DOI:
https://doi.org/10.14483/25909398.19075Publicado:
2021-01-01Número:
Vol. 8 Núm. 8 (2021): Enero-diciembre de 2021Sección:
ArtículosPolíticas de la piel: el aparato de la producción corporal y algunas promesas de los cuerpos monstruosos
Skin policies: The body production apparatus and some promises of monstrous bodies
Políticas de capa: o aparelho de produção corporal e algunas promesas de corpos monstruosos
Palabras clave:
skin, body production apparatus, biopolitics, nature (en).Palabras clave:
pele, aparelho de produção, corporal, biopolítica, natureza (pt).Palabras clave:
piel, aparato de producción corporal, biopolítica, naturaleza (es).Descargas
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Políticas de la piel: el aparato de la producción corporal y algunas promesas de los cuerpos monstruosos
Skin policies: The body production apparatus and some promises of monstrous bodies
Políticas de capa: o aparelho de produção corporal e algunas promesas de corpos monstruosos
Recepción: 20 Julio 2019
Aprobación: 11 Febrero 2020
Resumen: Necesitamos pensar una política que mantenga como nudo de análisis la piel como objeto sensible. Es decir, como un proceso distinto a los procesos corporales y de la carne, pero a la vez paralelo a estos. Entender a la piel más allá de la caracterización volcada en una capa de tejido altamente resistente y flexible que cubre la carne de los organismos. Para tales fines, se considera la narrativa fílmica de Pieles —de Casanova— como telón de fondo, sobre la pregunta por la materialidad semiótica y política del cuerpo a través de experiencias afectivas y considerando la formulación de un “aparato de producción corporal” y una particular política de la piel incrustada en una discusión constante sobre la relación entre lo corporal y lo natural.
Palabras clave: piel, aparato de producción corporal, biopolítica, naturaleza..
Abstract: We need to Think of a policy that maintains the skin as a node of analysis as a sensitive object. That is, as a process other that body and meat processes, but at the same time parallel to them. Understand the skin beyond the characterization overturned in a layer of highly resistant and flexible tissue that covers the meat of organisms. For such purposes, the film narrative of Pieles —of Casanova— is considered as a backdrop, on the question of the body through affective experiences and considering the formu- lation of a “body production apparatus” and a particular skin policy embedded in a constant discussion about the relationship between the bodily and the natural.
Keywords: skin, body production apparatus, biopolitics, nature..
Resumo: Precisamos pensar em uma política que mantenha a pele como um nó de análise como um objeto sensível. Isto é, como um proceso diferente dos procesos de carne e corpo, mas ao mesmo tempo paralelo a eles. Entenda a pele além da caracterização virada em uma camada de tecido altamente resistente e flexível que co- bre a carne dos organismos. Para tanto, a narrativa cinematográfica de Pieles - de Casanova - é considerada um pano de fundo, sobre a questão da materialidade semiótica e política do corpo através de experiências afetivas e considerando a formulação de um “aparato de produção corporal” política de pele particular incorporado em uma discussão constante sobre a relação entre o corpo e o natural.
Palavras-chave: pele, aparelho de produção corporal, biopolítica, natureza.
No había otros niños así en mi colegio, pero tenía otros compañeros con otro tipo de anormalidades. Recuerdo a una nena muy dulce que era paralítica, un enano, una rubia de labio leporino, un niño con leucemia que nos abandonó antes de terminar la primaria. Todos nosotros compartíamos la certeza de que no éramos iguales a los demás y de que conocíamos mejor esta vida que aquella horda de inocentes que, en su corta existencia, aún no habían enfrentado ninguna desgracia.
Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací.
Sus cuerpos/ no/ son mucho/ apenas un puñado/ de órganos que flotan, / o/ en las arenas/ yacen desperdigados.
Valeria Correa, La condición animal.
Necesitamos pensar una política que mantenga como nudo de análisis la piel como objeto sensible. Es decir, como un proceso distinto a los procesos corporales y de la carne, pero a la vez paralelo a estos. Entender a la piel más allá de la caracterización volcada en una capa de tejido altamente resistente y flexible que cubre la carne de los organismos. La piel —la derma— aparece como una situación en la cual inscribir contenidos semióticos de la alteridad, sobre la distinción social y la apariencia corporal: como un objeto que se puede abrir o cerrar. Es decir, la piel más allá de un discurso biológico, apuntaría a entenderla como un nódulo que engloba procesos de vulnerabilidad.
En una larga serie fílmica que va desde Freaks (1932) de Tod Browning, Horrors of Malformed Men (1969) de Teruo Ishii, The Elephant Man (1980) de David Lynch, Basket Case (1982) de Frank Henenlotter, Mask (1985) de Peter Bogdanovich, I, Madman (1989) de Tibor Takács, Castle Freak (1995) de Stuart Gordon, WrongTurn (2003) de Rob Schmidt, The Hills Have Eyes (2006) de Alexandre Aja, encontramos una constante insistencia en caracterizar los cuerpos de sujetos con “malformaciones”“ corporales dentro de un escenario donde circula la performatividad del terror. Los filmes mezclan el horror de la deformidad asociado a un particular thriller corporal en el que los personajes se inscriben en la formulación de la monstruosidad, regularmente producidos en experimentos científicos y circunscritos en la escenificación de la “maldad”: asesinos o psicóticos. Lo anterior es problemático no solamente por la representación cultural y sobre las prácticas corporales asociadas a esos sujetos, sino por la insistencia de pensar esos cuerpos a través de gramáticas de lo indeseado. Sin embargo, es posible leer un desplazamiento en los imaginarios sobre la composición natural y cultural de los cuerpos asociados a una matriz de producción semiótica/material sobre la completud de estos en Pieles (2007) de Eduardo Casanova.
Pieles es una crítica narrativa sobre los organismos anormales y deformes. Casanova construye cuatro personajes principales que tienen potentes matices respecto a su apariencia física. Ana, una mujer con la mitad del rostro deformado; Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés; Laura, una mujer que nació sin ojos y Cristian, tiene un rechazo constante hacia sus piernas. Así, Pieles, con tonos pasteles que rondan entre el lila y el rosa, las experiencias y las respuestas de los personajes formulan un alejamiento de las constricciones de la deformidad pero que mantiene, aun así, una ruta analítica sobre la anormalidad y la monstruosidad. Entendemos Pieles como un material, escénico y estéticamente performativo que permite incorporar una discusión sobre sujetos corporeizados y su relación con la naturaleza. En consiguiente vamos a considerar la narrativa de Pieles, como telón de fondo, sobre la pregunta por la materialidad semiótica y política del cuerpo a través de experiencias afectivas y considerando la formulación de un “aparato de producción corporal” y una particular política de la piel incrustada en una discusión constante sobre la relación entre lo corporal y lo natural.
El nacimiento de los organismos: la actividad del aparato de producción corporal
Dicho lo anterior, podríamos comenzar con un interrogante que tiene una doble función, es decir, como hipótesis de trabajo y como ruta epistémica: ¿cuáles son nuestros imaginarios culturales sobre los cuerpos “anormales” y cómo se relacionan con las posibilidades de pensarlos como una promesa política monstruosa?, ¿en qué narrativas se insertan aquellos cuerpos indeseados y bajo qué formas de vida se territorializan? Y a su vez ¿cuáles son nuestras representaciones culturales respecto de aquellas transformaciones y vinculaciones sobre lo orgánico y lo natural de la materialidad de los cuerpos?,¿qué permite el “aparato de producción corporal” en este desarrollo? La intencionalidad de la ciencia al llamar eso o aquello como “natural” no solamente tiene que ver con un marcado antropocentrismo científico sino con el control manifiesto condicionante a esos cuerpos no-humanos o sobre aquellos a quienes no están “destinados” a parecer humanos. Para los fines de esta reflexión utilizaremos un concepto que encontramos muy productivo, propuesto por Donna Haraway, para inscribir la creación de la materia corporal: el aparato de producción corporal.
La propuesta de este particular aparato recrea una categoría útil para una teoría feminista de los conocimientos situados y una revalorización de la “objetividad” científica y axiológica. Haraway inspiró el desarrollo conceptual del “aparato de producción corporal” ceñida a la reflexión del “aparato de producción literaria” que Katie King (1986) propuso para pensar al “poema” como un objeto de valor literario. De esta forma, la autora, puntualiza: “yo quisiera adaptar su trabajo para comprender la generación —la producción y reproducción actuales— de cuerpos y de otros objetos de valor en los proyectos científicos del conocimiento. A primera vista, existe una limitación en el esquema de King, inherente a la ‘elaborabilidad’, discurso biológico, algo que no posee el discurso literario en sus pretensiones de conocimiento” (Haraway, 1995, p. 345). Así, en un primer acerca- miento epistemológico podemos decir que el aparato de producción corporal es una herramienta somatopolítica para entender un universo estructurado y estructurante de cuerpos orgánicos.
Ahora bien, si el aparato de producción literaria es una matriz de producción en la que encuentra su génesis la “literatura”. Rehusando al sentido fáctico, el organismo que se genera en el aparato de producción corporal es un “actor material semiótico” que pone de manifiesto
el objeto de conocimiento como un eje activo, generador de significados del aparato de producción corporal, sin implicar de ninguna manera la presencia inmediata de tales objetos o […] su determinación final o única de lo que puede ser considerado como objeto del conocimiento en un momento particular histórico. (Haraway, 1995, p. 345)
Carentes de facticidad los organismos corporales son creados no solamente desde una latitud biológica sino también desde la tecnología, la ciencia ficción… desde una imaginería feminista.
El aparato de producción corporal es la matriz de la creación e incorporación semiótica del cuerpo. La pregunta que se abre, por lo tanto, es “¿son ‘producidos’ o ‘generados’ los cuerpos biológicos de la misma manera que los poemas?” (Haraway, 1995, p. 345).
La respuesta de Haraway sería, efectivamente, afirmativa. Diría, la bióloga y antropóloga feminista que, desde el siglo XIX las relaciones entre la poesía y la biología o bien, entre poetas y biólogos existen potentes convergencias: “Frankenstein puede ser leído como una meditación de esta propuesta” (Haraway, 1995, p. 345). Así, recordemos que la nove- la de Mary Wollstonecraft Shelley (2007) apunta su hilo argumentativo sobre el joven médico Víctor Frankenstein quien, absorto por la ciencia y la tecnología, experimenta en la creación de un nuevo organismo construido a partir diferentes partes de distintos cadáveres. Es decir, bajo los registros de una narración científica y una historia de terror Wollstonecraft pone bajo relieve una lectura sobre el saber/poder, libertad/responsabilidad, efectos sociales/ científicos, biología/destino, condiciones somatomorfas/ biopolíticas y, por supuesto, la creación de un “monstruo”.
Por lo tanto, al igual que los objetos de King llamados “poemas”, que son lugares de producción literaria donde el lenguaje es también un actor independiente de intenciones y de autores, los cuerpos como objeto de conocimiento son nudos generativos materiales y semióticos. (Haraway, 1995, p. 345)
Los cuerpos producidos en latitudes e imbricaciones constantes y contrapuestas de discursos, prácticas y re- presentaciones encuentran su materialización mediante sistemas culturales, naturales y tecnológicos que nunca permanecen aislados.
De tal forma, el sistema inmunitario (de finales del siglo XX), por ejemplo, es un aparato de producción corporal al incorporar un nuevo discurso biomédico sobre la creación de los organismos. Como bien sabemos, la medicina y la biotecnología han tenido un desenlace en la producción de prácticas discursivas sobre la caracterización de la materia corporal, cómo y de qué formas se desarrolla, se relaciona y reacciona. Sin embargo, al igual que esos sistemas de pensamiento, el cine y diversos materiales audiovisuales, como sistemas de entretenimiento, mantienen en su campo narrativo aquellos desenlaces biomédicos. Desde aquí entenderíamos que Pieles representa una crítica y la idealización de un mundo habitado por sujetos corporalmente disidentes de los parámetros naturalmente constituidos. Entonces, los discursos biomédicos y las representaciones capacitistas que tenemos sobre la optimización corporal se inmiscuye en los aspectos culturales, epistémicos y políticos que tenemos sobre la constitución de los sujetos corporales: el aparato de producción corporal es una máquina que distribuye signos y significados de la carne.
Así, el sentido de pensar los cuerpos como organismos o, mejor dicho, referirse a la materialidad de los cuerpos como organismos se refiere a la preocupación poshumana de caracterizar lo “humano” como un conjunto de órganos que constituyen a los seres vivos y a lo vivo. Es decir, extender los procesos de materialización atraviesa al aparato de producción corporal ceñido a esos nódulos contradictorios (sobre la vida-bios y zoe) que vuelven a su continuum y que matizan su quiebre en la oposición de un sujeto animal/humano. En este sentido:
No se trata de que la biotecnología esté explotando arteramente la vida, sino más bien de que, como resultado de las prácticas materiales y discursivas biotecnológicas, la vida como bios/zoe produce nuevas zonas siempre crecientes de actividad e intervención. La vida ha emergido como el sujeto, y no como el objeto, de los procesos políticos, un sujeto no humano, inhumano o poshumano, pero sujeto al fin. (Braidotti, 2009, pp. 85-86)
En relación con los diversos cuerpos bióticos —biotécnicos o biomédicos— son [re]concebidos no solo a través de las ecuaciones propias de los procesos salud/enfermedad o bajo un discurso inmunológico sino, también, por imbricaciones estéticas. Diversas patologías de la apariencia o monstruosidades orgánicas componen límites diaspóricos y transgresiones de un ensamblaje estructurado sobre la “integridad corporal”. Cuerpos performativamente y materialmente des/montados de una base natural. Así, “cualquier objeto o cualquier persona puede ser razonable- mente pensado en términos de montaje y de desmontaje. No hay arquitecturas ‘naturales’ que limiten el sistema del diseño” (Haraway, 1995: 363). Sin embargo, los errores del aparato de producción corporal bajo el nombre de “monstruos” o “anormales” se asienta bajo una potente tradición heurística que relaciona lo natural (lo estéticamente natural) como una condición ontológica de lo orgánico, de lo humano.
Los organismos que emergen del aparato de producción corporal son políticamente localizados en una arquitectura cuya materialidad comprende aspectos probabilísticos, formas de operación y de praxis diferencial a los cuerpos producidos “idealmente”. Entonces, podríamos preguntarnos: ¿qué permanece constituido como organismo dentro de un discurso posmoderno biomédico/ técnico? Una de las respuestas está inscrita sobre el evidente discurso médico de la a/normalidad dentro del cual
las formas enfrentadas de igualdad y de diferencia, en cualquier futuro posible, son fundamentales en la narrativa inacabada del intercambio a través de las fronteras culturales, biotécnicas y políticas que separan y unen a animales, humanos y máquinas en un mundo global contemporáneo en el que está en juego la supervivencia. (Haraway, 1995, p. 394)
El aparato de producción corporal abre aquellas fronteras del bios y del zoe y sobre aquellas prácticas históricas de incorporación animal, natural o humana. Es decir, “la frontera entre animal y humano es uno de los desafíos de esta alegoría, así como lo es la que existe entre máquina y organismo” (Haraway, 1995, p. 344). Por lo que podríamos entender que aquellos cuerpos bióticos indeseados se parecen más a una figuración de la animalidad, como organismos estáticamente menos humanizados. Una frontera que se inscripta en la ontologización del cuerpo es la que hace referencia en la diferencia abismal entre organismos humanos y animales. La pretensión del determinismo biológico sigue siendo productivo en su inversión significante sobre la producción material y simbólica del cuerpo. Parece que, por lo tanto, los objetos naturales se convierten en enérgicas metáforas para una política de la piel. Sobre este campo narrativo se preguntará Haraway (1995)
¿de qué manera funcionan las narrativas de lo normal y de lo patológico cuando el cuerpo biológico y médico es simbolizado y se trabaja sobre él no como un sistema de trabajo, organizado por la división jerárquica de éste, dirigido por una dialéctica privilegiada entre funciones nerviosas y reproductoras altamente localizadas, sino como un texto codificado, organizado como un sistema de comunicaciones dirigido a distancia por una red de comando-control-inteligencia fluida y dispersa? (p. 361)
Si bien, comprendemos, los organismos naturales fundamentan un sistema orgánico solamente lo ha sido porque ocupan lugares críticos temporales/espaciales de formulación política y cultural. Las narrativas de la patología y la normalidad operan bajo sistemas de dominación y construcción de la ciencia basados en un lenguaje de la naturaleza como instrumento complejo de “aparición” cultural. Así, “si los organismos son objetos naturales, es crucial recordar que los organismos no nacen; los hacen determinados actores colectivos en determinados tiempos y espacios con las prácticas tecnocientíficas de un mundo sometido al cambio constante” (Haraway, 1999, p. 123). De nueva cuenta, si los organismos no nacen (en su forma beuvoriana), por lo tanto, emergen por y dentro del aparato de producción corporal marcando nuestra piel.
Naturalezas monstruosas
Nuestra propuesta de leer Pieles como un artefacto ficcional anclado a una discusión sobre la naturaleza se refiere a la ejemplificación empírica de localizaciones políticas y analíticas del cuerpo y de la piel. La discusión que sitúa Haraway al referirse a una “promesa de los monstruos” es la reconsideración de que ciertos objetos o situaciones pueden traducirse como naturales en particulares luchas globales/locales. Así, otra pregunta que puede guiar nuestra insistencia de pensar aquellas representaciones culturales de la “monstruosidad” puede ser: ¿las fronteras del poshumanismo coinciden con las superficies materiales de la piel? O bien, “¿los límites de la carne son los límites existentes del poshumanismo?” (Hernández, 2019, p. 7).Las representaciones culturales sobre la “anormalidad” corporal permanecen ceñidas por la nomenclatura óptica científica que, habitualmente, se traducen en miradas morales sobre esos mismos objetos. La apropiación semántica compone la piel de los “monstruos”. Por supuesto, “los instrumentos ópticos modifican al sujeto” (Haraway, 1999, p. 122). Esos lentes ópticos han ido transformando al sujeto y su caracterización a finales del siglo XX con las modificaciones de la ciencia y la tecnología. Pensemos, por ejemplo, en la acentuación semiótica de organismos monstruosos (prostitutas, perversos, discapacitados, homosexuales) que mantienen en un campo narrativo en disputa sobre la materialización de sus cuerpos y las estrategias emancipatorias sobre la mutación de sus pieles. Lo anormal “del siglo XIX es el descendiente de estos tres individuos, que son el monstruo, el incorregible y el masturbador” (Foucault, 2014, p. 65). Aquellos patologizados por la ciencia son los marcados por una sociedad naturalmente exclusivista. Lo anormal (que intercepta y alude a la figura del monstruo) es devenir de un conjunto de irregularidades inscritas en el núcleo de la naturaleza. Los antiguos y los nuevos monstruos son las mismas figuras con variantes [bio]tecnológicas, pero siempre corporales… con piel.
Ahora bien, centrándonos en la constitución de la naturaleza monstruosa de los personajes que aparecen en Pieles, podemos traer a discusión a Laura, una mujer que nació sin ojos y que tiene un par de diamantes rosas que se coloca en sus cuencas simulando unos brillantes y cristalinos ojos. Ella trabaja como trabajadora sexual en una casa de citas en donde, a su vez, aparecen otros monstruos: sujetos ambiguos, queers, discapacitadxs, enanxs. En alguna ocasión un cliente hablando sobre lo que significa “ver” le dice a Laura que “en el mundo hay personas a las que es mejor no ver”. Lo que nos muestra una doble distinción sobre el “ver”; si bien él se refería a que en ocasiones es mejor no ver a las personas ya que pueden vernos tal como “somos” y la posibilidad de no ver a los otros puede sernos benéfico para pasar ciertas cuestiones desapercibidas, también nos habla de las sentencias sociales que se ciñen a la apariencia estética. Es decir, las reacciones de los sujetos normales ante los deformes pueden rondar en la relación asombro-desprecio. Las reacciones afectivas sobre el sentirse sorprendido o sobre las imágenes que accionan la repugnancia dejan entrever que nuestra mirada permanece encarnada ante un disciplinamiento óptico sobre lo que queremos ver, pieles estéticamente bellas.
Los rasgos ópticos que podemos mantener frente a la distancia/la cercanía de la piel y de los cuerpos se sitúa en los procesos de responsabilidad y de encarnación con otros lugares corporales imaginarios-reales y sensibles. Justamente, las formas de ver, de mirar aquellos otros lugares de encarnar la piel puede ayudarnos a comprender las “xenofobias estéticas”. Comprendemos este tipo de rechazo como una forma —[auto]impuesta— de situar eso externo (y a la vez propio) que no debería permanecer en los límites de la piel. Por otro lado, “la vista puede reconstruirse en beneficio de activistas y defensores comprometidos en ajustar los filtros políticos para ver el mundo […] desde perspectivas de un socialismo todavía posible, un ecologismo feminista y antirracista y una ciencia ara la gente” (Haraway, 1999, p. 122). Po- demos sostener que la promesa de los monstruos —y en general sobre el análisis crítico de la naturaleza y de los cuerpos— debe plantearse a través de una relación con un ecofeminismo estratégico. Es decir, una relación política con nuestra piel y su naturaleza.
Ahora bien, la trama de Ana (una mujer con la mitad del rostro deformado) nos muestra que existen límites materiales de la piel que se revisten de armonía. En una primera secuencia aparece Ana con Guille, su pareja, quien, además, tiene el rostro quemado. Sin embargo, Ana mantiene otra relación con otro varón que, valdría decir, no tiene ninguna malformación y con el que quiere terminar. Ocurre un hecho que interesa en un diálogo que tiene Ana con él:
Él: Me gustan las chicas como tú Ana: ¿cómo?
Él: Nunca le había dicho a mi madre que no me gustan las chicas normales.
Ana: ¿deformes como yo? […] Yo soy algo más que una mujer deforme.
Él: Estoy enamorado de ti.
Ana: ¿De mí o de mi físico?
El diálogo nos muestra que los errores del aparato de producción corporal pueden revertir sus efectos en los organismos afectivos. Las pieles tienen textura y reaccionan de forma distinta. Las pieles cambian, se operan, se transforman. Las pieles limitan sus fronteras con otras pieles y revisten su monstruosidad de los otros quienes se creen “normales”. La naturaleza, afirma Haraway, “para muchos de quienes somos fetos planetarios ges- tando en los efluvios amnióticos del industrialismo terminal, es una de esas cosas imposibles caracterizadas por Gayatri Spivak como eso que no podemos dejar de desear” (Haraway, 1999, p. 122). Lo que nos conduce a suponer que una de nuestras relaciones con la naturaleza es reificarnos en ella. También, pensarnos como organismos naturales reduce considerablemente nuestra posición de monstruo. Sin embargo, la mayoría de las veces cuando pensamos en la “naturaleza” la representación que se nos viene inmediatamente es una escena verde llena de vegetación, reproducida por National Geographic, en la que aparecen animales, en la que nunca existen humanos y la que permanece afuera de “uno”, siempre se encuentra afuera.
Los humanos aparecen como narradores, cazadores u otra personificación que pocotiene que ver con nuestra concepción natural. Esto solamente nos sugiere que debemos encontrar (o inventar) otras relaciones con la naturaleza opuestas a una mera posesión, extracción o alienación.
Si la naturaleza permanece en un eterno afuera es porque a esta se le considera “un símbolo tan poderoso de la inocencia en parte porque a ‘ella’ se la imagina sin influencia de la tecnología, como el objeto de la visión y, por lo tanto, como fuente de salud y pureza” (Haraway, 2015, p. 134). El zoológico, los museos de historia natural, así como los montajes sobre etnohistoria y antropología física y social aparecen como objeto en la relación de un otro no animal y no natural (al menos no como el que se presenta). Lo que nos recuerda que “el hombre, en parte, no está en la naturaleza porque no se ve, no es el espectáculo. Para nosotros, un significado constitutivo del género masculino es ser lo invisible, el ojo (el yo), el autor” (2015, p. 134).La naturaleza es un artefacto que permite ubicar el desarrollo de la historia-sujeto como posible para su desarrollo o su discontinuidad. Por lo tanto, la naturaleza como producción discursiva nos permite ubicarnos como células, moléculas y materia en la superficie, igual- mente natural.
Atrozmente conscientes de la constitución discursiva de la naturaleza como “otro” en las historias del colonialismo, el racismo, del sexismo y de la dominación de clase del tipo que sea, sin embargo, encontramos en este concepto móvil, problemático, etnoespecífico y de larga tradición algo de lo que no podemos prescindir, pero que nunca podemos “tener”. (Haraway, 1999, p. 122)La naturaleza tiene otros efectos y latitudes abarcan- do todo —muy difícilmente podría escapar algo de sudominio o de su discurso— tal como diría Bruno Latour (2017), el calentamiento global y el cambio climático (como parte de una discusión pública) permanece aislada de un consenso social ya que “todavía estamos presos de una visión de la naturaleza que no sirve para pensar nuestro vínculo con ella” (p. 20). Efectivamente, “la natu- raleza es un tópico del discurso público en torno al cual giran muchas cosas, incluso la tierra” (Haraway, 1999, p.123) y sobre quien(es) pueden vivir en ella.
Ahora bien, regresando a la figuración del “monstruo” esta puede habitar la piel de aquellas(os) quienes la promesa de la naturaleza les fue negada. La figura y la representación del “monstruo”, escribe Donna Haraway, “puedan guiarnos hacia un lugar más habitable, uno que, siguiendo el espíritu de la ciencia-ficción, he denominado ‘lugar-otro’” (Haraway, 2019, p. 8). Acompañados de la ficción —que en estos tiempos muchas veces son latitudes de mundos empíricos— podemos situar al monstruo (tal como los sujetos en Pieles) como ser orgánico que ha- bita alguna anormalidad im/propia ceñida a una estructura natural y de alguna apariencia, casi siempre, temible.
Tal como el aparato de producción corporal obedece a la adecuación de los planteamientos de King, los monstruos como “otros inapropiados(bles)” se inspira en el trabajo de la teórica cineasta y feminista Trinh Minh-ha. En la conceptualización de sujetos multiculturales (étni- cos, raciales, sexuales, nacionales) que emergen después de la Segunda Guerra Mundial como aquellos “que no pudieron adoptar ni la máscara del ‘yo’ ni la del ‘otro’ ofrecida por las narrativas occidentales modernas de la identidad y la política anteriormente dominantes” (1999, pp. 125-126). En este tenor, ser un inapropiado(ble) significa permanecer en una constante relación crítica con el parámetro de dominación hegemónica.
Un monstruo “inapropiado/ble es no encajar en la taxon, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas, pero tampoco es quedar originalmente atrapado por la diferencia” (1999, p. 126). Para nuestros fines ser inapropiado(ble) significa no ser estéticamente bellx o deseable, pero que para unx otro(a) podamos resultarle monstruosamente perfecta(o). Ahora bien, en los parámetros de Haraway y Trinh Minh-ha, aquellos inapropiados(bles) no realizan un corte basado en su diferencia constitutiva. Es decir, no aparecen bajo las relaciones de la diferencia entre humanos/organismos/máquinas o bajo las posiciones de antagonismo o protagonismo. Sin embargo, nuestra apreciación del monstruo sí surge como una narrativa del diferente y categorizado en esa subalternidad.
Pero, aun así, su promesa política es [a]parecer con esa semiótica anomalía.
Al contrario, podemos decir que los parentescos que aparecen en Pieles y los nuestros están formados por una fluida relación de entidades orgánicas y textuales con las que compartimos la tierra y nuestra carne. Las figuraciones que podemos describir o narrar están enraizadas desde una perspectiva antropomórfica/antropocéntrica que, sin embargo, podemos decir no es la única intervención semiótica, quizá la “animalidad” ayudaría más a pensarnos como organismos que como “humanos”. Evidentemente, podemos pensar, los organismos se constituyen bajo un proceso discursivo en el que la naturaleza ha cobrado un particular y potente efecto.
Las fronteras de la piel, en efecto, se valen de la añoranza jadeante de poseer cuerpos estéticamente “buenos”. En el filme aparece Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés. Si bien, ella tiene unos labios, los desea en el rostro. Añora que el ano no sea suboca y viceversa. Pero también desea hablar y reír como usualmente ve que lo hacen. Samantha vive con su padre quien tiene por norma que ella no salga sola de casa para evitar enfrentamientos desagradables. En su cumpleaños su padre le regala una máscara de unicornio por si en algún momento sale de su casa: para cubrir esa piel indeseada. Sin embargo, Samantha sí sale de casa y, en una ocasión, cuando llega a casa su padre la interpela con la pregunta: ¿Has salido con la cara descubierta? Aquí nos podemos fiar del interrogante para especificar que el problema es, justamente, la piel.
Ahora bien, la narrativa de Cristian muestra que psiquiátricamente desarrolla un trastorno: desorden de la integridad corporal (DIB). Cristian, un joven varón, menciona que no desea tener piernas. Él añora ser una sirena, así argumenta que sus piernas no le pertenecen (¡no son mías, no forman parte de mi cuerpo!). En una es- cena en la que se encuentran la psiquiatra, la madre de Cristian y Cristian, su madre le pregunta si no es feliz en su cuerpo, la respuesta de Cristian, sin meditarlo mucho, aclara que “las sirenas no tienen piernas y son felices”. Aunque el orden de los cuerpos que aparecen en Pieles está estructurado por la ficción podríamos decir que la ciencia y la tecnología que convierte al cuerpo y a las pieles en objetos que no desean más allá de un estado permanente de completud y belleza son organismos que también desean ser cuerpos-Otros. Es decir, Otros no humanos en el sentido estricto ya que, incluso, desean ser seres mitológicos, como Cristian. Sin embargo, los límites del aparato de producción corporal restringen todo aquello que sale tullido/roto/deforme/monstruoso/ anormal por lo que al parecer “el vientre del monstruo, incluso los otros inapropiados(bles) parecen ser interpelados —llamados por interrupción— a una localización particular” (Haraway, 1999, p. 126).
Una, si bien no nueva, sí otra forma de pensarnos a través de la piel como frontera material entre los organismos y el poshumanismo. Probablemente “nuestras esperanzas de una res- ponsabilidad tecnobiopolítica en el vientre del monstruo se transformen al representar un mundo como un codificador burlón con el que podemos aprender a conversar” (Haraway, 1999, p. 125).
Por supuesto, “existimos en un mar de poderosas narraciones: son la condición de la racionalidad finita y las historias de la vida personal y colectiva” (Haraway, 2004, p. 35). Sin embargo, aunque las narraciones sobre la naturaleza humana y las formas posibles de encarnar los cuerpos parece un proyecto que lleva mucho tiempo tratando de dinamitar en la mirada de todas nosotras, sigue pareciendo importante darle giros siempre imprecisos, pero necesarios, en la condición material y semiótica de las pieles.
En una escena, Cristian escapa del consultorio psiquiá- trico con un firme propósito: desprenderse de aquellas piernas que no le pertenecen. Se coloca en un callejón esperando un automóvil que funcione como un objeto afilado y lo separe de las extremidades que impiden su deseo. Sin embargo, muere tras el desmembramiento de sus piernas, aunque su sueño se ve culminado en ese pre- ciso instante. Su deseo, como profecía, se proyecta en el cuadro cuando el cuerpo de Cristian aparece suspendido en el aire sin piernas. Los múltiples cuerpos biológicos y organismos culturales/ficcionales emergen a través de determinadas prácticas médicas, tecnológicas y sociales: el proyecto del genoma humano, la eugenesia, los virus, el cáncer o el parentesco activan el aparato de producción corporal, como artefactos de la naturaleza, al representarlos y caracterizarlos. No existen fronteras tangibles en las cuales la evolución o la historia encuentren su génesis o bien donde la biología termine y la cultura acabe.
Por el contrario, “los organismos son encarnaciones biológicas, en tanto que entidades técnico-naturales, no son plantas, animales, protistos, etc. preexistentes con fronteras ya determinadas y a la espera del instrumento adecuado que los inscriba concretamente” (1999, p. 124). Y aquí podemos decir que la política de piel puede tener una inscripción. La cuestión política de pensar las pieles bajo una perspectiva lejos de “categorías etnoespecíficas de naturaleza/cultura” o bajo la contraposición de estas puede conducirnos a respuestas más orgánicas dentro de las cuales podamos afirmar que la naturaleza es una constante imbricación entre hechos empíricos y materiales ficcionales. Una política de la piel “tendrá una geometría diferente, no será la del progreso, sino la de la interacción permanente y multiforme mediante la que se construyen las vidas y los mundos, lo humano y lo no humano” (Haraway, 1999, p. 131).
La biopolítica de la piel
En las notas finales del primer tomo de la Historia de la sexualidad, Derecho de muerte y poder sobre la vida, Michel Foucault adelantaba la caracterización del poder soberano como un derecho de la vida y la muerte. Es decir, “el derecho que se formula como ‘de vida y muerte’ es en realidad el derecho de hacer morir o dejar vivir” (Foucault, 2007a, p. 164).
Así, el poder, explica Foucault, es un derecho de captación de objetos, de cuerpos, de tiempo; de la vida en sí misma. En esta concepción el biopoder se desarrolla en la época clásica como una forma de inscripción del poder sobre y en la materia corporal.
Por consiguiente, el núcleo central de la biopolítica es eso que podemos denominar como “población” y su desarrollo histórico-conceptual es “el régimen guberna- mental denominado liberalismo” (Foucault, 2007b, p.41) ceñido en los procesos sobre la vida —nacimiento, defunción, fecundación, reproducción— constituyendo el nudo biopolítico. Tratando, eficazmente, de controlar todos los procesos (corporales) de la vida en sus sentidos estadísticos y subjetivos. Si bien la biopolítica se mantiene relacionada directamente con la población, esta es sostenida como un problema político, “como problema a la vez científico y político, como problema biológico y problema de poder” (Foucault, 2001, p. 222). Ahora bien, si este tipo de poder y política se define en el desarrollo y en la concepción de un terreno biológico su- pondría, tal como lo menciona Achille Mbembe, “la distribución de la especie humana en diferentes grupos […] estableciendo una ruptura biológica entre unos y otros” (2011, p. 22). Así, la biopolítica mantendría un paso más allá que la acentuación clásica del “hacer morir” o “dejar vivir” sino adelantándose a la regularización y control de los cuerpos sociales e individuales.
Tomando como adelanto el asentamiento de ese peso semiótico sobre las rupturas biológicas de los organismos podemos seguir una pregunta formulada por Roberto Esposito (2006) para reflexionar esa biopolítica de la piel: “¿Qué debe entenderse por bios? ¿Cómo debe pensarse una política directamente orientada hacia él?” (p. 25). Si extendemos los límites del bios consideraríamos aquellas rupturas biológicas que se su- pondrían pertenecientes a esa frontera natural, pero no entran (al menos no del todo) a él. Así, entenderíamos que la biopolítica remite también a la dimensión del zoe.
La vida en su contención biológica (en su derivación al bios) estaría en contacto permanente naturalizando la zoe direccionando políticamente la vida, dando giros no necesariamente “naturales” o inscritos sobre ella, como por ejemplo los desarrollos estéticos de la piel, mostrándonos que esos giros “se incluyen en un conjunto más amplio de tipo ‘antropolítico’, que a su vez remite al proyecto de una ‘política multidimensional del hombre’”(Esposito, 2006, p. 34). Por lo tanto, habría que “intentar tomar esas mismas categorías de “vida”, “cuerpo” y “nacimiento”, y transformar su variante inmunitaria, esto es, autonegativa, imprimiéndoles una orientación abierta al sentido más originario e intenso de la communitas” (Esposito, 2006, p. 252).
Parece que el proyecto de pensar una “biopolítica afirmativa” (Esposito, 2011, p. 50). Es decir, no como un poder sobre la vida, sino a través de un poder de la vida podría extender sus límites no solo sobre la organización de la vida “antropolítica” sino del mismo bios. Así, volveríamos al cuerpo y sobre sus límites materiales para que no se vuelvan porosas las escenificaciones de la existencia biótica entenderíamos que “la política debe reconducirla al régimen del cuerpo” (Esposito, 2005, p. 160).
El cuerpo como “lugar sensible” (Esposito, 2016, p. 8) en el que interactúa con otros cuerpos y acciona su devenir simbólico y material. Así, desde aquí podríamos incorporar diversas latitudes sentibles de los cuerpos, entenderíamos sus revestimientos afectivos más allá de las categorizaciones de las neurociencias y la biotecnología.
La génesis de los organismos (controlada/inscrita) son generados por el aparato de producción corporal y, en este sentido, el biopoder parece, entonces, una “economía de los cuerpos” y de sus pieles. Y las biopolíticas, las técnicas utilizadas hacia y para esos organismos. El objeto de la política siempre es la vida: sus formas de organización, de antropologización y naturalización que adquiere la vida. La relación política y vida es una sustancialización que atraviesa el cuerpo —la piel— por la “inmunización política”, por lo que “la existencia sin vida es la carne no coincidente con el cuerpo, esa parte, zona, membrana del cuerpo que no es una misma cosa que este, va más allá de sus límites, o se sustrae a su cierre” (Esposito, 2006, p. 255).La persistencia del sujeto encarnado refleja la necesidad de repensar la estructura corporal de la subjetividad y sus relaciones con formas de lo político. La carnalidad de los sujetos no es meramente reducible a una categoría biológica, sino que este “continúa siendo un haz de contradicciones: es una entidad biológica, un banco de datos genéticos y, a la vez, también continúa siendo una entidad biosocial, es decir, un fragmento de memorias codificadas, personalizadas” (Braidotti, 2005, p. 37). Por lo tanto, la ciencia y la biotecnología han diseccionado la carne atravesando las pieles de los organismos y han mostrado sus entrañas más profundas, volviendo porosos aquellos límites propuestos por el humanismo tradicional sobre lo “vivo”. El sujeto del feminismo no solamente es sexuado, generizado y cultural, sino que además el sujeto del feminismo es corporal… tiene piel.
Referencias
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Nettel, G. (2011). El cuerpo en que nací. Anagrama.
Recibido: 20 de julio de 2019; Aceptado: 11 de febrero de 2020
Resumen
Necesitamos pensar una política que mantenga como nudo de análisis la piel como objeto sensible. Es decir, como un proceso distinto a los procesos corporales y de la carne, pero a la vez paralelo a estos. Entender a la piel más allá de la caracterización volcada en una capa de tejido altamente resistente y flexible que cubre la carne de los organismos. Para tales fines, se considera la narrativa fílmica de Pieles —de Casanova— como telón de fondo, sobre la pregunta por la materialidad semiótica y política del cuerpo a través de experiencias afectivas y considerando la formulación de un “aparato de producción corporal” y una particular política de la piel incrustada en una discusión constante sobre la relación entre lo corporal y lo natural.
Palabras clave
piel, aparato de producción corporal, biopolítica, naturaleza..Abstract
We need to Think of a policy that maintains the skin as a node of analysis as a sensitive object. That is, as a process other that body and meat processes, but at the same time parallel to them. Understand the skin beyond the characterization overturned in a layer of highly resistant and flexible tissue that covers the meat of organisms. For such purposes, the film narrative of Pieles —of Casanova— is considered as a backdrop, on the question of the body through affective experiences and considering the formu- lation of a “body production apparatus” and a particular skin policy embedded in a constant discussion about the relationship between the bodily and the natural.
Keywords
skin, body production apparatus, biopolitics, nature..Resumo
Precisamos pensar em uma política que mantenha a pele como um nó de análise como um objeto sensível. Isto é, como um proceso diferente dos procesos de carne e corpo, mas ao mesmo tempo paralelo a eles. Entenda a pele além da caracterização virada em uma camada de tecido altamente resistente e flexível que co- bre a carne dos organismos. Para tanto, a narrativa cinematográfica de Pieles - de Casanova - é considerada um pano de fundo, sobre a questão da materialidade semiótica e política do corpo através de experiências afetivas e considerando a formulação de um “aparato de produção corporal” política de pele particular incorporado em uma discussão constante sobre a relação entre o corpo e o natural.
Palavras-chave
pele, aparelho de produção corporal, biopolítica, natureza.No había otros niños así en mi colegio, pero tenía otros compañeros con otro tipo de anormalidades. Recuerdo a una nena muy dulce que era paralítica, un enano, una rubia de labio leporino, un niño con leucemia que nos abandonó antes de terminar la primaria. Todos nosotros compartíamos la certeza de que no éramos iguales a los demás y de que conocíamos mejor esta vida que aquella horda de inocentes que, en su corta existencia, aún no habían enfrentado ninguna desgracia.
Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací.
Sus cuerpos/ no/ son mucho/ apenas un puñado/ de órganos que flotan, / o/ en las arenas/ yacen desperdigados.
Valeria Correa, La condición animal.
Necesitamos pensar una política que mantenga como nudo de análisis la piel como objeto sensible. Es decir, como un proceso distinto a los procesos corporales y de la carne, pero a la vez paralelo a estos. Entender a la piel más allá de la caracterización volcada en una capa de tejido altamente resistente y flexible que cubre la carne de los organismos. La piel —la derma— aparece como una situación en la cual inscribir contenidos semióticos de la alteridad, sobre la distinción social y la apariencia corporal: como un objeto que se puede abrir o cerrar. Es decir, la piel más allá de un discurso biológico, apuntaría a entenderla como un nódulo que engloba procesos de vulnerabilidad.
En una larga serie fílmica que va desde Freaks (1932) de Tod Browning, Horrors of Malformed Men (1969) de Teruo Ishii, The Elephant Man (1980) de David Lynch, Basket Case (1982) de Frank Henenlotter, Mask (1985) de Peter Bogdanovich, I, Madman (1989) de Tibor Takács, Castle Freak (1995) de Stuart Gordon, WrongTurn (2003) de Rob Schmidt, The Hills Have Eyes (2006) de Alexandre Aja, encontramos una constante insistencia en caracterizar los cuerpos de sujetos con “malformaciones”“ corporales dentro de un escenario donde circula la performatividad del terror. Los filmes mezclan el horror de la deformidad asociado a un particular thriller corporal en el que los personajes se inscriben en la formulación de la monstruosidad, regularmente producidos en experimentos científicos y circunscritos en la escenificación de la “maldad”: asesinos o psicóticos. Lo anterior es problemático no solamente por la representación cultural y sobre las prácticas corporales asociadas a esos sujetos, sino por la insistencia de pensar esos cuerpos a través de gramáticas de lo indeseado. Sin embargo, es posible leer un desplazamiento en los imaginarios sobre la composición natural y cultural de los cuerpos asociados a una matriz de producción semiótica/material sobre la completud de estos en Pieles (2007) de Eduardo Casanova.
Pieles es una crítica narrativa sobre los organismos anormales y deformes. Casanova construye cuatro personajes principales que tienen potentes matices respecto a su apariencia física. Ana, una mujer con la mitad del rostro deformado; Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés; Laura, una mujer que nació sin ojos y Cristian, tiene un rechazo constante hacia sus piernas. Así, Pieles, con tonos pasteles que rondan entre el lila y el rosa, las experiencias y las respuestas de los personajes formulan un alejamiento de las constricciones de la deformidad pero que mantiene, aun así, una ruta analítica sobre la anormalidad y la monstruosidad. Entendemos Pieles como un material, escénico y estéticamente performativo que permite incorporar una discusión sobre sujetos corporeizados y su relación con la naturaleza. En consiguiente vamos a considerar la narrativa de Pieles, como telón de fondo, sobre la pregunta por la materialidad semiótica y política del cuerpo a través de experiencias afectivas y considerando la formulación de un “aparato de producción corporal” y una particular política de la piel incrustada en una discusión constante sobre la relación entre lo corporal y lo natural.
El nacimiento de los organismos: la actividad del aparato de producción corporal
Dicho lo anterior, podríamos comenzar con un interrogante que tiene una doble función, es decir, como hipótesis de trabajo y como ruta epistémica: ¿cuáles son nuestros imaginarios culturales sobre los cuerpos “anormales” y cómo se relacionan con las posibilidades de pensarlos como una promesa política monstruosa?, ¿en qué narrativas se insertan aquellos cuerpos indeseados y bajo qué formas de vida se territorializan? Y a su vez ¿cuáles son nuestras representaciones culturales respecto de aquellas transformaciones y vinculaciones sobre lo orgánico y lo natural de la materialidad de los cuerpos?,¿qué permite el “aparato de producción corporal” en este desarrollo? La intencionalidad de la ciencia al llamar eso o aquello como “natural” no solamente tiene que ver con un marcado antropocentrismo científico sino con el control manifiesto condicionante a esos cuerpos no-humanos o sobre aquellos a quienes no están “destinados” a parecer humanos. Para los fines de esta reflexión utilizaremos un concepto que encontramos muy productivo, propuesto por Donna Haraway, para inscribir la creación de la materia corporal: el aparato de producción corporal.
La propuesta de este particular aparato recrea una categoría útil para una teoría feminista de los conocimientos situados y una revalorización de la “objetividad” científica y axiológica. Haraway inspiró el desarrollo conceptual del “aparato de producción corporal” ceñida a la reflexión del “aparato de producción literaria” que Katie King (1986) propuso para pensar al “poema” como un objeto de valor literario. De esta forma, la autora, puntualiza: “yo quisiera adaptar su trabajo para comprender la generación —la producción y reproducción actuales— de cuerpos y de otros objetos de valor en los proyectos científicos del conocimiento. A primera vista, existe una limitación en el esquema de King, inherente a la ‘elaborabilidad’, discurso biológico, algo que no posee el discurso literario en sus pretensiones de conocimiento” (Haraway, 1995, p. 345). Así, en un primer acerca- miento epistemológico podemos decir que el aparato de producción corporal es una herramienta somatopolítica para entender un universo estructurado y estructurante de cuerpos orgánicos.
Ahora bien, si el aparato de producción literaria es una matriz de producción en la que encuentra su génesis la “literatura”. Rehusando al sentido fáctico, el organismo que se genera en el aparato de producción corporal es un “actor material semiótico” que pone de manifiesto
el objeto de conocimiento como un eje activo, generador de significados del aparato de producción corporal, sin implicar de ninguna manera la presencia inmediata de tales objetos o […] su determinación final o única de lo que puede ser considerado como objeto del conocimiento en un momento particular histórico. (Haraway, 1995, p. 345)
Carentes de facticidad los organismos corporales son creados no solamente desde una latitud biológica sino también desde la tecnología, la ciencia ficción… desde una imaginería feminista.
El aparato de producción corporal es la matriz de la creación e incorporación semiótica del cuerpo. La pregunta que se abre, por lo tanto, es “¿son ‘producidos’ o ‘generados’ los cuerpos biológicos de la misma manera que los poemas?” (Haraway, 1995, p. 345).
La respuesta de Haraway sería, efectivamente, afirmativa. Diría, la bióloga y antropóloga feminista que, desde el siglo XIX las relaciones entre la poesía y la biología o bien, entre poetas y biólogos existen potentes convergencias: “Frankenstein puede ser leído como una meditación de esta propuesta” (Haraway, 1995, p. 345). Así, recordemos que la nove- la de Mary Wollstonecraft Shelley (2007) apunta su hilo argumentativo sobre el joven médico Víctor Frankenstein quien, absorto por la ciencia y la tecnología, experimenta en la creación de un nuevo organismo construido a partir diferentes partes de distintos cadáveres. Es decir, bajo los registros de una narración científica y una historia de terror Wollstonecraft pone bajo relieve una lectura sobre el saber/poder, libertad/responsabilidad, efectos sociales/ científicos, biología/destino, condiciones somatomorfas/ biopolíticas y, por supuesto, la creación de un “monstruo”.
Por lo tanto, al igual que los objetos de King llamados “poemas”, que son lugares de producción literaria donde el lenguaje es también un actor independiente de intenciones y de autores, los cuerpos como objeto de conocimiento son nudos generativos materiales y semióticos. (Haraway, 1995, p. 345)
Los cuerpos producidos en latitudes e imbricaciones constantes y contrapuestas de discursos, prácticas y re- presentaciones encuentran su materialización mediante sistemas culturales, naturales y tecnológicos que nunca permanecen aislados.
De tal forma, el sistema inmunitario (de finales del siglo XX), por ejemplo, es un aparato de producción corporal al incorporar un nuevo discurso biomédico sobre la creación de los organismos. Como bien sabemos, la medicina y la biotecnología han tenido un desenlace en la producción de prácticas discursivas sobre la caracterización de la materia corporal, cómo y de qué formas se desarrolla, se relaciona y reacciona. Sin embargo, al igual que esos sistemas de pensamiento, el cine y diversos materiales audiovisuales, como sistemas de entretenimiento, mantienen en su campo narrativo aquellos desenlaces biomédicos. Desde aquí entenderíamos que Pieles representa una crítica y la idealización de un mundo habitado por sujetos corporalmente disidentes de los parámetros naturalmente constituidos. Entonces, los discursos biomédicos y las representaciones capacitistas que tenemos sobre la optimización corporal se inmiscuye en los aspectos culturales, epistémicos y políticos que tenemos sobre la constitución de los sujetos corporales: el aparato de producción corporal es una máquina que distribuye signos y significados de la carne.
Así, el sentido de pensar los cuerpos como organismos o, mejor dicho, referirse a la materialidad de los cuerpos como organismos se refiere a la preocupación poshumana de caracterizar lo “humano” como un conjunto de órganos que constituyen a los seres vivos y a lo vivo. Es decir, extender los procesos de materialización atraviesa al aparato de producción corporal ceñido a esos nódulos contradictorios (sobre la vida-bios y zoe) que vuelven a su continuum y que matizan su quiebre en la oposición de un sujeto animal/humano. En este sentido:
No se trata de que la biotecnología esté explotando arteramente la vida, sino más bien de que, como resultado de las prácticas materiales y discursivas biotecnológicas, la vida como bios/zoe produce nuevas zonas siempre crecientes de actividad e intervención. La vida ha emergido como el sujeto, y no como el objeto, de los procesos políticos, un sujeto no humano, inhumano o poshumano, pero sujeto al fin. (Braidotti, 2009, pp. 85-86)
En relación con los diversos cuerpos bióticos —biotécnicos o biomédicos— son [re]concebidos no solo a través de las ecuaciones propias de los procesos salud/enfermedad o bajo un discurso inmunológico sino, también, por imbricaciones estéticas. Diversas patologías de la apariencia o monstruosidades orgánicas componen límites diaspóricos y transgresiones de un ensamblaje estructurado sobre la “integridad corporal”. Cuerpos performativamente y materialmente des/montados de una base natural. Así, “cualquier objeto o cualquier persona puede ser razonable- mente pensado en términos de montaje y de desmontaje. No hay arquitecturas ‘naturales’ que limiten el sistema del diseño” (Haraway, 1995: 363). Sin embargo, los errores del aparato de producción corporal bajo el nombre de “monstruos” o “anormales” se asienta bajo una potente tradición heurística que relaciona lo natural (lo estéticamente natural) como una condición ontológica de lo orgánico, de lo humano.
Los organismos que emergen del aparato de producción corporal son políticamente localizados en una arquitectura cuya materialidad comprende aspectos probabilísticos, formas de operación y de praxis diferencial a los cuerpos producidos “idealmente”. Entonces, podríamos preguntarnos: ¿qué permanece constituido como organismo dentro de un discurso posmoderno biomédico/ técnico? Una de las respuestas está inscrita sobre el evidente discurso médico de la a/normalidad dentro del cual
las formas enfrentadas de igualdad y de diferencia, en cualquier futuro posible, son fundamentales en la narrativa inacabada del intercambio a través de las fronteras culturales, biotécnicas y políticas que separan y unen a animales, humanos y máquinas en un mundo global contemporáneo en el que está en juego la supervivencia. (Haraway, 1995, p. 394)
El aparato de producción corporal abre aquellas fronteras del bios y del zoe y sobre aquellas prácticas históricas de incorporación animal, natural o humana. Es decir, “la frontera entre animal y humano es uno de los desafíos de esta alegoría, así como lo es la que existe entre máquina y organismo” (Haraway, 1995, p. 344). Por lo que podríamos entender que aquellos cuerpos bióticos indeseados se parecen más a una figuración de la animalidad, como organismos estáticamente menos humanizados. Una frontera que se inscripta en la ontologización del cuerpo es la que hace referencia en la diferencia abismal entre organismos humanos y animales. La pretensión del determinismo biológico sigue siendo productivo en su inversión significante sobre la producción material y simbólica del cuerpo. Parece que, por lo tanto, los objetos naturales se convierten en enérgicas metáforas para una política de la piel. Sobre este campo narrativo se preguntará Haraway (1995)
¿de qué manera funcionan las narrativas de lo normal y de lo patológico cuando el cuerpo biológico y médico es simbolizado y se trabaja sobre él no como un sistema de trabajo, organizado por la división jerárquica de éste, dirigido por una dialéctica privilegiada entre funciones nerviosas y reproductoras altamente localizadas, sino como un texto codificado, organizado como un sistema de comunicaciones dirigido a distancia por una red de comando-control-inteligencia fluida y dispersa? (p. 361)
Si bien, comprendemos, los organismos naturales fundamentan un sistema orgánico solamente lo ha sido porque ocupan lugares críticos temporales/espaciales de formulación política y cultural. Las narrativas de la patología y la normalidad operan bajo sistemas de dominación y construcción de la ciencia basados en un lenguaje de la naturaleza como instrumento complejo de “aparición” cultural. Así, “si los organismos son objetos naturales, es crucial recordar que los organismos no nacen; los hacen determinados actores colectivos en determinados tiempos y espacios con las prácticas tecnocientíficas de un mundo sometido al cambio constante” (Haraway, 1999, p. 123). De nueva cuenta, si los organismos no nacen (en su forma beuvoriana), por lo tanto, emergen por y dentro del aparato de producción corporal marcando nuestra piel.
Naturalezas monstruosas
Nuestra propuesta de leer Pieles como un artefacto ficcional anclado a una discusión sobre la naturaleza se refiere a la ejemplificación empírica de localizaciones políticas y analíticas del cuerpo y de la piel. La discusión que sitúa Haraway al referirse a una “promesa de los monstruos” es la reconsideración de que ciertos objetos o situaciones pueden traducirse como naturales en particulares luchas globales/locales. Así, otra pregunta que puede guiar nuestra insistencia de pensar aquellas representaciones culturales de la “monstruosidad” puede ser: ¿las fronteras del poshumanismo coinciden con las superficies materiales de la piel? O bien, “¿los límites de la carne son los límites existentes del poshumanismo?” (Hernández, 2019, p. 7).Las representaciones culturales sobre la “anormalidad” corporal permanecen ceñidas por la nomenclatura óptica científica que, habitualmente, se traducen en miradas morales sobre esos mismos objetos. La apropiación semántica compone la piel de los “monstruos”. Por supuesto, “los instrumentos ópticos modifican al sujeto” (Haraway, 1999, p. 122). Esos lentes ópticos han ido transformando al sujeto y su caracterización a finales del siglo XX con las modificaciones de la ciencia y la tecnología. Pensemos, por ejemplo, en la acentuación semiótica de organismos monstruosos (prostitutas, perversos, discapacitados, homosexuales) que mantienen en un campo narrativo en disputa sobre la materialización de sus cuerpos y las estrategias emancipatorias sobre la mutación de sus pieles. Lo anormal “del siglo XIX es el descendiente de estos tres individuos, que son el monstruo, el incorregible y el masturbador” (Foucault, 2014, p. 65). Aquellos patologizados por la ciencia son los marcados por una sociedad naturalmente exclusivista. Lo anormal (que intercepta y alude a la figura del monstruo) es devenir de un conjunto de irregularidades inscritas en el núcleo de la naturaleza. Los antiguos y los nuevos monstruos son las mismas figuras con variantes [bio]tecnológicas, pero siempre corporales… con piel.
Ahora bien, centrándonos en la constitución de la naturaleza monstruosa de los personajes que aparecen en Pieles, podemos traer a discusión a Laura, una mujer que nació sin ojos y que tiene un par de diamantes rosas que se coloca en sus cuencas simulando unos brillantes y cristalinos ojos. Ella trabaja como trabajadora sexual en una casa de citas en donde, a su vez, aparecen otros monstruos: sujetos ambiguos, queers, discapacitadxs, enanxs. En alguna ocasión un cliente hablando sobre lo que significa “ver” le dice a Laura que “en el mundo hay personas a las que es mejor no ver”. Lo que nos muestra una doble distinción sobre el “ver”; si bien él se refería a que en ocasiones es mejor no ver a las personas ya que pueden vernos tal como “somos” y la posibilidad de no ver a los otros puede sernos benéfico para pasar ciertas cuestiones desapercibidas, también nos habla de las sentencias sociales que se ciñen a la apariencia estética. Es decir, las reacciones de los sujetos normales ante los deformes pueden rondar en la relación asombro-desprecio. Las reacciones afectivas sobre el sentirse sorprendido o sobre las imágenes que accionan la repugnancia dejan entrever que nuestra mirada permanece encarnada ante un disciplinamiento óptico sobre lo que queremos ver, pieles estéticamente bellas.
Los rasgos ópticos que podemos mantener frente a la distancia/la cercanía de la piel y de los cuerpos se sitúa en los procesos de responsabilidad y de encarnación con otros lugares corporales imaginarios-reales y sensibles. Justamente, las formas de ver, de mirar aquellos otros lugares de encarnar la piel puede ayudarnos a comprender las “xenofobias estéticas”. Comprendemos este tipo de rechazo como una forma —[auto]impuesta— de situar eso externo (y a la vez propio) que no debería permanecer en los límites de la piel. Por otro lado, “la vista puede reconstruirse en beneficio de activistas y defensores comprometidos en ajustar los filtros políticos para ver el mundo […] desde perspectivas de un socialismo todavía posible, un ecologismo feminista y antirracista y una ciencia ara la gente” (Haraway, 1999, p. 122). Po- demos sostener que la promesa de los monstruos —y en general sobre el análisis crítico de la naturaleza y de los cuerpos— debe plantearse a través de una relación con un ecofeminismo estratégico. Es decir, una relación política con nuestra piel y su naturaleza.
Ahora bien, la trama de Ana (una mujer con la mitad del rostro deformado) nos muestra que existen límites materiales de la piel que se revisten de armonía. En una primera secuencia aparece Ana con Guille, su pareja, quien, además, tiene el rostro quemado. Sin embargo, Ana mantiene otra relación con otro varón que, valdría decir, no tiene ninguna malformación y con el que quiere terminar. Ocurre un hecho que interesa en un diálogo que tiene Ana con él:
Él: Me gustan las chicas como tú Ana: ¿cómo?
Él: Nunca le había dicho a mi madre que no me gustan las chicas normales.
Ana: ¿deformes como yo? […] Yo soy algo más que una mujer deforme.
Él: Estoy enamorado de ti.
Ana: ¿De mí o de mi físico?
El diálogo nos muestra que los errores del aparato de producción corporal pueden revertir sus efectos en los organismos afectivos. Las pieles tienen textura y reaccionan de forma distinta. Las pieles cambian, se operan, se transforman. Las pieles limitan sus fronteras con otras pieles y revisten su monstruosidad de los otros quienes se creen “normales”. La naturaleza, afirma Haraway, “para muchos de quienes somos fetos planetarios ges- tando en los efluvios amnióticos del industrialismo terminal, es una de esas cosas imposibles caracterizadas por Gayatri Spivak como eso que no podemos dejar de desear” (Haraway, 1999, p. 122). Lo que nos conduce a suponer que una de nuestras relaciones con la naturaleza es reificarnos en ella. También, pensarnos como organismos naturales reduce considerablemente nuestra posición de monstruo. Sin embargo, la mayoría de las veces cuando pensamos en la “naturaleza” la representación que se nos viene inmediatamente es una escena verde llena de vegetación, reproducida por National Geographic, en la que aparecen animales, en la que nunca existen humanos y la que permanece afuera de “uno”, siempre se encuentra afuera.
Los humanos aparecen como narradores, cazadores u otra personificación que pocotiene que ver con nuestra concepción natural. Esto solamente nos sugiere que debemos encontrar (o inventar) otras relaciones con la naturaleza opuestas a una mera posesión, extracción o alienación.
Si la naturaleza permanece en un eterno afuera es porque a esta se le considera “un símbolo tan poderoso de la inocencia en parte porque a ‘ella’ se la imagina sin influencia de la tecnología, como el objeto de la visión y, por lo tanto, como fuente de salud y pureza” (Haraway, 2015, p. 134). El zoológico, los museos de historia natural, así como los montajes sobre etnohistoria y antropología física y social aparecen como objeto en la relación de un otro no animal y no natural (al menos no como el que se presenta). Lo que nos recuerda que “el hombre, en parte, no está en la naturaleza porque no se ve, no es el espectáculo. Para nosotros, un significado constitutivo del género masculino es ser lo invisible, el ojo (el yo), el autor” (2015, p. 134).La naturaleza es un artefacto que permite ubicar el desarrollo de la historia-sujeto como posible para su desarrollo o su discontinuidad. Por lo tanto, la naturaleza como producción discursiva nos permite ubicarnos como células, moléculas y materia en la superficie, igual- mente natural.
Atrozmente conscientes de la constitución discursiva de la naturaleza como “otro” en las historias del colonialismo, el racismo, del sexismo y de la dominación de clase del tipo que sea, sin embargo, encontramos en este concepto móvil, problemático, etnoespecífico y de larga tradición algo de lo que no podemos prescindir, pero que nunca podemos “tener”. (Haraway, 1999, p. 122)La naturaleza tiene otros efectos y latitudes abarcan- do todo —muy difícilmente podría escapar algo de sudominio o de su discurso— tal como diría Bruno Latour (2017), el calentamiento global y el cambio climático (como parte de una discusión pública) permanece aislada de un consenso social ya que “todavía estamos presos de una visión de la naturaleza que no sirve para pensar nuestro vínculo con ella” (p. 20). Efectivamente, “la natu- raleza es un tópico del discurso público en torno al cual giran muchas cosas, incluso la tierra” (Haraway, 1999, p.123) y sobre quien(es) pueden vivir en ella.
Ahora bien, regresando a la figuración del “monstruo” esta puede habitar la piel de aquellas(os) quienes la promesa de la naturaleza les fue negada. La figura y la representación del “monstruo”, escribe Donna Haraway, “puedan guiarnos hacia un lugar más habitable, uno que, siguiendo el espíritu de la ciencia-ficción, he denominado ‘lugar-otro’” (Haraway, 2019, p. 8). Acompañados de la ficción —que en estos tiempos muchas veces son latitudes de mundos empíricos— podemos situar al monstruo (tal como los sujetos en Pieles) como ser orgánico que ha- bita alguna anormalidad im/propia ceñida a una estructura natural y de alguna apariencia, casi siempre, temible.
Tal como el aparato de producción corporal obedece a la adecuación de los planteamientos de King, los monstruos como “otros inapropiados(bles)” se inspira en el trabajo de la teórica cineasta y feminista Trinh Minh-ha. En la conceptualización de sujetos multiculturales (étni- cos, raciales, sexuales, nacionales) que emergen después de la Segunda Guerra Mundial como aquellos “que no pudieron adoptar ni la máscara del ‘yo’ ni la del ‘otro’ ofrecida por las narrativas occidentales modernas de la identidad y la política anteriormente dominantes” (1999, pp. 125-126). En este tenor, ser un inapropiado(ble) significa permanecer en una constante relación crítica con el parámetro de dominación hegemónica.
Un monstruo “inapropiado/ble es no encajar en la taxon, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas, pero tampoco es quedar originalmente atrapado por la diferencia” (1999, p. 126). Para nuestros fines ser inapropiado(ble) significa no ser estéticamente bellx o deseable, pero que para unx otro(a) podamos resultarle monstruosamente perfecta(o). Ahora bien, en los parámetros de Haraway y Trinh Minh-ha, aquellos inapropiados(bles) no realizan un corte basado en su diferencia constitutiva. Es decir, no aparecen bajo las relaciones de la diferencia entre humanos/organismos/máquinas o bajo las posiciones de antagonismo o protagonismo. Sin embargo, nuestra apreciación del monstruo sí surge como una narrativa del diferente y categorizado en esa subalternidad.
Pero, aun así, su promesa política es [a]parecer con esa semiótica anomalía.
Al contrario, podemos decir que los parentescos que aparecen en Pieles y los nuestros están formados por una fluida relación de entidades orgánicas y textuales con las que compartimos la tierra y nuestra carne. Las figuraciones que podemos describir o narrar están enraizadas desde una perspectiva antropomórfica/antropocéntrica que, sin embargo, podemos decir no es la única intervención semiótica, quizá la “animalidad” ayudaría más a pensarnos como organismos que como “humanos”. Evidentemente, podemos pensar, los organismos se constituyen bajo un proceso discursivo en el que la naturaleza ha cobrado un particular y potente efecto.
Las fronteras de la piel, en efecto, se valen de la añoranza jadeante de poseer cuerpos estéticamente “buenos”. En el filme aparece Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés. Si bien, ella tiene unos labios, los desea en el rostro. Añora que el ano no sea suboca y viceversa. Pero también desea hablar y reír como usualmente ve que lo hacen. Samantha vive con su padre quien tiene por norma que ella no salga sola de casa para evitar enfrentamientos desagradables. En su cumpleaños su padre le regala una máscara de unicornio por si en algún momento sale de su casa: para cubrir esa piel indeseada. Sin embargo, Samantha sí sale de casa y, en una ocasión, cuando llega a casa su padre la interpela con la pregunta: ¿Has salido con la cara descubierta? Aquí nos podemos fiar del interrogante para especificar que el problema es, justamente, la piel.
Ahora bien, la narrativa de Cristian muestra que psiquiátricamente desarrolla un trastorno: desorden de la integridad corporal (DIB). Cristian, un joven varón, menciona que no desea tener piernas. Él añora ser una sirena, así argumenta que sus piernas no le pertenecen (¡no son mías, no forman parte de mi cuerpo!). En una es- cena en la que se encuentran la psiquiatra, la madre de Cristian y Cristian, su madre le pregunta si no es feliz en su cuerpo, la respuesta de Cristian, sin meditarlo mucho, aclara que “las sirenas no tienen piernas y son felices”. Aunque el orden de los cuerpos que aparecen en Pieles está estructurado por la ficción podríamos decir que la ciencia y la tecnología que convierte al cuerpo y a las pieles en objetos que no desean más allá de un estado permanente de completud y belleza son organismos que también desean ser cuerpos-Otros. Es decir, Otros no humanos en el sentido estricto ya que, incluso, desean ser seres mitológicos, como Cristian. Sin embargo, los límites del aparato de producción corporal restringen todo aquello que sale tullido/roto/deforme/monstruoso/ anormal por lo que al parecer “el vientre del monstruo, incluso los otros inapropiados(bles) parecen ser interpelados —llamados por interrupción— a una localización particular” (Haraway, 1999, p. 126).
Una, si bien no nueva, sí otra forma de pensarnos a través de la piel como frontera material entre los organismos y el poshumanismo. Probablemente “nuestras esperanzas de una res- ponsabilidad tecnobiopolítica en el vientre del monstruo se transformen al representar un mundo como un codificador burlón con el que podemos aprender a conversar” (Haraway, 1999, p. 125).
Por supuesto, “existimos en un mar de poderosas narraciones: son la condición de la racionalidad finita y las historias de la vida personal y colectiva” (Haraway, 2004, p. 35). Sin embargo, aunque las narraciones sobre la naturaleza humana y las formas posibles de encarnar los cuerpos parece un proyecto que lleva mucho tiempo tratando de dinamitar en la mirada de todas nosotras, sigue pareciendo importante darle giros siempre imprecisos, pero necesarios, en la condición material y semiótica de las pieles.
En una escena, Cristian escapa del consultorio psiquiá- trico con un firme propósito: desprenderse de aquellas piernas que no le pertenecen. Se coloca en un callejón esperando un automóvil que funcione como un objeto afilado y lo separe de las extremidades que impiden su deseo. Sin embargo, muere tras el desmembramiento de sus piernas, aunque su sueño se ve culminado en ese pre- ciso instante. Su deseo, como profecía, se proyecta en el cuadro cuando el cuerpo de Cristian aparece suspendido en el aire sin piernas. Los múltiples cuerpos biológicos y organismos culturales/ficcionales emergen a través de determinadas prácticas médicas, tecnológicas y sociales: el proyecto del genoma humano, la eugenesia, los virus, el cáncer o el parentesco activan el aparato de producción corporal, como artefactos de la naturaleza, al representarlos y caracterizarlos. No existen fronteras tangibles en las cuales la evolución o la historia encuentren su génesis o bien donde la biología termine y la cultura acabe.
Por el contrario, “los organismos son encarnaciones biológicas, en tanto que entidades técnico-naturales, no son plantas, animales, protistos, etc. preexistentes con fronteras ya determinadas y a la espera del instrumento adecuado que los inscriba concretamente” (1999, p. 124). Y aquí podemos decir que la política de piel puede tener una inscripción. La cuestión política de pensar las pieles bajo una perspectiva lejos de “categorías etnoespecíficas de naturaleza/cultura” o bajo la contraposición de estas puede conducirnos a respuestas más orgánicas dentro de las cuales podamos afirmar que la naturaleza es una constante imbricación entre hechos empíricos y materiales ficcionales. Una política de la piel “tendrá una geometría diferente, no será la del progreso, sino la de la interacción permanente y multiforme mediante la que se construyen las vidas y los mundos, lo humano y lo no humano” (Haraway, 1999, p. 131).
La biopolítica de la piel
En las notas finales del primer tomo de la Historia de la sexualidad, Derecho de muerte y poder sobre la vida, Michel Foucault adelantaba la caracterización del poder soberano como un derecho de la vida y la muerte. Es decir, “el derecho que se formula como ‘de vida y muerte’ es en realidad el derecho de hacer morir o dejar vivir” (Foucault, 2007a, p. 164).
Así, el poder, explica Foucault, es un derecho de captación de objetos, de cuerpos, de tiempo; de la vida en sí misma. En esta concepción el biopoder se desarrolla en la época clásica como una forma de inscripción del poder sobre y en la materia corporal.
Por consiguiente, el núcleo central de la biopolítica es eso que podemos denominar como “población” y su desarrollo histórico-conceptual es “el régimen guberna- mental denominado liberalismo” (Foucault, 2007b, p.41) ceñido en los procesos sobre la vida —nacimiento, defunción, fecundación, reproducción— constituyendo el nudo biopolítico. Tratando, eficazmente, de controlar todos los procesos (corporales) de la vida en sus sentidos estadísticos y subjetivos. Si bien la biopolítica se mantiene relacionada directamente con la población, esta es sostenida como un problema político, “como problema a la vez científico y político, como problema biológico y problema de poder” (Foucault, 2001, p. 222). Ahora bien, si este tipo de poder y política se define en el desarrollo y en la concepción de un terreno biológico su- pondría, tal como lo menciona Achille Mbembe, “la distribución de la especie humana en diferentes grupos […] estableciendo una ruptura biológica entre unos y otros” (2011, p. 22). Así, la biopolítica mantendría un paso más allá que la acentuación clásica del “hacer morir” o “dejar vivir” sino adelantándose a la regularización y control de los cuerpos sociales e individuales.
Tomando como adelanto el asentamiento de ese peso semiótico sobre las rupturas biológicas de los organismos podemos seguir una pregunta formulada por Roberto Esposito (2006) para reflexionar esa biopolítica de la piel: “¿Qué debe entenderse por bios? ¿Cómo debe pensarse una política directamente orientada hacia él?” (p. 25). Si extendemos los límites del bios consideraríamos aquellas rupturas biológicas que se su- pondrían pertenecientes a esa frontera natural, pero no entran (al menos no del todo) a él. Así, entenderíamos que la biopolítica remite también a la dimensión del zoe.
La vida en su contención biológica (en su derivación al bios) estaría en contacto permanente naturalizando la zoe direccionando políticamente la vida, dando giros no necesariamente “naturales” o inscritos sobre ella, como por ejemplo los desarrollos estéticos de la piel, mostrándonos que esos giros “se incluyen en un conjunto más amplio de tipo ‘antropolítico’, que a su vez remite al proyecto de una ‘política multidimensional del hombre’”(Esposito, 2006, p. 34). Por lo tanto, habría que “intentar tomar esas mismas categorías de “vida”, “cuerpo” y “nacimiento”, y transformar su variante inmunitaria, esto es, autonegativa, imprimiéndoles una orientación abierta al sentido más originario e intenso de la communitas” (Esposito, 2006, p. 252).
Parece que el proyecto de pensar una “biopolítica afirmativa” (Esposito, 2011, p. 50). Es decir, no como un poder sobre la vida, sino a través de un poder de la vida podría extender sus límites no solo sobre la organización de la vida “antropolítica” sino del mismo bios. Así, volveríamos al cuerpo y sobre sus límites materiales para que no se vuelvan porosas las escenificaciones de la existencia biótica entenderíamos que “la política debe reconducirla al régimen del cuerpo” (Esposito, 2005, p. 160).
El cuerpo como “lugar sensible” (Esposito, 2016, p. 8) en el que interactúa con otros cuerpos y acciona su devenir simbólico y material. Así, desde aquí podríamos incorporar diversas latitudes sentibles de los cuerpos, entenderíamos sus revestimientos afectivos más allá de las categorizaciones de las neurociencias y la biotecnología.
La génesis de los organismos (controlada/inscrita) son generados por el aparato de producción corporal y, en este sentido, el biopoder parece, entonces, una “economía de los cuerpos” y de sus pieles. Y las biopolíticas, las técnicas utilizadas hacia y para esos organismos. El objeto de la política siempre es la vida: sus formas de organización, de antropologización y naturalización que adquiere la vida. La relación política y vida es una sustancialización que atraviesa el cuerpo —la piel— por la “inmunización política”, por lo que “la existencia sin vida es la carne no coincidente con el cuerpo, esa parte, zona, membrana del cuerpo que no es una misma cosa que este, va más allá de sus límites, o se sustrae a su cierre” (Esposito, 2006, p. 255).La persistencia del sujeto encarnado refleja la necesidad de repensar la estructura corporal de la subjetividad y sus relaciones con formas de lo político. La carnalidad de los sujetos no es meramente reducible a una categoría biológica, sino que este “continúa siendo un haz de contradicciones: es una entidad biológica, un banco de datos genéticos y, a la vez, también continúa siendo una entidad biosocial, es decir, un fragmento de memorias codificadas, personalizadas” (Braidotti, 2005, p. 37). Por lo tanto, la ciencia y la biotecnología han diseccionado la carne atravesando las pieles de los organismos y han mostrado sus entrañas más profundas, volviendo porosos aquellos límites propuestos por el humanismo tradicional sobre lo “vivo”. El sujeto del feminismo no solamente es sexuado, generizado y cultural, sino que además el sujeto del feminismo es corporal… tiene piel.