo que muchas veces adquieren, dimensiones inesperadas. El mismo músico John Cage lo probó cuando se encerró en una cámara anecoica o insonorizada, en la cual dijo que había escuchado dos ruidos: uno agudo y uno grave, en el que el primero era su sistema nervioso y el segundo, su sangre en circulación. Cage llegó a la conclusión de que el silencio no existe, que siempre existirán los sonidos, por lo que no habría por qué preocuparse por el futuro de la música (Barber, 1992; Sontag, 1997; García, 2012; Marco Furrasola, 1999).

Pareciera entonces que la tendencia del cuerpo no es al silencio, sino al ruido y al sonido y que la voz es vida en sí misma, como si el sonido fuera para los oídos lo que el aire para la nariz, ya que es lo que da certeza y seguridad de que se está viviendo: “La existencia siempre palpita y deja oír un rumor que tranquiliza, pues confirma la persistencia de unos puntos de referencia esenciales” (Le Breton, 2006, p. 109).

Desde un sentido filosófico, Nancy (2015) plantea que el silencio se remonta “a la resonancia del ser o al ser como resonancia […] en una condición de silencio perfecto uno oye resonar su propio cuerpo, su aliento, su corazón y toda su caverna retumbante” (p. 45). Así, el silencio no queda incólume ni con la muerte, porque la lentitud en el proceso de descomposición de la carne también es algo contrario al silencio (Le Breton, 2006).

Puede ser largo e interminable el panorama en el que el silencio siempre será resbaladizo e inabordable en su totalidad; la única certeza entonces, es que este no es nunca privación. El sonido, el ruido, el habla misma parecieran ser impulsos o algo preestablecido de antemano. En cambio, el silencio pareciera ser esfuerzo, algo que hay que elaborar, crear y re-crear. Así, si el silencio del ambiente no existe, entonces solo resta como única condición para hacerlo existir el tratar de acallar la voz interna y las propias palabras audibles externamente para disponernos a escuchar no solo al otro, sino también lo otro y, sobre todo, a nosotros mismos:

No se trata de que haya una ausencia de manifestaciones ruidosas, sino de que se produzca una resonancia entre uno mismo y el mundo, que llame al recogimiento, a la calma [lo que] permite hacer balance, recobrar el equilibrio interior, dar el paso de una decisión difícil. El silencio pule al hombre y lo renueva, pone en orden el contexto en el que desenvuelve su existencia (Le Breton, 2006, pp. 113-114).

Al contrario del silencio, el ruido generalmente tiene una connotación negativa, es agresivo, genera molestias, puede ser obstáculo para cierto tipo de libertad porque se impone y no se puede controlar muchas veces, además genera interferencia y distorsión del sonido, siendo el bienestar acústico un lujo (Le Breton, 2006). Asunto que en los contextos actuales cada vez se vuelve más lejano e inalcanzable ante la permanente conexión tecnológica que han producido las nuevas formas de comunicarnos, transformando drásticamente nuestras subjetividades y formas de crear (Cussen, 2018), el comportamiento, los discursos, la escucha y la manera de percibir el mundo, el conocimiento y las dinámicas en que asumimos el lazo social, incluyendo nuestras afectividades. Entorno en el que muchas veces encontramos manifestaciones contrarias, ajenas y lejanas al silencio.

El grito: ¿adversario del silencio?

El famoso cuadro de Edvar Munch representa a alguien que emite un grito desesperado y se lleva las manos a sus mejillas en señal de zozobra. En ese cuadro hay todo un contexto y un mensaje trascendental aliado de la angustia existencial y de la soledad del hombre. Acudimos a Jameson (citado por Skliar y Téllez, 2017), para señalar que el contenido gestual de la obra de Munch

[…] es su propio fracaso, puesto que el dominio de lo sonoro, el grito, las vibraciones descarnadas de la garganta humana, es incompatible con su medio (como queda subrayado por la carencia de orejas del homúnculo representado). Pero incluso, este grito ausente nos coloca de forma inmediata ante la experiencia aún más inaudible, de la atroz ansiedad que el propio grito debería ‘expresar’. Sus ondas se inscriben en la superficie pintada, en forma de grandes círculos concéntricos en los que la vibración sonora deviene finalmente visible, como en la superficie del agua, en una regresión infinita que emerge del que sufre para convertirse en la geografía misma de un universo en el cual el propio dolor habla y vibra, materializada en el ocaso y en el paisaje (p. 45).    
El cuadro de Munch es quizás una de las pocas representaciones visuales de lo sonoro que, a través de un grito, impactan y logran transmitir la desesperación, el dolor, la violencia o el sufrimiento. También podría ser visualmente, la manifestación extrema de la voz, que se hace perceptible y significativa en una frontera que se ve y no que se escucha, ajena paradójicamente, a la naturaleza del grito en sí mismo.
Tal vez, en una etapa inicial, el grito se instala como el origen, lo prístino y lo más primitivo de la voz porque no acepta la contención (cf. Abascal 2002). Ahí se nos muestra anterior y, aparentemente, en franca oposición al silencio. Sin embargo, el grito y el silencio también están hermanados, ya que el uno puede ser el grado extremo del otro y, a través de una inherencia imperceptible, se definen juntos. Le Breton (2006) dice que el grito “nunca está lejos del silencio: son dos formas similares de expresar la insuficiencia del lenguaje” (p. 184), por lo que se corresponden más con el cuerpo que con la palabra en sí. Desde esa perspectiva antropológica, el autor en mención dice que cuando el sufrimiento no cesa (v.g. en caso de muerte), el grito y el silencio pueden emparentarse profundamente. Así, el silencio tiene también un fuerte arraigo en prácticas sociales y culturales que lo definen.  
Diferentes usos socio-culturales del silencio

Algunos autores (Zambrano, 2002; Lenkersdorf, 2008; Cepeda, 2012) señalan que la cultura occidental es una cultura parlante en la que siempre se ha resaltado la voz, a la que le cuesta trabajo quedarse en silencio y escuchar, porque estas representan quietud, interiorización y atender primero al otro. El hablar, en cambio, constituye acción, expresión y dinamismo: “al menos entre nosotros, los occidentales, tan reacios al silencio, las percepciones se convierten en seguida en juicio dentro de una actitud imperativa” (Zambrano, 2002, p. 67) .

Sin embargo, en el plano de lo teológico, muchas tradiciones tanto de Oriente como de Occidente demuestran estar basadas en el silencio. Este se presenta como un medio que resulta indescriptible y superior a cualquier intervención hablada por significativa que esta sea, implicando la contemplación, la meditación o un estado de trascendencia que, a través de la palabra, no puede alcanzarse (cf. Marco Furrasola, 1999). Por ello, también se dice que el plano espiritual está ligado al

[…] perfeccionamiento moral [que se logra] a través del acallamiento impuesto a ese parloteo continuo, a esa charla que ocupa nuestro espacio interior […] si observamos nuestro espacio interior, encontramos que nunca está vacío ni tampoco callado. Y así lo corroboran en el extremo, la exigencia y los verdaderos adiestramientos de los que siguen la vía de la perfección en todas las religiones […] hay un uso constante de la metáfora del […] silencio. Y también del equivalente del silencio (Zambrano, 2007, p. 51).

En algunas culturas orientales es diciente la representación de una “música silenciosa” que se dirige al espíritu para invitar al recogimiento interior, ya que el silencio despierta “otra dimensión de la realidad, una vía espiritual, en la que la escucha es distinta, al margen del mundo. Los músicos del silencio encarnan sólo la estrecha puerta que se abre sobre el más allá de las apariencias” (Le Breton, 2006, p. 172).

Se ha planteado que el silencio en culturas no occidentales cobra un valor mucho más acentuado que en las occidentales (Marco Furrasola, 1999; Cepeda, 2012; Zambrano, 2002); sin embargo, desde el contexto religioso occidental hay también prácticas particulares y disciplinadas del silencio: en la oración, en asuntos de liturgia y de organización de la vida monástica, o en el silencio abstinente que deriva de la penitencia y que domina los sentidos o las necesidades corporales de ascetas, ermitaños y comunidades religiosas que se han aislado para profundizar sus prácticas religiosas (Endô, 2009; Le Breton, 2006).

De otro lado, vale la pena reconocer lo significativo que es el silencio y la escucha para las culturas originarias de América, atendiendo los acercamientos de Nerburn (1994) a la cultura lakota en Norteamérica, y de Lenkersdorf (2008) a la cultura maya tojolabal en México. En esto también podríamos incluir la mirada que se muestra en la cinta El abrazo de la serpiente (Gallego y otros, 2015), alrededor de una cultura indígena del Amazonas colombiano: allí se percibe el punto de vista indígena, haciendo referencia a la valoración especial y mística que se tiene sobre el silencio como condición para escuchar no solo al otro, sino también la naturaleza. Mirada que traspasa religiones, fronteras, etnias, naciones, lenguas o visiones de mundo.

 

El escuchar lo otro: silencio para percibir la naturaleza.

Es poco tenido en cuenta, en nuestro contexto, el silencio que permite escuchar la naturaleza, aquel que permite escuchar el campo, la pradera, los árboles, los ríos, la tierra… Como lo dice Carlos Lenkersdorf (2008, p. 19): “Si se escuchara no nos encontraríamos en la crisis climática en que vivimos. La naturaleza nos habla: los glaciares polares y otros, se derriten. La temperatura va en aumento”.

En esa misma línea, Kent Nerburn (1994), en sus conversaciones con el anciano indio lakota, hace ver que en el silencio de la voz la naturaleza puede ser escuchada cuando uno apaga el sonido que mana de sí . Esto muestra que la voz propia puede ser un permanente obstáculo para esa escucha, porque el silencio ha sido algo arraigado en las prácticas culturales de los indígenas y enseñado desde tiempos inmemoriales .

A pesar de lo anterior, comúnmente asociamos los ambientes rurales y naturales con una imagen bucólica que emana paz y calma, como si estuvieran más cerca del silencio. Sin embargo, estos no están exentos de la sonoridad del mundo, ya que ruidos de animales y de la naturaleza misma pueblan estas atmósferas que parecen apacibles, dándole al silencio un relieve que lo llena de ecos y de sonidos: “insectos, pájaros nocturnos, ranas, ladridos de perros […] El viento [que] agita hojas y ramas, […] troncos [que] crujen, […] animales que corren y se esconden en la espesura; el rumor de los ríos o de los manantiales…” (Le Breton, 2006, p. 109); son algunos de ellos. Estos sonidos, entonces, solamente comprueban la inexistencia del silencio (Cage en García, 2012).

Este silencio para escuchar la naturaleza es una cuestión que poco se aborda en los medios masivos de comunicación y ni siquiera en la mayoría de los currículos. Asunto, por demás, que se agrava hoy en día con nuestro alejamiento de la naturaleza en sí misma, además del ahínco con que nos aferramos a un mundo lleno de tecnologías en entornos urbanos que está ganando una batalla llena de ruidos, de sonidos ensordecedores y de situaciones que, muchas veces, pueden tornarse violentas.

 

El silencio como mecanismo de defensa

El silencio también puede representar un mecanismo dedefensa y protección, porque no hay cómo oponerse y resistirse a él. Como no hay ni órdenes ni mandatos en el silencio (Dolar, 2007), entonces, también puede estar emparentado a una actitud de cuidado, oposición o firmeza:

[…] una forma organizada de resistencia, de rechazo a conceder al otro la menor palabra que venga a legitimar, sin pretenderlo, su propósito, de dejar pasar una conducta digna de censura. Protesta pasiva, pero muy poderosa en cuanto que niega cualquier reciprocidad con el otro, cercena el lenguaje en seco, negándole al otro el reconocimiento como interlocutor (Le Breton, 2006, p. 62).

El silencio puede manifestar oposición o rechazo ante alguien o contra algo, por lo que el ser reservado con las palabras puede ser un sistema de defensa, pero también, ante muchos, puede parecer como una carencia personal, especialmente cuando se entablan relaciones entre individuos de distinto nivel social o distintas etapas etarias (Le Breton, 2006).

Como mecanismo de defensa, el silencio es referido por Kent Nerburn (1994) en su libro Neither Wolf nor Dog a través de las conversaciones con un anciano indio lakota, donde se muestra la valoración del silencio desde tiempos ancestrales para esta cultura indígena ligada a los siux, y se cuestiona cómo, para el hombre “blanco” o wasichu , el silencio genera miedo, nerviosismo, e imposibilidad de manejo, ya que el “blanco” necesita llenar el espacio con sonido, hablando enseguida aun antes de saber lo que va a decir. Aquí el silencio (por parte de los lakota) implicaría un “dominio de sí, un repliegue provisional que permite madurar las decisiones o sopesar los argumentos del otro […] un silencio bien pensado [que] permite controlar la situación” (Le Breton, 2006, p. 59).

Pero, también, el silencio se manifiesta como una posición de repliegue y medida de protección ante lo que no se comprende o de situaciones que llevan tiempo para poder familiarizarse con ellas. Así, en el contexto escolar norteamericano, los niños indígenas tienen fama de ser silenciosos, tímidos o indiferentes a las actividades escolares y muy poco les interesa estar inmersos en un ambiente de competencia académica: “Los jóvenes siux se resisten a las insistentes invitaciones que les hacen sus profesores para que tomen la palabra y cuando la toman sólo pronuncian unas cuantas frases lacónicas” (Le Breton, 2006, p. 25), asunto que también es comprobado por Nerburn (1994).  Teniendo en cuenta otro contexto, Skliar (2014) señala que gran cantidad de niños bolivianos han sido condenados a la educación especial porque muchos maestros en las escuelas no han entendido esa tradición cultural en la que lo primero es escuchar y no participar, no hablar, no expresarse.

Vemos así, que el silencio y la palabra pueden depender de usos culturales y sociales cambiantes de un lugar a otro, ya que en algunas sociedades pueden surgir malentendidos si difieren las pausas y los ritmos de las conversaciones. En contextos como los nuestros, si el silencio se instala entre quienes interactúan o conversan puede brotar la incomodidad. Otras sociedades no les dan tanta relevancia a las palabras, ya que basta con la presencia mutua que se acompaña de un uso del lenguaje mesurado para que haya comunicación (cf. Le Breton, 2006, Nerburn, 1994; Abascal, 2002, Marco Furrasola, 1999).

También Abascal (2002) señala que los silencios pueden producir efectos disímiles dependiendo del contexto, ya que en algunas culturas originan molestia aquellos “silencios que surgen en medio de una conversación y tienden a ‘llenarse’ con procedimientos paralingüísticos, frases hechas, etc., pero en otras culturas puede resultar irritante esa tendencia nuestra a romper los silencios que ellos aprovechan para preparar sus intervenciones” (p. 579). Esto es lo que ilustra el anciano indio lakota que conversa con Nerburn (1994), cuando aquel le relata su experiencia de inserción en la escuela cuando era niño: la maestra le hacía alguna pregunta y él no respondía inmediatamente, por lo que ella se ponía nerviosa, golpeaba con su regla el escritorio, se enojaba con el niño indio y le increpaba preguntándole si tal vez no la había escuchado o si el gato se había comido su lengua, cuando él simplemente lo que hacía era pensar su respuesta . Para el caso, la actitud de la maestra como adulta que proviene de la cultura europea, no se toma el trabajo de entender la visión de mundo del niño indígena y exige producir habla y discurso a costa de lo que sea, sin tener en consideración que la mayoría de sus estudiantes (niños lakota) estaban temerosos de ello, y tampoco considera que para ellos, el quedarse en silencio era una medida de respeto frente a cualquier adulto que hablara desde tiempos ancestrales, tal como lo relata el autor en mención.

 

¿Callarse o hacer silencio?

Aunque tienden a tratarse como sinónimos, el callar puede ser muy distinto del hacer  silencio. Desde el latín se diferencian dos formas: silere (hacer silencio) es un verbo intransitivo que se refiere al individuo en soledad sin que cause preocupación a nadie, porque encierra tranquilidad y mansedumbre. Esto no solo es propio del hombre, sino que también se aplica al medio natural, a los objetos o a los animales (Le Breton, 2006).

Al contrario, con el callarse, ocurre un repliegue externo al lenguaje, ya que su raíz latina tacere es un verbo cuyo sujeto es una persona que llega a la interrupción o a la ausencia de la voz: “no ofrecer la propia palabra al otro […] implica que uno de los interlocutores guarda silencio confiriendo a su proceder un significado inequívoco capaz de causar extrañeza en los demás” (Le Breton, 2006, p. 14). Caso que, en parte, se ilustra desde el cuento Los mudos de Camus (2014), donde se muestra a unos obreros que, al no ser escuchados ni atendidos por su patrón en sus requerimientos laborales, deciden callarse como acto de protesta: ante cualquier circunstancia que necesite respuesta inmediata por parte del jefe, solo hay una manifestación de mudez como castigo a este.

Esto último puede llevar a un mutismo en el que callarse se convierte en un mecanismo de defensa extremo en el que se tiene la ventaja de no ser objeto de exposición ante una situación de peligro (Canetti, citado por Le Breton, 2006). Aunque también, el que se obstina en su silencio puede estar expuesto al interrogatorio y a la tortura en casos extremos, ya que en ciertos contextos políticos el poder de reducir la oposición al acallamiento se da entre otros, asesinando o aprisionando a cualquier adversario, censurando medios de comunicación, a intelectuales o artistas que riñen con el poder en boga. Se intenta destruir cualquier palabra que pueda cuestionar, enjuiciar o representar algún intento de lucha (Le Breton, 2006). Por ello, se vigilan en forma extrema los medios de comunicación, se falsea la información y el tener que callarse forzosamente por un acto de censura se vuelve “un instrumento […] de poder, de terror; es una forma de controlar la situación con mano de hierro” (p. 65).

El callar, entonces, puede ser una imposición que necesita de la fuerza y remite en muchos contextos a situaciones de conflicto, crimen y guerra como lo manifiestan narrativas, biografías, testimonios, voces en contextos de violencia, guerra y tortura. Esto deja secuelas en un marco en el que generalmente hay víctimas y victimarios, y la palabra se vuelve parca, susurro, llanto por miedo o impotencia. Aunque también el cuerpo se manifiesta de múltiples y variadas maneras como una forma de resistencia que no admite solo el escaparse o el apartarse. Cuando se trazan escenarios de encuentro con la víctima, emerge su disposición a hablar, a re-crear y a crear, dándose la posibilidad de ser escuchada y comprendida. (Aranguren, 2008).

Esto remite, desde otro marco, a Le Breton (2006) cuando ilustra, como muchos supervivientes de la Segunda Guerra Mundial que consiguieron escapar al horror de la guerra, sus irrefrenables ganas de contar, de proporcionar un testimonio que dejara atrás ese callarse al que habían sido sometidos durante años. Aparte de eso, querían conmover al mundo a través de su denuncia en la que el imperativo era contar (en algunos casos, de manera delirante) lo que habían sufrido. El hablar fluía torrencialmente ante quienes, por fin, los escuchaban ininterrumpidamente porque durante largo tiempo no habían sido escuchados y se expresaban con una necesidad descontrolada, incontenible e imparable. En muchos casos, era como si aún estuvieran amenazados de muerte y tuvieran que decirlo todo antes de morir recubriendo el silencio con palabras.

 

El silencio de sí mismo y el silencio del otro

El silencio, siendo una regla ancestral, secular y milenaria (Foucault, 2002), permite, ante todo, la escucha del otro. El silencio de sí mismo es como una pantalla para ver o como un filtro, o la condición primera para escuchar a cualquier persona, acallando las propias palabras y conteniendo el propio impulso de hablar: si no hay silencio para escuchar, no podemos fijarnos en lo que el otro nos dice. Para esto necesitamos todos los recursos a nuestra disposición, tratar de dejar de lado todo tipo de voces, ruidos y de sonidos tanto internos como externos (Lenkersdorf, 2008).

En el lado opuesto, desde el silencio del otro para escucharse a sí mismo, puede haber una relación cercana con el psicoanálisis, ya que cuando se escucha lo que se habla con el otro hay una reconstrucción del propio discurso y de sí mismo. Esta disciplina es una de las pocas que ha tenido en cuenta la escucha y el silencio, porque no se sostiene a través de un constante discurso del terapeuta, ya que su silencio evidencia una presencia activa que se abre al paciente, alertándolo de su propio discurso, poniéndolo en tensión y haciendo que esté en vilo, aunque a veces este también calle y se suma en prolongados silencios que, a su vez, también pueden manifestar síntomas. (cf. Le Breton, 2006; Bellet, 1989; Rodríguez, 2007).

Desde otro ámbito, el silencio del otro y la voz que se puede escuchar en uno mismo puede constituir “una palabra que fluye como una hemorragia existencial, sin ningún oído que pueda detenerla”, como señala Le Breton (2006, p. 76). Esta voz se da en una especie de vacío sin ningún interlocutor, ya sea por descrédito o por indiferencia del otro; también es una “variante sonora del silencio que surge de la negativa a escuchar” (p. 75). A este tipo de situaciones están relegadas personas que viven imposibilitadas o negadas a ser escuchadas, a que se les hable y se les preste atención: ancianos, personas que apenas tienen contacto social, borrachos, locos delirantes, extranjeros que no tienen a nadie para compartir su lengua, como dice el autor en mención.

Pero el silencio que permite la escucha de sí mismo también plantea la voz que se pronuncia en esa soledad voluntaria que lleva a pensar hablando y a hacer soliloquios, asunto en el que la literatura da buena cuenta con infinidad de monólogos y versos . Pero también, este hablar en soliloquios es una manera muy cercana a esa voz interior que representa una especie de monólogo interno que no descansa, que no cesa, que se escucha sin interrupción de manera continua, que es intrusivo, apremiante, y no se deja de escuchar ni en el aislamiento, ni a solas por completo, ni lejos del mundanal ruido y que no se calla nunca porque es imposible librarse de esa voz sin más (Dolar, 2007). Esa voz es la que lleva al silencio interior del individuo: “Toda palabra viene, en efecto, precedida por una voz silenciosa, por un sueño despierto lleno de imágenes y de pensamientos difusos que no cesan de trabajar en nosotros, incluso cuando el sueño nocturno trastoca sus coordenadas” (Le Breton, 2006. p.7).  

Con algún punto de encuentro, pero a la vez muy distinto al silencio que permite percibir la voz interior, está el silencio que se emparenta con la posibilidad de escuchar cierto diálogo interior o “lenguaje interiorizado” referido por Vigotsky (1995), quien, desde las novelas de Tolstoi, muestra cómo la condensación y la reducción del lenguaje externo, genera una especie de código que muchas veces no requiere de conversaciones o diálogos audibles.

Retomando la novela de Tolstoi Ana Karenina, Vigotsky (1995) muestra a los personajes Kitty y Levin como una pareja que había llegado al culmen de la comunicación a través de solo miradas, gestos y expresiones no lingüísticas que les ayudaban a entenderse perfectamente, dando cuenta de pensamientos muy similares. Es por esto que Vigotsky (1995) afirma que “Tolstoi señala […] que entre gente que vive en estrecho contacto psicológico, la comunicación a través de las formas abreviadas del lenguaje es más bien una regla que una excepción” (p. 183).

Ese estrecho contacto hace que se tengan comunicaciones lacónicas y precisas a través de mínimas expresiones, lo que plantea un alto grado de compatibilidad en la experiencia del silencio para escuchar y entender al otro. Esto encarna una forma de connivencia y de intuición que “pasa muy a menudo por una ausencia de palabras, pues los que comparten la conversación se conocen lo suficiente como para evitar cualquier concertación verbal [y] el silencio manifiesta un entendimiento tácito” (Le Breton, 2006, p. 73).

En lo anterior, el silencio puede jugar un papel de complicidad y de estar juntos sin tener que recurrir a la palabra, enfatizando la cercanía y el contacto entre los que participan de la comunicación. Todas estas formas en que se manifiesta y se percibe el silencio no contemplan otras, por ejemplo, aquel silencio que sirve para escuchar el cuerpo (Cage en Barber, 1992 y García, 2012; Freire y Faundez, 2013); incluso, el silencio para leer (cf. Ferreiro, 2001 y Borges, 1999). Más allá de esto, tal vez haya un sinnúmero de silencios que nuestros oídos y sentidos no alcanzan a percibir porque el silencio simplemente es múltiple, inevitable, necesario y resulta a veces impertinente tratar de cercarlo con palabras.

La emergencia paciente del silencio. A manera de cierre
No hay palabra sin silencio y, sin embargo, la ideología moderna de la comunicación no acepta el silencio.
David Le Breton

En nuestro contexto hay fobia hacia el silencio, porque nos incomoda y pareciera ser una necesidad rellenar todo con ruido y sonido (González, 2012; Nerburn, 1994). Esto se agudiza cuando la cosa, el objeto, la tecnología captura toda la atención en detrimento de la importancia del sujeto. Aunque no se trata de demonizar las formas modernas de comunicación, es necesario reconocer que toda la información que estamos manejando hoy en día, especialmente con las tecnologías digitales, ha provocado una subjetividad ansiosa y dispersa que de por sí, ha resultado ser muy útil a otros aspectos del mundo contemporáneo como la lógica del mercado, que nos quiere no satisfechos con nada, porque siempre queremos más de otra cosa, y aunque no sepamos lo que queramos, lo queremos ya (Narodowski, 1999).

Desde este marco, el silencio pareciera ser lo único que escapa a todo el cúmulo de información y ruido que producen estos tiempos hipertecnologizados. Según Le Breton (2006), en el mundo de lo productivo, de la rapidez, de la impaciencia, el silencio pareciera ser algo anacrónico, un arcaísmo que el ruido aún no ha penetrado ni alterado, ni lo han tocado los medios o las consecuencias de la técnica en estas épocas excesivamente ruidosas. El silencio pareciera ser algo que hemos perdido, algo fallido, el resto de algo que se vuelve innecesario, algo que el mundo actual no acepta porque habría que darle utilidad (¿acaso ruido?). Solo queda, entonces, ese momento de detención para escucharnos a nosotros mismos, que en concordancia con el anciano indio de Nerburn (1994), permitiría que pensáramos en nuestras palabras como si fuesen semillas, para plantarlas y luego dejarlas crecer en silencio .

Si, desde la perspectiva estética de Sontag (1997), el arte debería buscar el silencio como el último rezago que le queda, cualquier forma de cultura, de lenguaje, de pensamiento, de resistencia o de creación en sí, debería también buscarlo. El silencio puede ser la última frontera que se extiende como posibilidad infinita de crear y de re-crear…nos.

El silencio así, permitiría percibir que cualquier tipo de creación y de expresión se difumina con la vida en sí, porque pone en escena los temas fundamentales de la existencia: la soledad, la nada, el vacío, la muerte... Pero, asimismo, aquello que produce afirmación, remanso y gratitud.

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1. No sobraría en este panorama la obra literaria Silencio de Shûzaku Endô (2009), llevada al cine por Martin Scorsese.
2. Se puede agregar, en ese sentido, que quienes no escuchan “devuelven generalidades en sus respuestas; no prestan atención a las pequeñas frases, los gestos faciales o los silencios”, como manifiesta Sennett (2012, p. 38).
3. “Do you hear the sound of the prairie? That is a great sound. But when I’m talking I can’t hear it” (Nerburn, 1994, p. 68).
4. “Our old people taught us that the earth is always speaking to us, but that we have to be silent to hear her” (Nerburn, 1994, p. 68).
5. Denominación de los lakota.
Asunto que tampoco podía hacer ante la furia de su maestra: “How was I supposed to think up my answer when I could see her getting upset and nervous and knew that the longer I waited the worse it would be?” (Nerburn, 1994, p.66).
6. V.g.: “Converso con el hombre que siempre va conmigo / -quien habla solo espera hablar a Dios un día- / mi soliloquio es plática con este buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía” (Machado, 1969, p. 74).
7. Desde la perspectiva de Dolar (2007), esta voz interior tiene una conexión muy profunda con la voz de la conciencia, ya que “la voz de la conciencia comenzó a funcionar como la firme guía en asuntos éticos, la portadora de mandatos y órdenes, la imperativa voz interior, ineludible y apremiante por su inmediatez y por su sobrecogedora presencia, una voz que no se puede silenciar ni negar: de hacerlo, de seguro seguiría a ello un desastre. Es una voz que elude todo argumento discursivo y ofrece una base firme para el juicio moral más allá de la discursividad, más allá de intrincadas deducciones, justificaciones y deliberaciones” (p. 106).
8. People should think of their words like seeds. They should plant them, then let them grow in silence (Nerburn, 1994, p. 68).

 

Referencias


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