DOI:

https://doi.org/10.14483/22486798.12557

Publicado:

29-06-2018

Número:

Vol. 23 Núm. 1 (2018): Pedagogías de la lengua (Ene-Jun)

Sección:

Literatura y otros lenguajes

Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?

And how is literature doing in the teaching of the mother tongue?

Autores/as

  • Éder García Dussán Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia).

Palabras clave:

Literariedad, obra literaria, comprensión lectora, taller literario, competencia literaria. (es).

Palabras clave:

Literariness, literary work, reading comprehension, writing workshop, literary competition. (en).

Biografía del autor/a

Éder García Dussán, Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia).

Profesor e investigador de la Maestría en Pedagogía de la Lengua Materna (MPLM) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá, Colombia).

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Cómo citar

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Dussán, Éder G. (2018). Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?. Enunciación, 23(1), 74–86. https://doi.org/10.14483/22486798.12557

ACM

[1]
Dussán, Éder G. 2018. Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?. Enunciación. 23, 1 (jun. 2018), 74–86. DOI:https://doi.org/10.14483/22486798.12557.

ACS

(1)
Dussán, Éder G. Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?. Enunciación 2018, 23, 74-86.

ABNT

DUSSÁN, Éder García. Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?. Enunciación, [S. l.], v. 23, n. 1, p. 74–86, 2018. DOI: 10.14483/22486798.12557. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/12557. Acesso em: 28 mar. 2024.

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Dussán, Éder García. 2018. «Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?». Enunciación 23 (1):74-86. https://doi.org/10.14483/22486798.12557.

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Dussán, Éder G. (2018) «Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?», Enunciación, 23(1), pp. 74–86. doi: 10.14483/22486798.12557.

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[1]
Éder G. Dussán, «Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?», Enunciación, vol. 23, n.º 1, pp. 74–86, jun. 2018.

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Dussán, Éder García. «Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?». Enunciación, vol. 23, n.º 1, junio de 2018, pp. 74-86, doi:10.14483/22486798.12557.

Turabian

Dussán, Éder García. «Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?». Enunciación 23, no. 1 (junio 29, 2018): 74–86. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/12557.

Vancouver

1.
Dussán Éder G. Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?. Enunciación [Internet]. 29 de junio de 2018 [citado 28 de marzo de 2024];23(1):74-86. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/12557

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Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna?*

And how is literature doing in the teaching of the mother tongue?

Éder García-Dussán**

Cómo citar este artículo: García-Dussán, E. (2018). Y la literatura, ¿cómo va en la enseñanza de la lengua materna? Enunciación, 23(1), 74-86. DOI: http://doi.org/10.14483/22486798.12557

Recibido: 12 de enero de 2018/Aprobado: 16 de abril de 2018


* Agradezco al Centro de Investigaciones y Desarrollo Científico (CIDC), de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, pues gracias a su apoyo y financiación fue posible la escritura de este artículo de reflexión, producto colateral de la investigación institucionalizada con el código 2454352415.

** Profesor e investigador de la Maestría en Pedagogía de la Lengua Materna (MPLM) de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: egardus@hotmail.com


Resumen

En este artículo se propone dar cuenta de la presencia de la literatura como espacio académico legítimo y necesario en la escuela a partir de un doble esfuerzo, a saber: una enunciación integral sobre la naturaleza y la función de la obra literaria en los espacios de reflexión, sumado a la fijación de media docena de claves didácticas a propósito de la manera de tratar las piezas literarias en los espacios de enseñanza de la lengua materna. Para lograr su definición asumimos una postura esencialista débil y una postura social del arte. Los resultados de la reflexión manifiestan, al menos, dos vías de acción: una, más abstracta, referida a la comprensión de la literatura como conjunto de productos culturales que apuntan a una transformación subjetiva e intersubjetiva; la otra, concreta, que alude a ciertas acciones en el aula que sirven de fundamento para desarrollar actividades con textos literarios, cuya meta es fortalecer la competencia literaria y la comprensión lectora de los estudiantes.

Palabras clave: literariedad, obra literaria, comprensión lectora, taller literario, competencia literaria.

Abstract

This article recognize the literature as a legitimate and necessary academic space in the school from two tasks: a comprehensive enunciation about the nature and function of literariness in the spaces of reflection, plus the fixation of six teaching keys in relation to the way of analyze the literary works in the spaces of the mother tongue teaching. In order to achieve this, we assume a weak essentialist position and a social position of art. The results of this reflection shows at least two ways for action: the first one, more abstract, referred to the understanding of literature as a set of cultural products that aim to a subjective and intersubjectivity transformation; the second one, more specific, which refers to certain actions into the classroom that work as a basis to develop activities with literary texts, whose goal is to strengthen the literary competition and the reading comprehension of the students.

Keywords: literariness, literary work, reading comprehension, writing workshop, literary competition.


Introducción

Resulta complicado pensar en qué es lo que hace que un producto simbólico sea considerado una obra literaria, pero mucho más dificultoso hacer de ese artefacto social el centro de acción y reflexión en los espacios académicos destinados a pensar con un metalenguaje la lengua materna. En principio, presumimos que la manipulación de las obras literarias por parte de los profesores depende de la concepción explícita que estos tengan sobre aquellas, lo cual condicionaría, como en una cadena de efectos, su uso y administración en las clases; o lo que es igual, determinaría sus conocimientos procedimentales y condicionales. De aceptar esto, lo que implica sostener la idea que el saber sobre el ser limita el hacer y el querer, resulta substancial meditar el lugar y la praxis con la obra literaria en los procesos propios del contrato escolar (conocimientos, actitudes, valores, etc.); empero, para lograr establecer una propuesta sobre este particular, creemos que debemos pasar primero por la precisión sobre qué es eso que llamamos, justamente, una muestra literaria, lo cual no deja de presentar conflictos, dada la diversidad de posturas al respecto.

Ciertamente, cuando se repara en la concepción de obra literaria, se descubre un mundo diverso y complejo de posibilidades, dada su multiplicidad teórica y sus variopintas formas de ser estudiada. Dado esto, sobre las diversas perspectivas al respecto apostamos algunas, las cuales funcionan solidariamente para ofrecer, bajo la lógica de la evasión, una definición más robusta y completa a propósito de nuestro objeto de atención. Adelantar esta propuesta nos llevará, enseguida, a preguntarnos ya no por su naturaleza, sino por su función escolar y social, lo cual preparará el terreno para formular un conjunto de procedimientos que facilitan el trabajo de la obra en el aula. Dicho de otra forma, para poder sugerir claves didácticas de la literatura, debemos pasar por momentos de una cavilación conceptual, utilitaria y pedagógica de la obra literaria.

Naturaleza de la obra literaria

La pregunta por la naturaleza de la literatura parece ser un cuestionamiento reciente. Esto no significa que la literatura no haya existido desde otrora; solo que su preocupación teorética viene a ser más contemporánea (Foucault, 1996). Y, al desear responder esta cuestión, nos topamos con que se desliza a la pregunta por cómo el lenguaje mismo adelanta, por sus propios medios, una reflexión sobre un cierto tipo de manifestaciones lingüísticas. Así las cosas, podría afirmarse que el objeto de atención tratado en la literatura es aquel tipo de textos que manifiestan un lenguaje que, con conforme unas formas y funciones desplegadas tanto en la superficie como la potencia del texto (literario), contiene un aspecto relativamente esencialista que ha venido llamándose literariedad, lo cual hace que ese texto tenga la dignidad de manifestarse como tal y no otra cosa. A pesar de los numerosos apuntes al respecto, adoptamos una postura esencialista poco radical o un esencialismo débil, pues nos permite ciertas anomalías y licencias a nuestros límites de ordenación-comprensión, postura instituida en la concepción wittgensteiniana de parecido familiar (2008). Para este filósofo austriaco, los sujetos usamos de muchas maneras el lenguaje y, por caso, una misma enunciación genera comprensiones diferentes dependiendo de las reglas que rigen las situaciones comunicativas en las que el sujeto hablante ‘juega’ en el momento de su acción. Por caso, una forma de saludar en un juego de lenguaje concreto puede ser una fórmula emotiva; pero, en otro juego lingüístico, una injuria.

Ahora bien, dado que los sujetos tenemos una capacidad innata para hacernos un lugar en esta clase de juegos, pues nadie nos enseña del todo a jugarlos y, además, como podemos jugar muchos juegos lingüísticos, siempre y cuando no hagamos intervenir las reglas de un juego en otro (Barnett, 2002), es legítima la cuestión por la posibilidad de hallar elementos comunes en los juegos de lenguaje que juega un sujeto a través de los escenarios comunicativos en los que participa. La respuesta que da Wittgenstein a esto es negativa; más bien lo que podemos encontrar son parecidos existentes que se entrecruzan e, incluso, que se superponen entre esos juegos, de la misma manera que uno encuentra parecidos entre los miembros de una familia como, por ejemplo, el color y forma de ojos, el tipo de pelo, algunas particularidades de personalidad, etc.

Bien, si llevamos esta idea al acto de precisar qué hace que una obra literaria sea eso y no otro evento simbólico, diríamos que una obra A lo es en la medida en que se parece a una obra B o C en algún aspecto, aunque no necesariamente A, B y C se parezcan entre sí en un único aspecto. Dicho de una forma más palmaria: una obra literaria es tal si coincide con algunos rasgos o propiedades que la hacen pertenecer a esa categoría de obra literaria. Esa coincidencia de rasgos debe apuntar necesariamente a, al menos, una, aunque no sea suficiente (cfr. Eagleton, 2013, pp. 40 y ss.). Esta posición nos permite aceptar que esas propiedades intrínsecas de la obra literaria, que podemos llamar a secas aspectos de la literariedad, son porosas, frágiles, criticables; pero esto no le quita su estatus de validez; es decir, su carácter inexacto no nos conduce a una indeterminación y, más bien, evita el peligroso relativismo. Así las cosas, si bien es cierto que no todos los miembros de la familia Lozano Moreno, por ejemplo, son pusilánimes, la presencia de esta cualidad es una de las propiedades por las que reconocemos a los integrantes de la familia Lozano Moreno. Asimismo, ninguna obra literaria tiene que satisfacer todos los aspectos de la literariedad para ser apreciada como tal, y la distancia de uno de ellos no tiene por qué bastar para anularla de esa categoría.

Al aceptar este esencialismo lo que nos quedaría por determinar son los aspectos básicos que definirían a la obra literaria. Para lograrlo, debemos buscar autores o teorías que hayan hablado de la literariedad; es decir, de aquello que permite que un objeto, la obra literaria, tenga esa huella personal; de la misma manera que la huella personal de un ser humano es su humanidad. Pues bien, al respecto Saganogo (2009) advierte:

La literariedad se entiende como relación del texto con una realidad supuesta; lo cual equivale a la imitación de actos y lugares continuos. Se identifica también a través de algunas propiedades y ciertas formas organizacionales del lenguaje. La literariedad, como concepto, es la esencia de lo literario, y se referiría a la función poética del texto o mensaje literario. Sus rasgos son todas las características narrativas que configuran el texto literario. Desde otras perspectivas, la literariedad manifiesta una relación del discurso literario con la realidad, esto es, alude a las personas, acontecimientos imaginarios más que históricos; en estas condiciones, proyecta la noción de ficcionalidad (p. 3).

Nótese cómo esta reflexión sobre la literariedad invita a recorrer posturas o perspectivas que han intentado dar cuenta de la esencia de la literatura a través del conjunto de cualidades visibles de la literariedad y que involucra las formas y las relaciones del lenguaje en su topos singular; algo que, sin duda, ya ha sido cartografiado por el crítico británico Terry Eagleton (1983). No obstante, muchas de estas aproximaciones encuentran tropiezos o contraargumentos que impiden mantener una postura u otra de manera sosegada, lo cual nos obligará a crear otras propiedades intrínsecas de la literariedad.

Pues bien, una manera de aproximar un rasgo esencial de la obra literaria es sostener la tesis que afirma que el texto literario es invención pura (ficción/ imaginación); es decir, un producto que reproduce, en lo simbólico, algo que no es real. Sin embargo, existen ciertas obras, consideradas por el canon como literarias que incluyen muchos aspectos de trabajo objetivo (v.gr. novela histórica). Por otro lado, existen productos simbólicos como las tiras cómicas que son artificios ficcionales y que no por ello se consideran necesariamente obras literarias; excepto si se piensa en un género literario como la novela gráfica o algo similar. Aún más, si se considera al conjunto de escritos de imaginación como exclusivamente literarios, se proscribiría el carácter imaginativo de lógicas disciplinares como la filosofía o las ciencias naturales.

Otra respuesta muy frecuente es que el texto literario es un espacio donde se violenta la lengua corriente (Jakobson, 1975, p. 348). Dicho de otra manera, el artista toma el patrimonio lingüístico ordinario en sus manos y lo altera a través de condensaciones, compresiones, extensiones, inversiones. Por eso, es posible afirmar que cualquier experiencia artística pone de frente y actualiza la maquinaria del lenguaje, haciendo más ostensibles los estados de cosas (Eagleton, 1983). No obstante, es de notar que no todas las desviaciones lingüísticas, la alteración de la cohesión y la coherencia, son propias de las obras literarias; es decir, el supuesto uso especial de la lengua (lo literario) también puede encontrarse en otros textos que no son considerados literarios, como los chascarrillos, los cánticos de los barristas, los chistes, los avisos publicitarios, etc. De hecho, un publicista juega a volver raro el código con sus ingenios y no por ello considera sus productos como muestras literarias; incluso, ellos mismos se definen como literatos por alterar la lengua.

Una nueva postura afirma que el texto literario es un cierto tipo de lenguaje autorreferente. Dicho de otra forma, la obra literaria crea su propio contexto y sostiene en sus entrañas lo necesario para sobrevivir como sistema cerrado, como mónada. La obra queda reducida, así, a una encarnación de la conciencia del autor, capaz de resistir los cambios históricos, guardando en sí misma el significado real, puesto que el autor tiene la tarea de poner el significado estable, marmóreo, mientras los lectores acercan apenas las significaciones. No obstante, si se diferencia lo que significa un texto de lo que significa un texto para alguien, debilitamos tal postura, pues el significado es una cuestión que depende de lo social. Además, como sabemos, toda obra posee un contexto; es decir, está determinado por coordenadas físicas, sociales, políticas, históricas y culturales.

Algunos representantes de la narratología francesa, como Roland Barthes, afirman que la obra literaria es una matesis y una mímesis, esto es, tanto el repositorio de un saber literario predecible y homogéneo, y como un reflejo de la realidad que nombra. Pero, debido a que el orbe social actual es pródigo en perspectivas y sorpresivo en sus avances científicos para intervenir esa realidad, la literatura debe ser semiosis. Al respecto, Barthes (1983) afirma:

Durante siglos, la literatura fue a la vez una matesis y una mímesis, con su metalenguaje correlativo. Hoy el texto es una semiosis, es decir una puesta en escena de lo simbólico, no del contenido, sino de sus desvíos, retornos: en resumen, los goces de lo simbólico. Es probable que la sociedad resista a la semiosis, a un mundo que sería aceptado como un mundo de signos, es decir, sin nada atrás (p. 247).

En este sentido, la obra literaria es una práctica que libera el significante y que se manifiesta en el texto, el cual contiene, de suyo, un saber que establece relaciones culturales en principio infinitas, las que cada quien descubre y asocia desde su stock de saberes personales. Pero esta postura también obliga a pensar en un relativismo interpretativo y se puede caer fácilmente en el fangoso e inestable campo del todo vale (everything goes).

Finalmente, se puede afirmar que la obra literaria tiene que ver más con lo que alguien hace con él, que con su ser intrínseco. En otras palabras, una obra sería literaria dependiendo de los juicios de valor con los que un lector leería y juzgaría tal obra; juicios que comprometerían el aprecio del lector por ese texto y que lo obligaría, por tanto, a defenderlo como literario. Sin embargo, de ser esto así, se rompería con la ilusión de objetividad literaria y, así las cosas, cualquier producto simbólico puede llegar a ser literatura, como también cualquier cosa que se considera literatura, puede dejar de serlo. Aún más, los juicios de valor son históricamente determinados, esto es, cambian dependiendo de las condiciones sociales de conocimiento, por lo que habría que afirmar, además, que la literatura no sería una entidad estable, sino que dependería de una comunidad de lectores.

En este orden de ideas, hasta el momento nos ha resultado harto problemático enlistar unos mínimos que operen como aspectos o propiedades que formen parte de la literariedad. No obstante, si insistimos en ser propositivos y partimos de la intuición de la profesora estadounidense Louise Rosemblatt (2002), quien afirmaba que la obra literaria “en cuanto obra de arte ofrece una clase especial de experiencia” (p. 298); algo cercano a la postura de la antropóloga francesa Michéle Petit (2001) y a la del profesor Jorge Larrosa (2003), podemos certificar que la obra literaria es la fuente de una experiencia que, al fusionar lo práctico, lo intelectual y lo emocional, se convierte en una vía regia para el conocimiento del mundo personal y social, al tiempo que permite la re-construcción de la (inter)subjetividad.

Como se nota, es una apuesta que relaciona la literatura con la vida, lo que significa que, al leer una obra literaria, el lector construye sentidos y, en ese mismo acto, se construye a sí mismo. Esto lo expone Petit (2001) de esta manera:

[...] de lo que se trata es de la elaboración de una posición de un sujeto que edifica su historia apoyándose en fragmentos de relatos, en imágenes, en frases escritas por otros, y que de allí saca fuerzas para ir a un lugar diferente al que todo parecía destinarlo (p. 47).

A partir de esta postura, ¿qué se puede enlistar como las cualidades o rasgos específicos de las obras literarias? Pues bien, basados en este entendimiento y apuesta ya esbozada que relieva el encuentro de la obra literaria y el lector como una experiencia cognitiva y emocional (evento logopático) que pone en juego la literariedad del texto, superando así la obra misma, sugerimos los siguientes rasgos o propiedades de literariedad:

- Mueve a un cambio mental en el lector a través de suspensiones y trasgresiones sobre unas normas públicas del orbe social. Esto es lo que permite que el texto, literalmente nos saque de casillas y nos meta en otras. Esa transacción de mundos, del real a los posibles, se puede llamar acción estética, que invita a vivir la libertad, solo posible con el uso de la imaginación. Aún más, lo escrito con una intención de estas está desligado de ligereza, banalidad y del facilismo que da la expresión cotidiana e inmediata.

- A partir de lo anterior, es posible sostener que otra cualidad de la obra literaria es aquel estremecimiento que queda cuando nos embragamos en el mundo-otro que allí se despliega (ex-plica), aceptando ese mundo como ex-sistente, lo cual activa prácticas que pasan por la identificación o la alteridad.

- Realiza sus propios procesos de trans-posición y trans-figuración, re-interpretando creativamente un hecho tan real como cotidiano. Esto es, la obra literaria no crea ni refleja una realidad social, sino la traspone en claves propias.

- Genera extrañamiento, manifestado cuando el lector queda enredado en la lógica de ese mundo textual, hasta terminar por creer que ese nuevo mundo resulta verosímil: sucede que el texto ha creado su verdad y el lector termina por leerla y asumirla pasajeramente. En términos de Brune (citado por Chambers, 2007):

[...] la literatura otorga extrañeza, hace que lo evidente lo sea menos, que lo incognoscible lo sea menos también, que las cuestiones de valor estén más expuestas a la razón y a la intuición. La literatura, en este sentido, es un instrumento de la libertad, la luminosidad, la imaginación y, sí, la razón (p. 130).

- Invita a ser leída de varias formas. Es decir, presenta algo que podríamos llamar ambigüedad referencial, si entendemos que un texto ambiguo es, por definición, el que se presta a muchas interpretaciones. Incluso, esa parece ser una de las funciones comunicativas de este tipo de textos: “[...] la de ir más allá del simple reconocimiento de los sentidos torpes del habla ordinaria, para llegar al descubrimiento de sus posibilidades inéditas de expresión y comprensión de las realidades designadas” (Buxó, 2011, p. 45).

- Aparece ante el lector como un hecho histérico; esto es, se torna un lugar simbólico de denuncia. En esa medida, es un aparato de memoria histórica y, por tanto, de identidad social. Esto es posible porque todo producto humano, necesariamente, está inscrito en coordenadas sociales, culturales y políticas de enunciación. La escritura literaria sirve, entonces, para generar, por lo menos, dos cambios en el lector: como individuo amante de las letras que queda en trance, en fruición, y como ciudadano inmerso en la sociedad que se reconoce una delación agenciada por poderes asentados de forma oculta en la trama social y que él mismo padece.

A partir de esta última propiedad, podemos destilar una de sus funciones posibles en el ámbito escolar, a saber: su posibilidad de mostrarse como una maquinaria semiótica que permite reconocer avatares históricos de los colectivos y mantener un pasado presente para poder proyectarse en el futuro. Efectivamente esta es una función que los mismos literatos han resaltado de muchas maneras. Así, por ejemplo, los escritores Günter Grass y Juan Goytisolo (2002) reflexionaron sobre la misión del escritor y la función de la literatura en tiempos donde priman los aterradores inventarios de terror y destrucción en muchos puntos del globo terráqueo.

Cuando cesó la Segunda Guerra Mundial, había dejado unos sesenta millones de fallecidos, había dejado destruidas ciudades del tamaño de Londres y había vinculado íntimamente el autoritarismo con todas las formas sociales de vida. Para ese entonces, Grass era un joven con un poco más de tres lustros de vida, viviendo en la Alemania dividida, caracterizada por la exigencia de no reprochar el pasado, centrado en realidades como la Konzentrationslager Auschwitz y de una estrategia que hacía silente ese trauma sociopolítico. Ante esta situación, no obstante, apareció una especie de contra-discurso, centrado en lógicas lejanas a las ciencias y la historia:

La joven literatura quería hallar una respuesta para esta situación. Desde el comienzo estábamos contra esos silencios y esos olvidos. Y esa misma actitud la mantuve ante las tentativas oficiales de apaciguamiento, contra el statu quo y contra una historiografía obstinada en ocultar el pasado y a veces en transformarlo, alejando de la verdad a las nuevas generaciones. Impedir eso es una de las misiones de la literatura. (Grass y Goytisolo, 2002, p. 34)

Más adelante, Grass confiesa su temor a que las generaciones posteriores a la guerra no manifiesten carácter para empoderarse denunciar, usando como mediación la obra literaria. Sin embargo, esto parece no solo necesario sino urgente, puesto que los fundamentalismos y las violencias se instalan a pesar de los deseos de un mundo mejor. Esto lo complementa Goytisolo afirmando que “el rigor literario se traduce en un rigor ético respecto de la política y de la sociedad” (p. 34). Notamos, así, que detrás de esta postura que relaciona la literatura con un compromiso ético-político frente al otro y lo otro; está esa apuesta de ajustar a la obra su ocupación de espacio perenne de memoria histórica o memoria no oficial, permitiendo sacar a flote las prácticas que sostienen las injusticias, los abusos de poder y las trapisondas de control conductual y cognoscitivo.

Así las cosas, a partir de este tipo de posturas y reflexiones, puede subrayarse que una de las cualidades íntimas de la obra literaria es su tarea de ser arma de denuncia, convirtiéndose en mecanismo político que ayuda a definir una relación nosotros/ otros; esto es, en una práctica social que valora cómo se debe reconocer la realidad compartida. En este orden de ideas, aseguramos que un lugar posible de lo literario como materia o espacio académico en la escuela es la de una reconstrucción de saberes identitarios; por lo que, finalmente, allí no se deberían enseñar, propiamente, obras literarias sino la necesidad misma de la literatura (cfr. Jurado, 2004, p. 274) en los entramados de la existencia colectiva; todo esto con el fin de situar los vacíos históricos y de re-evaluar los silenciamientos, las ambigüedades y las tergiversaciones que otro tipo de discursos, la memoria política, han sedimentado y han hecho circular como verdades establecidas de manera dogmática y unilateral.

La obra literaria como texto en el aula

Ahora bien, justificado el lugar de la obra literaria en el dinamismo escolar, nos preguntamos por cómo la obra literaria, una vez instalada en las lógicas del contrato escolar, ha venido adquiriendo una dimensión funcional. Entonces, resulta fácil notar cómo su destino ha sido el de la instrumentalización; es decir, la obra convertida en un medio para enseñar, valorizar o identizar, opacando aquella forma de tratamiento que libera de la dureza del mundo material, co-construye el temple del sujeto-lector y le permite enriquecer sus experiencias subjetivas y comunicativas. No obstante sus discordancias categóricas, las posturas aparentemente opuestas coinciden, primero, en mostrar la literatura como sostén de unas etnografías sociales imaginarias que recrean idiosincrasias; y, segundo, en centrar la enseña literaria como el pretexto para la lectura comprensiva (Núñez, 2003; Rienda, 2010). Dicho de otra forma, “cuando se enseña literatura lo que se enseña es más bien a leer literatura” (Alzate, 2000, p. 11). Incluso, el documento de los Lineamientos afirma que la literatura en la escuela es una “experiencia de lectura” de carácter dialógico y argumentativo (MEN, 1998, p. 52). Esto significa que hay que preparar al educando desde los principios de la comprensión lectora, porque la literatura es un fenómeno de sentido que implica educar acciones cognitivas y metacognitivas propias de la comprensión (cfr. Cárdenas, 2000). Es por ello que hay que pensar en los discípulos de la clase de literatura más como lectores en ciernes que como descifradores que están listos a sentir deleite. Como se nota, en esta perspectiva sugerida lo novedoso es la responsabilidad del lector y de ambiente lector en el aula de lengua materna.

Pues bien, en relación con el protagonismo delegado al lector, el espacio de enseñanza/aprendizaje debe convertirse en un centro de debate que abarque tanto reflexiones sobre su posible literariedad de las obras, como la justificación de por qué se escoge un autor, un género, una obra, un fragmento representativo de una novela, un valor, etc.

En suma, lectores que, tras la experiencia lectora, conciban la obra como campo de experimentación, de exploración, de reconocimiento e identificación e, incluso, que creen efluvios de teorías fundamentadas de la obra como texto. El resultado de todo este esfuerzo complejo es el fortalecimiento de la competencia literaria en el lector, esto es, saberes y tácticas necesarias para sacudir las obras literarias y regocijarse con ellas tras su examen (Colomer, 1998; Colomer y Durán, 2000) y que, según el profesor Carlos Lomas (1996), se abrevian en destrezas como el fortalecimiento de hábitos lectores autorregulados y la capacidad de gozar estéticamente la lectura de la obra como texto; es decir, el acceso a un extrañamiento tras el contacto con el mundo que abre la obra literaria; amén de un vasto y sistémico conocimiento de obras, autores e intenciones, en el nivel local, provincial y cosmopolita, lo cual se logra con el afán de leer en propiedad obras de carácter canónico.

Ahora, este lector en formación es aquel que ojea y hojea las obras como textos1, liberando su potencia de sentidos en tal interacción, lo que está en armonía con la competencia literaria. No obstante, según Chambers (2007) las dificultades que puede presentar un lector se resuelven optimizando el contexto social de la lectura, admitiendo en ese espacio democrático la ayuda de un lector experto y honesto (profesor o animador); esto es, de un facilitador que pueda mostrarse como lector en permanente co-formación y que, según Sarto (1993), debe auxiliar tareas como permitir el acceso al conocimiento del artefacto, ayudar al otro a ser lector atento (menos ingenuo), apoyar lecturas placenteras y, finamente, ayudar a descubrir la diversidad de hipótesis que puede tener la obra cuando ya no se concibe como obra sino como texto (Barthes, 1987); esto es, tratar el tejido literario como un sistema abierto que debe ser examinado desde una “teoría liberadora del significante” (Barthes, 1983, p. 250).

En este orden de ideas, y como hemos fijado otrora, si la literatura es una práctica lectora, esta acción debe incluir las dimensiones estética y sociohistórica y herramientas obtenidas de la caja de herramientas de la semiótica; o lo que es igual, el tratamiento a la lectura de la obra/texto como un juego que bordea misterios y bellezas asumidas en ambientes de inflexión lúdica y dialógica (cfr. MEN, 1998); eso sí, sin descuidar el condicionamiento que ese texto tiene frente a las coordenadas sociohistóricas y políticas de enunciación, que son pivotes para el desciframiento de los contenidos implícitos, solo accesibles por un trabajo indexical dentro del sistema semiótico particular que resulta ser el objeto de atención literario.

Como se nota de lo anterior, esto obliga a que el tratamiento de la obra literaria en el aula esté apoyada de varias lógicas disciplinares (y no puramente la lingüística), como la historia, la semiótica aplicada, el análisis del discurso e, incluso, las investigaciones cognitivas sobre el lenguaje (Sánchez, 1995), evitando así la instrumentalización de la obra, pues el desciframiento de la obra al texto o, lo que es igual, el paso de lo denotativo a lo connotativo solo es posible en un acto de investigación que, sin descuidar lo imaginario-lúdico, sitúe un juego investigativo para que el auditorio escolar no solo termine descubriendo mundos posibles y variopintos sentidos, sino que dignifique su propio idiolecto para que sea también materia de su comunicación (dimensión expresiva), participando así, como reproductor del patrimonio recogido y descifrado en los textos (dimensión cultural).

Así las cosas, esta postura y sus apuestas teórico- pedagógicas, nos permiten concebir y arriesgar unas claves didácticas que orientarían de una manera más eficaz la enseñanza de la obra literaria, y cuya autenticidad está en el tratamiento lector e interdisciplinar, dentro de ambientes sociales dialógicos y colaborativos. Pensando en que no hay ninguna tendencia didáctica universalmente válida sino, más bien, aproximaciones de actuación, pensamos que, centrándonos en la mediación posible entre profesor y estudiante es posible que aquel reconduzca eficientemente los conflictos, supere los condicionamientos externos, se responsabilice de guiar procesos de formación lectora y evalúe de forma procesual la co-construcción del conocimiento literario, pues “el papel del maestro en este proceso es decisivo no como el que enseña, sino como quien está dispuesto a interactuar con el estudiante a partir de sus dilemas y de su búsquedas, y también como provocador para la búsqueda” (Jurado, 2004, p. 273). Y puede provocar a través de claves como las siguientes:

Planear talleres de lectura-escritura con consignas no ambiguas y con claridad sobre las formas de evaluación

Leer es aprender a glosar, resumir y subrayar porque, cuando se lee, se escribe y esa es una de las mejores pruebas de que se está aprovechando el acto lector, vía una comprensión. Por otro lado, Delmiro Coto (2006) considera que las clases de literatura se articulan pertinentemente a partir de textos escritos, lo que supone la animación a la producción de textos:

En estos escritos, surgidos al calor de una consigna eficaz, conviene que, al principio, predomine la función expresiva (saber dar nombre a las cosas, construir fases simples, saber transcribir o adaptar al papel trozos de lenguaje oral...) y, pronto, se combine con la función poética, se obtienen pronto textos eficaces para conseguir que el filtro efectivo del alumnado se haga cada vez más permeable al código escrito y se resuelva el miedo que todo escritor primerizo experimenta ante una hoja en blanco (p. 21).

De esta forma, se cerraría un círculo formativo, donde la competencia literaria del lector le aseguraría habilidades en el dominio de la escritura –creativa–, la consciencia metalingüística, el fomento del gusto por la lectura y la comprensión de obras que, en su dimensión profunda como textos, están basados en lógicas retóricas; esto es, metafórico-metonímicas.

Ahora, como se sabe, toda acción didáctica es exitosa cuando es concebida de antemano, lo cual exige prever, al menos, cinco elementos: intención (por qué va enseñar); contenidos (qué va a enseñar); secuenciación y armonía entre los objetivos y los temas de dominio (cuándo lo va enseñar); habilidades y recursividad (cómo lo va a enseñar), y finalmente, evaluación formativa o sumativa (cómo se valorará lo enseñado). En relación a este último punto, se sugiere la evaluación formativa la cual, a diferencia de la sumativa, permite revisar y ajustar progresos sobre ciertas tareas a través de la autorregulación; esto es, a partir de la valoración de fortalezas y debilidades durante una experiencia ejecutada (Gimeno, 2002). De esta suerte, la evaluación formativa en las clases de literatura permite que el lector tome consciencia de los pasos que sigue para conseguir su objetivo comprensivo, implicando acciones metacognitivas que bien pueden encajar en lo que Donald Schön (1998) denominó práctica reflexiva.

Comenzar con talleres que centren su esfuerzo en piezas literarias leves, exactas, rápidas y múltiples2

En este sentido, el microcuento presenta muchas ventajas, entre ellas, permite ser abordado en su totalidad y es altamente connotativo, generando en el lector tensión y gancho, hasta llevarlo a la construcción de hipótesis de sentido que dan cuenta de una lectura crítica:

Desde el punto de vista de la lectura crítica, leer es comprender en el tiempo, asumir que un texto es un tejido de signos denotados, connotados, re-escritos, reinscritos: la distancia produce el texto, y así lo comprendemos para comprendernos en el tiempo, pues el comprender es el modo de ser nuestro. (Agudelo, 2015, p. 49)

Pero, asimismo, sucede con la poesía, pues esta no solo fortalece la experiencia estética, sino que reeduca la sensibilidad. Efectivamente, el encuentro lector con una poesía puede hacernos más sutiles, menos obvios, más profundos; en suma, ir más allá de lo inmediato, porque el poema es una forma sintética de mirar la realidad, es un cuerpo viviente complejo que permite configurar el pensamiento metafórico y analógico-relacional. En suma, “en la poesía hay una cantera de motivos afines con las angustias, las preguntas, los anhelos de los que empiezan a descubrirse y, lo que es más importante, a necesitar de un ‘otro’” (Vásquez, 2015, p. 35). Así, por caso, siempre resulta cómodo de-mostrar la literariedad de una obra con los relatos hiper-breves de Augusto Monterroso o Juan José Arreola, piezas literarias majestuosas que más bien podrían llamarse textículos puestos en antrologías; esto es, textos pequeños, delicados y vitales que reflejan aspectos sociopolíticos de los sujetos y las naciones.

Mientras se efectúa el desarrollo de talleres, el profesor debe mostrar como modelo de lector experto ante sus estudiantes

Es decir, el docente debe ser muestra de aquello que enseña. En nuestro caso, el profesor de literatura debe ser testimonio frente a sus alumnos para iniciar y valorar procesos transformadores en relación con la comprensión lectora. Así las cosas, consideramos cierta la apuesta que subraya la relación entre el mediador y la obra literaria, sumada a la predisposición que esta ofrece para poner al servicio de otros tal experiencia.

En este sentido, varios estudios realizados en 2010 en la Universidad de la Florida han demostrado que lo que hace el docente influye en la motivación del estudiante por la lectura. Aún más, influye de tal manera que pueden moderar la capacidad genética de los niños frente a la lectura precoz3. Frente a tan menuda responsabilidad, los docentes deben poseer una formación como lectores y mostrar al grupo a su cargo su historia, sus tropiezos y sus contradicciones como lectores; verbigracia, demostrar cómo le afecta/infecta la lectura de ciertas obras, que no siempre entiende todo lo que lee y que, incluso, leer implica tomar posturas de consenso o disenso frente al tema tratado. En suma,

[...] antes de mandar a leer una obra literaria, gástese un tiempo en darle algún contexto, sitúela históricamente, muestre su valor y vincúlela con alguno de los objetivos de su clase. Muéstrese como el primer lector de esa obra y cuente desde su propia experiencia cómo hizo efecto en usted, en su manera de percibir, comprender o descubrir una realidad o una situación. (Vásquez, 2012, p. 90)

Planear y ejecutar talleres que combinen textos literarios con textos de naturaleza retórica similar

Para Carlos Reis (1996) es viable la conjugación del texto literario con otras texturas; esto es, la puesta en escena de lo literario con todo el concierto de las poéticas de los medios, postura que favorece el carácter moral común que tiene tanto la obra literaria, en su nivel figurativo, como las texturas de las nuevas actuaciones artísticas las cuales, en juntura, permiten combinar o, incluso, sustituir el entendimiento por una percepción estética. Así, por caso, cómics, cine, teatro, publicidad, performance, happening, instalaciones, etc. A esto se suman otras cualidades, como el reconocimiento consciente que logra el sujeto a propósito de las prácticas poéticas presentes en las experiencias estéticas contemporáneas (v. gr., piénsese en las cualidades poéticas propias de las noticas en un telediario o en ciertas piezas publicitarias). Asimismo, la circulación de este modelo permite la ganancia de beneficios propios de las NTIC, especialmente del contexto hipermedial, lo que permite lecturas no lineales que admiten leer con todos los sentidos (visual, auditivo, táctil), con un maridaje no conflictivo entre imagen y palabra, permitiendo lecturas abductivas en plural y con democracia, pues como bien lo plantea Eco (1979): “[...] la interpretación de obra de arte se abre a una serie virtualmente infinita de lecturas posibles” (p. 87).

A propósito de esto, creemos que, al incluir los contextos hipermediales en la enseñanza de la obra literaria, se da relieve al carácter asociativo que permite la discursividad electrónica, pues vincula la obra literaria con el sistema hipertextual en el que se inscribe en el mundo virtual. Como se sabe, en la red, una obra despliega infinidad de mundos informativos posibles o de ficción, amén de la trasposición de aspectos de la totalidad de los discursos científicos y humanísticos, como sucede con experimentos locales como Narratopedia.

Destinar encuentros para practicar la autobiografía lectora

En la actualidad, la escritura autobiográfica ya no es una propiedad distintiva de intelectuales y escritores, sino que, actualmente, cualquier ciudadano puede dejar su vida por escrito. No obstante, una autobiografía es una obra narrativa que da cuenta de un modelo de vida y proyecta sabiduría. En ese sentido, lo que importa no es lo que le haya ocurrido al autor, sino el sentido que este le da a lo ocurrido, lo cual implica imaginación literaria (Gornick, 2003). Ahora, según Miraux (2005), en la autobiografía no solo está el deseo de comprenderse al buscar las raíces, sino que restablece una identidad; esto es, permite una visión heurística Ne 2248-6798 • Vol. 23, No. 1 (enero-junio 2018), pp. 74-86. del yo, gracias al autoanálisis que va del yo-presente al yo-pasado.

A propósito de lo que aquí nos interesa, hay un plus en este tipo de producción, a saber: la autobiografía lectora responde a preguntas como: ¿quién soy yo como lector?, ¿qué tan auténtico es lo que digo de mí en la escritura?, ¿cómo contar al otro cómo me hice un lector menos ingenuo?, ¿cómo asegurarse de que el otro podrá ser lector experto con ayuda de mi experiencia?, etc. Nótese, entonces, que la escritura autobiográfica exige un destinatario, implícito o explícito, que sirve de interlocutor. Así las cosas, es posible pensar en una reflexión autobiográfica centrada en la vida lectora, tal como en su momento lo hicieran Pablo Neruda, Jorge Luis Borges. Pero también, Paulo Freire, quien afirma: “[...] fui alfabetizado en el suelo del patio de mi casa, a la sombra de los árboles de mango, con palabras de mi mundo y del mundo adulto de mis padres. El suelo fue mi primer tablero y pedazos de madera mi primera tiza” (1984, p. 95). Pero, quizá, el mejor ejemplo es la autobiografía lectora de Michèle Petit (2000):

[...] Más que establecer una lista de mis momentos dichosos como lectora de aquellos años, he querido revisitar algunas imágenes, algunos relatos que me impactaron, o lo que hice con ellos tiempo después. Tal vez esos recuerdos les permitan a otros, [...], recordar las historias que les contaban a ellos o los libros que iban descubriendo. En particular a todos aquellos y aquellas que deberían transmitir el gusto por leer. Así, como un psicoanalista debe psicoanalizarse, un facilitador de libros [...] podría meditar en su propia trayectoria. Pero no hagamos de este ejercicio una imposición: que cada quien, si así le viene en gana, recupere para sí mismo o para el destinatario que elija algunos de los cuentos, de las rimas o de las ilustraciones que hicieron del mundo un lugar más habitable (p.11).

Cimentar un perfil personal de lector

A medida que los estudiantes desarrollan la habilidad de fruición con las obras literarias, son más conscientes de lo que leen y de lo que sirve leer para co-construir su subjetividad4. Pero esto es un lento proceso que suele comenzar con fases de identificación (v. gr., “soy garciamarquiano”, “soy borgiano”, etc.) para terminar en una consciencia de formación donde la realidad es leída desde el prisma de las obras leídas, lo cual actúa como un conjunto de elementos que permiten la construcción de una marca interpretativa de la realidad social y, por tanto, de una autonomía frente a los demás. Es por eso que Sánchez Corral (2003) argumenta que el contacto con la literatura contiene elementos de orden ético-discursivo; esto es, el desarrollo de los estudiantes como personas autónomas, críticas y libres (pp. 331-332). Es que, finalmente, la enseña literaria consigue, mejor que ningún otro discurso, virtudes expresivas que hacen del proceso lector un acto identitario y liberador, y en esto debe insistir el profesor que enseña literatura.

A manera de conclusión

A partir de todo lo esbozado aquí, podemos aventurar la opinión que la enseñanza de la literatura en los espacios escolares dialógicos tiene dos frentes de acción: uno, más pedagógico, referido a la reflexión sobre la especificidad simbólica de la obra literaria como manera por medio de la cual la interacción de esta con el lector hace de él un sujeto emancipado, pues su capacidad de imaginación, de fruición y de transformación de cosmovisiones y saberes, le permite reconstruirse y afianzarse en su mismidad ante la otredad; y otro, más didáctico donde, ese lector, acompañado de un guía más experto, fortalece su competencia literaria y hace del sí un sujeto que puede mostrarse paulatinamente con una identidad lectora y que conjuga textualidades culturales en beneficio de la comprensión social del mundo, para ofrecer una respuesta estética frente al devenir. En este orden de ideas, permitirse conocer los mundos imaginados y transpuestos que despliega la obra literaria ya es el encantamiento mismo de esa textura, pues el retorno al mundo social ya deja un sujeto hecho otro, sin dejar de ser él mismo.


Notas a Pie de Página

1 Al respecto Barthes (2001) afirma: “La obra se sostiene en la mano, el texto en el lenguaje [...]. Dicho de otro modo: el texto solo se experimenta en un trabajo, en una producción: mediante la significancia” (p. 147).

2 Según las propuestas del escritor de padres italianos Ítalo Calvino (1989), la literatura actual se caracteriza por presentar levedad, esto es, un lenguaje poético terapéutico para el lector; además de exactitud, basada en la nitidez a través del uso del significante exacto, a lo que se suma la rapidez, cualificada por la economía lingüística que aporta agilidad lectora y, también multiplicidad, o lo que es igual, polifonía. Quedan por definir dos propuestas pero, para lo que nos conviene, resaltamos estas cuatro. 2 Según las propuestas del escritor de padres italianos Ítalo Calvino (1989), la literatura actual se caracteriza por presentar levedad, esto es, un lenguaje poético terapéutico para el lector; además de exactitud, basada en la nitidez a través del uso del significante exacto, a lo que se suma la rapidez, cualificada por la economía lingüística que aporta agilidad lectora y, también multiplicidad, o lo que es igual, polifonía. Quedan por definir dos propuestas pero, para lo que nos conviene, resaltamos estas cuatro.

3 Al respecto, la periodista Patricia Matey (2010) afirma que “los ‘genes de la inteligencia’ no sirven para mucho si el alumno se topa con un mal profesor. Así lo acaba de poner en evidencia un grupo de psicólogos estadounidenses tras llevar a cabo un estudio con gemelos. De hecho, su directora, Jeanette Taylor, de la Universidad de Florida (Estados Unidos), ha reconocido a Elmundo.es que ‘los genes son importantes para explicar las diferencias en los logros de los alumnos con lectura, pero también lo es la enseñanza eficaz. [...] La actividad de leer está influida por los genes y por el medioambiente: familia y profesorado. Sin embargo, la importancia de la calidad de los maestros a la hora de obtener todo el potencial de sus alumnos es un hecho que se ha investigado poco’, insiste la doctora Taylor [...] Pese a todo, los psicólogos estadounidenses reconocen que ‘la capacidad lectora también puede estar influenciada por otros factores, como el medio físico donde se dé la clase, los compañeros, los recursos de los que se disponen, entre otros’, aclaran los autores”.

4 Al respecto, Carlos Monsiváis (2004) afirma que “la humanidad de los sujetos se debe más al aprovechamiento de las lecturas, que a la tradición de leer: la lectura es un instrumento de desarrollo personal y no un rito de tránsito” (p. 17).


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