DOI:
https://doi.org/10.14483/25909398.19087Publicado:
2021-01-01Número:
Vol. 8 Núm. 8 (2021): Enero-diciembre de 2021Sección:
ArtículosLa performance como ruta pedagógica para la infancia en condición vulnerable y migrante en la escuela
Performance as a pedagogical route for children in vulnerable and migrant conditions at school
A performance como caminho pedagógico para a infância em con-dição vulnerável e migrante na escola
Palabras clave:
infancia, migración, condición de vulnerabilidad, performance, intersensibilidades performativas (es).Palabras clave:
infancy, migration, vulnerability , condition (en).Descargas
Referencias
Aries, P. (1979). La infancia. Revista Estudio. http://www.terras.edu.ar/biblioteca/5/PDGA_Aries_Unidad_3.pdf
Cabral, M. D. (2007). Infancia y pedagogía en Walter Benjamin. https://hum.unne.edu.ar/revistas/postgrado/revista2/7_infancia.pdf
Capdevielle, J. (2011). El concepto de habitus: “con Bourdieu y contra Bourdieu”. Anduli. Revista Andaluza de Ciencias Sociales (10), 31-45.
Citro, S. (2010). Cuerpos plurales. Antropología de y desde los cuerpos. Editorial Biblos.
Durán, M. (2015). El concepto de infancia de Walter Kohan en el marco de la invención de una escuela popular. Redalyc, 11(21), 163-186.
Guber, R. (2001). La etnografía, método, campo y reflexividad. Norma.
Hunter, L. (2019). Política afectiva en las sillas de Álvaro Hernández. Corpo-grafías Estudios críticos de y desde los Cuerpos, 6(6), 16-37. doi: https://doi.org/10.14483/25909398.14225
Hunter, L. (2019). Política de la práctica. Una retórica de la performatividad. Palgrave Macmillan.
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La performance como ruta pedagógica para la infancia en condición vulnerable y migrante en la escuela
Performance as a pedagogical route for children in vulnerable and migrant conditions at school
A performance como caminho pedagógico para a infância em con- dição vulnerável e migrante na escola
Recepción: 12 Septiembre 2020
Aprobación: 30 Noviembre 2020
Resumen: Este artículo presenta los resultados parciales de una investigación en curso que, desde las intersensibilidades performativas, estudia la condición de infancia como condición de vulnerabilidad y que plantea la performance como ruta pedagógica de investigación-creación para aprender a habitar la escuela. A través de una exploración genealógica y autoetnográfica en torno a la experiencia de ser infante de la propia investigadora, se analiza el lugar de la performance en los procesos de reparación, y en cómo esta ha permeado las metodologías desarrolladas con niños y niñas, durante veinte años de trayectoria como docente de artes y actual administradora de una institución educativa de Bogotá. A esta condición de vulnerabilidad de infancia, en la que están presentes prácticas de violencia normalizadas, se suma el fenómeno de la migración que actualmente atraviesa el país y que demanda nuevas rutas de acción en el contexto escolar.
Palabras clave: infancia, migración, condición de vulne- rabilidad, performance, intersensibilidades performativas..
Abstract: In this article, I’m going to present the partial results of an ongoing investigation that, from performative intersensibilities, focuses on the state of infancy as a condition of vulnerability that sets itself and the act of performance, as a teaching path of creation and investi- gation. As a result of said investigation, we are going to learn to inhabit the academy.Furthermore, we are going to deeply analyze the performative procedures that relapse on the healing pro- cess, all of this, through a genealogical and ethnographic exploration of my own experiences as an infant and as an investigator. In addition, I’m going to expand on how said performative procedures and methodologies have had an impact on my 20 years of experience as an art professor and on my current job as a principal of an educational institution. Finally, to this vulnerable con- dition that is the infancy, it is connected to the current problem of migration in our country, which forces us to take a step towards changing the course of action of the scholar field.
Keywords: infancy, migration, vulnerability condition, performative intersensibilities..
Resumo: Este artigo apresenta os resultados parciais de uma investigação em curso que, a partir das intersensibilidades performativas, estuda a condição da infância como condição de vulnerabilidade e propõem a performance como um caminho pedagógico de Investigação- Criação para aprender a habitar a escola. Através de uma exploração genealógica e auto etnográfica em torno da experiência do ser criança da própria investigadora, se analisa o lugar da performance nos processos de reparação e, como essa tem permeado as metodologias desenvolvidas com meninos e meninas, durante vinte anos de trajetória como docente de artes e como atual reitora de uma instituição educativa da cidade de Bogotá. A esta condição de vulnerabilidade da infância, na qual está presente práticas de violências normalizadas, se soma o fenômeno da migração que atualmente atravessa o país e que demanda novas rotas de ação no contexto escolar.
Palavras-chave: infância, migração, condição de vulnerabilidade, performance, intersensibilidades performativas..
En este documento se presentan los antecedentes del proyecto de investigación-creación: “La performance, una ruta de investigación-creación para habitar la escuela desde las intersensibilidades performativas de niñas y niños migrantes, del Instituto Técnico Distrital Laureano Gómez”, y que se sitúa dentro de los estudios artísticos y la investigación-creación, por cuanto se centra en la búsqueda del conocimiento desde las prácticas artísticas.
Esta propuesta resulta de la situación de violencia ejercida sobre los cuerpos de niñas, niños y adolescentes en condición de migración externa (Venezuela-Colombia) y la ausencia de espacios en la escuela para reflexionar en torno a rutas de reparación.
A través de un análisis interseccional se conjuga la genealogía de la propia investigadora, por un lado, como niña y por otro como mujer adulta quien, permeada por prácticas de violencia intrafamiliar y prácticas de violencia ejercidas por el medio social y escolar, encuentra similitudes de su experiencia con la realidad de las y los estudiantes, en los ámbitos escolares en los cuales se desempeña.
Es por esto mismo que este artículo se centra en presentar los resultados de dicha exploración genealógica que se compone de un ejercicio de observación autoetnográfica, que para efectos del proyecto de investigación-creación hacen parte de los antecedentes.
Inicialmente, se presenta un análisis histórico de la infancia frente a situaciones de sometimiento e inferioridad, para luego realizar una revisión de la condición de migración en el país y específicamente en la ciudad de Bogotá, para de esta manera proceder con la narración de una experiencia personal de la investigadora que cuenta cómo la performatividad apareció en experiencias de mal- trato, y cómo esta aparición recurrente en la cotidianidad se transformó, con el tiempo, en una ruta de reparación, que a partir del trabajo con niñas, niños y adolescentes, entró a ser parte de las metodologías de los últimos veinte años. De ahí la trascendencia de este proyecto.
La infancia y las instituciones sociales
Devenir infante no es otra cosa que vivir la experiencia de la infancia y la infancia de la experiencia (Durán, 2015). Todas las infancias son particulares, todas emergen de la fantasía, la curiosidad, el afecto y el sentir. Independientemente de su condición de vulnerabilidad o bienestar, es en la infancia cuando la realidad deambula por una amplitud cromática que permite transitar fantasía e imaginación en medio del dolor, es una apertura constante para pensar y repensar lo nuevo, lo inesperado, lo insólito, es el mapa y territorio de una posible experiencia del pensamiento que puede transformar nuestra vida (Durán, 2015). Históricamente, la infancia se ha representado desde una condición de fragilidad y vulnerabilidad que requiere siempre de la aceptación, protección, bondad o caridad de los adultos. En el siglo XVIII, los niños y las niñas eran acusados de brujería, así, individuos ingresaban a los hogares a hurtadillas y los exponían al fuego. Una vez comprobaban su estado agonizante, los devolvían a su lecho donde fallecían inevitablemente. Este era el destino reservado para aquellos infantes abandonados, enfermos o que representaban alguna “rareza” difícil de explicar para sus cuidadores (Aries, 1979). En Roma, al recién nacido se le posaba en el suelo, a la espera de que su progenitor lo tomara entre sus brazos y lo elevara (Aries, 1979), acción que representaba la acogida y aceptación del infante. En caso contrario, el menor era abandonado. Esta situación era recurrente con los hijos enfermos, raros o hijos e hijas de esclavos, cuyos amos no sabían qué hacer con ellos.
Actualmente la historia no es muy diferente. Pese a las normas que a nivel mundial intentan proteger el bienestar de las infancias, los niños son los primeros agentes receptores de violencia por parte de las instituciones sociales que los rodean y que, según la Ley 1098 del 2006, deberían ser garantes de sus derechos. En el 2019, la Secretaría de Salud de Bogotá1, reportó 21.223 casos de maltrato infantil en el distrito capital. En el 2018, la Unicef entregó un reporte de 16.876 registros de reclutamiento de niñas, niños y adolescentes, durante el conflicto armado colombiano. Indudablemente, estas situaciones entre muchas otras más, remiten a una condición de vulnerabilidad recurrente que marca la ruta histórica del ser infante y que no discrimina tiempo ni espacio.
A raíz de una percepción de incompletitud, la infancia y la adolescencia han sido históricamente enclaustradas a través de dispositivos sociales con el fin de buscar estrategias que las configuren y asimismo completen (Cabral, 2007), desconociendo su capacidad para comprender e interpretar el mundo. No obstante, el horizonte es aún más rígido para las niñas, niños y adolescentes que no encajan en los patrones de “normalidad”, descritos en el perfil de las instituciones, llámese familia, escuela, iglesia, equipo deportivo, equipo cultural y demás, pues se estipula una lista de requisitos que configuran un ideal de ser humano para poder ser parte de algo.
Dentro de las prácticas en la familia y en la escuela en Colombia, de acuerdo con la Fiscalía General de la Nación, entre el 2006 y el 2016 las denuncias por violencia intrafamiliar aumentaron en un 400%. Cifra similar se re- porta en los contextos escolares, donde la violencia y la discriminación, motivada en su gran mayoría por el mismo cuerpo docente, se proyecta hacia la comunidad LGBTIQ, la comunidad afro, el género femenino; las niñas, niños y adolescentes desmovilizados por la violencia; por la pobreza; en condición de desplazamiento, y hoy en día con mayor intensidad, las niñas y los niños en condición de migración externa provenientes de Venezuela.
La condición migrante en Bogotá
Ser migrante externo en Colombia, en un contexto en el que la inequidad y la violencia suceden día a día como desplazamiento interno y donde la constante ha sido la carencia de los mínimos básicos para poder sobrevivir, es acaecer en el principal foco de discriminación de la sociedad colombiana. Bogotá ha acogido el 24,03% de la totalidad de migración venezolana del país, constituyen- do un total aproximado de 357.6672 personas migrantes radicadas en la capital. En los años 2018 y 2019 se hicieron más de 27.000 reportes de procesos que requerían el apoyo y la orientación a migrantes, de los cuales el 75% se instala en las localidades de Kennedy, Suba, Bosa y Engativá. De estos procesos, el 8% ha denunciado ser víctima de situaciones de violencia, amenaza, robo y aco- so sexual por razón de su nacionalidad. La diferencia manifiesta en la pluralidad (Citro, 2010), puede devenir, en ocasiones, en episodios de rechazo que incluso pueden presentarse dentro de los mismos núcleos familiares.
Al margen de esto, se encuentra que un gran número de niñas, niños y adolescentes en condición de migración externa, son acogidos en las instituciones educativas de carácter oficial. Espacios que en su mayoría son escenarios de violencia, microtráfico, explotación sexual y acoso, debido a que en cada una se encuentran las poblaciones con mayor número de necesidades socia- les y económicas, que están desprovistas del apoyo y el acompañamiento del Estado. Asimismo, en estas instituciones se reúnen hasta 24 grupos por jornada, cada grupo con un número no inferior a 35 estudiantes, lo que hace complejo ejecutar estrategias de apoyo individual y personalizado, repercutiendo en prácticas violentas que resultan complicadas para su respectivo seguimiento.
Yo autora, mi genealogía en performatividad
Yo, investigadora, que empiezo a recorrer y retransitar los caminos que en mi infancia marcaron momentos claves en cuanto a procesos de reparación, me permito narrar a continuación uno de ellos, y posteriormente, a describir las conclusiones de dicho análisis para relacionar esta re- flexión con mi práctica artística de los últimos veinte años.
Una infancia sin infancia. Mis responsabilidades iniciaban a las cuatro de la mañana, hora necesaria para cumplir con ese hermoso título que mis padres me habían dado, yo era “la mamá chiquita”, la encargada de cuidar de mí, bañarme sola, comer sola y correr a los pies de mi madre quien, le cedía sus brazos a mi hermana, una niña con hipotiroidismo genético que a sus 7 años no podía caminar sola. Ella tenía en sus piernas unas varillas de hierro muy gruesas de color plateado que le ayudaban a sostenerse. Abrazaba a mi madre y metía su dedo en la boca, mientras me miraba con la dulzura de un ángel, sonreía y siempre me decía, “manita”. Yo quería ser ella, quería ir en los brazos de mi madre, anhelaba su aliento, su calor, su apoyo para no cansar y enfriar mis flacas piernas.
Sin embargo, nunca dije nada, solo corría sin parar. En mi casa, la lentitud era castigada con el sentimiento de culpa por las consecuencias de que a mi hermana la dejara la ruta o a mí me cerraran el jardín del ICBF. Corría para comer, corría para vestirme, corría para encerrar- me en mi cama y esconder mi cuerpo del mundo. Corría siempre.
Según me cuenta mi madre, corría tanto que no se veían los pies, pues con tan solo 4 años debía ir a la velocidad de mis padres, de mi maestra, de mis amigos, de la vida.
Meses después, o quizás años, llegó mi hermano, un niño para mí, demasiado hermoso, pequeño, blanco, llorón, con olor a remedio. Había nacido con una enfermedad que le impedía ver. Una enfermedad respiratoria severa lo acompañaría toda la vida, pero no sería impedimento para que yo lo amara más que a mi vida, por el contrario, yo quería protegerlo, prestarle mi pecho para que él no sufriera, quería que mis labios fueran los que se tornaran negros, para que él pudiera regalarme las sonrisas que tanto me enamoraban, quería esconderlo de la ira de mis padres, cubrirlo entre mis brazos cuando un peligro acechaba.
Fue entonces, cuando empezaron a brotar de mi cuerpo muchos brazos, brazos con los cuales podía cuidarlo, darle leche, darle la mano a mi hermana, hacer mi tarea, barrer la casa, limpiar el polvo, incluso olvidar que estaba triste.
La tristeza para mí era un estado natural, podía jugar con mis hermanos, cuidarlos, correr por ellos, asistirlos, disfrutar de mi jardín, encontrar placer con mis pocos o muchos juguetes heredados; sin embargo, la nostalgia era parte de mi ser, me sentía con una insatisfacción permanente que se volvía un cuerpo con un color muy negro que circulaba en medio de mis múltiples brazos. No obstante, había algo en ella que transformaba mi cuerpo, me motivaba a cambiar de postura, me dibujaba nostalgias de colores y me obligaba a moverme. Llegué a amar la tristeza, llegué a hacerla mi amiga y a convertirme por ella en la protagonista de mis sueños. Ella se trepaba en mi espalda y me invitaba a moverme.
Era extraño. Mi cuerpo la cargaba e inmediatamente empezaba a contonearse, era capaz de llorar y a la vez mover los brazos y rodar por el piso. No eran movimientos comunes, no eran pasos cotidianos, no eran ritmos, ni arritmias; eran convulsiones, caídas, giros torpes que me llevaban del sofá al sillón y de la escalera a la cocina. Mis movimientos eran una mezcla entre caminar y correr. En una ocasión, en esos ires y venires, mis movimientos se estrellaron con la antigua vitrola de mi madre, en la que coleccionaba vinilos, discos negros y gigantes que para mí eran mágicos, con melodías cuyos títulos me resultaban impronunciables pues sabía que eran idiomas diferentes, pero en sus portadas se veían hermosos paisajes, hermosas mujeres con largos vestidos y sombrillas de princesa.
No sé cómo hice, pero a mis 8 años encontré la forma exacta, algo así como el algoritmo perfecto, para mantener la casa en orden, prepararles el desayuno a mis hermanos, cumplir conis deberes escolares y hacer que esa vitrola, aparentemente inservible, me llevara a caminar por las sinfonías de Beethoven, Tchaikovski y Mozart.
En ella encontré la dulzura de las óperas y las zarzuelas, con ella aprendí de memoria cada una de las notas de la leyenda del beso. Fue así como descubrí que, en mis soledades y nostalgias constantes, podía endulzar mis convulsiones y extraños pero placenteros movimientos con melodías únicas y poco cotidianas. No hallaba placer en las rondas de la escuela, no hallaba paz con los pocos niños y niñas que decidían jugar conmigo; solo encontraba libertad de la mano de mi tristeza, mis movimientos y mi descubrimiento musical.
Por ese entonces era una niña, frágil e inocente que, con tan solo 8 años, se sentía responsable de todo lo malo que pudiese ocurrir en su familia. Una niña que, acomodada bajo sus sábanas, soñaba que era la bailarina central de sus sueños. Cuentos que la hacían olvidar, a veces, el peso de sus responsabilidades y las consecuencias de su fragilidad.
Por aquella época yo debía tomar un troli para recoger a mi hermanita después de la jornada escolar, un bus antiguo que funcionaba sujeto a unas cuerdas eléctricas con enormes cables que parecían tirantas de un pantalón, yo lo imaginaba como un tren. Debía tomarlo de la carrera 109 hasta la Escuela Militar y bordear la carrera 30; 79 cuadras que yo recorría para asegurar que mi hermanita llegara a casa sin ningún daño. No sé cuántas veces ocurrió con el mismo hombre, y otras ocasiones, varios a la vez. No recuerdo sus rostros, pero sí sus trajes de hombres elegantes. Él llevaba un portafolio con el que cubría sus genitales.
Yo me sentaba en una silla sola, dedicada a ver por la ventana. Sabía lo que estaba ocurriendo, pero no podía bajar del bus, no podía dejar a mi hermana, no debía perder el tiempo. Su rostro se borró de mi mente, pero sus genitales no. Recuerdo que cuando llegué a casa con mi hermana, lloré mucho, busqué algún objeto con el que pudiera apagar mi existencia, pero mi hermanita empezó a llorar a gritos y sus gritos me llevaron a poner la música más alta que su voz y entonces, me empecé a mover. Me movía con temblores encima de las camas, acompañaba mis movimientos con sonidos, gritos, aullidos, ronroneos, en el garaje, en la cocina, en la sala. Jugaba con mi cuerpo, hasta que empecé a sudar, y caí de cansancio. Ese día todo fue perfecto. Quizás por esa certeza que tengo de mi incapacidad para analizar las cosas en el momento, fue que tiempo después me percaté de mi descubrimiento: mis movimientos, esas convulsiones que brotaban de mi sentir, esos juegos corporales me habían salvado la vida.
Algunas reflexiones
Reflexionar sobre este episodio me permite entender cómo fue mi primer encuentro con la performance. Un camino que inicialmente se me presentó como algo placentero, pero que con el tiempo se tornó en un hábito de supervivencia, pues fue precisamente a partir de estos recurrentes episodios de maltrato, violencia y discriminación, que surgió la performance como una acción a la que yo recurría ante la necesidad autopoiética de encontrar caminos para re-existir. Para entender esta relación con la performance cito a Lynette Hunter, en tanto reconoce el conocimiento sociosituado en que sur- gen estas acciones, como estrategias para generar otras maneras de vivir. “La política del afecto trata acerca de personas construyendo formas de seguir viviendo al lado de, en contraposición a, vivir en reacción al discurso” (Hunter, citada en Hernández, 2019, p. 20).
La performance transforma, afecta. Yo empecé a entrenarme en estas acciones performáticas, cada vez más recurrentes en mí, hasta hacerlas hábito, pues a riesgo de parecer un ser extraño, enriquecí poco a poco esta rutina de juegos corporales con sonidos, mímicas y relaciones de tactilidad con mi propio cuerpo, pero siempre envuelta en una sensación de tristeza que me habitaba y que me acompañó hasta mi adolescencia, cuando tuve la claridad de que este juego se podía convertir en una forma artística con la que otros pudieran llegar a identificarse. Esta configuración de mi habitus, que Bourdieu define como un “conjunto de disposiciones duraderas y transportables, conformado por la exposición a determinadas condiciones sociales que llevan a los individuos a internalizar las necesidades del entorno social existente, inscribiendo dentro del organismo la inercia y las tensiones externas” (Capdevielle, 2011, p. 34), eran la manifestación de las tensiones de mi vida, ante la misión de cuidadora que me fue atribuida desde mi nacimiento, y que trascendió hacia la performance como mi práctica artística que ahora deviene en el cuidado de mí misma y por los otros.
En este momento, mi tristeza ya no es esa bola de agua que me ahoga y me atraganta, no la confundo más con un tumor en la boca de mi estómago ni se revienta de la nada, ya mi reflejo toma forma. Mis ojos dejaron de ser melancolía. Ahora mi tristeza es el epítome de mi deber sociopolítico, es el motor que impulsa mi performance.
Habitar estas prácticas, lejos de convertirlas en tradicionales, significa improvisación continua, como Lynette Hunter lo menciona,
El trabajo es improvisacional en el sentido en que el cuerpo del performer está entrenado en prácticas tradicionales, y aprende a habitarlas jugando con estas, de manera tal que estas prácticas ponen atención a la ecología particular en la cual ocurren. (Hunter, citada en Hernández, 2019, p. 22)
Ahora bien, para analizar esta práctica como práctica afectiva, es preciso entender a fondo el significado y la diferencia entre performance y performatividad, pues ahí, en términos de Hunter, radica el poder de transformación de la performance “llamamos performatividad al momento en que el performance logra transportar la energía de cambio dirigiéndose a un medio particular” (Hunter, citada en Hernández, 2019, p. 22).En Politics of practice: Rhetoric of performativity, Hunter (2019) hace una clara separación entre ambos conceptos, enfocándose en la línea difusa por la que transitan. De esta manera, el libro, desde el primer instante, nos dice que estamos expuestos a la idea equivocada y generalizada de ambas definiciones.
Let’s begin with the distinction made by several commentators in the discipline, between performance and performativity [...] At times it is used to separate between pre-production and production/post-produc-tion [...] this is because performativity is always about the quality of not knowing that occurs in performance, the moments at which something happens that leads to ungovernable change and this is often associated more firmly with preparation than public performance. (Hunter, 2019)3
Después de esto, Hunter percibe la performatividad como un estado que es inherente a la performance, es más que un acto único, sucede en los espacios vacíos, en los ensayos, en los workshops. Se refiere al acto en sí mismo como una liberación de emociones. Es entregarse casi por completo a una idea mediante una licencia poética, que le permite al sujeto ser huésped de su propio sentir
Performance has always been a way of articulating the conditions of contemporary society [...] Performance can take place in the environments of height- ened everyday action, the aesthetic and cultural activity of the performing arts, and in the activist performance of political commitment.4 (Hunter, 2019, p. 13)
Con todo, esta definición de la performance se aleja poco a poco de la idea errónea de la exclusividad escénica o artística y, más bien, se relaciona con lo que acontece, al margen de lo radical, como una desobediencia política.
De modo que, al hacer la distinción entre ambas, empiezo a entender la performance como un estado constante en mí, puedo reconocerla en mi jerga diaria, en la manera de expresarme, de mover el cuerpo, de re- accionar, de estar, gritar, pellizcar, ser voz; manierismos que también afectan a los que me rodean. Y todo esto, conformando mi propia performatividad. Mi modo de habitar y de comprender el mundo y de percibirme ante él. Esta reflexividad sobre mi propia realidad me llevaría a entender cómo mi experiencia directa podía ser, como lo señala Guber (2001), un valioso insumo para el cono- cimiento social de la realidad, en este caso, de las infancias vulnerables que, hoy por hoy, representan las infancias migrantes entre Colombia y Venezuela. La búsqueda y la formación de nuestra identidad es un acto político.
A modo de conclusiones
Teniendo en cuenta que uno de los principios misionales de los estudios artísticos es agenciar procesos de creación con incidencia social en territorios donde se avanza en el conocimiento sensible, comprometidos con la vida y los diálogos sociales y políticas alrededor de ella, el presente proyecto de investigación-creación se pregunta por el papel de los estudios artísticos, en la propuesta de la performance como camino de reparación para las niñas, niños y adolescentes que transitan la institución oficial Instituto Técnico Distrital Laureano Gómez (ITDLG), específicamente aquellas y aquellos en condición de migración externa.
Realizar una genealogía en torno a mi propia experiencia, y analizarla a través de las discusiones sobre performance y performatividad, es comprender estas acciones en clave política, una oportunidad para dimensionar las acciones que desde 1992 he venido realizando y construyendo, lo que hoy veo como camino en el que la escuela se convierte en un escenario óptimo para la práctica de la performance, aun desconociendo el cono-cimiento teórico de esta práctica, como disciplina artística, pues su génesis había sido la búsqueda de la libertad a través del movimiento y los juegos con los sonidos, las pausas, el tacto, lugares creados para poner el cuerpo y la pasión. Una acción que cobra sentido, en tanto puedo nombrar y agenciar, para propiciar transformaciones en otros, ya no desde el lugar vulnerable de la infancia, sino como docente de educación artística, con poder de agenciamiento para consolidar la performance con una estructura que responda a las necesidades de niñas, niños y adolescentes migrantes y no migrantes, para propiciar experiencias en la realidad de sus infancias.
Referencias
Aries, P. (1979). La infancia. Revista Estudio. http://www.terras.edu.ar/ biblioteca/5/PDGA_Aries_Unidad_3.pdf
Cabral, M. D. (2007). Infancia y pedagogía en Walter Benjamin. https:// hum.unne.edu.ar/revistas/postgrado/revista2/7_infancia.pdf
Capdevielle, J. (2011). El concepto de habitus: “con Bourdieu y contra Bourdieu”. Anduli. Revista Andaluza de Ciencias Sociales (10), 31-45.
Citro, S. (2010). Cuerpos plurales. Antropología de y desde los cuerpos. Editorial Biblos.
Durán, M. (2015). El concepto de infancia de Walter Kohan en el marco de la invención de una escuela popular. Redalyc, 11(21), 163- 186.
Guber, R. (2001). La etnografía, método, campo y reflexividad. Norma.
Hunter, L. (2019). Política afectiva en las sillas de Álvaro Hernández. Corpo-grafías Estudios críticos de y desde los Cuerpos, 6(6), 16-37. doi: https://doi.org/10.14483/25909398.14225
Hunter, L. (2019). Política de la práctica. Una retórica de la performatividad. Palgrave Macmillan.
Notas
Recibido: 12 de septiembre de 2020; Aceptado: 30 de noviembre de 2020
Resumen
Este artículo presenta los resultados parciales de una investigación en curso que, desde las intersensibilidades performativas, estudia la condición de infancia como condición de vulnerabilidad y que plantea la performance como ruta pedagógica de investigación-creación para aprender a habitar la escuela. A través de una exploración genealógica y autoetnográfica en torno a la experiencia de ser infante de la propia investigadora, se analiza el lugar de la performance en los procesos de reparación, y en cómo esta ha permeado las metodologías desarrolladas con niños y niñas, durante veinte años de trayectoria como docente de artes y actual administradora de una institución educativa de Bogotá. A esta condición de vulnerabilidad de infancia, en la que están presentes prácticas de violencia normalizadas, se suma el fenómeno de la migración que actualmente atraviesa el país y que demanda nuevas rutas de acción en el contexto escolar.
Palabras clave
infancia, migración, condición de vulne- rabilidad, performance, intersensibilidades performativas..Abstract
In this article, I’m going to present the partial results of an ongoing investigation that, from performative intersensibilities, focuses on the state of infancy as a condition of vulnerability that sets itself and the act of performance, as a teaching path of creation and investi- gation. As a result of said investigation, we are going to learn to inhabit the academy.Furthermore, we are going to deeply analyze the performative procedures that relapse on the healing pro- cess, all of this, through a genealogical and ethnographic exploration of my own experiences as an infant and as an investigator. In addition, I’m going to expand on how said performative procedures and methodologies have had an impact on my 20 years of experience as an art professor and on my current job as a principal of an educational institution. Finally, to this vulnerable con- dition that is the infancy, it is connected to the current problem of migration in our country, which forces us to take a step towards changing the course of action of the scholar field.
Keywords
infancy, migration, vulnerability condition, performative intersensibilities..Resumo
Este artigo apresenta os resultados parciais de uma investigação em curso que, a partir das intersensibilidades performativas, estuda a condição da infância como condição de vulnerabilidade e propõem a performance como um caminho pedagógico de Investigação- Criação para aprender a habitar a escola. Através de uma exploração genealógica e auto etnográfica em torno da experiência do ser criança da própria investigadora, se analisa o lugar da performance nos processos de reparação e, como essa tem permeado as metodologias desenvolvidas com meninos e meninas, durante vinte anos de trajetória como docente de artes e como atual reitora de uma instituição educativa da cidade de Bogotá. A esta condição de vulnerabilidade da infância, na qual está presente práticas de violências normalizadas, se soma o fenômeno da migração que atualmente atravessa o país e que demanda novas rotas de ação no contexto escolar.
Palavras-chave
infância, migração, condição de vulnerabilidade, performance, intersensibilidades performativas..En este documento se presentan los antecedentes del proyecto de investigación-creación: “La performance, una ruta de investigación-creación para habitar la escuela desde las intersensibilidades performativas de niñas y niños migrantes, del Instituto Técnico Distrital Laureano Gómez”, y que se sitúa dentro de los estudios artísticos y la investigación-creación, por cuanto se centra en la búsqueda del conocimiento desde las prácticas artísticas.
Esta propuesta resulta de la situación de violencia ejercida sobre los cuerpos de niñas, niños y adolescentes en condición de migración externa (Venezuela-Colombia) y la ausencia de espacios en la escuela para reflexionar en torno a rutas de reparación.
A través de un análisis interseccional se conjuga la genealogía de la propia investigadora, por un lado, como niña y por otro como mujer adulta quien, permeada por prácticas de violencia intrafamiliar y prácticas de violencia ejercidas por el medio social y escolar, encuentra similitudes de su experiencia con la realidad de las y los estudiantes, en los ámbitos escolares en los cuales se desempeña.
Es por esto mismo que este artículo se centra en presentar los resultados de dicha exploración genealógica que se compone de un ejercicio de observación autoetnográfica, que para efectos del proyecto de investigación-creación hacen parte de los antecedentes.
Inicialmente, se presenta un análisis histórico de la infancia frente a situaciones de sometimiento e inferioridad, para luego realizar una revisión de la condición de migración en el país y específicamente en la ciudad de Bogotá, para de esta manera proceder con la narración de una experiencia personal de la investigadora que cuenta cómo la performatividad apareció en experiencias de mal- trato, y cómo esta aparición recurrente en la cotidianidad se transformó, con el tiempo, en una ruta de reparación, que a partir del trabajo con niñas, niños y adolescentes, entró a ser parte de las metodologías de los últimos veinte años. De ahí la trascendencia de este proyecto.
La infancia y las instituciones sociales
Devenir infante no es otra cosa que vivir la experiencia de la infancia y la infancia de la experiencia (Durán, 2015). Todas las infancias son particulares, todas emergen de la fantasía, la curiosidad, el afecto y el sentir. Independientemente de su condición de vulnerabilidad o bienestar, es en la infancia cuando la realidad deambula por una amplitud cromática que permite transitar fantasía e imaginación en medio del dolor, es una apertura constante para pensar y repensar lo nuevo, lo inesperado, lo insólito, es el mapa y territorio de una posible experiencia del pensamiento que puede transformar nuestra vida (Durán, 2015). Históricamente, la infancia se ha representado desde una condición de fragilidad y vulnerabilidad que requiere siempre de la aceptación, protección, bondad o caridad de los adultos. En el siglo XVIII, los niños y las niñas eran acusados de brujería, así, individuos ingresaban a los hogares a hurtadillas y los exponían al fuego. Una vez comprobaban su estado agonizante, los devolvían a su lecho donde fallecían inevitablemente. Este era el destino reservado para aquellos infantes abandonados, enfermos o que representaban alguna “rareza” difícil de explicar para sus cuidadores (Aries, 1979). En Roma, al recién nacido se le posaba en el suelo, a la espera de que su progenitor lo tomara entre sus brazos y lo elevara (Aries, 1979), acción que representaba la acogida y aceptación del infante. En caso contrario, el menor era abandonado. Esta situación era recurrente con los hijos enfermos, raros o hijos e hijas de esclavos, cuyos amos no sabían qué hacer con ellos.
Actualmente la historia no es muy diferente. Pese a las normas que a nivel mundial intentan proteger el bienestar de las infancias, los niños son los primeros agentes receptores de violencia por parte de las instituciones sociales que los rodean y que, según la Ley 1098 del 2006, deberían ser garantes de sus derechos. En el 2019, la Secretaría de Salud de Bogotá1, reportó 21.223 casos de maltrato infantil en el distrito capital. En el 2018, la Unicef entregó un reporte de 16.876 registros de reclutamiento de niñas, niños y adolescentes, durante el conflicto armado colombiano. Indudablemente, estas situaciones entre muchas otras más, remiten a una condición de vulnerabilidad recurrente que marca la ruta histórica del ser infante y que no discrimina tiempo ni espacio.
A raíz de una percepción de incompletitud, la infancia y la adolescencia han sido históricamente enclaustradas a través de dispositivos sociales con el fin de buscar estrategias que las configuren y asimismo completen (Cabral, 2007), desconociendo su capacidad para comprender e interpretar el mundo. No obstante, el horizonte es aún más rígido para las niñas, niños y adolescentes que no encajan en los patrones de “normalidad”, descritos en el perfil de las instituciones, llámese familia, escuela, iglesia, equipo deportivo, equipo cultural y demás, pues se estipula una lista de requisitos que configuran un ideal de ser humano para poder ser parte de algo.
Dentro de las prácticas en la familia y en la escuela en Colombia, de acuerdo con la Fiscalía General de la Nación, entre el 2006 y el 2016 las denuncias por violencia intrafamiliar aumentaron en un 400%. Cifra similar se re- porta en los contextos escolares, donde la violencia y la discriminación, motivada en su gran mayoría por el mismo cuerpo docente, se proyecta hacia la comunidad LGBTIQ, la comunidad afro, el género femenino; las niñas, niños y adolescentes desmovilizados por la violencia; por la pobreza; en condición de desplazamiento, y hoy en día con mayor intensidad, las niñas y los niños en condición de migración externa provenientes de Venezuela.
La condición migrante en Bogotá
Ser migrante externo en Colombia, en un contexto en el que la inequidad y la violencia suceden día a día como desplazamiento interno y donde la constante ha sido la carencia de los mínimos básicos para poder sobrevivir, es acaecer en el principal foco de discriminación de la sociedad colombiana. Bogotá ha acogido el 24,03% de la totalidad de migración venezolana del país, constituyen- do un total aproximado de 357.667 2 personas migrantes radicadas en la capital. En los años 2018 y 2019 se hicieron más de 27.000 reportes de procesos que requerían el apoyo y la orientación a migrantes, de los cuales el 75% se instala en las localidades de Kennedy, Suba, Bosa y Engativá. De estos procesos, el 8% ha denunciado ser víctima de situaciones de violencia, amenaza, robo y aco- so sexual por razón de su nacionalidad. La diferencia manifiesta en la pluralidad (Citro, 2010), puede devenir, en ocasiones, en episodios de rechazo que incluso pueden presentarse dentro de los mismos núcleos familiares.
Al margen de esto, se encuentra que un gran número de niñas, niños y adolescentes en condición de migración externa, son acogidos en las instituciones educativas de carácter oficial. Espacios que en su mayoría son escenarios de violencia, microtráfico, explotación sexual y acoso, debido a que en cada una se encuentran las poblaciones con mayor número de necesidades socia- les y económicas, que están desprovistas del apoyo y el acompañamiento del Estado. Asimismo, en estas instituciones se reúnen hasta 24 grupos por jornada, cada grupo con un número no inferior a 35 estudiantes, lo que hace complejo ejecutar estrategias de apoyo individual y personalizado, repercutiendo en prácticas violentas que resultan complicadas para su respectivo seguimiento.
Yo autora, mi genealogía en performatividad
Yo, investigadora, que empiezo a recorrer y retransitar los caminos que en mi infancia marcaron momentos claves en cuanto a procesos de reparación, me permito narrar a continuación uno de ellos, y posteriormente, a describir las conclusiones de dicho análisis para relacionar esta re- flexión con mi práctica artística de los últimos veinte años.
Una infancia sin infancia. Mis responsabilidades iniciaban a las cuatro de la mañana, hora necesaria para cumplir con ese hermoso título que mis padres me habían dado, yo era “la mamá chiquita”, la encargada de cuidar de mí, bañarme sola, comer sola y correr a los pies de mi madre quien, le cedía sus brazos a mi hermana, una niña con hipotiroidismo genético que a sus 7 años no podía caminar sola. Ella tenía en sus piernas unas varillas de hierro muy gruesas de color plateado que le ayudaban a sostenerse. Abrazaba a mi madre y metía su dedo en la boca, mientras me miraba con la dulzura de un ángel, sonreía y siempre me decía, “manita”. Yo quería ser ella, quería ir en los brazos de mi madre, anhelaba su aliento, su calor, su apoyo para no cansar y enfriar mis flacas piernas.
Sin embargo, nunca dije nada, solo corría sin parar. En mi casa, la lentitud era castigada con el sentimiento de culpa por las consecuencias de que a mi hermana la dejara la ruta o a mí me cerraran el jardín del ICBF. Corría para comer, corría para vestirme, corría para encerrar- me en mi cama y esconder mi cuerpo del mundo. Corría siempre.
Según me cuenta mi madre, corría tanto que no se veían los pies, pues con tan solo 4 años debía ir a la velocidad de mis padres, de mi maestra, de mis amigos, de la vida.
Meses después, o quizás años, llegó mi hermano, un niño para mí, demasiado hermoso, pequeño, blanco, llorón, con olor a remedio. Había nacido con una enfermedad que le impedía ver. Una enfermedad respiratoria severa lo acompañaría toda la vida, pero no sería impedimento para que yo lo amara más que a mi vida, por el contrario, yo quería protegerlo, prestarle mi pecho para que él no sufriera, quería que mis labios fueran los que se tornaran negros, para que él pudiera regalarme las sonrisas que tanto me enamoraban, quería esconderlo de la ira de mis padres, cubrirlo entre mis brazos cuando un peligro acechaba.
Fue entonces, cuando empezaron a brotar de mi cuerpo muchos brazos, brazos con los cuales podía cuidarlo, darle leche, darle la mano a mi hermana, hacer mi tarea, barrer la casa, limpiar el polvo, incluso olvidar que estaba triste.
La tristeza para mí era un estado natural, podía jugar con mis hermanos, cuidarlos, correr por ellos, asistirlos, disfrutar de mi jardín, encontrar placer con mis pocos o muchos juguetes heredados; sin embargo, la nostalgia era parte de mi ser, me sentía con una insatisfacción permanente que se volvía un cuerpo con un color muy negro que circulaba en medio de mis múltiples brazos. No obstante, había algo en ella que transformaba mi cuerpo, me motivaba a cambiar de postura, me dibujaba nostalgias de colores y me obligaba a moverme. Llegué a amar la tristeza, llegué a hacerla mi amiga y a convertirme por ella en la protagonista de mis sueños. Ella se trepaba en mi espalda y me invitaba a moverme.
Era extraño. Mi cuerpo la cargaba e inmediatamente empezaba a contonearse, era capaz de llorar y a la vez mover los brazos y rodar por el piso. No eran movimientos comunes, no eran pasos cotidianos, no eran ritmos, ni arritmias; eran convulsiones, caídas, giros torpes que me llevaban del sofá al sillón y de la escalera a la cocina. Mis movimientos eran una mezcla entre caminar y correr. En una ocasión, en esos ires y venires, mis movimientos se estrellaron con la antigua vitrola de mi madre, en la que coleccionaba vinilos, discos negros y gigantes que para mí eran mágicos, con melodías cuyos títulos me resultaban impronunciables pues sabía que eran idiomas diferentes, pero en sus portadas se veían hermosos paisajes, hermosas mujeres con largos vestidos y sombrillas de princesa.
No sé cómo hice, pero a mis 8 años encontré la forma exacta, algo así como el algoritmo perfecto, para mantener la casa en orden, prepararles el desayuno a mis hermanos, cumplir conis deberes escolares y hacer que esa vitrola, aparentemente inservible, me llevara a caminar por las sinfonías de Beethoven, Tchaikovski y Mozart.
En ella encontré la dulzura de las óperas y las zarzuelas, con ella aprendí de memoria cada una de las notas de la leyenda del beso. Fue así como descubrí que, en mis soledades y nostalgias constantes, podía endulzar mis convulsiones y extraños pero placenteros movimientos con melodías únicas y poco cotidianas. No hallaba placer en las rondas de la escuela, no hallaba paz con los pocos niños y niñas que decidían jugar conmigo; solo encontraba libertad de la mano de mi tristeza, mis movimientos y mi descubrimiento musical.
Por ese entonces era una niña, frágil e inocente que, con tan solo 8 años, se sentía responsable de todo lo malo que pudiese ocurrir en su familia. Una niña que, acomodada bajo sus sábanas, soñaba que era la bailarina central de sus sueños. Cuentos que la hacían olvidar, a veces, el peso de sus responsabilidades y las consecuencias de su fragilidad.
Por aquella época yo debía tomar un troli para recoger a mi hermanita después de la jornada escolar, un bus antiguo que funcionaba sujeto a unas cuerdas eléctricas con enormes cables que parecían tirantas de un pantalón, yo lo imaginaba como un tren. Debía tomarlo de la carrera 109 hasta la Escuela Militar y bordear la carrera 30; 79 cuadras que yo recorría para asegurar que mi hermanita llegara a casa sin ningún daño. No sé cuántas veces ocurrió con el mismo hombre, y otras ocasiones, varios a la vez. No recuerdo sus rostros, pero sí sus trajes de hombres elegantes. Él llevaba un portafolio con el que cubría sus genitales.
Yo me sentaba en una silla sola, dedicada a ver por la ventana. Sabía lo que estaba ocurriendo, pero no podía bajar del bus, no podía dejar a mi hermana, no debía perder el tiempo. Su rostro se borró de mi mente, pero sus genitales no. Recuerdo que cuando llegué a casa con mi hermana, lloré mucho, busqué algún objeto con el que pudiera apagar mi existencia, pero mi hermanita empezó a llorar a gritos y sus gritos me llevaron a poner la música más alta que su voz y entonces, me empecé a mover. Me movía con temblores encima de las camas, acompañaba mis movimientos con sonidos, gritos, aullidos, ronroneos, en el garaje, en la cocina, en la sala. Jugaba con mi cuerpo, hasta que empecé a sudar, y caí de cansancio. Ese día todo fue perfecto. Quizás por esa certeza que tengo de mi incapacidad para analizar las cosas en el momento, fue que tiempo después me percaté de mi descubrimiento: mis movimientos, esas convulsiones que brotaban de mi sentir, esos juegos corporales me habían salvado la vida.
Algunas reflexiones
Reflexionar sobre este episodio me permite entender cómo fue mi primer encuentro con la performance. Un camino que inicialmente se me presentó como algo placentero, pero que con el tiempo se tornó en un hábito de supervivencia, pues fue precisamente a partir de estos recurrentes episodios de maltrato, violencia y discriminación, que surgió la performance como una acción a la que yo recurría ante la necesidad autopoiética de encontrar caminos para re-existir. Para entender esta relación con la performance cito a Lynette Hunter, en tanto reconoce el conocimiento sociosituado en que sur- gen estas acciones, como estrategias para generar otras maneras de vivir. “La política del afecto trata acerca de personas construyendo formas de seguir viviendo al lado de, en contraposición a, vivir en reacción al discurso” (Hunter, citada en Hernández, 2019, p. 20).
La performance transforma, afecta. Yo empecé a entrenarme en estas acciones performáticas, cada vez más recurrentes en mí, hasta hacerlas hábito, pues a riesgo de parecer un ser extraño, enriquecí poco a poco esta rutina de juegos corporales con sonidos, mímicas y relaciones de tactilidad con mi propio cuerpo, pero siempre envuelta en una sensación de tristeza que me habitaba y que me acompañó hasta mi adolescencia, cuando tuve la claridad de que este juego se podía convertir en una forma artística con la que otros pudieran llegar a identificarse. Esta configuración de mi habitus, que Bourdieu define como un “conjunto de disposiciones duraderas y transportables, conformado por la exposición a determinadas condiciones sociales que llevan a los individuos a internalizar las necesidades del entorno social existente, inscribiendo dentro del organismo la inercia y las tensiones externas” (Capdevielle, 2011, p. 34), eran la manifestación de las tensiones de mi vida, ante la misión de cuidadora que me fue atribuida desde mi nacimiento, y que trascendió hacia la performance como mi práctica artística que ahora deviene en el cuidado de mí misma y por los otros.
En este momento, mi tristeza ya no es esa bola de agua que me ahoga y me atraganta, no la confundo más con un tumor en la boca de mi estómago ni se revienta de la nada, ya mi reflejo toma forma. Mis ojos dejaron de ser melancolía. Ahora mi tristeza es el epítome de mi deber sociopolítico, es el motor que impulsa mi performance.
Habitar estas prácticas, lejos de convertirlas en tradicionales, significa improvisación continua, como Lynette Hunter lo menciona,
El trabajo es improvisacional en el sentido en que el cuerpo del performer está entrenado en prácticas tradicionales, y aprende a habitarlas jugando con estas, de manera tal que estas prácticas ponen atención a la ecología particular en la cual ocurren. (Hunter, citada en Hernández, 2019, p. 22)
Ahora bien, para analizar esta práctica como práctica afectiva, es preciso entender a fondo el significado y la diferencia entre performance y performatividad, pues ahí, en términos de Hunter, radica el poder de transformación de la performance “llamamos performatividad al momento en que el performance logra transportar la energía de cambio dirigiéndose a un medio particular” (Hunter, citada en Hernández, 2019, p. 22).En Politics of practice: Rhetoric of performativity, Hunter (2019) hace una clara separación entre ambos conceptos, enfocándose en la línea difusa por la que transitan. De esta manera, el libro, desde el primer instante, nos dice que estamos expuestos a la idea equivocada y generalizada de ambas definiciones.
Let’s begin with the distinction made by several commentators in the discipline, between performance and performativity [...] At times it is used to separate between pre-production and production/post-produc-tion [...] this is because performativity is always about the quality of not knowing that occurs in performance, the moments at which something happens that leads to ungovernable change and this is often associated more firmly with preparation than public performance. (Hunter, 2019) 3
Después de esto, Hunter percibe la performatividad como un estado que es inherente a la performance, es más que un acto único, sucede en los espacios vacíos, en los ensayos, en los workshops. Se refiere al acto en sí mismo como una liberación de emociones. Es entregarse casi por completo a una idea mediante una licencia poética, que le permite al sujeto ser huésped de su propio sentir
Performance has always been a way of articulating the conditions of contemporary society [...] Performance can take place in the environments of height- ened everyday action, the aesthetic and cultural activity of the performing arts, and in the activist performance of political commitment. 4 (Hunter, 2019, p. 13)
Con todo, esta definición de la performance se aleja poco a poco de la idea errónea de la exclusividad escénica o artística y, más bien, se relaciona con lo que acontece, al margen de lo radical, como una desobediencia política.
De modo que, al hacer la distinción entre ambas, empiezo a entender la performance como un estado constante en mí, puedo reconocerla en mi jerga diaria, en la manera de expresarme, de mover el cuerpo, de re- accionar, de estar, gritar, pellizcar, ser voz; manierismos que también afectan a los que me rodean. Y todo esto, conformando mi propia performatividad. Mi modo de habitar y de comprender el mundo y de percibirme ante él. Esta reflexividad sobre mi propia realidad me llevaría a entender cómo mi experiencia directa podía ser, como lo señala Guber (2001), un valioso insumo para el cono- cimiento social de la realidad, en este caso, de las infancias vulnerables que, hoy por hoy, representan las infancias migrantes entre Colombia y Venezuela. La búsqueda y la formación de nuestra identidad es un acto político.
A modo de conclusiones
Teniendo en cuenta que uno de los principios misionales de los estudios artísticos es agenciar procesos de creación con incidencia social en territorios donde se avanza en el conocimiento sensible, comprometidos con la vida y los diálogos sociales y políticas alrededor de ella, el presente proyecto de investigación-creación se pregunta por el papel de los estudios artísticos, en la propuesta de la performance como camino de reparación para las niñas, niños y adolescentes que transitan la institución oficial Instituto Técnico Distrital Laureano Gómez (ITDLG), específicamente aquellas y aquellos en condición de migración externa.
Realizar una genealogía en torno a mi propia experiencia, y analizarla a través de las discusiones sobre performance y performatividad, es comprender estas acciones en clave política, una oportunidad para dimensionar las acciones que desde 1992 he venido realizando y construyendo, lo que hoy veo como camino en el que la escuela se convierte en un escenario óptimo para la práctica de la performance, aun desconociendo el cono-cimiento teórico de esta práctica, como disciplina artística, pues su génesis había sido la búsqueda de la libertad a través del movimiento y los juegos con los sonidos, las pausas, el tacto, lugares creados para poner el cuerpo y la pasión. Una acción que cobra sentido, en tanto puedo nombrar y agenciar, para propiciar transformaciones en otros, ya no desde el lugar vulnerable de la infancia, sino como docente de educación artística, con poder de agenciamiento para consolidar la performance con una estructura que responda a las necesidades de niñas, niños y adolescentes migrantes y no migrantes, para propiciar experiencias en la realidad de sus infancias.
Referencias
Notas
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