DOI:
https://doi.org/10.14483/cp.v3i3.12409Publicado:
2016-06-02Número:
Vol. 3 Núm. 3 (2016): Enero-Diciembre de 2016Sección:
ArtículosMiedo y desfiguración en literatura, teatro y cine: cuando la ficción vapulea el rostro
Fear and desfiguration in literature, theater, and film: when fiction vaples the face
Medo e desfiguração em literatura, teatro e cinema: quando a ficção atinge o rosto
Palabras clave:
fiction, representation, identity, disfiguration, hybridization, fear, queer (en).Palabras clave:
ficción, representación, identidad, desfiguración, hibridación, miedo, queer (es).Palabras clave:
ficção, representação, identidade, deformação, hibridação, medo, queer (pt).Descargas
Referencias
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MIEDO Y DESFIGURACIÓN EN LITERATURA, TEATRO Y CINE:
cuando la ficción vapulea el rostro*
FEAR AND DESFIGURATION IN LITERATURE, THEATER, AND FILM:
when fiction vaples the face
MEDO E DEFORMAÇÃO EM LITERATURA, EM TEATRO E EM CINEMA:
quando a ficção golpeia o rosto
LA PEUR ET LA DÉFORMATION EN LITTÉRATURE, EN THÉÂTRE ET AU CINÉMA:
quand la fiction frappe le visage
Muriel Plana**
Universidad de Toulouse 2 Jean Jaurès, Francia. Correo electrónico: planamuriel@gmail.com
Fecha de recepción: 1 de octubre de 2015 Fecha de aceptación: 11 de noviembre de 2015 Doi: https://doi.org/10.14483/cp.v3i3.12409
Cómo citar este artículo: Plana, M. (2016, enero-diciembre). Miedo y desfiguración en literatura, teatro y cine: cuando la ficción vapulea el rostro. Revista Corpo-grafías: Estudios críticos de y desde los cuerpos, 3(3), p-p 184-207/ ISSN 2390-0288.
*Artículo de investigación: El presente artículo deriva de los trabajos llevados a cabo en el programa 2016-2020 del grupo de investigación LLA-CREATIS de la Universidad Toulouse-Jean Jaurès (Francia), con acreditación nacional EA4152.
**Catedrática de Estudios Teatrales en la Universidad Toulouse - Jean Jaurès. Antigua alumna de la Escuela Nacional Superior Ulm-Sèvres. Miembro del grupo de investigación LLA-CREATIS así como del instituto IRPALL. Sus primeros trabajos versaron sobre las relaciones entre el teatro y las otras artes (novela, cine, música). Sus últimos libros son: Théâtre et féminin. Identité, sexualité, politique [Teatro y femenino. Identidad, sexualidad, política]. Editions universitaires de Dijon, 2012 y Théâtre et politique I. Modèles et concepts et Théâtre et politique II. Pour un théâtre politique contemporain [Teatro y política I. Modelos y conceptos y Teatro y política II. Para un teatro político contemporáneo]. Editorial Orizons, 2014. También dirigió con H. Beauchamp (2012), en la misma editorial el libro: Théâtralité de la scène érotique [Teatralidad de la escena erótica]) y con F. Sounac et alii (2015): Esthétique(s) queer [Estética(s) queer]. Trabaja actualmente con su grupo de investigación en el programa “Aproximaciones estéticas y políticas del cuerpo” y un seminario pluridisciplinario alrededor de la “Identidad del artista en los discursos literarios, artísticos y populares y las ciencias humanas”. Escribe también ficciones narrativas y dramáticas y hace montajes de obras teatrales desde finales de los noventa.
Resumen
Mediante una teorización del motivo de la desfiguración en algunas obras novelescas, teatrales y cinematográficas de ficción (de Victor Hugo a Pedro Almodóvar y Alejandro Amenábar pasando por Gastón Leroux y Howard Barker), el artículo pretende interrogar los miedos modernos y contemporáneos frente a la identidad humana: miedo a la forma impuesta, primero, que transforma la cara en máscara, y miedo a la hibridación hecha posible por los progresos de la ciencia entre lo mecánico y lo orgánico, lo muerto y lo vivo, lo masculino y lo femenino. La desfiguración de la cara o del cuerpo, desafío para el sujeto moderno y objeto de miedo que hay que domesticar, pone en tela de juicio la representación del ser humano a lo largo del siglo XX y podría ser hoy el motivo simbólico y equívoco de una reflexión de los artistas, en una óptica neosimbolista o queer, sobre el autoengendramiento del Yo y del Mundo, sobre sus posibles virtudes políticas así como su dimensión trágica.
Palabras clave: ficción, representación, identidad, desfiguración, hibridación, miedo, queer.
Abstract
Throughout a theorization of the disfiguration motive in some novels, theatrical and cinematographic fiction Works (from Víctor Hugo to Pedro Almodóvar and Alejandro Amenábar going by Gastón Leroux and Howard Barker), the article looks to question the modern and contemporary fear in relation to the human identity: fear to the imposed form which makes of the face a mask, and fear to the hybridization enabled for the science’s progress among the mechanic and the organic, the alive and the dead, the male and the female. It considers the face and body disfiguration, the defiant for the modern subject of the fear to the object, which must be tamed, as a questioning of the human representation throughout the XX century and could be the symbolic and mistaken motive of artist’s reflection in a neo-symbolic or queer optic on the self-indulgence of the self and of the world, on its possible political virtues as well as its tragic dimension.
Keywords: fiction, representation, identity, disfiguration, hybridization, fear, queer.
Resumo
Por meio da teoria da deformação em algumas novelas, peças de teatro e filmes de ficção (desde Victor Hugo até o Pedro Almodóvar e Alejandro Amenábar incluindo à Gastón Leroux e Howard Barker), o artigo busca interrogar os medos modernos e contemporâneos face à identidade humana: medo da forma imposta, primeiro, o mesmo que transforma a face em máscara e o temor da hibridação feita possível graças o progresso da ciência entre mecânica e orgânica que morreram e a coisa viva, a coisa masculina e a coisa feminina. A deformação da face ou do corpo, desafie para o companheiro moderno e objeto de medo que é necessário domesticar, questiona a representação do ser humano ao longo do século de XX e poderia ser hoje a razão simbólica e entendendo mal de uma reflexão dos artistas, em um neosimbolista ótico ou arruina, no autoengendramiento do eu e do Mundo, sobre suas possíveis virtudes políticas como também sua dimensão trágica.
Palavras-chave: ficção, representação, identidade, deformação, hibridação, medo, queer.
Résumé
À travers une théorisation du motif de la défiguration dans des œuvres de fiction romanesques, théâtrales et cinématographiques (de Victor Hugo à Pedro Almodóvar et Alejandro Amenábar en passant par Gaston Leroux et Howard Barker), l’article s’attache à interroger les peurs modernes et contemporaines face à l’identité humaine : peur de la forme imposée d’abord, qui transforme le visage en masque, ou peur de l’hybridation rendue possible par les progrès de la science entre le mécanique et l’organique, le mort et le vivant, le masculin et le féminin. La défiguration du visage ou du corps, défi pour le sujet moderne et objet de peur à apprivoiser, remet en question la représentation de l’humain tout au long du XXe siècle et pourrait bien être aujourd’hui le motif symbolique équivoque d’une réflexion des artistes, dans une optique néo-symboliste ou queer, sur l’auto- engendrement du Moi et du Monde, ses possibles vertus politiques comme sa dimension tragique.
Mots clé: fiction, représentation, identité, défiguration, hybridation, peur, queer.
Cuando inicié esta reflexión estético-política sobre el miedo en la ficción lo hice partiendo de lo que más miedo me da personalmente y recordé algunas escenas o imágenes traumatizantes de mis lecturas y de mi vida como espectadora de teatro y cine, incluso de televisión. Deduje que uno de mis peores miedos es el miedo a la desfiguración (no solo las heridas en la cara, sino también el borrado del rostro, ya sea tras una máscara, bajo una gruesa capa de maquillaje o por el cambio, robo o comercio del semblante mediante cirugía estética).
Me di cuenta de que algunas obras que a menudo se consideran populares me habían gustado mucho, pero de forma ambigua; son obras en las que, de un modo u otro, se figura la desfiguración de un personaje. Por un lado, tuve objetivamente miedo de la imagen de ese personaje desfigurado o privado de (su) rostro o del proceso de su desfiguración; por otro, sentí, de una forma íntima y subjetiva, miedo de ese personaje.
El miedo al personaje desfigurado (en los dos sentidos del genitivo) provocó luego en mí un miedo a la obra en sí, que lo escenificaba. Durante una temporada me dio francamente miedo volver a ver esa obra o releerla; sobre todo en el caso de películas, más que en el de espectáculos o libros, porque la imagen cinematográfica y fotográfica, o simplemente plástica y esculpida, provoca en mí más miedo que la imagen teatral y novelesca, ante la cual mi imaginación edulcorante, por muy fuerte que sea la hipotiposis o eficaz el naturalismo de la representación, encuentra la forma de acomodarse con mayor facilidad, protegiéndome de mis sensaciones puras.
Pienso, en especial, en la película Los ojos sin rostro de G. Franju1, filme de culto de la desfiguración o, extrañamente, en La naranja mecánica de S. Kubrick2 donde la escena que más me aterró no fue la de la violación, que es atroz, sino aquella en que el protagonista antihéroe (que ya está horriblemente maquillado) se ve atrapado en una máquina que le obliga a mantener los ojos abiertos tirándole de los párpados, deformándole el rostro mientras le obliga a mirar… Y es que, a través de la desfiguración, de lo que se trata siempre es de ver aquello que no se quiere ver.
Está también, por supuesto, la película insoportable El hombre elefante de David Lynch3, que solo vi a medias y nunca he sido capaz de volver a ver.
Para interpretar el miedo que tuve ante esas escenas u obras que representan la desfiguración o que muestran a un ser desfigurado de rostro ausente, destrozado o arruinado, pensé que tal vez la combinación extraña y paradójica del mayor distanciamiento y de la mayor identificación posibles –lo que nos saca del debate contradictorio y excluyente, caricaturesco, de identificación/distanciamiento y me permite reflexionar, con Catherine Naugrette, no ya sobre la catarsis, sino sobre lo que ella denomina «el proceso catárquico» (Naugrette, 2008, p. 78) como algo realmente doble– se define como una asociación que se establece, de forma simultánea y no sucesiva o alternativa, del terror y la piedad. Quizá fuera la expresión instantánea de ese par de emociones a priori incompatibles que esas obras provocaron en mí, lo que las hizo a la vez tan cercanas y repulsivas, emocionantes y amenazantes.
La desfiguración se relaciona con «lo monstruoso», pero en mi opinión no se reduce a ello. No se trata de una deformidad o de una deformación cualquiera respecto de la norma natural; la desfiguración va mucho más allá de la relación que transgrede la norma, o incluso la forma. Por eso creo más bien que hay que basarse en la idea de Lévinas de que el rostro humano resiste a cualquier forma, formateo o fijación definitiva, y que el miedo procede ante todo del hecho de que esas obras de la desfiguración no abordan la cara como algo informe o deforme, sino al contrario, como algo fijado en una forma, más precisamente una máscara (Lévinas, 1971, p. 43)4… Este miedo ante el rostro desfigurado, sustraído y sustituido por una máscara, por lo demás a la vez máscara y enmascarado en casi todas las obras, tiene en mi opinión un alcance tanto particular como general sobre el que merece la pena interrogarse. Efectivamente, la desfiguración que despliegan el arte moderno y el arte contemporáneo, en especial en la cara, alcanza en general al sujeto y a la identidad del sujeto humano, incluso su propia posibilidad. Eso es lo que, sin duda alguna, me provoca un miedo de vértigo, porque es identitario, miedo al que me he querido enfrentar y sobre el que quiero reflexionar en este artículo (¡qué oportuna ocasión de ensoñación autoanalítica!).
Viajando por algunas obras y escenas de desfiguración en novela, teatro y cine, de Victor Hugo y Gaston Leroux a Alejandro Amenábar, Pedro Almodóvar y Howard Barker, voy a tratar de definir en primer lugar dos «miedos» a los que, desde una perspectiva histórica, llamaré «miedo moderno» y «miedo contemporáneo».
Después me preguntaré cómo el rostro y su ruina, representados y problematizados por el arte, pueden provocar un espanto tanto estético como metafísico tratando de vincular el miedo que genera la desfiguración con el concepto estético-político de «grotesco»; las obras referidas que me inspiran miedo son muy conocidas y, en consecuencia, están sin duda sujetas a eso que llamamos «el inconsciente colectivo».
Para terminar, ampliaré el concepto de desfiguración al cuerpo sexuado y al mundo, considerando que el rostro afectado es, en la mayor parte de las obras, sean modernas o contemporáneas, una metáfora de la identidad en sentido amplio5, identidad del Yo y del Mundo, del sujeto y del objeto, y que esa metáfora favorece espléndidamente la escenificación de las dificultades de su relación.
Del miedo moderno al miedo contemporáneo: el rostro
Se puede considerar el miedo como un estado general, pero también como un efecto preciso, una emoción intensa que provoca en el sujeto un objeto que el sujeto percibe, en el instante en que lo percibe, casi siempre a través del sentido de la vista. Así es, en todo caso, como yo lo entiendo en esta ponencia, desde un punto de vista en primer lugar estético, como una sensación física, casi fisiológica, antes incluso de ser un sentimiento, vinculado con el impacto brutal, la sorpresa desagradable que provoca la «aparición» de un objeto que asusta al sujeto porque no está preparado para ella y no la acepta. Mientras la angustia o el temor proyectan al sujeto en el futuro y niegan el presente, el miedo, tal como yo lo entiendo aquí, lo paraliza por el contrario en el momento presente. Si ese instante perdura (como en la expresión «vivir en el miedo»), se debe al encuentro estruendoso e indeseable que se ha producido con el objeto y a que se ha convertido en una escena traumática, revivida en cada ocasión no como un recuerdo, sino en tiempo presente, reactualizada, no digerida. De modo que hay algo inmediato en ese miedo, y algo escurridizo en su objeto a priori. Ese objeto es muy real, en el sentido de actual y externo al sujeto, en oposición a un objeto virtual que, como en la angustia o el temor, amenazaría al sujeto y lo corroería por dentro.
Ese objeto Otro es nuevo. Aparece ante el sujeto, irrumpe en su campo visual, lo impacta, lo agrede. Provoca en él un estremecimiento, una fragilidad. Suscita el miedo del sujeto bajo la forma del pavor, miedo localizado y paralizante, del espanto, miedo extremo e insostenible que penetra en él de modo insidioso, o del horror, miedo exponencial que le obliga a cerrar los ojos y abstraerse cuanto antes de cualquier relación con el objeto. El terror, último parasinónimo del miedo en que he pensado, merecería un análisis aparte, pero en este marco lo excluyo, porque desde la Revolución Francesa, y en la edad del terrorismo, se ha revestido de un sentido sistémico mucho más político que estético.
Si nos quedamos, como es mi deseo, en el ámbito de la sensación y de la percepción estética, se puede decir que el miedo brutaliza y atrapa desde el exterior, después inmoviliza a la persona afectada, y no se instala en ella hasta una segunda fase: algo paraliza la mirada, desarma al sujeto, amenaza su libertad y hasta su propia existencia, tal vez lo confronte (por su forma o por su significado) a su objetivación y pasividad, a su reificación, a su desaparición como sujeto o a su muerte (así se explican, por lo demás, ciertas fobias).
El miedo tiene que ver con el tiempo (un presente que se paraliza) y con el espacio (que sometido a su efecto se encoge y se densifica), así como con la libertad del sujeto y, en consecuencia, con su identidad, que pone en tela de juicio, puesto que, a partir del instante en que el sujeto es presa del miedo, le resulta imposible distanciarse, rechazar el objeto que se lo inspira. El sujeto, de pronto, tiene la sensación de ser poseído por el objeto, de que este lo domina, absorbe o devora, incluso que se funde en él al tiempo que se siente «repelido» —del mismo modo que se habla de «fealdad repulsiva», pues el miedo lleva casi siempre aparejada la repulsión.
Pero el miedo es también, recordémoslo, una emoción positiva que permite que el sujeto se preserve al provocarle un reflejo de protección, huida o resistencia ante aquello que lo amenaza o parece amenazarlo.
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Performer: Demi Ann Fotografía por: Pao Rodríguez
El miedo moderno
Para superar o dominar ese miedo del que acabo de intentar ofrecer un panorama fenomenológico, transhistórico, ese miedo que repele, absorbe y paraliza al sujeto en el tiempo y el espacio y lo priva momentáneamente de su libertad, las obras modernas (al igual que las ciencias modernas como la sociología o el psicoanálisis, que se esfuerzan en enfrentarse y domesticar las maldades inquietantes, sociales o psíquicas, sus síntomas excesivos, sus amenazas para la identidad de los individuos o de las sociedades) tratan de circunscribir, desmenuzar, comprender e incluso nombrar ese algo que da miedo, ese objeto (típico, ejemplar) que provoca miedo en un sujeto determinado (o en una sociedad determinada) cuyo lugar, existencia o integralidad –esto es, la identidad–, amenaza.
Entonces, lo representamos. Lo situamos en una fábula, en una ficción, en imágenes. Lo alejamos. Lo distanciamos mediante una escenificación artística (o su conceptualización científica) para proteger al sujeto. Hacemos el esfuerzo de pensarlo. El objeto del miedo experimentado, paradójicamente, se busca y asume (especialmente en la literatura fantástica, gótica o negra nacida a finales del siglo XVIII, muy dinámica en los siglos XIX y XX y hasta nuestros días). Se investiga y se establecen tácticas para domesticar el objeto, familiarizarse con él y desmitificarlo, incluso disfrutarlo, así como para controlar su efecto y consecuencias —dolor y enfermedad en el individuo, pánico y desobediencia en las masas, crisis y decadencia en las sociedades.
Si se acepta la idea de que el miedo a la desfiguración es una de las mejores metáforas modernas para traducir el miedo individual y social frente a la pérdida de identidad y para elaborar estrategias para figurarlo y pensarlo, El hombre que ríe de Victor Hugo (1985, 2016) puede sin duda considerarse una de las novelas fundadoras de la modernidad en el tratamiento de la desfiguración, una desfiguración que el hombre inflige al hombre:La naturaleza había sido pródiga con Gwynplaine. Le había dado una boca que se abría hasta las orejas, orejas que se replegaban hasta los ojos, una nariz deforme hecha para la oscilación de unos anteojos de gesticulador y un rostro que no se podía contemplar sin reír. […]
Pero ¿había sido la naturaleza?
¿No la habían ayudado?
[…] Parecía obvio que una ciencia misteriosa, probablemente oculta, que comparada con la cirugía sería el equivalente de lo que la alquimia es a la química, había cincelado aquella carne, sin duda a muy tierna edad, creando aquel rostro con premeditación. Aquella ciencia, diestra en incisiones, obturaciones y ligaduras, había rasgado la boca, desbridado los labios, desnudado las encías, distendido las orejas, dislocado los cartílagos, desordenado las cejas y las mejillas, expandido el músculo cigomático, difuminado las suturas y las cicatrices y cubierto las lesiones con la piel, manteniendo el semblante boquiabierto. De aquella escultura arrasadora y profunda surgió esta máscara: Gwymplaine (Victor Hugo, 1985, pp. 531-532).
Cosa indecible, Gwymplaine estaba enmascarado en su propia carne. Cómo sería su rostro, lo ignoraba. Su faz se hallaba en el desvanecimiento. Sobre él habían puesto un falso yo. Lo que tenía por semblante era una desaparición. Su cabeza vivía; su rostro estaba muerto (Victor Hugo, 1985, p. 535).
Aunque Hugo afirma que aquel rostro-máscara movía a la risa (porque lleva puesta una risa eterna), cuando lo presenta al lector en espectáculos de feria con una descripción sabiamente analítica y sintética, lo que en realidad inspira, mucho más que risa, en mi opinión es miedo y repulsión. El rostro desfigurado de Hugo parece ser el dispositivo perfecto, tal y como lo teoriza, por ejemplo, Philippe Ortel (2008):
resultado de una técnica: equivalente de lo que la alquimia es a la química, escribe Hugo.
que tiene en cuenta al espectador: efecto mercantil buscado por los comprachicos —la risa del espectador—, pero también efecto previsible e incontrolable —el miedo y la repulsión del espectador de múltiples significados simbólicos y contradictorios, intencionados o no en el seno de la ficción novelesca, y también en la estrategia poética del autor, en el sentido de la defensa de su teoría de lo grotesco.
La máscara-rostro de Hugo tiene mucho significado, en efecto, desde el punto de vista estético y también metafísico, en el nivel microcósmico de la obra, y condensa no pocas problemáticas del romanticismo: la separación de cuerpo y alma, la separación del yo y el mundo, su lucha dramática y trágica, su reconciliación posible pero abortada en un amor ciego (Dea, la amada de Gwymplaine, es por supuesto hermosa y ciega), el desvanecimiento del verdadero rostro del protagonista bajo la máscara social y, naturalmente, la muerte que prefigura toda desfiguración mediante el artificio de la vida y la naturaleza… que se puede asociar, por descontado, al mito moderno de Frankenstein.
Desde otro punto de vista, que podríamos llamar macrocósmico, de una historia de las ideas, la desfiguración de Gwymplaine –al igual que más adelante la de su heredero Erik, el fantasma de la ópera de Gaston Leroux (véanse las abundantes obras teatrales, musicales o cinematográficas que se han basado en esta obra, siendo una de las más interesantes la psicodélica El fantasma del paraíso, de Brian De Palma (1974), que la han convertido en un mito moderno)— resume las problemáticas de la modernidad a partir de la crisis del sujeto y de la razón: el vuelco de los valores, la subversión de las verdades, la relación polémica y cada vez más ambigua entre naturaleza y artificio, ciencia y moral, lo humano y lo animal, lo vivo y lo muerto, lo orgánico y lo mecánico, el sujeto que percibe y el objeto percibido.
Sin embargo, el rostro-máscara del fantasma de la ópera, como el del hombre que ríe, aún se puede ver, aún podemos representarlo y domesticar el miedo que nos inspira a través de la risa, la palabra, la fascinación, el discurso dirigido que escoge las palabras: la puntuación emocional plagada de suspensivos y exclamaciones, las cursivas afectivas y fetichistas, típicas de Gaston Leroux, las comparaciones y las metáforas –tanteos estratégicos para describir «la cosa»– aunque, por supuesto, en última instancia hay que «imaginarlo», como dice el personaje de Christine Daaé, cuando cuenta a posteriori a su joven y apuesto pretendiente, Raoul de Chagny, su visión del fantasma, al que acaba de arrancar la máscara:
¡Raoul, aquella cosa! ¿Cómo dejar de verla? Sus gritos resonarán para siempre en mis oídos, y su rostro atormentará para siempre mis ojos. ¡Qué imagen! ¿Cómo dejar de verla, y cómo hacer que usted la vea? […] imagine, si es capaz, la máscara de la Muerte de pronto rediviva para explicar los cuatro huecos oscuros de sus ojos, nariz y boca, la ira desatada, el furor soberano de un demonio, y en los huecos de sus ojos no había mirada porque, como supe luego, sus ojos como brasas solo pueden verse en la noche profunda… Yo, pegada a la pared, debía ser la viva imagen del Espanto, del mismo modo que él era la de la Fealdad (Leroux, 1984, p. 109).
Christine titubea al hacer la descripción, busca las palabras, pero termina atrapando el objeto de su miedo, consigue figurarlo, y constatamos ahí que es el «movimiento» prestado a lo que no debería moverse –dado que es una máscara–, o sea, que no es lo deforme sino la forma, esa mecánica atrapada en la orgánica propia de la desfiguración, la que aterroriza a la protagonista («imagen del Espanto…»). Además, Erik, el fantasma, dice a gritos a Christine:
¿Cómo? ¿Te doy miedo? Puede ser… ¿Crees quizá que sigo llevando una máscara? Y que esto… ¡Esto! Mi cabeza, ¿crees que es una máscara? En tal caso —vociferó—, ¡arráncamela como la otra! ¡Vamos, vamos! ¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Tus manos!
¡Tus manos!... (Leroux, 1984, p. 110).
El miedo «moderno» se inscribe perfectamente, sobre todo en las novelas negras más conocidas y en el cine negro, en una búsqueda estética de sus objetos, así como política y moral de sus causas, consecuencias y significados. En Leroux se trata de la reducción del Yo a una máscara cuyos límites ese Yo, pese a ser inmenso y genial, no consigue sobrepasar.
La modernidad, originada en la Ilustración, no renuncia a describir ni a pensar en el miedo que inspira el encarcelamiento de la identidad, su fijación deletérea y mortífera entre marcos y límites, porque no renuncia a dominarla, y no renuncia a dominarla porque presupone que el hombre puede conseguirlo. Presupone que, aunque sea difícil, el hombre se puede liberar de su máscara, ir más allá de lo visible y, sobre todo, que más allá de lo visible hay algo que se puede ver. En obras como estas de Hugo y Leroux, la modernidad adopta un distanciamiento que procede, en el plano estético —como subraya el texto que enmarca el coloquio— de la estilización (una estilización grotesca por la metáfora de la máscara, tanto en Hugo como en Leroux). Esta estilización reconforta al Sujeto moderno e incluso, en el caso del cine de terror, por ejemplo, se presta al disfrute y estimula el deseo de verdad, porque detrás de la máscara siempre hay algo –por mucho que el fantasma diga que tras esa segunda máscara que es su rostro no hay nada–, algo de «verdadero y bello» que no es visible, sino deseable renunciando, precisamente, a verlo como pretende el personaje ciego de Dea, enamorada de Gwymplaine, en El hombre que ríe: «Ver es una cosa que oculta la verdad» (Victor Hugo, 1985, p. 546).
La cuestión del sujeto (de lo humano irreductible y susceptible de deseo) parece situarse en el centro de la reflexión sobre el miedo en general y, en particular, sobre el miedo a la desfiguración.
El miedo contemporáneo
El arte contemporáneo, por su parte, parece dudar cada vez más de que exista siquiera la posibilidad de ese distanciamiento estratégico, terapéutico, incluso político (o «separación») del objeto, de esa apropiación del objeto mediante una conceptualización o una estilización en la que recae la sospecha del poder, de la racionalización o de la simplificación abusiva. La ficción estilizada, en cierto modo, queda imposibilitada con el objeto absoluto del miedo absoluto al sujeto (acontecido históricamente: la Shoah); pretender domesticar este miedo, al igual que pretender pensar en ese objeto, resulta moralmente difícil6.
Lo que no se puede representar nos impresiona definitivamente. Condenado a la pasividad frente a la historia, a la pulsión frente al pensamiento racional, el sujeto no tiene escapatoria. En lo sucesivo, en algunas obras como las del teatro de la catástrofe de Howard Barker, el miedo, más que poner en tela de juicio la identidad del sujeto, ilustra un estado que se presupone de no-sujeto o de objeto de lo humano7. El teatro de Howard Barker parece inscribirse en el presente paralizado del miedo que no se ha dominado y en su espacio denso, inmediato, sin distancia posible, mucho más que otras obras contemporáneas, en cierta medida posmodernas, como la película neosimbolista de Alejandro Amenábar8 Abre los ojos (1997) o la obra queer de Pedro Almodóvar La Piel que habito (2011).
Hemos visto, en efecto, que la obra de Barker Wounds to the Face, «Heridas en el rostro», traducida al francés como Blessures au visage9, lleva al extremo esta imposibilidad posmoderna de «pensar» y «representar» el objeto del miedo –que en este caso es sí mismo o su rostro–, porque
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Auto-retrato Demi Ann
desde siempre ha sido objeto de absorción, destrucción y rechazo (rechazo de mirarse en el espejo, enfrentamiento entre dobles que no se soportan, destrucción sistemática del retrato del dictador). La obra se presenta en su construcción como un caleidoscopio-laboratorio (de forma similar a otra pieza del mismo autor acerca del poder, titulada The possibilities, «Las posibilidades») de las problemáticas del rostro «herido» en un contexto posmoderno, esto es, de la representación de sí mismo que a priori se ha vuelto imposible.Así lo señala, sin duda alguna, una secuencia que lleva el irónico título de «A cualquier problema, o casi, su solución», en la que el soldado desfigurado dialoga con su madre:
Madre: La cara, hijo, ¿qué hay en la cara? Soldado: No hay cara, madre, no hay10.
El rostro, como ha mostrado Emmanuel Lévinas en Totalidad e infinito (Lévinas, 1971), es figuración de sí mismo como infinitamente Otro e irreductible. «El modo por el cual se presenta el Otro, que supera la idea de lo Otro en mí, lo llamamos, en efecto, rostro11». El rostro es la posibilidad de figuración del Otro en una relación ética, dialógica, del Otro como sujeto trascendente y no como objeto controlable, absorbible12. Cuando en la obra posmoderna el rostro se ve afectado, y en consecuencia el sujeto, el Sí Mismo como Otro, y por ende la definición de lo humano inalienable, la propia figuración parece imposible (o la representación, en la medida en que supone algo para representar que ya estaba ahí).
Para entender este cambio de paradigma hay que volver al trauma de la Shoah, que persigue al arte contemporáneo: entonces se negó y objetivó lo humano, lo que acarreó precisamente la negación del rostro, que quedaba reducido a carne, a materia13 –y la imagen que acude de inmediato a la cabeza es la espantosa desnudez de los condenados a la cámara de gas–. Desde esa premisa parece imposible presuponer a través del arte lo humano y el rostro; ya no hay verdad inalienable más allá de lo que vemos, ni realidad tras la apariencia ni tampoco tras la máscara, ya no hay invisible detrás de lo visible: solo hay visible. Tratamos de ver, inevitablemente, y lo que vemos es todo lo que existe. Así, en esa obra de Barker el rostro ya no figura nada, puesto que ya no hay nada que figurar: el sujeto ya está perdido, ya está desfigurado; el ser es incognoscible, puesto que cualquier conocimiento es agresión; el ser está desfigurado por la mirada que se posa en él, una mirada que define y, en consecuencia, es reductora. El rostro es ya una máscara. Lo humano ya es inhumano.
H. Barker extrae en su obra una lección trágica (antihumanista) que también veremos en Amenábar, pero que en su filme se asocia a una perspectiva que la contradice dialógicamente y rehabilita al sujeto, al objeto, a la necesidad y con ello a la posibilidad de su existencia y de su separación. En cuanto a la película La piel que habito de Almodóvar, se erige como una superación del antihumanismo trágico en dirección de un posthumanismo queer. La desfiguración, aunque siempre está presente o porque siempre lo está, puede ser también, a su vez, refiguración y expresión de la libertad del sujeto. Lo humano (lo masculino en este caso, dado que el protagonista es un joven transformado a la fuerza en mujer) no está perdido; solo está redefinido a través de lo femenino. Lo que cuenta este largometraje es que el sujeto puede sobrevivir a todo, incluso a su negación por otro, al igual que lo humano; solo hay que admitir que la identidad no es monolítica, que no está congelada y que en el fondo es tan dúctil que no puede ser destruida por nada que se le pueda hacer soportar…
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Lo grotesco y la autodesfiguración: el arte y la ciencia
La desfiguración pasa a ser un tema que inquieta al arte a partir del momento en que la modernidad (romanticismo, naturalismo y más tarde expresionismo y surrealismo) se empeña en subvertir la fealdad transformándola en belleza, y la belleza en fealdad o, cuando menos, en relativizar la belleza, a la que considera como si fuera algo de sosa pureza o simplicidad, y se revaloriza la fealdad, percibida como marca positiva de la heterogeneidad y la impureza, a imagen de Hugo en este famoso extracto del prefacio de Cromwell:Lo bello no tiene más que un tipo, lo feo tiene mil. Es porque lo bello, humanamente hablando, solo es la forma considerada en su expresión más simple, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntima con nuestra organización; por eso nos ofrece siempre conjunto completo, pero restringido como nosotros. Lo que llamamos lo feo, por el contrario, es un detalle de un gran conjunto que no podemos abarcar y que se armoniza, no con el hombre, sino con la creación entera; por eso nos presenta sin cesar aspectos nuevos, pero incompletos (Victor Hugo, 1968, pp. 73-74).
Lo bello como armonía, equilibrio, simetría, se ha desprendido del arte, cuando no de las representaciones sociales (en las que, por más que se diga, sigue siendo dominante) y ello ha permitido, con menor malestar que en los tiempos que preceden el siglo XIX, traer la fealdad –primero al rostro masculino, y después al femenino, con mayor dificultad incluso hoy en día– al marco de la representación de estilo grotesco.
La posibilidad de la autodesfiguración
En este estadio de la reflexión volveré a lo que muy concretamente me da miedo en la desfiguración, y que ya he señalado en Gaston Leroux, –ya sea abordada en obras modernas o contemporáneas, ya sea algo que suceda en la realidad–: la animación de la máscara, o sea, de modo muy clásico, la vida en aquello en que no debería haber vida –el muerto, desde luego, vampiros y demás zombis–, pero sobre todo en la materia y en lo mecánico (de la casa encantada a la muñeca o la computadora que matan). Pocas cosas son tan aterradoras como las máscaras que cobran vida y los autómatas que se animan.
Está también, por supuesto, el trasplante de rostro (de un muerto a un vivo), que ahora se practica con éxito en la realidad, como se muestra en la película de Almodóvar, pero sobre todo ese fenómeno verdaderamente contemporáneo que es la desfiguración voluntaria a costa de querer embellecerse, recrearse, re-formarse, autoproducirse técnicamente. Este fenómeno quedó anticipado en Brazil (1985), de Terry Gilliam, pero ahora cuenta con artistas que se dedican a ello (adeptos del Body Art o arte corporal, como la artista francesa Orlan) y sus figuras mediáticas, como el icono del pop Michael Jackson o la duquesa de Alba, celebridad de la aristocracia española que fue un rostro habitual en la prensa del corazón.
Esas imágenes provocan en el observador una oscilación entre la risa y el miedo, que tal vez tenga su centro en un grotesco al estilo de Hugo o de Meyerhold y también, quizá, de Kafka o de Beckett. Nos reímos de lo que nos da miedo, tenemos miedo de lo que nos hace reír y ello engendra un vértigo a la vez político y metafísico. En este caso, más bien se coloca un rostro sobre una máscara, un rostro que por lo tanto es, de entrada, ficción e ilusión, no origen, sino ausencia del ser y factoría de la costumbre o auto-fabricación, que ya es máscara14, performance posmoderna del tiempo (como la identidad sexual para la teoría queer o el postfeminismo) creando así, como el género, una reproducción sin original, como diría Judith Butler.
Auto-retrato Maru Florecida
En la obra de Barker, quienes –como los personajes finalmente clásicos y modernos del cirujano estético que tiene que corregir la cara del soldado desfigurado, o del pintor que tiene que figurar el rostro del tirano– intentan reconciliar a los personajes con su rostro, ya sea recreándolo, ya sea representándolo fielmente, ya sea dándole o devolviéndole una identidad, son eliminados por la muchedumbre. Esto se debe sin duda a que antes de la desfiguración ya no hay identidad: todo está ya desfigurado; todo rostro está ya enmascarado. La muchedumbre posmoderna que lincha a esos personajes parece rechazar el acto mismo de «representación (Levinas, 1971,)15» y hasta la idea de existencia del rostro–«presencia viva», «expresión» o «discurso»– un rostro que «habla» o que es «manifestación más allá de la forma», una alteridad, en palabras de Lévinas16
El inquietante poder de la cienciaEl arte novelesco y cinematográfico se interesa de forma creciente por los rostros desfigurados, sin duda, a partir del momento en que se ha podido operar en esa fealdad médica, quirúrgicamente, esto es, en el siglo XX. Desfiguración y cirugía estética se hallan en casi todas las obras de la desfiguración, desde El misterioso doctor Cornelius17 de Gustave Lerouge a La Piel que habito de Pedro Almodóvar pasando por Los ojos sin rostro de Georges Franju.
Lo que se cuestiona es el poder de autoexperimentación y autocreación a través de la tecnología humana: ese miedo hecho realidad que aparecía en las obras de anticipación modernas como la de Gustave Lerouge, es fundador de obras posmodernas, pues plantea que no hay un «sujeto que ya está ahí», que no hay nada tras la apariencia, y que se es lo que se quiere ser y lo que se parece ser. Dicho de otro modo, la humanidad puede crear a la humanidad sin concurso de la naturaleza, sino partiendo de un deseo artificialista todopoderoso que se apoya en las nuevas tecnologías, tema que ha explorado especialmente el filósofo Peter Sloterdijk.La cirugía estética, y por extensión la biotecnología, la medicina de la procreación o la informática pueden reparar, pero también pueden devastar para siempre la identidad, incluso cualquier posibilidad de identidad de quien la sufre, y ahí es donde la ciencia-arte se convierte en objeto de miedo en calidad de poder infinito de transformación18. También puede crear una identidad desde cero, a partir de la nada, una identidad que carece de fundamento externo a sí misma y que corre el riesgo de reivindicarse a su vez como humana, como demuestran los clones y los ciborgs, «hubots» o «cylons» de la ciencia ficción contemporánea (metáforas políticas apasionantes de los homosexuales y los trans en la serie sueca Real Humans, 2012).
El miedo se acrecentará en la medida en que la desfiguración se convierta, además, en metáfora de una castración identitaria y sexual del Yo, como se aprecia en la obra queer de Almodóvar, o en metáfora de la máscara que puede convertirse en realidad total, una realidad sueño manipulable, virtual y susceptible de fallos como en Matrix y como ocurre en la película de Alejandro Amenábar, que es muy calderoniana y, a la vez, posmoderna.
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Extensiones: lectura erótico-política del miedo a la desfiguración
La fealdad (deformidad o desfiguración inicial) del rostro es de por sí un tema difícil, difícilmente abordado por las artes figurativas o narrativas, un tema que, precisamente, asusta al arte por definirse respecto de su relación con lo bello, sobre todo con lo bello femenino. Tiempo atrás busqué obras que trataran simplemente el tema de la fealdad femenina, o que impusieran en su historia la fealdad o la desfiguración de un personaje femenino. Constaté que hay muy pocas: quitando Los ojos sin rostro de Georges Franju; la novela popular titulada Precious Bane, cuya protagonista tiene labio leporino (Webb, 1924-1957); la película El espejo tiene dos caras, protagonizada por Bourvil y Michèle Morgan, está la obra de Gombrowicz en clave de absurdo, Yvonne, princesa de Borgoña (Cayatte, 1958) y, según me informa Renaud Bret-Vitoz, una novela de Hamsun La bendición de la tierra.La bruja (en sus relecturas míticas) sigue siendo una excepción, sobre todo porque está poseída por un (lo masculino, forzosamente –y es algo que se presupone en las obras modernas–, afea lo femenino, lo desfigura, lo animaliza). La fealdad física como tema central se sigue asociando, la mayor parte de las veces, a la fealdad moral de un personaje masculino. Cabe recordar, desde luego, el Ricardo III de Shakespeare o el cuento de Madame Leprince de Beaumont, que data de 1757 e inspiró la obra maestra cinematográfica de Cocteau, La bella y la bestia, cuento que Hugo cita en su prefacio de Cromwell (Victor Hugo, 1968, p. 75) para mostrar que ese tipo de grotesco (una fealdad masculina que asusta pero que también atrae y fascina a las mujeres) solo puede ser obra de modernos. Pero pienso sobre todo en El retrato de Dorian Gray (1890) de Oscar Wilde (y la película de Albert Levin de 1945), relato en que la desfiguración moral recae precisamente en la representación del rostro (el cuadro) para salvaguardar al rostro vivo y quedarse solo con el rostro muerto, obra donde el propio arte se desfigura (el arte absorbe lo humano, el artificio se impone sobre la naturaleza y lo mecánico sobre lo vivo) y que sin duda no es casual que fuera adaptado al cine por Meyerhold en 1915.
Si bien desde mediados del siglo XX hay cada vez más obras de la desfiguración (es un tema de moda sobre todo en el arte pictórico contemporáneo, como demuestra la reciente publicación del libro Quand le visage perd sa face: la défiguration en art19), los artistas, cabe recordar que mayoritariamente hombres, prefieren afear el rostro masculino antes que el femenino –y los gueules cassées, soldados que quedaron con la cara destrozada principio masculino que la afea, el diablo o un demonio en la primera guerra mundial, inspiraron mucho el arte moderno–. La belleza femenina sigue siendo hoy de obligado cumplimiento en literatura, cine y teatro, y la fealdad tabú, salvo contadas excepciones, por motivos que, a mi parecer, se pueden interpretar en clave social o política, de identidad sexual y sexualidad.
He constatado que incluso Howard Barker en Wounds to the Face, que trata a través del personaje de la mujer ante el espejo de la fealdad que se atribuye, pero que los demás no le atribuyen, impone la desfiguración a un personaje masculino, el soldado, cuya madre, solo en una segunda fase, en una postura típicamente femenina y maternal, asume la fealdad y se queda para sí con los males del hombre-niño. También he constatado que Pedro Almodóvar en La piel que habito hunde en la sombra los pocos planos que nos ofrece del personaje femenino desfigurado por un accidente, personaje que se suicida, evidentemente, en cuanto ve en un cristal el reflejo de su cara desfigurada. Como la prometida de Frankenstein: esta historia original y traumatizante de la mujer desfigurada constituye en cierto sentido el motivo«inhibido» de la historia que relata finalmente la película del cineasta español, y es la única que le interesa de verdad, y no la reconstrucción de la identidad de la mujer a costa de la vida de otras, como en el filme de G. Franju (película francamente excepcional de la desfiguración femenina), sino a costa de la desfiguración identitaria (rostro, sexo, cuerpo) de un personaje masculino destinado a sustituir a esa mujer para un científico loco.
La fábula se inspira en Los ojos sin rostro, así como en la novela policíaca Tarántula de Thierry Jonquet20,pero se ha desplazado, descentrado, para volverse almodovariana o, dicho de otro modo, posmoderna y queer. Lo femenino, asociado primero a la mujer –y pensamos que ser una mujer desfigurada es impensable e insostenible, tanto para la mujer desfigurada como para el hombre que la ama– se presenta ahora como una posible transformación del personaje masculino en términos de «desfiguración» de todo el cuerpo, elección que puede compararse con la que se hace en El silencio de los corderos de Thomas Harris y su adaptación por Jonathan Demme, donde el asesino en serie, mito contemporáneo donde los haya, secuestra mujeres gruesas para despellejarlas y fabricarse una piel de mujer.
Así se establece un vínculo fascinante entre el miedo, la desfiguración y lo femenino, que aparece desde hace poco en las obras de manera asumida y solo ha aparecido de forma explícita, y esta es una de mis hipótesis, cuando las obras han entrado conscientemente en un régimen de reflexión identitaria y sexual que yo denominaría queer: donde se ha desconectado el sexo y género, donde sexo y género han dejado de presuponerse como algo fijo y evidente y donde el proceso trans, que fascina y asusta en nuestra época, ha entrado de lleno en las representaciones contemporáneas, tomando quizá el relevo a la operación traumatizante de la cara de las obras modernas de Lerouge y Franju.
Desfiguración, identidad sexual y sexualidad
En El hombre que ríe de Victor Hugo se veía ya que la desfiguración está vinculada con la castración (Hugo utiliza el término decapitación) y la imposibilidad eventual, correspondiente a esa desfiguración, de gustar a las mujeres y, por ende, tener una identidad viril y una sexualidad heterosexual normal:¿Quién era? No lo sabía. Pero ese desconocido era monstruoso. Gwymplaine vivía en una especie de decapitación, con un rostro que no era el suyo. Aquel rostro era espantoso, tan espantoso que divertía. Asustaba tanto que daba risa. Era infernalmente bufonesco, el naufragio del rostro humano en una insignia bestial. Nunca se había visto el eclipse total del hombre en el rostro humano, nunca un esbozo tan espantoso se había carcajeado en una pesadilla, nunca todo cuanto puede repeler a una mujer se había amalgamado de forma más repugnante en un hombre. El desdichado corazón, enmascarado y calumniado por el semblante, parecía estar condenado para siempre a la soledad bajo ese rostro, como bajo una lápida sepulcral. Pues bien, ¡no! Donde se había consumido la maldad desconocida se expandía a su vez la bondad invisible. En aquel pobre caído, de pronto levantado, junto a todo lo que repugna, ella ponía lo que atrae; ante el escollo ponía un imán, hacía que hacia aquel abandonado corriera volando un alma, encargaba a la paloma que consolara al abatido, hacía que la belleza adorase la deformidad (Victor Hugo, s.f.)
Alejandro Amenábar retoma esta idea «moderna», puesto que hace que César, el protagonista donjuán de Abre los ojos viva la desfiguración como una castración. Cabe destacar, no obstante, y es interesante desde el punto de vista de la evolución de la representación de géneros y de relación entre sexos, que las figuras masculinas desfiguradas del romanticismo, de Hugo o Leroux, siguen inspirando amor, incluso deseo, a los personajes femeninos, que parecen capaces de ir más allá de la apariencia repugnante, dejarse seducir por la palabra o los actos del personaje desfigurado, fabricar una pantalla (Dea es ciega) entre su mirada y su apariencia, inventarle una identidad imaginaria y simbólica más allá de su identidad física.
Alejandro Amenábar no se pliega a este supuesto, dado que priva sin piedad a su donjuán desfigurado del amor de la mujer que no desea más que en sueños (en los que, además, siempre se ve cortejándola habiendo recobrado su rostro). No solo el rostro y la virilidad están claramente intrincados, sino que esa elección narrativa manifiesta el acercamiento entre hombres y mujeres frente al primado contemporáneo de la apariencia, frente a la idea de que somos lo que parecemos y que no podemos desear nada más, la idea de que nos reducimos a nuestro cuerpo y a nuestro rostro, que no son todo lo que tenemos, pero sí todo lo que somos.
Extensión de la desfiguración al cuerpo y al sexo
Si bien las obras modernas piensan con facilidad en la desfiguración masculina como algo superable por el deseo femenino, no piensan que la desfiguración femenina sea igualmente aceptable y superable para el deseo masculino, de ahí la escasez de obras sobre la desfiguración femenina. La mujer fea (fealdad muy relativa, por lo demás) del melodrama El espejo tiene dos caras se opera porque no soporta su fealdad, que le parece incompatible con el amor; la protagonista de Precious Bane es al fin deseada, en una escena de la novela, cuando un personaje masculino la ve desnuda sin que ella se dé cuenta, y eso le permite hacer literalmente abstracción de su rostro para centrarse en su cuerpo. El cuerpo se convierte en pantalla, se vuelve rostro o, más bien, sustituye al rostro indeseable y lo borra a ojos de quien la desea.
En esta perspectiva donde el cuerpo se convierte en rostro, resulta interesante volver nuevamente a La piel que habito de Pedro Almodóvar, para subrayar que el director queer se interesa aquí por la desfiguración invertida (embellecimiento turbador y a la vez insostenible) de lo masculino en femenino. Escenifica una desfiguración como un proceso que se extiende a todo el cuerpo a través del tema de la piel. Al repasar en detalle el proceso de transformación identificaría del personaje masculino secuestrado, castigado y construido para sustituir al tiempo a la mujer desfigurada y difunta del cirujano Pigmalión loco y a su hija demente (que también se suicida por defenestración), Almodóvar sugiere que esa desfiguración es una violencia atroz, pero que el yo posmoderno (queer antitrágico) es capaz de ser flexible hasta el punto de sobrevivir a esa violencia y recuperarse a sí mismo, sumándose, mentalmente, al movimiento de una identidad redefinida que ya no será inmovilidad, sino movimiento, no forma, sino transformación, y donde lo que queda del antiguo yo y lo que procede del nuevo se articulan armónicamente.
El personaje masculino, objeto de la desfiguración que interesa al director y que atañe a todo un cuerpo, por lo demás sospechoso de haber violado a la hija del médico, queda desfigurado a la vez por el sexo (castración), por el cuerpo (remodelado como femenino) y por el rostro (a imagen de la esposa difunta). Hay una extensión de la desfiguración del cuerpo completo en una óptica que ya no es ni humanista (Hugo, Leroux…) ni antihumanista (Barker), sino poshumanista o queer21. Al ofrecer un final curiosamente abierto (casi feliz) a esta película negra que es La piel que habito, Almodóvar escoge la vertiente no trágica de la posmodernidad. El personaje transexual forzado mata ciertamente a su Pigmalión para huir de la prisión de los fantasmas de otra persona pero, pese a algunas tentativas de suicidio durante el proceso de transformación, no se autodestruye. Al contrario, se reapropia de su identidad original yendo al encuentro de su pasado en la persona de su madre y de su empleada lesbiana, de la que estaba enamorado sin ninguna esperanza antes de que lo secuestraran. En la última escena de la película, al reivindicar su nombre de hombre, en cierto sentido hace su salida del armario identitario ante ellas y les demuestra que es él mismo y al mismo tiempo otro, y resulta que esas mujeres lo reconocen y lo quieren más que nunca.
Aquí parece expresarse la idea de que nos definimos ante todo por nuestro nombre, por cómo hablamos de nosotros mismos y por los lazos de amor que nos son propios (el deseo que sentimos) más que por la «piel», que no es más que máscara: la idea «optimista» de que se pueden domesticar las máscaras, incluso las que nos imponen (un cuerpo, un rostro, un sexo que no son los nuestros) siempre y cuando tengamos lazos, recuerdos, creatividad y amor.
Traslado de la desfiguración del Yo al Mundo
Del traslado de la desfiguración del Yo a lo humano a su traslado al Mundo solo hay un paso, que da con desenvoltura Alejandro Amenábar en su película neosimbolista Abre los ojos.
En este caso, a partir de cierto momento de la narración todo sucede exclusivamente en el interior del Yo, en la subjetividad de un personaje como único punto de vista, un donjuán desfigurado por un accidente ocurrido justo en el momento en que realmente se iba a enamorar. En una tradición que establece un puente entre el pensamiento y la estética del barroco de La vida es sueño de Calderón y el simbolismo y el neosimbolismo posmoderno al que claramente se suma Amenábar – como demuestra igualmente su filme de fantasmas con Nicole Kidman, Los otros–, la vida se convierte en pura escena mental, en un sueño virtual: es simplemente una película interior enganchada (gracias a la ciencia y al cine) a la verdadera vida, tan espantosa que ya no merece la pena vivirla. El racord entre las secuencias reales y las virtuales, además, se hace con un plano del personaje desfigurado, caído en la calle sujetando su máscara con el brazo. Desde ese punto de vista, uno es lo que quiere ver de sí mismo, y el mundo es solo lo que queramos ver… Salvo que, como sugiere la película, hay anomalías en esa subjetividad absoluta, como en Matrix. En la perfecta realidad virtual que le ha construido la ciencia, el protagonista, pese a todo, sufre por su rostro desfigurado (razón de su confianza en el futuro y en la ciencia, lo cual implica el suicidio y la congelación de su cuerpo, conectado a un ordenador para una resurrección futura) como un retorno de lo reprimido, cuando podría reconstruirlo eternamente como bello solo con el poder de su voluntad. Ello refleja, incluso en el hombre posmoderno que ha escogido auto-crearse mediante la ciencia en lugar de aceptar su yo y el mundo como es (el hecho de que su fealdad sea inoperable en la época en que queda desfigurado), un deseo de realidad y un miedo de sí mismo tan grandes que el propio sujeto termina apelando a la limitación de su poder y rechaza seguir auto-engendrándose virtualmente. En efecto, el filme parece decir que esta extrema libertad del sujeto, este poder extremo de su deseo lleva aparejada su inestabilidad social y la sensación de su inexistencia. A medida que la trama avanza, el protagonista se da cuenta de que no hay objetividad en lo que vive, ni tampoco en lo que es. El miedo del protagonista, y el miedo del espectador, que nunca abandona el «punto de vista» del personaje, se construye ante todo no como el miedo al otro, sino como el miedo al mismo, al sí-mismo, a su máscara, a su autenticidad, a su ilusión.
Al final de la película el personaje elige abrir los ojos y arrojarse al vacío (morir de nuevo, simbólicamente) para recobrar una realidad verdaderamente otra, una realidad que puede ser potencialmente invivible, incluso totalmente desconocida, puesto que va a recobrar la conciencia cientos de años después de la época de su primera vida, pero en cuya objetividad al menos puede creer para poder existir de nuevo, es decir, situarse en oposición a lo que no es él y que se le resiste, única garantía de una identidad verdadera.
La desfiguración, sobre la que he querido interrogarme como objeto de un miedo personal, finalmente nos ha permitido acercarnos a miedos identitarios modernos y contemporáneos. En primer lugar miedo a la forma impuesta (que yo he llamado máscara), y miedo, matizado por la fascinación, a la hibridación entre lo mecánico y lo orgánico, lo muerto y lo vivo, lo masculino y lo femenino. Pero, de modo más profundo, nos ha permitido reflexionar sobre la representación misma de la identidad del sujeto y su evolución entre los clásicos modernos y las obras contemporáneas, que siguen intentando representarla o afirman que ya no es representable. Se desprende que la desfiguración, que para el Sujeto moderno era un reto y un objeto de temor por amaestrar, se ha convertido hoy en el motivo simbólico ambiguo de una reflexión de los artistas sobre el auto-engendramiento del Yo y del Mundo.
Este patrón es ambiguo porque parece sugerir que lo trágico (y provoca miedo a día de hoy) no es la desfiguración como tal, aunque siga siendo tabú cuando afecta al rostro y al cuerpo femenino como ya se ha visto, sino que lo trágico ha desaparecido en un mundo donde la tecnología hace que todo sea posible para un yo sujeto que, cuanto más libre y poderoso es, objeto de sus propias experiencias sin límites, más perdido y dolido se encuentra.
Este trágico de la ausencia de trágico alimenta nuestros nuevos miedos, a menos que podamos acomodarnos a la desfiguración en un sentido que se ha vuelto totalizador, que asumamos un yo proteiforme que repose en la nada y solo se identifique des-identificándose sin cesar, y que encontremos, como supervivientes de las formas impuestas en una vida que se ha convertido en un fin en sí misma, otra forma de vida y de libertad, y una forma de ética sin trascendencia.
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Georges Franju, Los ojos sin rostro, 1959. Con Pierre Brasseur y Alida Valli.
Stanley Kubrick, La naranja mecánica, 1971. Basada en la novela de Anthony Burgess.
David Lynch, El hombre elefante, 1980. Con John Hurt, Anthony Hopkins.
Emmanuel Lévinas (1971, p. 43): «En su transitividad no-violenta se produce la epifanía misma del rostro». También p. 61: «La forma que traiciona incesantemente su manifestación –petrificándose en forma plástica, porque adecuada al Mismo– aliena la exterioridad del Otro». Daniel E. Guillot, 2002, pp. 75 y 89.
Esta identidad es evidentemente ante todo sexual (y es ahí donde se establece el vínculo con el deseo, como en la filosofía de Lévinas), lo cual me permitirá hacer un desvío por la teoría queer, pero también es social y política. En este caso, la figuración del miedo a la desfiguración en estas valiosas obras estaría plasmando lo que Brecht denominaba «pedagogía del pavor».
Ese miedo no puede ya imaginar al hombre capaz de librarse de él; tal vez sea incluso deseable que no se libre de él. Desde la Shoah y sus horrores, el hombre ya no puede pretender controlar lo que le da miedo; puede que el hombre ya no sea sujeto, y eso le remite a la idea de que tal vez no haya nada deseable tras la máscara, porque todo es máscara. El arte trágico posmoderno da un paso más, pues sugiere que el objeto del miedo es ahora imposible de representar por el arte o de dominar por la ciencia (y no solo en el momento o la modernidad, sino para siempre).
Desde un punto de vista historicista, ambas posturas reposan sobre creencias contra las que se sigue luchando hoy en día, humanismo y antihumanismo, y que a veces se articulan en lo que podría llamarse un pos-humanismo.
El protagonista de la película de Amenábar cita El fantasma de la ópera para describir lo que vive (en lo que se ha convertido una vez desfigurado), pero lo hace irónicamente, como una referencia kitsch, en una perspectiva posmodernista, puesto que nos hallamos —como se desvela poco a poco en el filme— en una realidad virtual, completamente relativa, enteramente subjetiva. Lo que cuenta no es la desfiguración objetiva (no se repara el rostro, sino la mirada que tiene el sujeto sobre su rostro), sino lo que el Yo hace con ella…
HoHoward Barker Œuvres choisies vol. 2, Blessures au visage, traducido del inglés al francés por Sarah Hirschmuller y Sinéad Rushe. La Douzième Bataille d’Isonzo, introducción de Elisabeth Angel-Perez,
«Scènes étrangères», Editions théâtrales, Paris, 2002. [La obra de este autor ha sido escasamente traducida al español (N. de la T.)].Howard Barker, p. 16. Trad. cast. del presente extracto por E. Bernardo Gil para el presente artículo, 2016.
Howard Barker, p. 43. [p. 74 en la trad. cast.]: «Este modo no consiste en figurar como tema ante mi mirada, en exponerse como un conjunto de cualidades formando una imagen. El rostro del Otro destruye en todo momento y desborda la imagen plástica que él me deja, la idea a mi medida y a la medida de su ideatum: la idea adecuada».
Howard Barker, p. 41. [p. 73 en la trad. cast.]: «Pensar lo infinito, lo trascendente, lo extraño, no es pues pensar un objeto. Pero pensar lo que no tiene los lineamientos del objeto, es hacer en realidad mejor o más que pensar».
Recuerdo que la primera vez que vi esos cuerpos, siendo adolescente (era la serie Holocausto de los años ochenta, en la televisión), sentí pavor, un miedo paralizante. Vi cómo se podía hacer que el rostro humano de las víctimas de la exterminación quedara invadido y fuera borrado por el cuerpo, precisamente por la carne en el sentido animal, o la carne en el sentido antropofágico, o incluso por la materia en el sentido mecánico y físico, casi industrial del término. En esta línea, merece la pena ver la apasionante película de ciencia ficción de Richard Fleischer, Cuando el destino nos alcance (1973).
Yourcenar, Les Mémoires d’Hadrien, Poche, 1977 (1951). «Sabía que tanto el bien como el mal son cosas rutinarias, que lo temporal se prolonga, que lo exterior se infiltra en el interior y que a la larga la máscara se convierte en el rostro [...]».Memorias de Adriano, trad. cast. de Julio Cortázar, Edhasa, Barcelona, 1993.
http://nefdesfous.free.fr/defiguration/expo.htm [Cuando el rostro pierde la cara: la desfiguración en el arte, n. de la T.]
Título original: Mygale, Gallimard, « Série Noire », 1984; trad. cast. de Teresa Clavel para Ediciones B, 2003.
Referencias
De Palma, B.R. (Dir.) (1974). El fantasma del Paraíso. Película.
Catherine Naugrette, «De la catharsis au cathartique: le devenir d’une notion esthétique» en DAVID, Gilbert, y JACQUES, Hélène (éd.), Devenir de l’esthétique théâtrale, Universidad de Quebec en Rimouski, Universidad du Quebec en Trois-Rivières, Tangence, n, ° 88, otoño 2008, p. 78.
Cayatte, A. (Dir.) (1958). El espejo tiene dos caras. (Con Michèle Morgan y Bourvil). Película. Francia.
Emmanuel Lévinas, Totalité et infini, Essai sur l’extériorité, Biblio-Essais, Le Livre de Poche, 1971, p. 43: «En su transitividad no-violenta se produce la epifanía misma del rostro». Véase también p. 61: «La forma que traiciona incesantemente su manifestación – petrificándose en forma plástica, porque adecuada al Mismo– aliena la exterioridad del Otro». Daniel E. Guillot (Trad.). Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca, 2002, pp. 75 y 89 en la edición española.
Gaston Leroux, Le Fantôme de l’Opéra, dans Œuvres, coll. Bouquins, Robert Laffont, 1984, p. 109. El fantasma de la ópera, trad. cast. del extracto por E. Bernardo Gil para el presente artículo, 2016.
Gustave Lerouge, Le Mystérieux Docteur Cornélius, « Bouquins », Robert Laffont, 1992; publicada en español por diversas editoriales como El misterioso doctor Cornelius.
Howard Barker, Œuvres choisies vol. 2, Blessures au visage, traducido del inglés al francés por Sarah Hirschmuller y Sinéad Rushe. La Douzième Bataille d’Isonzo, introducción de Elisabeth Angel-Perez, «Scènes étrangères», Editions théâtrales, Paris, 2002. [La obra de este autor ha sido escasamente traducida al español (N. de la T.)].
Mary Webb, Precious Bane, publicada en francés como Sarn, (Precious Bane, 1924), Livre de poche (1957).
Ortel, P. (éd.). Discours, image, dispositif. Penser la représentation II, col. «Champs visuels», L’Harmattan, 2008. Trad. cast. del extracto por E. Bernardo Gil para el presente artículo, 2016.
Victor Hugo. (s.f.). L’homme qui rit, Roman III, coll. «Bouquins», Robert Laffont, 1985. El hombre que ríe. Trad. cast. de los extractos de esta obra para el presente artículo por E. Bernardo Gil, 2016.
Victor Hugo, Cromwell, «Préface», GF-Flammarion, 1968, p. 73-74. Prefacio de Cromwell, trad. cast. de Jacinto Labaila, Editorial Lorenzana, Barcelona, 1967.
Yourcenar, M. (1993). Les Mémoires d’Hadrien. Poche, 1977 (1951). (Memorias de Adriano, trad. Julio Cortázar). Edhasa, Barcelona.