DOI:

https://doi.org/10.14483/25009311.21234

Publicado:

2023-09-14

Número:

Vol. 9 Núm. 15 (2023): Julio-diciembre de 2023

Sección:

Sección Central

Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano

Eccentric intertextuality, art and violence: collusion and altertopia in the death beds of Colombian objectual art

Intertextualidade excêntrica, arte e violência: conivência e altertopia nos leitos de morte da arte objetual colombiana

Autores/as

Palabras clave:

intertextualidad, arte contemporáneo, arte en Colombia, arte y violencia (es).

Palabras clave:

intertextuality, contemporary art, art in Colombia, art and violence (en).

Palabras clave:

Intertextualidade, arte contemporânea, arte na Colômbia, arte e violência (pt).

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APA

Pineda Repizo, A. F. (2023). Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano. Estudios Artísticos, 9(15), 37–51. https://doi.org/10.14483/25009311.21234

ACM

[1]
Pineda Repizo, A.F. 2023. Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano. Estudios Artísticos. 9, 15 (sep. 2023), 37–51. DOI:https://doi.org/10.14483/25009311.21234.

ACS

(1)
Pineda Repizo, A. F. Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano. estud. artist. 2023, 9, 37-51.

ABNT

PINEDA REPIZO, Adryan Fabrizio. Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano. Estudios Artísticos, [S. l.], v. 9, n. 15, p. 37–51, 2023. DOI: 10.14483/25009311.21234. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/estart/article/view/21234. Acesso em: 10 may. 2024.

Chicago

Pineda Repizo, Adryan Fabrizio. 2023. «Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano». Estudios Artísticos 9 (15):37-51. https://doi.org/10.14483/25009311.21234.

Harvard

Pineda Repizo, A. F. (2023) «Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano», Estudios Artísticos, 9(15), pp. 37–51. doi: 10.14483/25009311.21234.

IEEE

[1]
A. F. Pineda Repizo, «Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano», estud. artist., vol. 9, n.º 15, pp. 37–51, sep. 2023.

MLA

Pineda Repizo, Adryan Fabrizio. «Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano». Estudios Artísticos, vol. 9, n.º 15, septiembre de 2023, pp. 37-51, doi:10.14483/25009311.21234.

Turabian

Pineda Repizo, Adryan Fabrizio. «Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano». Estudios Artísticos 9, no. 15 (septiembre 14, 2023): 37–51. Accedido mayo 10, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/estart/article/view/21234.

Vancouver

1.
Pineda Repizo AF. Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano. estud. artist. [Internet]. 14 de septiembre de 2023 [citado 10 de mayo de 2024];9(15):37-51. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/estart/article/view/21234

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Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano

Intertextualidad excéntrica, arte y violencia: connivencia y altertopía en las camas de la muerte del arte objetual colombiano

Eccentric intertextuality, art and violence: collusion and altertopia in the death beds of Colombian objectual art

Intertextualité excentrique, art et violence : collusion et altertopie dans les lits de mort de l'art objectuel colombien

Intertextualidade excêntrica, arte e violência: conivência e altertopianos leitos de morte da arte objetual colombiana

Adryan Fabrizio Pineda Repizo
Universidad Nacional Abierta y a Distancia y Universidad del Rosario, Colombia , Colombia

Estudios Artísticos

Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia

ISSN: 2500-6975

ISSN-e: 2500-9311

Periodicidad: Semestral

vol. 9, núm. 15, 2023

revestudiosartisticos.ud@udistrital.edu.co

Recepción: 15 Enero 2023

Aprobación: 20 Marzo 2023



Resumen: Este texto, resultado del proyecto doctoral Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, da continuación a la investigación en torno al planteamiento de la noción de intertextualidad excéntrica a partir de las correlaciones que emergen del encuentro poético entre la red de significación del objeto de uso y la intervención artística. Este encuentro, denominado arte objetual, pone en correlación elementos que ilustran la manera en que se constituye el sentir y lo común en la cultura colombiana. Pero a la vez también expresan la demanda de rearticulación de lo crítico y lo opresivo que desde el arte se plantea. Al considerar la tensión entre estas dos tendencias, se revela que la intertextualidad se cruza con las relaciones de poder en el orden interdiscursivo y que, desde allí, adquiere una función crítica y creativa. El texto propone interpretar esta tensión en térmi- nos de las categorías de connivencia y altertopía y para establecerlas recurre al diálogo con algunas obras de arte objetual enfocadas en la temática de la experiencia de la violencia en Colombia.

Palabras clave: intertextualidad, arte contemporáneo, arte en Colombia, arte y violencia.

Abstract: This paper, result of the doctoral project Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, continues the investigation around the approach of the notion of eccentric intertextuality from the correlations that emerge from the poetic encounter between the network of signification of the object of use and the artistic intervention. This encounter, called objectual art, correlates ele- ments that illustrate the way in which feeling and the common are constituted in Colombian culture.But at the same time, they also express the demand for rearticulation of what is critical and oppressive that is stated from art. When considering the ten- sion between these two tendencies, it is revealed that intertextuality intersects with power relations in the interdiscursive order and that, from there, it acquires a critical and creative function. The text proposes to interpret this tension in terms of the categories of connivance and altertopia and to establish them it resorts to a dialogue with some works of objectual art focused on the theme of the experience of violence in Colombia.

Keywords: intertextuality, contemporary art, art in Colombia, art and violence.

Résumé: Ce texte, résultat du projet doctoral Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, poursuit l'investigation autour del'approche de la notion d'intertextualité excentri- que basée sur les corrélations qui émergent de la rencontre poétique entre le réseau de signification de l'objet d'usage et l'intervention artistique. Cette rencontre, appelée art objectal, met en corrélation des éléments qui illustrent la façon dont le senti- ment et le commun se constituent dans la culturecolombienne. Mais en même temps, ils expriment aussi l'exigence de réarticulation du critique et de l'oppressant qui émane de l'art. En considérant la tension entre ces deux tendances, il apparaît que l'intertextualité recoupe les rapports de force dans l'ordre interdiscursif et qu'à partir de là, elleacquiert une fonction critique et créatrice. Le texte propose d'interpréter cette tension en termes de catégories de collusion et d'altertopie et pour les établir, il recourt à un dialogue avec des œuvres d'art objectal axées sur le thème de l'expérience de la violence en Colombie.

Mots clés: intertextualité, art contemporain, art en Colombie.

Resumo: Este texto, resultado do projeto de doutorado Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, continua a investigação em torno da abordagem da noção de intertextualidade excên- trica a partir das correlações que emergem do encontro poético entre a rede de significação do objeto de uso e intervenção artística. Este encon- tro, chamado de arte objetual, relaciona elemen- tos que ilustram a forma como o sentimento e o comum se constituem na cultura colombiana. Mas, ao mesmo tempo, também expressam a demanda de rearticulação do crítico e do opressivo que se levanta da arte. Ao considerar a tensão entre essas duas tendências, revela-se que a intertextualidade se cruza com as relações de poder na ordem inter- discursiva e que, a partir daí, adquire uma função crítica e criativa. O texto se propõe a interpretar esta tensão a partir das categorias de conivência

Palavras-chave: Intertextualidade, arte contemporânea, arte na Colômbia, arte e violência.

En un número reciente de Estudios artísticos tuve oportunidad de compartir algunas reflexiones críticas y metodológicas para el análisis de obras de arte objetual desde la perspectiva de una extensión de la red de significación que implica la conjugación entre poética artística y objeto de uso cotidiano (Pineda Repizo, 2022). Este texto desarrolla una inquietud complementaria. Si la intertextualidad se desborda hacia el mundo cultural y sus encuentros conflictivos, ¿cabría allí establecer un enlace con la interdiscursividad, esto es, con la red de relaciones de poder que se reproducen desde el orden discursivo e inciden en nuestras representaciones y prácticas sociales? ¿Cuál es el rol que ejecuta la obra de arte en ese escenario? ¿Cómo lo creativo responde al poder?

Para dar continuidad a esta extensión habrá que volver a la cama del arte. En las obras de arte confluye el aparecer de dos extremos en simultaneidad: la crítica y el anhelo, la cita al orden constitutivo y la transgresión de la subjetividad, la carga de sentido heredado y la promesa de un sentido posible, la moral que normaliza y el sentir que deja la rotura abierta y creativa. Entre uno y otro emerge la experiencia de extrañamiento sin la cual no tiene lugar la poética de la obra de arte objetual. Pero, ya sabemos, no se trata de una experiencia que se quede en la extraña percepción, sino que nos invita a seguir los tejidos que traman sentidos más allá de la obra, que tocan poéticas diversas, que corresponden a la cultura y al extrañamiento de la vida misma que la obra hace sentir. Es la posición de sujeto la que se muestra extrañada en su posición enajenante y opresiva y así las fibras dejan pasar la luz de una posible reconstitución de los modos de subjetivación.

Esto es importante porque en no pocas ocasiones frente unas obras de arte colombiano, entre ellas algunas particulares camas, la interpretación tiende a ver el horror del dolor y la crítica a la violencia, sin resaltar lo que es propio de la poética artística; puede que la recepción en ocasiones se confronte y limite a acotar lo crítico, pero la experiencia de la poética, es decir, la participación a la que invita está orientada a una expectativa, a la posibilidad de otra manera de ver, sentir y vivir. Cada obra que acota —y es una temática ineludible en el con- texto colombiano— la violencia y la muerte que se mueven en nuestra historia, apunta no solamente a expresar el horror, sino a demandar un mundo distinto, aquel sin su espectral presencia —o al menos revisar el modo en que somos sensibles y narra- dos en la historiografía de nuestros muertos—.Sin demanda, ¿para qué la performatividad de su excentricidad? No serían sino lechos de Procusto, una violencia de la obra sobre el sujeto; pero las camas de la violencia en Colombia no ajustan el sujeto al objeto, sino que ellas han sido ajustadas para relatar una y mil muertes, la muerte y violencia como algo de lo común y, empero o a la vez, el objeto se ajusta a la interpelación de un sujeto no distante, ni indolente, ni partícipe de la muerte, sino atento a un modo diferente de sentir, hacer y ver nuestra realidad.

Resultan ilustrativas al respecto las palabras mis- mas de Beatriz González en la reciente entrevista publicada en el catálogo de la exposición curada por Mari Carmen Ramírez y Paul Ostrander Beatriz González: una retrospectiva (2020). Habría que ser honesto y preguntar a Ramírez hasta qué punto—en mi opinión no muy avanzado— aplica el modelo constelar a esta retrospectiva. Hay un evidente estudio y una mirada atenta y hasta cariñosa con la obra de González.

Pero el resultado es una división en dos periodos cuyo punto de inflexión tiene lugar en 1985 con la toma del Palacio de Justicia. La expresión de la artista “Ya no puedo reír más” es entendida como un giro hacia el sufrimiento, la representación del pesar y el dolor, manifiesto en el juego de colores y su temperatura y en la representación de la representación apli- cada a imágenes-compuesto que capturan lo que se hace anodino en la cultura de la violencia en Colombia.

Con ello, afirma la curadora, González elabora unas formas no pastiche ni espectaculares de presentar el dolor. Pero creo que las lecturas de una obra tan rica como la de González habrían podido ser más diversas y transversales, en lugar de retrospectivas e historiográficas. De hecho, en dicha entrevista, Beatriz González misma arroja en sus descripciones de su trayectoria una serie de categorías conceptuales y creativas que trazan diversas constelaciones, formas de leer la propia trayectoria y reflexión, temáticas y técnicas que emergen de su trabajo artístico y su relación con la vida y la época del país.

Así, ella destaca, por ejemplo, la fascinación por el uso de imágenes, tanto en las obras como en la prensa, y los vínculos, traslaciones y modificaciones que ocurren de la prensa a la obra, de la prensa a la cultura y de la obra al espectador; en línea paralela, dibuja relaciones sobre la extensión de lo provincial como actitud cultural y posición de reflexión y creación; también expresa la relación con los soportes de la pintura y lo que aparece mediante un “objet-trouvé intervenido” (González, 2020, p. 225) cuando a veces los objetos piden imágenes y a veces es a la inversa; finalmente, y la que más ha llamado mi atención, porque en sentido estricto pone en cuestión la simplicidad de la división en dos periodos, evoca la trama de la muerte como una presencia transversal a sus obras.

En efecto, la muerte se encuentra precisamente desde Naturaleza casi muerta (1970) hasta Auras anónimas (2007-2009). Los Columbarios son descritos por la artista como otro objeto encontrado intervenido, al igual que la cama, pero tal intervención acoge símbolos de muerte que circulan por/en la cultura. La muerte está en la muerte del Libertador (Mutis por el foro [1973]) y en la serie de los Cargueros (2006 en adelante) de cuerpos; en las pinturas más recientes de los llantos de mujer (Lágrimas y peces [1997]), de cuerpos en los ríos (La pesca milagrosa [1992]), de desplazados con sus camas al hombro en Inundados La cama (2012). La muerte del justo y La muerte del pecador (1973) son camas de juicio de muerte y los 17 butacos de Naya (2002) son juicio de la muerte injusta de 17 jóvenes en la masacre de Naya. La cabeza de Juan el Bautista en la bandeja de Salomé (1973) también acoge una víctima y una justificación de la muerte. En conjunto, y transversalmente, la presencia de la muerte como fenómeno y como representación cultural aparece en la obra de González dibujando tramas susceptibles de una amplísima intertextualidad sin centro, etérea por lo sutil, concreta por lo doliente, silenciosa por lo intensa, patológica por lo sistémica, invisibilizada por lo hiriente, abierta por lo real.

¿Cuál es la particularidad de estas muertes? ¿Por qué González tiene que mostrarlas? ¿Por qué su obra podría constelarse con la muerte? ¿Se trata de una obsesión individual o de un aparecer en la vitalidad misma de lo común? Si lo común remite a esa ontología que se constituye por lo que compartimos, por la manera en que somos dichos y establecemos un nosotros, mucho de ello en la latitud que nos correspondió por nacer pasa por la familiaridad y minuciosa diversidad de la muerte y la violencia, ya mediada en prensa, ya hecha carne. Así, la preocupación que se evidencia en la obra de González retoma lo que nos es propio, aún si indeseable; pero justamente en esa confrontación inicial la maestra invita a juegos de extrañamiento que interpelan la cotidiana connivencia con la muerte y abren los tejidos del sentir hacia un lugar de enunciación con la inminencia de lo posible.

Lo posible es entonces un espacio topológico intertextual que se desplaza sobre la urdimbre de lo interdiscursivo y reivindica la poética del extrañamiento como una poética de la vida y su valor. En otras palabras, cuando la muerte se hace constitutiva, el arte replantea el sentir que corresponde al vivir.

Una dupla que permite acotar esta cuestión es aquella de la connivencia (esa tolerancia a vivir con la violencia, no solo la física sino también la discursiva que reproduce formas de opresión a partir de la estructura de la interdiscursividad del orden moral, político, social e histórico del país) y el espacio topológico del anhelo, que relata la búsqueda de sentido mediante el sentir del arte. Nuevamente la sensibilidad de Fernel Franco llega en nuestra ayuda, pues el lazo de uno a otro no se traza con una flecha, sino con un complejo y sistémico tejido intertextual que nos extraña de la posición de sujeto normalizada y reescribe las relaciones en las que podemos ser. Franco relata que en la época de su infancia la violencia y la muerte eran comunes. Tanto así que pertenecían a las posibilidades de experiencia de un niño de su edad:

Otro día cualquiera, a la caída de la tarde, cuando volvía a la casa después de jugar con mis amigos, de un callejón estrecho por el que siempre pasaba, salió alguien de una puerta que se abrió de repente y de un solo balazo mató al hombre que caminaba delante de mí, a unos cincuenta metros de distancia. Yo, que no pasaba de los seis años, frené espantado a mirar la escena, y esa misma persona a la que no se le veía el rostro, me tomó fuerte de una oreja y me maltrató para advertirme que siguiera corriendo para mi casa y que ni me atreviera a hablar de lo que había pasado. Hasta ahora nunca dije nada porque creí que si lo decía a mí también me matarían.

Si esa es la cotidianidad de un niño, es lógico que él llegue a creer que no hay más que esa realidad. Yo no podía ver el mundo de otra manera, ese era mi lenguaje diario. Y a eso había que sumarle que en la casa de mis padres todos los días se oía decir que mataron a tal persona, que la estaban esperando en tal sitio y la tumbaron. No cabía entonces reflexiones contrarias a lo que sucedía cada día. (Iovino, 2004, p. 6)

Hay dos elementos en las palabras de Franco que nos ayudan a entender de mejor manera la connivencia. ¿Qué tan lejos podría seguirse el hilo de la actitud cultural de connivencia con la muerte y la violencia? Palabras rápidas acusan con fervor tal connivencia de indolencia, incluso de impunidad en ocasiones. Pero cuando lo visto, lo dicho y lo vivido se hacen sangre y dolor cotidiano, es apenas un asunto de sobrevivencia. Saber lo que pasó y, empero, seguir viviendo. Ese impulso normaliza lo anormal, convierte el dolor en realidad y las muertes en lenguaje diario. No es necesariamente, o no del todo, que la indignación se haya perdido, sino que se caldea en el silencio del que sabe que cuando no hay nada más, hay que seguir.

“A buena hambre no hay mal pan”, responde el Coronel; pero incluso en ese instante al borde de la desesperación, cuando ya no hay ni pan, ni maíz del gallo, el Coronel responde a “¿y ahora qué vamos a comer?” con lo que la connivenciatambién tolera: “El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto—- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: “Mierda”. (García Márquez, 1975, p. 92)

Cuando no hay nada más que ausencia, opresión, hambre, dolor para una larguísima extensión de la población colombiana y su historia, la connivencia se muestra como la respuesta del coronel, paradójica y pura a la vez, capaz de sobrevivir a punta de comer mierda.

De la infancia que vio el homicidio cara a cara, al joven desplazado y al fotógrafo de masacres o de Amarrados (1980) (empaques enormes de objetos que se desplazan con los desposeídos), Franco francamente aceptó la sensibilidad, pero reconoce el temor. Este temor es un dispositivo de silencia- miento que garantiza la connivencia y en consecuencia se ha vuelto en nuestro país tanto política de Estado como estrategia de guerra. Hace parte de la estructura discursiva que ha soportado el vivir en guerra por setenta años, hace parte dela lógica con que la corrupción y la explotación devienen estrategia para el éxito, y hace parte de la justificación de la violencia como principal mecanismo de defensa en Colombia. Por ello también la connivencia se ha convertido en una interpelación ideológica del aparato de Estado en el mejor sentido althusseriano, aunque con toda la incidencia en la psiquis que tiene el temor. Es una demanda de connivencia la que llama a aceptar sobrevivir.

Por ello la connivencia es una categoría pertinente para comprender a qué responde y qué confronta el arte colombiano. No es a una lógica de representación, ni un juego mercantil meramente.

En esa realidad violenta que Franco atestigua, que María Elvira Escallón encuentra en hospitales abandonados, que Óscar Muñoz hace ver en rostros de obituarios, que Doris Salcedo re-construye en sus muebles, con la que Beatriz González ironiza la muerte tras sus imágenes, allí, cada obra a su manera encuentra las roturas necesarias de ese sistema, aquello que el discurso no cubre porque la realidad desaforada rehúsa aún a ser capturada. Artistas como estos encuentran que la connivencia es un tejido poroso sobre el que se puede trabajar y apuntar a hacer más que sobrevivir. La persistencia en la muerte, el dolor y la destrucción apunta a sobreponer otro tejido que recubra el espacio con una intertextualidad capaz de apuntar a un otro lugar, otra tierra, otra Colombia en el propio presente y realidad. Dicho así, suena utópico, incluso, he de aceptarlo, ingenuo. Pero si la realidad constitutiva es un tejido discursivo, ¿el arte no toma los hilos de allí mismo, los entremezcla, abre, rompe, reconecta y con ello transforma —así sea temporal y efímeramente— los lugares de enunciación y las posiciones de sujeto? Y si cambiar relaciones y posiciones es cambiar una topología, ¿no es entonces consecuente a esta poética establecer un espacio intertextual otro, una altertopía? Franco señala de su propia obra:

“Hoy me queda claro, viendo el trabajo que he hecho, que mucho es sobre la destrucción y sobre la incapacidad de conservar la memoria, que es algo que va tan ligado a los problemas de Colombia y de América Latina” (Iovino, 2004, p. 31). Capturar con la cámara los punctum de la destrucción y la incapacidad de conservar la memoria, es ya hacer una altertopía, espacio distinto al del temor y el silencio con el que sobrevive la connivencia.

La disposición a la altertopía, hay que decirlo, pertenece a la cultura y es otra categoría que viene a acotar el otro extremo de la red que se enrolla y se pliega sobre sí misma, cual ruana según relata el viejo bambuco de los maestros Luis González y José Macías, un lugar de rotura, cambio y resistencia, muy distante al florero de Llorente. Es el gesto artístico de la rotura el que se trama en la canción como parte de la pulsión fundadora campesina:

La capa del viejo hidalgo se rompe para hacer ruana Y cuatro rayas confunden el castillo y la cabaña

Es fundadora de pueblos con el tiple y con el hacha y con el perro andariego que se tragó la montaña.

La canción misma es excéntrica, es juglar, es altertopía de un mundo que rompe la herencia colonial y junto a la música del instrumento de cuerdas colombiano se abre camino en el monte para fundar pueblos. Canta una historia y, a la vez, un mundo existente pero deseado. La referencia musical no es gratuita, pues ella emerge del sentir que se traslada en fiesta sobre toda cordura en la dura realidad del campesino y los abuelos. De ahí que la altertopía sea ese otro espacio narrado, visibilizado, cantado que se levanta como anhelo en medio de lo presente y que el arte no puede sino tomar de lo común para convertirlo en su propio lugar de enunciación en y sobre la realidad que nos correspondió vivir.

Claramente la altertopía no sería una utopía, un no-lugar, pues, ni ilusoria ni irreal, se conecta con la vida y solo desde allí las obras pueden generar la experiencia de extrañamiento. Pero habría que revisar si cabe contemplarlo como heterotopía, siguiendo el célebre término de Foucault. El filósofo francés utiliza esta categoría para señalar aquellos lugares que pueden ser constituidos en el afuera del conjunto de relaciones que definen las ubicaciones irreductibles en las que vivimos.

En el texto Hétérotopies, Foucault inicia y termina con dos imágenes-objeto de la categoría; por una parte, el espejo es un lugar sin lugar, en el que yo me veo en un lugar en el que no estoy, un espacio irreal que me brinda mi propia visibilidad y, al mismo tiempo, un existente real, el espejo existe y con él me descubro a mí mismo: “el espejo funciona como una heterotopía en el sentido de que hace que este lugar que ocupo cuando me miro en el espejo, al mismo tiempo, sea absolutamente real, en conexión con todo el espacio que lo rodea, y absolutamente irreal, ya que es obligado, al ser percibido, a pasar por ese punto virtual que está ahí” (2014, p. 4). Aquellos espacios o lugares diferentes que forjan una disputa real y mítica con el espacio en el que vivimos son los que Foucault llama heterotopías. Pueden darse a través de la yuxtaposición de elementos incompatibles o incluso por la simplificación de sus elementos, la cuestión es que las heterotopías tienen la función de crear un espacio de ilusión que denuncie lo ilusorio de lo real

De ahí, por otro lado, que aparezca para Foucault el navío como una heterotopía también; cerrado en sí mismo, móvil y libre sobre la superficie infinita del mar, el barco en sí mismo hace un espacio que lo convierte en un instrumento fundamental para el desarrollo económico capitalista y, con ello, para alimentar los sueños colonizadores con los que se erigió la civilización occidental: “el barco es la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones sin barcos los sueños se secan, el espionaje sustituye a la aventura, y la policía a los corsarios” (2014, p. 8).

Podríamos adelantar que justamente en esta relación con los sueños de la heterotopía, que Foucault identifica con el barco, es posible identificar la diferencia con la altertopía.

Pero, para ser justos, Foucault no estaba pensando directamente las artes, como de hecho Mari Carmen Ramírez lo hace con relación a la exposición Heterotopías.

Medio siglo sin-lugar: 1918-1968 (2000). Para esta curadora, es el hecho de ser posibles lo que le interesa de las heterotopías en el arte latinoamericano. De esta manera, las heterotopías corresponden al hecho de que las “respuestas al modelo modernista inicial no-tuvieron-lugar debido a la unilateralidad inflexible del eje hegemónico legitimador con sus reglas y axiología conocidas” (2001, p.23).

Si la “lectura eurocentrada de Occidente o ensimismada de los Estados Unidos, que es lo mismo”, enuncia el espacio de legitimación del arte durante la mayor parte del siglo XX, las propuestas artísticas que emergieron en Latinoamérica y que concibieron las características, preocupaciones y sensibilidades de su momento y lugar como motor de sus obras enmarcan un espacio propio de enunciación que no corresponde necesariamente con los criterios de legitimación del primero y que, por ello mismo, Ramírez califica de heterotópico.

Esta condición se evidencia, según la autora, con el hecho de que la exposición demuestra que la historia de la producción artística en América Latina no solo no requiere, sino que además se ve constreñida por el permanente modelo panorámico del paradigma historicista tan popular en los museos nacionales y retrospectivas. Al cambiar la lógica paradigmática del modelo historicista, que en sentido estricto ha impuesto los criterios de la modernidad eurocéntrica como historia remedo del arte europeo y demanda la aplicación de sus mismas categorías, es posible aproximarse a las vanguardias latinoamericanas para entender sus propios procesos de creación plástica y teórica.

Es por ello que Ramírez propone constelar el conjunto de artistas latinoamericanos con base en los aspectos críticos, ideológicos y formales del desarrollo de las vanguardias de la región que emergen de la relación entre la práctica y la teoría artística latinoamericanas (Ramírez, 2001, p. 25). El resultado es que en conjunto las obras dan cuenta de la constitución de un espacio de enunciación discernible, auténtico, dispar en obras pero común en inquietudes, que motivó la emergencia de las vanguardias latinoamericanas y que corresponde a preguntas que suscitan la condición colonial y la imposición desarrollista que ha sufrido la región.

Este espacio no cabe, sino como borradura, en la Historia oficial de un supuesto arte universal; es un espacio tramado por contradicciones y contrapuntos en medio de un diálogo constante entre artistas y sus obras, así como entre la exposición y sus asistentes, en torno al lugar que corresponde a aquello que llamamos lo latinoamericano.

La invitación heterotópica que hay que tomarse en serio de lo planteado por Ramírez consiste entonces en tomar distancia de las metanarrativas erotizantes y subordinantes de lo latinoamericano para lo eurocéntrico y de la reproducción de una historia unívoca marcada por el legado colonial y el presente centro-periférico, y pasar a reconocer las características de la producción artista latinoamericana a la luz de la creación de un lenguaje y unas categorías acordes a su realidad cultural y social. El modelo constelar de Ramírez propone categorías que buscan aportar a una relectura de la historia del arte latinoamericano y de la propia diversidad de propuestas artísticas en la región.

Este modelo condensa “puntos luminosos” de encuentro entre las obras y los artistas que constituyen temas claves, fragmentos que resuenan unos con otros en la simultaneidad de una sensibilidad histórica no teleológica. De ahí que, al fin, Ramírez establezca el vínculo con las heterotopías de Foucault al decir que estas “representan un cuestionamiento, a la vez mítico y simbólico, del espacio en que vivimos. Míticas, desde el punto de vista de que preservan el no-lugar de la utopía; simbólicas en tanto que nos permiten articular (aunque tan solo sea metafóricamente) las coordenadas de ese no-lugar” (2001,p. 42).

En consecuencia, los espacios emergentes del arte latinoamericano que las constelaciones de Ramírez buscan exponer son contralugares que aúnan lo utópico y lo fragmentario del arte latinoamericano que dan sentido a las vanguardias latinoamericanas: “el desorden en el cual estos fragmentos adquieren verdadero sentido y se destacan es la heterotopía” (p. 42).

Sin embargo, hay un par de diferencias entre la intertextualidad y ex-centrismo del modelo constelar de Ramírez y la intertextualidad excéntrica que nos han mostrado las obras de arte objetual colombiano. Las preocupaciones entre Ramírez y nuestra cuestión son distintas, aunque se comparte aquí la posición crítica al paradigma historicista y la invitación a la renovación de las categorías con las que leer y tramar las relaciones sincrónicas y diacrónicas entre las obras.

Empero, lo heterotópico tiene un carácter de respuesta a lo utópico y a lo diagramático. Ramírez, siguiendo a Foucault, encuentra en el espacio de la heterotopía la posibilidad de establecer un espacio que se desdoble de las condiciones normalizadas del diagrama del espacio institucional y las relaciones de poder y que, a la vez, a fin de no recaer en las lógicas del poder, sea un espacio soñado.

Es un espacio similar al que deseaba Bretón, ajeno a las constricciones de la racionalidad, la representación y el gusto. De modo que es un afuera que se designa con relación a aquello de lo que ha de escapar. Y, por ello mismo, la figura del barco como heterotopía tiene una doble lectura: como lugar de ensoñación delo que está más allá de toda frontera, pero también como referente del fuerte, del puerto, de la nación que enriquece. La heterotopía es una legitimación soñada y sutil del diagrama dominante. Allí, estimo, yacen las figuras que Foucault identifica, sus propias imagen-objeto: el espejo cuyo no lugar es reflejo de lo dado, el jardín neoclásico que articula lo ideal de lo natural dentro de una lógica geométrica, o, como ya mencionamos, el barco que, además, se confronta a piratas e indios cuyo peligro exige la presencia de la soberanía.

Es por ello que al encontrar en nuestro tejido los extremos de la connivencia con el orden y el poder y la altertopía como espacio posible, lo segundo no se establece como complemento del primero, pues ambos se confrontan en simultánea contraposición.

El reconocimiento de que lo altertópico tiene lugar por el espacio que con- forma lo interdiscursivo no quiere decir que se reduzca a su cara soñada. Por el contrario, en la medida en que lo interdiscursivo también se labra como una red de enunciados que se establece con poder para dar sentido a una realidad que se escapa, que se muestra desaforada en violencia y contradicciones, en la multiplicidad simultánea de maneras de vivir, en la abundancia de recursos yexpresiones culturales, lo altertópico se presenta como un tejido que emerge de los puntos que conectan fragmentos de esa realidad. La realidad latinoamericana, y en particular la colombiana, muchas veces tildada de atrasada frente a otros países de la región, a veces es leída como aquella de un país en un desarrollo y modernización a ultranza, de inversión e industrialización sin piedad, en confrontación con una actitud cultural conservadora, retrógrada, inculta y provinciana. Pero nos hemos acostumbrado a recibir demasiados juicios. La producción artística y la producción material cultural del país muestran una diversidad y un ingenio creativo que no tiene por qué aceptar esos criterios de juicio.

Antes bien, desde sus propias condiciones de vida, la mayoría de la población, sin conocer ni poder compartir los planes de una clase política interesada en capturar los beneficios del desarrollo, produce permanentemente tácticas de sentido, respuestas que evaden y que buscan sobrevivir y crear. La artesanía en el país es un vivo reflejo de ello; confrontada con la industria y marcada como exotismo, sigue ofreciendo recursos que se conectan con las tradiciones populares e, incluso, garantiza su sostenimiento en las casas y las costumbres cotidianas.

Pero también la música, la fiesta, la gastronomía, el albur, entre otros, contienen prácticas creativas que se ubican en otro espacio. Obras de arte objetual como las que hemos rastreado comparten esa localización. No tienen como principal o único referente un centro hegemónico de las artes. La altertopía que allí se encuentra no es otro espacio artístico con relación al discurso dominante del arte. Por el contrario, es un otro espacio con relación a la interdiscursividad dominante del cotidiano vivir, de las prácticas que no se ajustan al discurso, que pueden ser más que desechos o chatarras en Bursztyn, que no tienen que aceptar una forma de ser mujer o madre en González, que pueden ser horizontales en una sociedad jerarquizada en Juan Fernando Herrán, que se hacen estéticas con recursos a la mano en lugar de gustos heredados en Gaitán, que persisten en un hospital abandonado cuidando cuerpos de camas vacías en Escallón. Lo altertópico nace de las propias luchas y búsquedas de sentido en el sentir que moviliza lo estético dentro de la diversidad cultural misma y resiste a ser olvidado por los discursos dominantes.

Esto es particularmente notorio si desplazamos las camas a ese espacio discursivo doloso de la historia de Colombia que nos señaló Franco. La violen- cia en el país ha dejado muchas camas vacías.

Si la altertopía fuera un espacio utópico, caería en una injusticia moral y epistémica con las víctimas. Por el contrario, camas como las de Doris Salcedo ofrecen otra aproximación. En 1994, dentro de la serie La casa viuda, una cama se extiende a lo ancho de un corredor de una sala de exposición. La casa viuda III (1994) es una obra que conjuga el marco del cabecero de una cama y su piecero con unas puertas delgadas de madera, tradicionales de las casas cafeteras del campo colombiano. El marco funde sus límites con el cuerpo de las puertas, pero no en armonía. Una tensión se evidencia cuando la parte superior de la puerta pasa por detrás del marco mientras la inferior por delante, como si en cualquier momento una de las dos piezas fuera a quebrar la fortaleza de la otra. Esta rudeza contrasta con una sutil mancha blanca que resulta ser una delicada y solariega pequeña blusa femenina que cuelga, o mejor, se asoma entre las rendijas cual mirada infantil en el borde de la cama, atenta a lo que sobre ella pasa. Pero no hay un “sobre”. No hay tendido, no hay colchón, no hay tablas, solo al otro extremo del pasillo el piecero completa la longitud y aquello que parece estar viendo esa blusa de niña. ¿Qué pasó allí? ¿Qué atestiguaron estas piezas? ¿Qué cuerpos quedaron ausentes? La serie La casa viuda continúa el trabajo de Salcedo de corresponder a las palabras de las víctimas del conflicto armado en Colombia, y en particular, en este caso, aquellas que no solo sufrieron violencia, sino que fueron desplazadas de sus hogares1.

De modo que es una cama viuda: viuda de un padre o una madre a manos de homicidas; viuda de rutina, goce, encuentro y cariño; viuda de la complicidad que esta cama guardaría con los secretos familia- res; viuda de un lugar propio y de una herencia.

La viudez da paso al vacío, a la ausencia de lo que debía estar allí, pero también al dolor, la pena y su fuerza que podrían romper los palos que de allí quedaron. El desplazado carga esa pena con sus cosas y en lugar de terminar de romper las cosas conlleva el peso de lo ausente. La incompletitud de la cama es las manos que cargan lo liviano de sus fragmentos materiales, lo pesado de sus ausencias vitales.

Pero ¿y la blusa? No puedo dejar de pensar que es de una niña que ve. Como aquella célebre foto de Jesús Abad Colorado de la niña que mira a través del orificio de bala en la ventana, esta niña pudo ser aquella que vio entre la puerta y la cama, a través de las rendijas del marco de la cama, una violencia que ya no nos es difícil reconocer en nuestro país: un padre asesinado de rodillas, si no torturado con aquella creativa sevicia que Fals Borda, Umaña y Guzmán (1962) caracterizan como nuestra tanatología; una madre violada en unas coordenadas donde la mujer es víctima sistemática olvidada —con la política heredada de “no dejar ni la semilla”—, sus vientres son violados o tasajeados; o niños y niñas que tras atestiguar lo peor son reclutados para ser como los victimarios de sus propios padres. La serie de huesos humanos, objetos al fin y al cabo, con las que compone Juan Manuel Echavarría las imágenes de la serie Corte de florero (1997) constituyen una manera de narrar esta herencia de violencia en el campo colombiano, un territorio regado en sangre y abonado con huesos de compadres y comadres. ¿Qué pudo haber visto esa niña? Esta pregunta se intensifica al recorrer el corredor y darse cuenta de que Salcedo nos ha puesto una trampa: de espectadores reflexivos pasamos a, o mejor por, cuerpos sustitutos.

Blusa,puerta, cama son indicios de lo que allí ocurrió, de aquella imagen que emergió para Salcedo pero que la artista no deja allí, sino que nos compromete a sentir mediante un extrañamiento radical, pues nuestro propio cuerpo es extrañado de nuestra propiedad para ocupar el lugar de aquel cuerpo que pudo estar allí, en medio de la cama, sintiéndolo todo, sufriéndolo todo. Salcedo nos hace causantes de viudez, nos hace parte con los que ya no están, no con los que enviudaron. Y allí, en medio de la cama, la blusa de niña nos mira entre rendijas y puertas. La trampa de Salcedo es ineludible cada vez que pasamos por ese corredor, sea quien sea pasa por cuerpo sustituto, obligado a un extrañamiento en el que se encuentra ese discurso objetivante de la violencia por todos conocido con la singularidad de un sí mismo en la posición de la víctima perdida, de la cama viuda, de la viudez que se nos hace compartida como altertopía que reconoce la presencia de la injusta ausencia en los hogares colombianos.

Es por ello que la altertopía que emerge de la obra corresponde a ese lugar de enunciación que ella instaura y que contrasta, se contrapone, resiste, visibiliza no una posición artística constelar que reivindica las artes latinoamericanas, sino aquel espacio que demanda ser real. El efecto cultural normal, tal vez resiliente, ante la violencia y el dolor es el silenciamiento y el olvido, ese mismo que Franco narra ante el homicidio atestiguado en su infancia, ese que se vuelve rutina en las imágenes de obituarios, en los datos de prensa, en las anécdotas de desplazados y en las tumbas vacías.

Pero precisamente Aliento (1995) de Óscar Muñoz retoma las imágenes de obituarios para demandar la singularidad de cada rostro perdido; Musa paradisiaca (1996) de José Alejandro Restrepo asocia las imágenes de violencia paramilitar con el territorio y la manera en que es enunciado; la serie Silencios (2010) de Juan Manuel Echavarría presenta ruinas de escuelas en el campo abandonadas por sus niños, profesores y familias, consumidas por la vegetación, marcadas por las causas del desplazamiento; Relicarios (2011-2015) de Erika Diettes explícitamente construye un espacio de objetos sustitutos y duelos posibles, donde cada cosa se hace tumba y da lugar a vivir el duelo negado por la desaparición forzada.

En obras como estas, incluida la de Salcedo, se abre un espacio que demanda ser real: frente al silenciamiento normalizado, las obras hacen aparecer el sentir acallado, susceptible de ser compartido, reivindicante del dolor sufrido, aquel en el que la víctima no es olvidada, en que su sentir se hace común. Pero tampoco la exotiza, ni marca sectarismos, dos tendencias estas del discurso dominante, polarizante, amante de la construcción del enemigo y la cosificación de las consecuencias vitales del conflicto mediante estadísticas de victorias y bajas —la historia de la violencia se narra en el número de insurgentes, bajas en operaciones militares, falsos positivos, cuál bando ha perdido más, etc.—. Por el contrario, estas obras apuntan justo a lo que el orden discursivo busca evadir: hacernos uno con el rostro perdido, hacernos pasar por cuerpos sustitutos, apuntar a ponernos en el sentir del otro extrañados de una distante posición y llevados a ser-con-el-otro que ha sufrido y que pude ser yo. Un espacio entonces que no solo muestra, sino que juzga, enuncia el juicio de lo que también nos es constitutivo: aunque cómplices de silencio, con- dolientes de una historia de vida.

Las camas de Doris Salcedo se hacen conspicuas de esa demanda altertópica en su entretejer.

Las obras no solo hilan lo que hay, los materiales y figuras, sino igualmente aquellos significados expulsados de la interpretación normal del objeto mediante el extrañamiento que su poética nos propone. Las camas tienen el potencial de ser, en la intimidad que convocan, tanto lugar de concepción de vida y reposo como lugar de descanso final y muerte.

En Sin Título (1995), otra cama similar conserva los laterales, pero en la ausencia del tendido de tablas se funde un armario viejo y pesado a la altura de la almohada. En lugar de la puerta y la prenda que ve, el armario se encuentra repleto de concreto, no tiene espacios vacíos, no puede recibir prendas ni manos. No es que esté inutilizado, sino que está vedado; ha cerrado el acceso al uso, ya no está dispuesto a nadie.

Está lleno, pero solo unas discretas piezas de ropas se asoman también petrificadas, detenidas. Ya nadie vestirá estas ropas, usará este armario y tampoco se acostará en esta cama. Allí, a la cabeza, como quien se sienta en la cama a mirarse los pies, yace la cosificación de la ausencia. Salcedo hace mate- rial la ausencia que reclama la pérdida a manos de la violencia. Unos objetos íntimos constructores del propio hogar dejados en su natural usabilidad simplemente son susceptibles de ser pasados a otras manos; pero aquellos objetos de Salcedo llenos, poblados, marcados, petrifican su historia silenciosa para negar ser reutilizados y a la vez conservar el instante material de la ausencia: una dura nada que lo llena todo, armario, ropas y cama. La cama de Salcedo acoge la negación al otro, ese otro que vendría a borrar la muerte allí ocurrida.

Con ello, esta cama extiende su tejer con aquellas camas de la literatura de la violencia en Colombia que desde Cóndores no entierran todos los días (1972) reciben las cadenas de muertes, las que empezarían con el padre mismo de León María y serían continuadas por la serie de homicidios de los pájaros cuyas “defunciones solo aparecían en el boletín de la brigada porque la censura había obligado a no titular de muertos” (Álvarez Gardeazabal, 2004, p. 135); pero también aquellas que en El Cristo de espaldas (1947) evidencian la estúpida ingenuidad del curita para comprender el escenario social en el que realmente se encontraba, pletórico de un miedo que solo se saciaba con la sangre del que se ha acusado de enemigo “como si se quitaran la ruana, y descubriesen su salvajismo [...] Los mansos se vuelven fieras, lostristes jocundos, los taciturnos exaltados, las ovejas lobos. Un sino implacable arrastra al hombre por sus pasos contados, primero a la impertinencia, más tarde a la violencia y finalmente al asesinato” (Caballero Calderón, 1990, p. 170). Esta violencia también es cantada en bambucos que acusan que las camas vacías de la violencia ocurren entre estas dos imágenes, aquella de una historia desorbitada de venganzas y aquella del fuego azuzado por discursos políticos que legitiman la muerte. Entre uno y otro son todos los de ruana quienes lloran primero y quienes pierden la fuerza para continuar.

¿A quién engañas abuelo? (1968) pregunta el niño del bambuco del maestro Arnulfo Briceño (1938-1989) y la respuesta del viejo es la misma de Álvarez Gardeazabal: “los muertos de la violencia han sido todos los de ruana, pobres campesinos que no encontraron otro ideal en la vida que vivar a su partido liberal o a su partido conservador” (2004, p. 128). Ante las cifras, ante la dominancia política, ante la justificación de la violencia y la herencia de venganzas, ¿el espacio fundido por Salcedo, cantado por el bambuco, relatado por las novelas, y muchas otras expresiones más, demandan una topología que resuena imposible? Ese es el instante que Salcedo intenta petrificar. Las poéticas colombianas lo demandan como real en tanto interpelan el sentir común y abogan por impedir banalizar u olvidar lo que se ha hecho parte de la existencia.

Relaciones como estas nos ponen sobre la mesa una característica más. La intertextualidad excéntrica de las obras hunde sus raíces en el fangoso campo de la memoria. En tanto ontológico, lo común no se teje solo en lo presente, sino que halla su razón de ser en las memorias. Canciones como ¿A quién engañas abuelo?2 atestiguan la vida de colombianos en el periodo de La Violencia y en esa medida relatan parte de la memoria colectiva, de las vivencias de jóvenes sin padre o madre, criados por abuelos sin fuerzas y agobiados por las muertes vividas —o que terminan su vida borrachos hasta morir en su cama, dejando su nieta a su suerte, como complementa la memoria literaria de Harold Kremer (2017) en El gato negro—, aquellas muertes sin tiempo ni lugar, con cruces de recordatorios y vecinos en quienes no confiar. La memoria de la violencia constituye un eje temporal de las poéticas artísticas y su recepción situada que precisamente garantiza su pertinencia y actualidad. De ahí que la interpretación como colombianos del tejido mnémico se conecte con las particularidades de la propia historia, personal y colectiva.

Ello implica que las relaciones intertextuales no puedan resultar meramente en citas sincrónicas o diacrónicas. Se trata de, como señala Baron en The Birth of Intertextuality, “percibir el tejido ensu textura, en el entretejido de códigos, expresio- nes, significantes en los cuales el sujeto se sitúa y se deshace a sí mismo, como una araña que se disolvería en su propia red” (2020, p. 231). Boris Gasparov en Speech, Memory and Meaning comparte esta aproximación compleja para abordar la relación con la memoria.

Este autor señala que la habilidad para usar el lenguaje está anclada primariamente en los fragmentos de memoria de la experiencia verbal pasada, “recordados como piezas concretas de materia de lenguaje, con sus significaciones asociadas a situaciones comunicativas concretas” (2010, p. 3).

Vista así, la actividad lingüística usual es, en sí misma, intertextual, en el sentido en que los hablantes “siempre construyen algo nuevo al fundirlo con su colección de fragmentos textuales provenientes de instancias previas de discurso” (p. 3). Hablar, expresar, comunicar es siempre una actualización de fragmentos de memoria, materiales del lenguaje, signos y significaciones diversas y polivalentes que se acomodan a la intención, momento y lugar de los actos de habla.

Tal actualización nunca pierde su alcance intertextual, una trama de sentido que excede las intenciones del hablante particular y conecta “con un cierto paisaje experiencial al que se accede por la memoria” (2010). A la manera de la noción de enciclopedia de Eco (1993), cada signo enlaza con un bagaje de significaciones que se concretan en contextos particulares; pero, además, esta noción de memoria como paisaje intertextual es planteada por Gasparov para reconocer las conexiones de los fragmentos con el discurso del que emerge el paisaje y con el orden discursivo que evoca.

Ello incluye las maneras de ser y hacer en el orden social: las connotaciones que se manifiestan en los gestos, la entonación, la vestimenta, los hábitos y gustos alimenticios, etc., y, en consecuencia, las formas de hablar de cada manera de ser y hacer y las posiciones y componentes prejudiciales de su enunciación. De hecho, los participantes son sujetos incluidos en la enunciación, así como lo es su posición en el discurso o la alteración de esta.

De modo que los hablantes participan de unas capas de tejidos intertextuales que adquieren espesor en su interrelación y asociación; la memoria como paisaje intertextual constituye ese espesor dinámico de tejidos que se actualiza en la enunciación y que, por lo mismo, se hace material expresivo que conecta el discurso y la subjetividad, así como las maneras de afectarlos, transformarlos, redirigir- los o entretejerlos de otras maneras. Esto es lo que brinda interconexión y diversidad en el material intersubjetivo a la expresión y, en consecuencia, lo que garantiza elementos compartidos de inter- pretación y de recodificación. Así, la memoria no es un equipaje cerrado de recuerdos archivados, sino un material plástico, abierto a la exploración y re-creación que inevitablemente interviene en las expresiones y conecta las subjetividades, los con- textos y las posibilidades en cada forma de reproducir o alterar el mundo discursivo social.

De ahí que tenga lugar conectar en nuestro tejido no solo la tensión entre la connivencia y la altertopía, sino el plegamiento que se da entre uno y otro. Es justamente allí, como muestran las camas de Salcedo, que connivencia y altertopía tienen sentido en la obra porque se tejen, ambos, en vectores distintos, con lo que es memoria en Colombia; en otras palabras, la memoria que se desplazaune, conecta la historia, lo dicho de la historia y las maneras de conectar con el presente y la subjetividad que nutren desde una misma fuente la connivencia cultural y la altertopía que proponen las poéticas artísticas.

A la luz de las obras de Salcedo, resulta poco satisfactorio pensar estas camas con una alusión contextual como arte colombiano. Por el contrario, la altertopía nos lleva a encontrar lo común que se hace sentir en la obra. De modo que hay un plegamiento entre lo que hay y su propuesta y es una sola capa la que cubre como espesor ambas instancias. No es meramente el lugar de lo común, sino lo común también como algo que se constituye en la exploración y propuesta artística.

Lo común no es lo que nos gusta del contexto, sino la particularidad que hace contexto. Allí juega un papel interesante esta memoria como paisaje inter- textual porque implica que no solo es lo dado, sino lo que se crea o se produce. La memoria aquí no solo remite a lo que la violencia ha dejado en tierra y vida, sino a lo que hay que recordar o sentir, es decir, a la memoria por construir. Allí se evidencia lo altertópico como un proyectar, un hacer memoria hoy de algo que demanda ser real, un futuro posible. Así que esa capa que Gasparov ha llamado memoria es un tejido resultante de las diversas formas de exploración del sentido presente, dentro de las cuales las artes tienen un lugar de enunciación ineludible. Pues justamente allí, en las canciones, en los cuentos y novelas, en las obras de arte y sus particulares camas se abre un lugar de enunciación que postula un sujeto conspicuo con el proyectar. Si el orden discursivo dado tiene una subjetividad, produce una subjetividad, su plegamiento altertópico demanda un sujeto conspicuo con su sentir, con aquello que añora o propone.

Es el sujeto-mujer-“hágase la loca” (Ospina, 2019) de Feliza Bursztyn, el sujeto provincial de Beatriz González o el sujeto espectral de Doris Salcedo, aquel que interpela el presente y la cómoda historia oficial; ese sujeto emerge en el centro del plegamiento conflictivo, tenso, incómodo, necesario.

Pliegues y subjetividades, creación a partir de lo dado, objetos que traen el mundo para enunciar. En la capa interdiscursiva heredada, colonial, poli- tizada y dominante que entreteje los discursos e historias oficiales, las expresiones poéticas traman altertopías que juzgan esa capa, pliegan sus elementos y señalan un posible que corresponde a una proyección del sentir común. Se muestra falsa la ideología de la mezcla y el mestizaje, castillo y cabaña no se hacen una cosa nueva, no se hacen extremos indefinidos; lo que hay es rotura y confusión, es hacer de la cabaña el propio castillo insumiso del “rey pobre”. Un sujeto conspicuo emerge de la rotura y ocupa el campo de la altertopía en la expresión poética de un sentir común.

Se can- tan relatos de vida y sentimientos que la cotidiana rutina esconde, se baila en fiestas y carnavales de blancos y negros para expresar la libertad deseada, se hace literatura cruda y fantástica de la muerte anunciada, se hacen obras de arte que evidencian las roturas constitutivas que el tejido interdiscursivo esconde y que una intertextualidad excéntrica escudriña y anuncia como real en el sentir de lo común.

Las camas de Salcedo extienden el pliegue que recoge de la connivencia lo que demanda un sujeto conspicuo con la altertopía que la obra propone. La casa viuda III no es una casa muerta, sino detenida, y lo que se lee como pérdida acusa y reclama presencia; de hecho, la obra se completa con el cuerpo que se instala en la cama al pasar el corredor. Al incluir nuestro cuerpo en la obra ya no es la casa de la muerte la que expone la obra, sino un reclamo de vida. Entre la ironía y la antífrasis, obras como esta exponen aquel sentir de lo común que reclamaban los nadaístas y que Gabo apalabra como la respuesta de la vida: “ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde deveras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra” (García Márquez, 2021). Sin esta motivación en el sentir mismo, ¿cuál sería la razón de ser y hacer arte en Colombia?

Los objetos de la violencia hechos obras de arte revierten lo evidente: son marcas ineludibles de las injustas muertes, pero están ahí, en la obra, para ser testigos del persistir de la vida de aquellos que sobreviven.

Si este interrogante es cierto, y la intertextualidad excéntrica no solo acoge lo que corresponde a un análisis de citas sino que se adentra en lo común a través del paisaje de lo que hace memoria, entonces la idea señalada de un sujeto conspicuo remite justamente al hecho de que cada objeto de uso común copartícipe de la poética artística conlleva una posibilidad de ver la conflictiva, contradictoria y desaforada realidad como un lugar donde puede tener lugar la vida.

No una vida idealizada y romántica, no es una existencia soñada, sino tan solo posible de ser vivida. Aquello que suena a dado,la vida misma, se revela, por el contrario, como lo más deseado y lo más ultrajado, lo más difícil de asumir como propio. Y por ello los objetos en las obras de arte colombiano, particularmente aquellos asociados a las historias de pérdida de vidas, se hacen testigos, relatan historias, muestran espacios negados. Lo común incluye tanto la presencia de las muertes cotidianas como las fortalezas en la posibilidad de vivir y de trabajar con la vida.

Podemos ilustrar esto, ya para cerrar, con la manera en que Erika Diettes (1978-) señala esta duplicidad en la altertopía explícita que ella trama e instala a través de su obra Relicarios (2011-2015), al señalar en sus propias palabras su hacer:

Hago esto porque me lo permiten, porque la gente cree en mí. Si la gente no cree que pueda darles un lugar honroso a esos objetos es imposible hacer estos trabajos. No es un trabajo sobre la muerte. Yo no me siento trabajando solo con el dolor y la muerte. Me siento trabajando con la fortaleza. El formato no es gratuito, es porque las personas que me han hablado son de una enorme entereza. Si no, Colombia no sería un país viable. Somos un país de personas fuertes. Yo me siento, ante todo, trabajando con la vida. Hacer esto, no desde la narrativa del victimario, sino a la luz dela memoria es un trabajo que en la marcha te va generando fortaleza, ganas de seguir. El día que no me sienta capaz, pues no lo hago. Es así de sencillo. (Atehortúa, 2019)

En Relicarios, Diettes presenta en lápidas color ámbar objetos de uso común: cepillos de dientes, peines, fotografías, alicates, collares, blusas, chanclas... 165 relicarios en total. Cada uno de estos objetos guarda una historia que se extiende en la memoria de una persona, una familia, una comunidad, una masacre, un país en guerra. Ellos fueron entregados por familiares de víctimas —víctimas ellas mismas— del conflicto armado.

Los 165 objetos se conservan en un bloque ámbar que a su vez está en un cofre transparente; dispuestos en hileras y separados apenas para el tránsito de los visitantes, simulan un paradójico cementerio.

Aunque dije lápidas, es un error, pues no esconden los restos del cuerpo ni lo nombran para su identificación; los objetos son los restos que quedaron de un cuerpo ausente, desaparecido y cuyo nombre no es posible olvidar en casa, en los relatos de los vecinos, en las conversaciones cotidianas. Todo el mundo lo sabe y convive con esa muerte anunciada.

Los objetos atestiguan ese presente vivido. Así que son lápidas de la muerte vivida a diario por los familiares y vecinos que ven en ese cepillo el rostro del ausente. No son emblemas de un rito de paso, no dejan atrás nada, no permiten el duelo, sino que demandan atención. Ese alicate, ese collar, esa blusa es aquella de la niña que debe ser recordada, del padre que aún se espera o de la madre que no se puede olvidar. Si fueran relicarios del que vivió, recuerdos preciosos, sería contradictorio el escenario sepulcral. Al invertir el orden, hacer del lugar del olvido, la tumba, el símbolo del recuerdo, el objeto no se convierte en un relicario ni la lápida en tumba sustituta.

A la pregunta ¿qué demandan estos objetos? sigue la pregunta ¿a quién demandan estos objetos? ¿A quién se dirigen? En este escenario somos convertidos en visitantes en duelo y en copartícipes de la vida que persiste. Esa fortaleza que señala Diettes no está en la lápida, sino en la demanda que nos plantea: objetos comunes y ordinarios como nosotros mismos, desde lo común, reclaman el sentir compartido también de reconocer la valía y singularidad de cada cuerpo y cada vida que sufre la pérdida de un familiar.

No nos sorprende el número de objetos —uno por cada fallecido o desaparecido—,sino la identificación que demanda cada uno de esos objetos: ese cepillo de “mi niña”, ese collar de “mi madre”, singularización máxima de una vida perdida a través del objeto y, empero, un sentir compartido por el escenario, la rodilla hincada, la mirada abajo y la posición de sujeto conspicuo con la obra y la trama que se extiende más allá de su instalación. Es una obra con una intensa violencia sutil contra la connivencia, el silencio y la invisibilización; la vida y la fortaleza se muestran capaces de ser en sí mismos un universo de sentido y lucha en el caso de cada sobreviviente.

El relicario, aquello precioso a conservar, es justamente ese acto de fortaleza ante el sumo dolor. Allí es donde la obra nos hace sujetos conspicuos con su resistencia a que los casos sean invisibilizados —un caso más, una muerte más, una masacre más— y postula una doliente verdad: también hacemos parte de los que sobreviven y su dolor nos es común.

Referencias

Álvarez Gardeazabal, G. (2004). Cóndores no entierran todos los días. Panamericana.

Atehortúa, A. (25 de marzo de 2019). Dolores en un pedestal: un repaso por la obra de Érika Diettes. Hacemos memoria: http://hacemosmemoria.org/2019/03/25/

Baron, S. (2020). The Birth of Intertextuality. The Riddle of Creativity. NY: Routledge.

Caballero Calderón, E. (1990). El cristo de espaldas. Bogotá: Panamericana.

Eco, U. (1993). Lector in fábula. Lumen.

Fals Borda, O., Umaña, E. y Guzmán, G. (1962). La violencia en Colombia. Tercer Mundo.

Foucault, M. (2014). Des espaces autres (1967), Hétérotopies. https://cinedidac.hypotheses.org/files/2014/11/heterotopias.pdf

García Márquez, G. (1975). El coronel no tiene quien le escriba. Editorial Sudamericana.

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Notas

1 «Para Salcedo es crucial entrar en este espacio de pérdida, dolor y luto que ella comparte con sus entrevistados, para luego traducirlo a objetos que en lugar de retratar los actos de violencia descritos por las víctimas producen “imágenes capaces de transmitir la inconclusión, la falta y la ausencia” que intentan llenar el vacío del olvido tratando de “asir lo que ya no está presente” puesto que el arte para ella “puede inscribir en nuestras vidas un tipo diferente de pasaje… desde el sufrimiento hasta significar la pérdida”» (Roca y Martín, 2015, p. 18).
2 Letra de la canción del maestro Briceño:A quién engañas abuelo, yo sé que tú estás llorando / Ende que taita y que mama, arriba tán descansando / Nunca me dijiste cómo, tampoco me has dicho cuándo / Pero en el cerro hay dos cruces que te lo están recordando /Bajó la cabeza el viejo y acariciando al muchacho / Dice tienes razón hijo, el odio todo ha cambiado / Los piones se fueron lejos, el surco está abandonado / A mí ya me faltan fuerzas, me pesa tanto el arado / Y tú eres tan solo un niño pa sacar arriba el rancho /Me dice chucho el arriero, el que vive en los cañales / Que a unos los matan por godos, a otro por liberales / Pero eso qué importa abuelo, entonces qué es lo que vale / Mis taitas eran tan buenos, a naides le hicieron males / Solo una cosa com- priendo, que ante Dios somos iguales /Aparecen en elecciones a unos que llaman caudillos / Que andan prometiendo escuelas y puentes donde no hay ríos/ Y al alma del campesino llega el color partidizo / Entonces aprende a odiar hasta quien fue su buen vecinoTodo por esos malditos politiqueros de oficio / Ahora te com- prendo abuelo, por Dios no sigas llorando

Recibido: 15 de enero de 2023; Aceptado: 20 de marzo de 2023

Resumen

Este texto, resultado del proyecto doctoral Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, da continuación a la investigación en torno al planteamiento de la noción de intertextualidad excéntrica a partir de las correlaciones que emergen del encuentro poético entre la red de significación del objeto de uso y la intervención artística. Este encuentro, denominado arte objetual, pone en correlación elementos que ilustran la manera en que se constituye el sentir y lo común en la cultura colombiana. Pero a la vez también expresan la demanda de rearticulación de lo crítico y lo opresivo que desde el arte se plantea. Al considerar la tensión entre estas dos tendencias, se revela que la intertextualidad se cruza con las relaciones de poder en el orden interdiscursivo y que, desde allí, adquiere una función crítica y creativa. El texto propone interpretar esta tensión en térmi- nos de las categorías de connivencia y altertopía y para establecerlas recurre al diálogo con algunas obras de arte objetual enfocadas en la temática de la experiencia de la violencia en Colombia.

Palabras clave

intertextualidad, arte contemporáneo, arte en Colombia, arte y violencia.

Abstract

This paper, result of the doctoral project Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, continues the investigation around the approach of the notion of eccentric intertextuality from the correlations that emerge from the poetic encounter between the network of signification of the object of use and the artistic intervention. This encounter, called objectual art, correlates ele- ments that illustrate the way in which feeling and the common are constituted in Colombian culture.But at the same time, they also express the demand for rearticulation of what is critical and oppressive that is stated from art. When considering the ten- sion between these two tendencies, it is revealed that intertextuality intersects with power relations in the interdiscursive order and that, from there, it acquires a critical and creative function. The text proposes to interpret this tension in terms of the categories of connivance and altertopia and to establish them it resorts to a dialogue with some works of objectual art focused on the theme of the experience of violence in Colombia.

Keywords

intertextuality, contemporary art, art in Colombia, art and violence.

Résumé

Ce texte, résultat du projet doctoral Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, poursuit l'investigation autour del'approche de la notion d'intertextualité excentri- que basée sur les corrélations qui émergent de la rencontre poétique entre le réseau de signification de l'objet d'usage et l'intervention artistique. Cette rencontre, appelée art objectal, met en corrélation des éléments qui illustrent la façon dont le senti- ment et le commun se constituent dans la culturecolombienne. Mais en même temps, ils expriment aussi l'exigence de réarticulation du critique et de l'oppressant qui émane de l'art. En considérant la tension entre ces deux tendances, il apparaît que l'intertextualité recoupe les rapports de force dans l'ordre interdiscursif et qu'à partir de là, elleacquiert une fonction critique et créatrice. Le texte propose d'interpréter cette tension en termes de catégories de collusion et d'altertopie et pour les établir, il recourt à un dialogue avec des œuvres d'art objectal axées sur le thème de l'expérience de la violence en Colombie.

Mots clés

intertextualité, art contemporain, art en Colombie.

Resumo

Este texto, resultado do projeto de doutorado Extrañamientos del objeto del uso en el arte de Colombia, continua a investigação em torno da abordagem da noção de intertextualidade excên- trica a partir das correlações que emergem do encontro poético entre a rede de significação do objeto de uso e intervenção artística. Este encon- tro, chamado de arte objetual, relaciona elemen- tos que ilustram a forma como o sentimento e o comum se constituem na cultura colombiana. Mas, ao mesmo tempo, também expressam a demanda de rearticulação do crítico e do opressivo que se levanta da arte. Ao considerar a tensão entre essas duas tendências, revela-se que a intertextualidade se cruza com as relações de poder na ordem inter- discursiva e que, a partir daí, adquire uma função crítica e criativa. O texto se propõe a interpretar esta tensão a partir das categorias de conivência

Palavras-chave

Intertextualidade, arte contemporânea, arte na Colômbia, arte e violência.

En un número reciente de Estudios artísticos tuve oportunidad de compartir algunas reflexiones críticas y metodológicas para el análisis de obras de arte objetual desde la perspectiva de una extensión de la red de significación que implica la conjugación entre poética artística y objeto de uso cotidiano (Pineda Repizo, 2022). Este texto desarrolla una inquietud complementaria. Si la intertextualidad se desborda hacia el mundo cultural y sus encuentros conflictivos, ¿cabría allí establecer un enlace con la interdiscursividad, esto es, con la red de relaciones de poder que se reproducen desde el orden discursivo e inciden en nuestras representaciones y prácticas sociales? ¿Cuál es el rol que ejecuta la obra de arte en ese escenario? ¿Cómo lo creativo responde al poder?

Para dar continuidad a esta extensión habrá que volver a la cama del arte. En las obras de arte confluye el aparecer de dos extremos en simultaneidad: la crítica y el anhelo, la cita al orden constitutivo y la transgresión de la subjetividad, la carga de sentido heredado y la promesa de un sentido posible, la moral que normaliza y el sentir que deja la rotura abierta y creativa. Entre uno y otro emerge la experiencia de extrañamiento sin la cual no tiene lugar la poética de la obra de arte objetual. Pero, ya sabemos, no se trata de una experiencia que se quede en la extraña percepción, sino que nos invita a seguir los tejidos que traman sentidos más allá de la obra, que tocan poéticas diversas, que corresponden a la cultura y al extrañamiento de la vida misma que la obra hace sentir. Es la posición de sujeto la que se muestra extrañada en su posición enajenante y opresiva y así las fibras dejan pasar la luz de una posible reconstitución de los modos de subjetivación.

Esto es importante porque en no pocas ocasiones frente unas obras de arte colombiano, entre ellas algunas particulares camas, la interpretación tiende a ver el horror del dolor y la crítica a la violencia, sin resaltar lo que es propio de la poética artística; puede que la recepción en ocasiones se confronte y limite a acotar lo crítico, pero la experiencia de la poética, es decir, la participación a la que invita está orientada a una expectativa, a la posibilidad de otra manera de ver, sentir y vivir. Cada obra que acota —y es una temática ineludible en el con- texto colombiano— la violencia y la muerte que se mueven en nuestra historia, apunta no solamente a expresar el horror, sino a demandar un mundo distinto, aquel sin su espectral presencia —o al menos revisar el modo en que somos sensibles y narra- dos en la historiografía de nuestros muertos—.Sin demanda, ¿para qué la performatividad de su excentricidad? No serían sino lechos de Procusto, una violencia de la obra sobre el sujeto; pero las camas de la violencia en Colombia no ajustan el sujeto al objeto, sino que ellas han sido ajustadas para relatar una y mil muertes, la muerte y violencia como algo de lo común y, empero o a la vez, el objeto se ajusta a la interpelación de un sujeto no distante, ni indolente, ni partícipe de la muerte, sino atento a un modo diferente de sentir, hacer y ver nuestra realidad.

Resultan ilustrativas al respecto las palabras mis- mas de Beatriz González en la reciente entrevista publicada en el catálogo de la exposición curada por Mari Carmen Ramírez y Paul Ostrander Beatriz González: una retrospectiva (2020). Habría que ser honesto y preguntar a Ramírez hasta qué punto—en mi opinión no muy avanzado— aplica el modelo constelar a esta retrospectiva. Hay un evidente estudio y una mirada atenta y hasta cariñosa con la obra de González.

Pero el resultado es una división en dos periodos cuyo punto de inflexión tiene lugar en 1985 con la toma del Palacio de Justicia. La expresión de la artista “Ya no puedo reír más” es entendida como un giro hacia el sufrimiento, la representación del pesar y el dolor, manifiesto en el juego de colores y su temperatura y en la representación de la representación apli- cada a imágenes-compuesto que capturan lo que se hace anodino en la cultura de la violencia en Colombia.

Con ello, afirma la curadora, González elabora unas formas no pastiche ni espectaculares de presentar el dolor. Pero creo que las lecturas de una obra tan rica como la de González habrían podido ser más diversas y transversales, en lugar de retrospectivas e historiográficas. De hecho, en dicha entrevista, Beatriz González misma arroja en sus descripciones de su trayectoria una serie de categorías conceptuales y creativas que trazan diversas constelaciones, formas de leer la propia trayectoria y reflexión, temáticas y técnicas que emergen de su trabajo artístico y su relación con la vida y la época del país.

Así, ella destaca, por ejemplo, la fascinación por el uso de imágenes, tanto en las obras como en la prensa, y los vínculos, traslaciones y modificaciones que ocurren de la prensa a la obra, de la prensa a la cultura y de la obra al espectador; en línea paralela, dibuja relaciones sobre la extensión de lo provincial como actitud cultural y posición de reflexión y creación; también expresa la relación con los soportes de la pintura y lo que aparece mediante un “objet-trouvé intervenido” (González, 2020, p. 225) cuando a veces los objetos piden imágenes y a veces es a la inversa; finalmente, y la que más ha llamado mi atención, porque en sentido estricto pone en cuestión la simplicidad de la división en dos periodos, evoca la trama de la muerte como una presencia transversal a sus obras.

En efecto, la muerte se encuentra precisamente desde Naturaleza casi muerta (1970) hasta Auras anónimas (2007-2009). Los Columbarios son descritos por la artista como otro objeto encontrado intervenido, al igual que la cama, pero tal intervención acoge símbolos de muerte que circulan por/en la cultura. La muerte está en la muerte del Libertador (Mutis por el foro [1973]) y en la serie de los Cargueros (2006 en adelante) de cuerpos; en las pinturas más recientes de los llantos de mujer (Lágrimas y peces [1997]), de cuerpos en los ríos (La pesca milagrosa [1992]), de desplazados con sus camas al hombro en Inundados La cama (2012). La muerte del justo y La muerte del pecador (1973) son camas de juicio de muerte y los 17 butacos de Naya (2002) son juicio de la muerte injusta de 17 jóvenes en la masacre de Naya. La cabeza de Juan el Bautista en la bandeja de Salomé (1973) también acoge una víctima y una justificación de la muerte. En conjunto, y transversalmente, la presencia de la muerte como fenómeno y como representación cultural aparece en la obra de González dibujando tramas susceptibles de una amplísima intertextualidad sin centro, etérea por lo sutil, concreta por lo doliente, silenciosa por lo intensa, patológica por lo sistémica, invisibilizada por lo hiriente, abierta por lo real.

¿Cuál es la particularidad de estas muertes? ¿Por qué González tiene que mostrarlas? ¿Por qué su obra podría constelarse con la muerte? ¿Se trata de una obsesión individual o de un aparecer en la vitalidad misma de lo común? Si lo común remite a esa ontología que se constituye por lo que compartimos, por la manera en que somos dichos y establecemos un nosotros, mucho de ello en la latitud que nos correspondió por nacer pasa por la familiaridad y minuciosa diversidad de la muerte y la violencia, ya mediada en prensa, ya hecha carne. Así, la preocupación que se evidencia en la obra de González retoma lo que nos es propio, aún si indeseable; pero justamente en esa confrontación inicial la maestra invita a juegos de extrañamiento que interpelan la cotidiana connivencia con la muerte y abren los tejidos del sentir hacia un lugar de enunciación con la inminencia de lo posible.

Lo posible es entonces un espacio topológico intertextual que se desplaza sobre la urdimbre de lo interdiscursivo y reivindica la poética del extrañamiento como una poética de la vida y su valor. En otras palabras, cuando la muerte se hace constitutiva, el arte replantea el sentir que corresponde al vivir.

Una dupla que permite acotar esta cuestión es aquella de la connivencia (esa tolerancia a vivir con la violencia, no solo la física sino también la discursiva que reproduce formas de opresión a partir de la estructura de la interdiscursividad del orden moral, político, social e histórico del país) y el espacio topológico del anhelo, que relata la búsqueda de sentido mediante el sentir del arte. Nuevamente la sensibilidad de Fernel Franco llega en nuestra ayuda, pues el lazo de uno a otro no se traza con una flecha, sino con un complejo y sistémico tejido intertextual que nos extraña de la posición de sujeto normalizada y reescribe las relaciones en las que podemos ser. Franco relata que en la época de su infancia la violencia y la muerte eran comunes. Tanto así que pertenecían a las posibilidades de experiencia de un niño de su edad:

Otro día cualquiera, a la caída de la tarde, cuando volvía a la casa después de jugar con mis amigos, de un callejón estrecho por el que siempre pasaba, salió alguien de una puerta que se abrió de repente y de un solo balazo mató al hombre que caminaba delante de mí, a unos cincuenta metros de distancia. Yo, que no pasaba de los seis años, frené espantado a mirar la escena, y esa misma persona a la que no se le veía el rostro, me tomó fuerte de una oreja y me maltrató para advertirme que siguiera corriendo para mi casa y que ni me atreviera a hablar de lo que había pasado. Hasta ahora nunca dije nada porque creí que si lo decía a mí también me matarían.

Si esa es la cotidianidad de un niño, es lógico que él llegue a creer que no hay más que esa realidad. Yo no podía ver el mundo de otra manera, ese era mi lenguaje diario. Y a eso había que sumarle que en la casa de mis padres todos los días se oía decir que mataron a tal persona, que la estaban esperando en tal sitio y la tumbaron. No cabía entonces reflexiones contrarias a lo que sucedía cada día. (Iovino, 2004, p. 6)

Hay dos elementos en las palabras de Franco que nos ayudan a entender de mejor manera la connivencia. ¿Qué tan lejos podría seguirse el hilo de la actitud cultural de connivencia con la muerte y la violencia? Palabras rápidas acusan con fervor tal connivencia de indolencia, incluso de impunidad en ocasiones. Pero cuando lo visto, lo dicho y lo vivido se hacen sangre y dolor cotidiano, es apenas un asunto de sobrevivencia. Saber lo que pasó y, empero, seguir viviendo. Ese impulso normaliza lo anormal, convierte el dolor en realidad y las muertes en lenguaje diario. No es necesariamente, o no del todo, que la indignación se haya perdido, sino que se caldea en el silencio del que sabe que cuando no hay nada más, hay que seguir.

“A buena hambre no hay mal pan”, responde el Coronel; pero incluso en ese instante al borde de la desesperación, cuando ya no hay ni pan, ni maíz del gallo, el Coronel responde a “¿y ahora qué vamos a comer?” con lo que la connivenciatambién tolera: “El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto—- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: “Mierda”. (García Márquez, 1975, p. 92)

Cuando no hay nada más que ausencia, opresión, hambre, dolor para una larguísima extensión de la población colombiana y su historia, la connivencia se muestra como la respuesta del coronel, paradójica y pura a la vez, capaz de sobrevivir a punta de comer mierda.

De la infancia que vio el homicidio cara a cara, al joven desplazado y al fotógrafo de masacres o de Amarrados (1980) (empaques enormes de objetos que se desplazan con los desposeídos), Franco francamente aceptó la sensibilidad, pero reconoce el temor. Este temor es un dispositivo de silencia- miento que garantiza la connivencia y en consecuencia se ha vuelto en nuestro país tanto política de Estado como estrategia de guerra. Hace parte de la estructura discursiva que ha soportado el vivir en guerra por setenta años, hace parte dela lógica con que la corrupción y la explotación devienen estrategia para el éxito, y hace parte de la justificación de la violencia como principal mecanismo de defensa en Colombia. Por ello también la connivencia se ha convertido en una interpelación ideológica del aparato de Estado en el mejor sentido althusseriano, aunque con toda la incidencia en la psiquis que tiene el temor. Es una demanda de connivencia la que llama a aceptar sobrevivir.

Por ello la connivencia es una categoría pertinente para comprender a qué responde y qué confronta el arte colombiano. No es a una lógica de representación, ni un juego mercantil meramente.

En esa realidad violenta que Franco atestigua, que María Elvira Escallón encuentra en hospitales abandonados, que Óscar Muñoz hace ver en rostros de obituarios, que Doris Salcedo re-construye en sus muebles, con la que Beatriz González ironiza la muerte tras sus imágenes, allí, cada obra a su manera encuentra las roturas necesarias de ese sistema, aquello que el discurso no cubre porque la realidad desaforada rehúsa aún a ser capturada. Artistas como estos encuentran que la connivencia es un tejido poroso sobre el que se puede trabajar y apuntar a hacer más que sobrevivir. La persistencia en la muerte, el dolor y la destrucción apunta a sobreponer otro tejido que recubra el espacio con una intertextualidad capaz de apuntar a un otro lugar, otra tierra, otra Colombia en el propio presente y realidad. Dicho así, suena utópico, incluso, he de aceptarlo, ingenuo. Pero si la realidad constitutiva es un tejido discursivo, ¿el arte no toma los hilos de allí mismo, los entremezcla, abre, rompe, reconecta y con ello transforma —así sea temporal y efímeramente— los lugares de enunciación y las posiciones de sujeto? Y si cambiar relaciones y posiciones es cambiar una topología, ¿no es entonces consecuente a esta poética establecer un espacio intertextual otro, una altertopía? Franco señala de su propia obra:

“Hoy me queda claro, viendo el trabajo que he hecho, que mucho es sobre la destrucción y sobre la incapacidad de conservar la memoria, que es algo que va tan ligado a los problemas de Colombia y de América Latina” (Iovino, 2004, p. 31). Capturar con la cámara los punctum de la destrucción y la incapacidad de conservar la memoria, es ya hacer una altertopía, espacio distinto al del temor y el silencio con el que sobrevive la connivencia.

La disposición a la altertopía, hay que decirlo, pertenece a la cultura y es otra categoría que viene a acotar el otro extremo de la red que se enrolla y se pliega sobre sí misma, cual ruana según relata el viejo bambuco de los maestros Luis González y José Macías, un lugar de rotura, cambio y resistencia, muy distante al florero de Llorente. Es el gesto artístico de la rotura el que se trama en la canción como parte de la pulsión fundadora campesina:

La capa del viejo hidalgo se rompe para hacer ruana Y cuatro rayas confunden el castillo y la cabaña

Es fundadora de pueblos con el tiple y con el hacha y con el perro andariego que se tragó la montaña.

La canción misma es excéntrica, es juglar, es altertopía de un mundo que rompe la herencia colonial y junto a la música del instrumento de cuerdas colombiano se abre camino en el monte para fundar pueblos. Canta una historia y, a la vez, un mundo existente pero deseado. La referencia musical no es gratuita, pues ella emerge del sentir que se traslada en fiesta sobre toda cordura en la dura realidad del campesino y los abuelos. De ahí que la altertopía sea ese otro espacio narrado, visibilizado, cantado que se levanta como anhelo en medio de lo presente y que el arte no puede sino tomar de lo común para convertirlo en su propio lugar de enunciación en y sobre la realidad que nos correspondió vivir.

Claramente la altertopía no sería una utopía, un no-lugar, pues, ni ilusoria ni irreal, se conecta con la vida y solo desde allí las obras pueden generar la experiencia de extrañamiento. Pero habría que revisar si cabe contemplarlo como heterotopía, siguiendo el célebre término de Foucault. El filósofo francés utiliza esta categoría para señalar aquellos lugares que pueden ser constituidos en el afuera del conjunto de relaciones que definen las ubicaciones irreductibles en las que vivimos.

En el texto Hétérotopies, Foucault inicia y termina con dos imágenes-objeto de la categoría; por una parte, el espejo es un lugar sin lugar, en el que yo me veo en un lugar en el que no estoy, un espacio irreal que me brinda mi propia visibilidad y, al mismo tiempo, un existente real, el espejo existe y con él me descubro a mí mismo: “el espejo funciona como una heterotopía en el sentido de que hace que este lugar que ocupo cuando me miro en el espejo, al mismo tiempo, sea absolutamente real, en conexión con todo el espacio que lo rodea, y absolutamente irreal, ya que es obligado, al ser percibido, a pasar por ese punto virtual que está ahí” (2014, p. 4). Aquellos espacios o lugares diferentes que forjan una disputa real y mítica con el espacio en el que vivimos son los que Foucault llama heterotopías. Pueden darse a través de la yuxtaposición de elementos incompatibles o incluso por la simplificación de sus elementos, la cuestión es que las heterotopías tienen la función de crear un espacio de ilusión que denuncie lo ilusorio de lo real

De ahí, por otro lado, que aparezca para Foucault el navío como una heterotopía también; cerrado en sí mismo, móvil y libre sobre la superficie infinita del mar, el barco en sí mismo hace un espacio que lo convierte en un instrumento fundamental para el desarrollo económico capitalista y, con ello, para alimentar los sueños colonizadores con los que se erigió la civilización occidental: “el barco es la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones sin barcos los sueños se secan, el espionaje sustituye a la aventura, y la policía a los corsarios” (2014, p. 8).

Podríamos adelantar que justamente en esta relación con los sueños de la heterotopía, que Foucault identifica con el barco, es posible identificar la diferencia con la altertopía.

Pero, para ser justos, Foucault no estaba pensando directamente las artes, como de hecho Mari Carmen Ramírez lo hace con relación a la exposición Heterotopías.

Medio siglo sin-lugar: 1918-1968 (2000). Para esta curadora, es el hecho de ser posibles lo que le interesa de las heterotopías en el arte latinoamericano. De esta manera, las heterotopías corresponden al hecho de que las “respuestas al modelo modernista inicial no-tuvieron-lugar debido a la unilateralidad inflexible del eje hegemónico legitimador con sus reglas y axiología conocidas” (2001, p.23).

Si la “lectura eurocentrada de Occidente o ensimismada de los Estados Unidos, que es lo mismo”, enuncia el espacio de legitimación del arte durante la mayor parte del siglo XX, las propuestas artísticas que emergieron en Latinoamérica y que concibieron las características, preocupaciones y sensibilidades de su momento y lugar como motor de sus obras enmarcan un espacio propio de enunciación que no corresponde necesariamente con los criterios de legitimación del primero y que, por ello mismo, Ramírez califica de heterotópico.

Esta condición se evidencia, según la autora, con el hecho de que la exposición demuestra que la historia de la producción artística en América Latina no solo no requiere, sino que además se ve constreñida por el permanente modelo panorámico del paradigma historicista tan popular en los museos nacionales y retrospectivas. Al cambiar la lógica paradigmática del modelo historicista, que en sentido estricto ha impuesto los criterios de la modernidad eurocéntrica como historia remedo del arte europeo y demanda la aplicación de sus mismas categorías, es posible aproximarse a las vanguardias latinoamericanas para entender sus propios procesos de creación plástica y teórica.

Es por ello que Ramírez propone constelar el conjunto de artistas latinoamericanos con base en los aspectos críticos, ideológicos y formales del desarrollo de las vanguardias de la región que emergen de la relación entre la práctica y la teoría artística latinoamericanas (Ramírez, 2001, p. 25). El resultado es que en conjunto las obras dan cuenta de la constitución de un espacio de enunciación discernible, auténtico, dispar en obras pero común en inquietudes, que motivó la emergencia de las vanguardias latinoamericanas y que corresponde a preguntas que suscitan la condición colonial y la imposición desarrollista que ha sufrido la región.

Este espacio no cabe, sino como borradura, en la Historia oficial de un supuesto arte universal; es un espacio tramado por contradicciones y contrapuntos en medio de un diálogo constante entre artistas y sus obras, así como entre la exposición y sus asistentes, en torno al lugar que corresponde a aquello que llamamos lo latinoamericano.

La invitación heterotópica que hay que tomarse en serio de lo planteado por Ramírez consiste entonces en tomar distancia de las metanarrativas erotizantes y subordinantes de lo latinoamericano para lo eurocéntrico y de la reproducción de una historia unívoca marcada por el legado colonial y el presente centro-periférico, y pasar a reconocer las características de la producción artista latinoamericana a la luz de la creación de un lenguaje y unas categorías acordes a su realidad cultural y social. El modelo constelar de Ramírez propone categorías que buscan aportar a una relectura de la historia del arte latinoamericano y de la propia diversidad de propuestas artísticas en la región.

Este modelo condensa “puntos luminosos” de encuentro entre las obras y los artistas que constituyen temas claves, fragmentos que resuenan unos con otros en la simultaneidad de una sensibilidad histórica no teleológica. De ahí que, al fin, Ramírez establezca el vínculo con las heterotopías de Foucault al decir que estas “representan un cuestionamiento, a la vez mítico y simbólico, del espacio en que vivimos. Míticas, desde el punto de vista de que preservan el no-lugar de la utopía; simbólicas en tanto que nos permiten articular (aunque tan solo sea metafóricamente) las coordenadas de ese no-lugar” (2001,p. 42).

En consecuencia, los espacios emergentes del arte latinoamericano que las constelaciones de Ramírez buscan exponer son contralugares que aúnan lo utópico y lo fragmentario del arte latinoamericano que dan sentido a las vanguardias latinoamericanas: “el desorden en el cual estos fragmentos adquieren verdadero sentido y se destacan es la heterotopía” (p. 42).

Sin embargo, hay un par de diferencias entre la intertextualidad y ex-centrismo del modelo constelar de Ramírez y la intertextualidad excéntrica que nos han mostrado las obras de arte objetual colombiano. Las preocupaciones entre Ramírez y nuestra cuestión son distintas, aunque se comparte aquí la posición crítica al paradigma historicista y la invitación a la renovación de las categorías con las que leer y tramar las relaciones sincrónicas y diacrónicas entre las obras.

Empero, lo heterotópico tiene un carácter de respuesta a lo utópico y a lo diagramático. Ramírez, siguiendo a Foucault, encuentra en el espacio de la heterotopía la posibilidad de establecer un espacio que se desdoble de las condiciones normalizadas del diagrama del espacio institucional y las relaciones de poder y que, a la vez, a fin de no recaer en las lógicas del poder, sea un espacio soñado.

Es un espacio similar al que deseaba Bretón, ajeno a las constricciones de la racionalidad, la representación y el gusto. De modo que es un afuera que se designa con relación a aquello de lo que ha de escapar. Y, por ello mismo, la figura del barco como heterotopía tiene una doble lectura: como lugar de ensoñación delo que está más allá de toda frontera, pero también como referente del fuerte, del puerto, de la nación que enriquece. La heterotopía es una legitimación soñada y sutil del diagrama dominante. Allí, estimo, yacen las figuras que Foucault identifica, sus propias imagen-objeto: el espejo cuyo no lugar es reflejo de lo dado, el jardín neoclásico que articula lo ideal de lo natural dentro de una lógica geométrica, o, como ya mencionamos, el barco que, además, se confronta a piratas e indios cuyo peligro exige la presencia de la soberanía.

Es por ello que al encontrar en nuestro tejido los extremos de la connivencia con el orden y el poder y la altertopía como espacio posible, lo segundo no se establece como complemento del primero, pues ambos se confrontan en simultánea contraposición.

El reconocimiento de que lo altertópico tiene lugar por el espacio que con- forma lo interdiscursivo no quiere decir que se reduzca a su cara soñada. Por el contrario, en la medida en que lo interdiscursivo también se labra como una red de enunciados que se establece con poder para dar sentido a una realidad que se escapa, que se muestra desaforada en violencia y contradicciones, en la multiplicidad simultánea de maneras de vivir, en la abundancia de recursos yexpresiones culturales, lo altertópico se presenta como un tejido que emerge de los puntos que conectan fragmentos de esa realidad. La realidad latinoamericana, y en particular la colombiana, muchas veces tildada de atrasada frente a otros países de la región, a veces es leída como aquella de un país en un desarrollo y modernización a ultranza, de inversión e industrialización sin piedad, en confrontación con una actitud cultural conservadora, retrógrada, inculta y provinciana. Pero nos hemos acostumbrado a recibir demasiados juicios. La producción artística y la producción material cultural del país muestran una diversidad y un ingenio creativo que no tiene por qué aceptar esos criterios de juicio.

Antes bien, desde sus propias condiciones de vida, la mayoría de la población, sin conocer ni poder compartir los planes de una clase política interesada en capturar los beneficios del desarrollo, produce permanentemente tácticas de sentido, respuestas que evaden y que buscan sobrevivir y crear. La artesanía en el país es un vivo reflejo de ello; confrontada con la industria y marcada como exotismo, sigue ofreciendo recursos que se conectan con las tradiciones populares e, incluso, garantiza su sostenimiento en las casas y las costumbres cotidianas.

Pero también la música, la fiesta, la gastronomía, el albur, entre otros, contienen prácticas creativas que se ubican en otro espacio. Obras de arte objetual como las que hemos rastreado comparten esa localización. No tienen como principal o único referente un centro hegemónico de las artes. La altertopía que allí se encuentra no es otro espacio artístico con relación al discurso dominante del arte. Por el contrario, es un otro espacio con relación a la interdiscursividad dominante del cotidiano vivir, de las prácticas que no se ajustan al discurso, que pueden ser más que desechos o chatarras en Bursztyn, que no tienen que aceptar una forma de ser mujer o madre en González, que pueden ser horizontales en una sociedad jerarquizada en Juan Fernando Herrán, que se hacen estéticas con recursos a la mano en lugar de gustos heredados en Gaitán, que persisten en un hospital abandonado cuidando cuerpos de camas vacías en Escallón. Lo altertópico nace de las propias luchas y búsquedas de sentido en el sentir que moviliza lo estético dentro de la diversidad cultural misma y resiste a ser olvidado por los discursos dominantes.

Esto es particularmente notorio si desplazamos las camas a ese espacio discursivo doloso de la historia de Colombia que nos señaló Franco. La violen- cia en el país ha dejado muchas camas vacías.

Si la altertopía fuera un espacio utópico, caería en una injusticia moral y epistémica con las víctimas. Por el contrario, camas como las de Doris Salcedo ofrecen otra aproximación. En 1994, dentro de la serie La casa viuda, una cama se extiende a lo ancho de un corredor de una sala de exposición. La casa viuda III (1994) es una obra que conjuga el marco del cabecero de una cama y su piecero con unas puertas delgadas de madera, tradicionales de las casas cafeteras del campo colombiano. El marco funde sus límites con el cuerpo de las puertas, pero no en armonía. Una tensión se evidencia cuando la parte superior de la puerta pasa por detrás del marco mientras la inferior por delante, como si en cualquier momento una de las dos piezas fuera a quebrar la fortaleza de la otra. Esta rudeza contrasta con una sutil mancha blanca que resulta ser una delicada y solariega pequeña blusa femenina que cuelga, o mejor, se asoma entre las rendijas cual mirada infantil en el borde de la cama, atenta a lo que sobre ella pasa. Pero no hay un “sobre”. No hay tendido, no hay colchón, no hay tablas, solo al otro extremo del pasillo el piecero completa la longitud y aquello que parece estar viendo esa blusa de niña. ¿Qué pasó allí? ¿Qué atestiguaron estas piezas? ¿Qué cuerpos quedaron ausentes? La serie La casa viuda continúa el trabajo de Salcedo de corresponder a las palabras de las víctimas del conflicto armado en Colombia, y en particular, en este caso, aquellas que no solo sufrieron violencia, sino que fueron desplazadas de sus hogares 1 .

De modo que es una cama viuda: viuda de un padre o una madre a manos de homicidas; viuda de rutina, goce, encuentro y cariño; viuda de la complicidad que esta cama guardaría con los secretos familia- res; viuda de un lugar propio y de una herencia.

La viudez da paso al vacío, a la ausencia de lo que debía estar allí, pero también al dolor, la pena y su fuerza que podrían romper los palos que de allí quedaron. El desplazado carga esa pena con sus cosas y en lugar de terminar de romper las cosas conlleva el peso de lo ausente. La incompletitud de la cama es las manos que cargan lo liviano de sus fragmentos materiales, lo pesado de sus ausencias vitales.

Pero ¿y la blusa? No puedo dejar de pensar que es de una niña que ve. Como aquella célebre foto de Jesús Abad Colorado de la niña que mira a través del orificio de bala en la ventana, esta niña pudo ser aquella que vio entre la puerta y la cama, a través de las rendijas del marco de la cama, una violencia que ya no nos es difícil reconocer en nuestro país: un padre asesinado de rodillas, si no torturado con aquella creativa sevicia que Fals Borda, Umaña y Guzmán (1962) caracterizan como nuestra tanatología; una madre violada en unas coordenadas donde la mujer es víctima sistemática olvidada —con la política heredada de “no dejar ni la semilla”—, sus vientres son violados o tasajeados; o niños y niñas que tras atestiguar lo peor son reclutados para ser como los victimarios de sus propios padres. La serie de huesos humanos, objetos al fin y al cabo, con las que compone Juan Manuel Echavarría las imágenes de la serie Corte de florero (1997) constituyen una manera de narrar esta herencia de violencia en el campo colombiano, un territorio regado en sangre y abonado con huesos de compadres y comadres. ¿Qué pudo haber visto esa niña? Esta pregunta se intensifica al recorrer el corredor y darse cuenta de que Salcedo nos ha puesto una trampa: de espectadores reflexivos pasamos a, o mejor por, cuerpos sustitutos.

Blusa,puerta, cama son indicios de lo que allí ocurrió, de aquella imagen que emergió para Salcedo pero que la artista no deja allí, sino que nos compromete a sentir mediante un extrañamiento radical, pues nuestro propio cuerpo es extrañado de nuestra propiedad para ocupar el lugar de aquel cuerpo que pudo estar allí, en medio de la cama, sintiéndolo todo, sufriéndolo todo. Salcedo nos hace causantes de viudez, nos hace parte con los que ya no están, no con los que enviudaron. Y allí, en medio de la cama, la blusa de niña nos mira entre rendijas y puertas. La trampa de Salcedo es ineludible cada vez que pasamos por ese corredor, sea quien sea pasa por cuerpo sustituto, obligado a un extrañamiento en el que se encuentra ese discurso objetivante de la violencia por todos conocido con la singularidad de un sí mismo en la posición de la víctima perdida, de la cama viuda, de la viudez que se nos hace compartida como altertopía que reconoce la presencia de la injusta ausencia en los hogares colombianos.

Es por ello que la altertopía que emerge de la obra corresponde a ese lugar de enunciación que ella instaura y que contrasta, se contrapone, resiste, visibiliza no una posición artística constelar que reivindica las artes latinoamericanas, sino aquel espacio que demanda ser real. El efecto cultural normal, tal vez resiliente, ante la violencia y el dolor es el silenciamiento y el olvido, ese mismo que Franco narra ante el homicidio atestiguado en su infancia, ese que se vuelve rutina en las imágenes de obituarios, en los datos de prensa, en las anécdotas de desplazados y en las tumbas vacías.

Pero precisamente Aliento (1995) de Óscar Muñoz retoma las imágenes de obituarios para demandar la singularidad de cada rostro perdido; Musa paradisiaca (1996) de José Alejandro Restrepo asocia las imágenes de violencia paramilitar con el territorio y la manera en que es enunciado; la serie Silencios (2010) de Juan Manuel Echavarría presenta ruinas de escuelas en el campo abandonadas por sus niños, profesores y familias, consumidas por la vegetación, marcadas por las causas del desplazamiento; Relicarios (2011-2015) de Erika Diettes explícitamente construye un espacio de objetos sustitutos y duelos posibles, donde cada cosa se hace tumba y da lugar a vivir el duelo negado por la desaparición forzada.

En obras como estas, incluida la de Salcedo, se abre un espacio que demanda ser real: frente al silenciamiento normalizado, las obras hacen aparecer el sentir acallado, susceptible de ser compartido, reivindicante del dolor sufrido, aquel en el que la víctima no es olvidada, en que su sentir se hace común. Pero tampoco la exotiza, ni marca sectarismos, dos tendencias estas del discurso dominante, polarizante, amante de la construcción del enemigo y la cosificación de las consecuencias vitales del conflicto mediante estadísticas de victorias y bajas —la historia de la violencia se narra en el número de insurgentes, bajas en operaciones militares, falsos positivos, cuál bando ha perdido más, etc.—. Por el contrario, estas obras apuntan justo a lo que el orden discursivo busca evadir: hacernos uno con el rostro perdido, hacernos pasar por cuerpos sustitutos, apuntar a ponernos en el sentir del otro extrañados de una distante posición y llevados a ser-con-el-otro que ha sufrido y que pude ser yo. Un espacio entonces que no solo muestra, sino que juzga, enuncia el juicio de lo que también nos es constitutivo: aunque cómplices de silencio, con- dolientes de una historia de vida.

Las camas de Doris Salcedo se hacen conspicuas de esa demanda altertópica en su entretejer.

Las obras no solo hilan lo que hay, los materiales y figuras, sino igualmente aquellos significados expulsados de la interpretación normal del objeto mediante el extrañamiento que su poética nos propone. Las camas tienen el potencial de ser, en la intimidad que convocan, tanto lugar de concepción de vida y reposo como lugar de descanso final y muerte.

En Sin Título (1995), otra cama similar conserva los laterales, pero en la ausencia del tendido de tablas se funde un armario viejo y pesado a la altura de la almohada. En lugar de la puerta y la prenda que ve, el armario se encuentra repleto de concreto, no tiene espacios vacíos, no puede recibir prendas ni manos. No es que esté inutilizado, sino que está vedado; ha cerrado el acceso al uso, ya no está dispuesto a nadie.

Está lleno, pero solo unas discretas piezas de ropas se asoman también petrificadas, detenidas. Ya nadie vestirá estas ropas, usará este armario y tampoco se acostará en esta cama. Allí, a la cabeza, como quien se sienta en la cama a mirarse los pies, yace la cosificación de la ausencia. Salcedo hace mate- rial la ausencia que reclama la pérdida a manos de la violencia. Unos objetos íntimos constructores del propio hogar dejados en su natural usabilidad simplemente son susceptibles de ser pasados a otras manos; pero aquellos objetos de Salcedo llenos, poblados, marcados, petrifican su historia silenciosa para negar ser reutilizados y a la vez conservar el instante material de la ausencia: una dura nada que lo llena todo, armario, ropas y cama. La cama de Salcedo acoge la negación al otro, ese otro que vendría a borrar la muerte allí ocurrida.

Con ello, esta cama extiende su tejer con aquellas camas de la literatura de la violencia en Colombia que desde Cóndores no entierran todos los días (1972) reciben las cadenas de muertes, las que empezarían con el padre mismo de León María y serían continuadas por la serie de homicidios de los pájaros cuyas “defunciones solo aparecían en el boletín de la brigada porque la censura había obligado a no titular de muertos” (Álvarez Gardeazabal, 2004, p. 135); pero también aquellas que en El Cristo de espaldas (1947) evidencian la estúpida ingenuidad del curita para comprender el escenario social en el que realmente se encontraba, pletórico de un miedo que solo se saciaba con la sangre del que se ha acusado de enemigo “como si se quitaran la ruana, y descubriesen su salvajismo [...] Los mansos se vuelven fieras, lostristes jocundos, los taciturnos exaltados, las ovejas lobos. Un sino implacable arrastra al hombre por sus pasos contados, primero a la impertinencia, más tarde a la violencia y finalmente al asesinato” (Caballero Calderón, 1990, p. 170). Esta violencia también es cantada en bambucos que acusan que las camas vacías de la violencia ocurren entre estas dos imágenes, aquella de una historia desorbitada de venganzas y aquella del fuego azuzado por discursos políticos que legitiman la muerte. Entre uno y otro son todos los de ruana quienes lloran primero y quienes pierden la fuerza para continuar.

¿A quién engañas abuelo? (1968) pregunta el niño del bambuco del maestro Arnulfo Briceño (1938-1989) y la respuesta del viejo es la misma de Álvarez Gardeazabal: “los muertos de la violencia han sido todos los de ruana, pobres campesinos que no encontraron otro ideal en la vida que vivar a su partido liberal o a su partido conservador” (2004, p. 128). Ante las cifras, ante la dominancia política, ante la justificación de la violencia y la herencia de venganzas, ¿el espacio fundido por Salcedo, cantado por el bambuco, relatado por las novelas, y muchas otras expresiones más, demandan una topología que resuena imposible? Ese es el instante que Salcedo intenta petrificar. Las poéticas colombianas lo demandan como real en tanto interpelan el sentir común y abogan por impedir banalizar u olvidar lo que se ha hecho parte de la existencia.

Relaciones como estas nos ponen sobre la mesa una característica más. La intertextualidad excéntrica de las obras hunde sus raíces en el fangoso campo de la memoria. En tanto ontológico, lo común no se teje solo en lo presente, sino que halla su razón de ser en las memorias. Canciones como ¿A quién engañas abuelo? 2 atestiguan la vida de colombianos en el periodo de La Violencia y en esa medida relatan parte de la memoria colectiva, de las vivencias de jóvenes sin padre o madre, criados por abuelos sin fuerzas y agobiados por las muertes vividas —o que terminan su vida borrachos hasta morir en su cama, dejando su nieta a su suerte, como complementa la memoria literaria de Harold Kremer (2017) en El gato negro—, aquellas muertes sin tiempo ni lugar, con cruces de recordatorios y vecinos en quienes no confiar. La memoria de la violencia constituye un eje temporal de las poéticas artísticas y su recepción situada que precisamente garantiza su pertinencia y actualidad. De ahí que la interpretación como colombianos del tejido mnémico se conecte con las particularidades de la propia historia, personal y colectiva.

Ello implica que las relaciones intertextuales no puedan resultar meramente en citas sincrónicas o diacrónicas. Se trata de, como señala Baron en The Birth of Intertextuality, “percibir el tejido ensu textura, en el entretejido de códigos, expresio- nes, significantes en los cuales el sujeto se sitúa y se deshace a sí mismo, como una araña que se disolvería en su propia red” (2020, p. 231). Boris Gasparov en Speech, Memory and Meaning comparte esta aproximación compleja para abordar la relación con la memoria.

Este autor señala que la habilidad para usar el lenguaje está anclada primariamente en los fragmentos de memoria de la experiencia verbal pasada, “recordados como piezas concretas de materia de lenguaje, con sus significaciones asociadas a situaciones comunicativas concretas” (2010, p. 3).

Vista así, la actividad lingüística usual es, en sí misma, intertextual, en el sentido en que los hablantes “siempre construyen algo nuevo al fundirlo con su colección de fragmentos textuales provenientes de instancias previas de discurso” (p. 3). Hablar, expresar, comunicar es siempre una actualización de fragmentos de memoria, materiales del lenguaje, signos y significaciones diversas y polivalentes que se acomodan a la intención, momento y lugar de los actos de habla.

Tal actualización nunca pierde su alcance intertextual, una trama de sentido que excede las intenciones del hablante particular y conecta “con un cierto paisaje experiencial al que se accede por la memoria” (2010). A la manera de la noción de enciclopedia de Eco (1993), cada signo enlaza con un bagaje de significaciones que se concretan en contextos particulares; pero, además, esta noción de memoria como paisaje intertextual es planteada por Gasparov para reconocer las conexiones de los fragmentos con el discurso del que emerge el paisaje y con el orden discursivo que evoca.

Ello incluye las maneras de ser y hacer en el orden social: las connotaciones que se manifiestan en los gestos, la entonación, la vestimenta, los hábitos y gustos alimenticios, etc., y, en consecuencia, las formas de hablar de cada manera de ser y hacer y las posiciones y componentes prejudiciales de su enunciación. De hecho, los participantes son sujetos incluidos en la enunciación, así como lo es su posición en el discurso o la alteración de esta.

De modo que los hablantes participan de unas capas de tejidos intertextuales que adquieren espesor en su interrelación y asociación; la memoria como paisaje intertextual constituye ese espesor dinámico de tejidos que se actualiza en la enunciación y que, por lo mismo, se hace material expresivo que conecta el discurso y la subjetividad, así como las maneras de afectarlos, transformarlos, redirigir- los o entretejerlos de otras maneras. Esto es lo que brinda interconexión y diversidad en el material intersubjetivo a la expresión y, en consecuencia, lo que garantiza elementos compartidos de inter- pretación y de recodificación. Así, la memoria no es un equipaje cerrado de recuerdos archivados, sino un material plástico, abierto a la exploración y re-creación que inevitablemente interviene en las expresiones y conecta las subjetividades, los con- textos y las posibilidades en cada forma de reproducir o alterar el mundo discursivo social.

De ahí que tenga lugar conectar en nuestro tejido no solo la tensión entre la connivencia y la altertopía, sino el plegamiento que se da entre uno y otro. Es justamente allí, como muestran las camas de Salcedo, que connivencia y altertopía tienen sentido en la obra porque se tejen, ambos, en vectores distintos, con lo que es memoria en Colombia; en otras palabras, la memoria que se desplazaune, conecta la historia, lo dicho de la historia y las maneras de conectar con el presente y la subjetividad que nutren desde una misma fuente la connivencia cultural y la altertopía que proponen las poéticas artísticas.

A la luz de las obras de Salcedo, resulta poco satisfactorio pensar estas camas con una alusión contextual como arte colombiano. Por el contrario, la altertopía nos lleva a encontrar lo común que se hace sentir en la obra. De modo que hay un plegamiento entre lo que hay y su propuesta y es una sola capa la que cubre como espesor ambas instancias. No es meramente el lugar de lo común, sino lo común también como algo que se constituye en la exploración y propuesta artística.

Lo común no es lo que nos gusta del contexto, sino la particularidad que hace contexto. Allí juega un papel interesante esta memoria como paisaje inter- textual porque implica que no solo es lo dado, sino lo que se crea o se produce. La memoria aquí no solo remite a lo que la violencia ha dejado en tierra y vida, sino a lo que hay que recordar o sentir, es decir, a la memoria por construir. Allí se evidencia lo altertópico como un proyectar, un hacer memoria hoy de algo que demanda ser real, un futuro posible. Así que esa capa que Gasparov ha llamado memoria es un tejido resultante de las diversas formas de exploración del sentido presente, dentro de las cuales las artes tienen un lugar de enunciación ineludible. Pues justamente allí, en las canciones, en los cuentos y novelas, en las obras de arte y sus particulares camas se abre un lugar de enunciación que postula un sujeto conspicuo con el proyectar. Si el orden discursivo dado tiene una subjetividad, produce una subjetividad, su plegamiento altertópico demanda un sujeto conspicuo con su sentir, con aquello que añora o propone.

Es el sujeto-mujer-“hágase la loca” (Ospina, 2019) de Feliza Bursztyn, el sujeto provincial de Beatriz González o el sujeto espectral de Doris Salcedo, aquel que interpela el presente y la cómoda historia oficial; ese sujeto emerge en el centro del plegamiento conflictivo, tenso, incómodo, necesario.

Pliegues y subjetividades, creación a partir de lo dado, objetos que traen el mundo para enunciar. En la capa interdiscursiva heredada, colonial, poli- tizada y dominante que entreteje los discursos e historias oficiales, las expresiones poéticas traman altertopías que juzgan esa capa, pliegan sus elementos y señalan un posible que corresponde a una proyección del sentir común. Se muestra falsa la ideología de la mezcla y el mestizaje, castillo y cabaña no se hacen una cosa nueva, no se hacen extremos indefinidos; lo que hay es rotura y confusión, es hacer de la cabaña el propio castillo insumiso del “rey pobre”. Un sujeto conspicuo emerge de la rotura y ocupa el campo de la altertopía en la expresión poética de un sentir común.

Se can- tan relatos de vida y sentimientos que la cotidiana rutina esconde, se baila en fiestas y carnavales de blancos y negros para expresar la libertad deseada, se hace literatura cruda y fantástica de la muerte anunciada, se hacen obras de arte que evidencian las roturas constitutivas que el tejido interdiscursivo esconde y que una intertextualidad excéntrica escudriña y anuncia como real en el sentir de lo común.

Las camas de Salcedo extienden el pliegue que recoge de la connivencia lo que demanda un sujeto conspicuo con la altertopía que la obra propone. La casa viuda III no es una casa muerta, sino detenida, y lo que se lee como pérdida acusa y reclama presencia; de hecho, la obra se completa con el cuerpo que se instala en la cama al pasar el corredor. Al incluir nuestro cuerpo en la obra ya no es la casa de la muerte la que expone la obra, sino un reclamo de vida. Entre la ironía y la antífrasis, obras como esta exponen aquel sentir de lo común que reclamaban los nadaístas y que Gabo apalabra como la respuesta de la vida: “ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde deveras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra” (García Márquez, 2021). Sin esta motivación en el sentir mismo, ¿cuál sería la razón de ser y hacer arte en Colombia?

Los objetos de la violencia hechos obras de arte revierten lo evidente: son marcas ineludibles de las injustas muertes, pero están ahí, en la obra, para ser testigos del persistir de la vida de aquellos que sobreviven.

Si este interrogante es cierto, y la intertextualidad excéntrica no solo acoge lo que corresponde a un análisis de citas sino que se adentra en lo común a través del paisaje de lo que hace memoria, entonces la idea señalada de un sujeto conspicuo remite justamente al hecho de que cada objeto de uso común copartícipe de la poética artística conlleva una posibilidad de ver la conflictiva, contradictoria y desaforada realidad como un lugar donde puede tener lugar la vida.

No una vida idealizada y romántica, no es una existencia soñada, sino tan solo posible de ser vivida. Aquello que suena a dado,la vida misma, se revela, por el contrario, como lo más deseado y lo más ultrajado, lo más difícil de asumir como propio. Y por ello los objetos en las obras de arte colombiano, particularmente aquellos asociados a las historias de pérdida de vidas, se hacen testigos, relatan historias, muestran espacios negados. Lo común incluye tanto la presencia de las muertes cotidianas como las fortalezas en la posibilidad de vivir y de trabajar con la vida.

Podemos ilustrar esto, ya para cerrar, con la manera en que Erika Diettes (1978-) señala esta duplicidad en la altertopía explícita que ella trama e instala a través de su obra Relicarios (2011-2015), al señalar en sus propias palabras su hacer:

Hago esto porque me lo permiten, porque la gente cree en mí. Si la gente no cree que pueda darles un lugar honroso a esos objetos es imposible hacer estos trabajos. No es un trabajo sobre la muerte. Yo no me siento trabajando solo con el dolor y la muerte. Me siento trabajando con la fortaleza. El formato no es gratuito, es porque las personas que me han hablado son de una enorme entereza. Si no, Colombia no sería un país viable. Somos un país de personas fuertes. Yo me siento, ante todo, trabajando con la vida. Hacer esto, no desde la narrativa del victimario, sino a la luz dela memoria es un trabajo que en la marcha te va generando fortaleza, ganas de seguir. El día que no me sienta capaz, pues no lo hago. Es así de sencillo. (Atehortúa, 2019)

En Relicarios, Diettes presenta en lápidas color ámbar objetos de uso común: cepillos de dientes, peines, fotografías, alicates, collares, blusas, chanclas... 165 relicarios en total. Cada uno de estos objetos guarda una historia que se extiende en la memoria de una persona, una familia, una comunidad, una masacre, un país en guerra. Ellos fueron entregados por familiares de víctimas —víctimas ellas mismas— del conflicto armado.

Los 165 objetos se conservan en un bloque ámbar que a su vez está en un cofre transparente; dispuestos en hileras y separados apenas para el tránsito de los visitantes, simulan un paradójico cementerio.

Aunque dije lápidas, es un error, pues no esconden los restos del cuerpo ni lo nombran para su identificación; los objetos son los restos que quedaron de un cuerpo ausente, desaparecido y cuyo nombre no es posible olvidar en casa, en los relatos de los vecinos, en las conversaciones cotidianas. Todo el mundo lo sabe y convive con esa muerte anunciada.

Los objetos atestiguan ese presente vivido. Así que son lápidas de la muerte vivida a diario por los familiares y vecinos que ven en ese cepillo el rostro del ausente. No son emblemas de un rito de paso, no dejan atrás nada, no permiten el duelo, sino que demandan atención. Ese alicate, ese collar, esa blusa es aquella de la niña que debe ser recordada, del padre que aún se espera o de la madre que no se puede olvidar. Si fueran relicarios del que vivió, recuerdos preciosos, sería contradictorio el escenario sepulcral. Al invertir el orden, hacer del lugar del olvido, la tumba, el símbolo del recuerdo, el objeto no se convierte en un relicario ni la lápida en tumba sustituta.

A la pregunta ¿qué demandan estos objetos? sigue la pregunta ¿a quién demandan estos objetos? ¿A quién se dirigen? En este escenario somos convertidos en visitantes en duelo y en copartícipes de la vida que persiste. Esa fortaleza que señala Diettes no está en la lápida, sino en la demanda que nos plantea: objetos comunes y ordinarios como nosotros mismos, desde lo común, reclaman el sentir compartido también de reconocer la valía y singularidad de cada cuerpo y cada vida que sufre la pérdida de un familiar.

No nos sorprende el número de objetos —uno por cada fallecido o desaparecido—,sino la identificación que demanda cada uno de esos objetos: ese cepillo de “mi niña”, ese collar de “mi madre”, singularización máxima de una vida perdida a través del objeto y, empero, un sentir compartido por el escenario, la rodilla hincada, la mirada abajo y la posición de sujeto conspicuo con la obra y la trama que se extiende más allá de su instalación. Es una obra con una intensa violencia sutil contra la connivencia, el silencio y la invisibilización; la vida y la fortaleza se muestran capaces de ser en sí mismos un universo de sentido y lucha en el caso de cada sobreviviente.

El relicario, aquello precioso a conservar, es justamente ese acto de fortaleza ante el sumo dolor. Allí es donde la obra nos hace sujetos conspicuos con su resistencia a que los casos sean invisibilizados —un caso más, una muerte más, una masacre más— y postula una doliente verdad: también hacemos parte de los que sobreviven y su dolor nos es común.

Referencias

Álvarez Gardeazabal, G. (2004). Cóndores no entierran todos los días. Panamericana.

Atehortúa, A. (25 de marzo de 2019). Dolores en un pedestal: un repaso por la obra de Érika Diettes. Hacemos memoria: http://hacemosmemoria.org/2019/03/25/[Link]

Baron, S. (2020). The Birth of Intertextuality. The Riddle of Creativity. NY: Routledge.

Caballero Calderón, E. (1990). El cristo de espaldas. Bogotá: Panamericana.

Eco, U. (1993). Lector in fábula. Lumen.

Fals Borda, O., Umaña, E. y Guzmán, G. (1962). La violencia en Colombia. Tercer Mundo.

Foucault, M. (2014). Des espaces autres (1967), Hétérotopies. https://cinedidac.hypotheses.org/files/2014/11/heterotopias.pdf[Link]

García Márquez, G. (1975). El coronel no tiene quien le escriba. Editorial Sudamericana.

García Márquez, G. (11 de febrero de 2021). Discurso de aceptación del Premio Nobel. La Soledad de América Latina (1982). https://cvc.cervantes.es/actcult/garcia_mar- quez/audios/gm_nobel.htm

Gasparov, B. (2010). Speech, memory and meaning. Intertextuality in everyday language. DeGruyter.

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Kremer, H. (2017). Harold Kremer. Cuentos. Medellín: EAFIT. Ospina, L. (14 de enero de 2019). Feliza Bursztyn:“En un país de machistas, ¡hágase la loca!”. Cerosetenta. https://cerosetenta.uniandes.edu.co/ feliza-bursztyn-en-un-pais-de-machistas-hagase-la-loca/

Pineda Repizo, A. (2022). Intertextualidad excéntrica de la cama del arte de Colombia: Beatriz González, Feliza Bursztyn y Fernell Franco. Estudios Artísticos, revista de investigación creadora, 8(13), 224-237.

Ramírez, M. C. (2001). Reflexión heterotópica: las obras. En Museo Nacional Reina Sofía (Ed.), Heterotopías. Medio siglo sin lugar 1918-1968 (pp. 23-43). Centro de Arte Reina Sofía.

Ramírez, M. C. y Ostrander, P. (2020). Beatriz González: una retrospectiva. Banco de la República.

Roca, J. y Martín, A. (2015). Doris Salcedo. Trauma y memo- ria. Colección de Arte Contemporáneo. Seguros Bolivar.

Notas

«Para Salcedo es crucial entrar en este espacio de pérdida, dolor y luto que ella comparte con sus entrevistados, para luego traducirlo a objetos que en lugar de retratar los actos de violencia descritos por las víctimas producen “imágenes capaces de transmitir la inconclusión, la falta y la ausencia” que intentan llenar el vacío del olvido tratando de “asir lo que ya no está presente” puesto que el arte para ella “puede inscribir en nuestras vidas un tipo diferente de pasaje… desde el sufrimiento hasta significar la pérdida”» (Roca y Martín, 2015, p. 18).
Letra de la canción del maestro Briceño:A quién engañas abuelo, yo sé que tú estás llorando / Ende que taita y que mama, arriba tán descansando / Nunca me dijiste cómo, tampoco me has dicho cuándo / Pero en el cerro hay dos cruces que te lo están recordando /Bajó la cabeza el viejo y acariciando al muchacho / Dice tienes razón hijo, el odio todo ha cambiado / Los piones se fueron lejos, el surco está abandonado / A mí ya me faltan fuerzas, me pesa tanto el arado / Y tú eres tan solo un niño pa sacar arriba el rancho /Me dice chucho el arriero, el que vive en los cañales / Que a unos los matan por godos, a otro por liberales / Pero eso qué importa abuelo, entonces qué es lo que vale / Mis taitas eran tan buenos, a naides le hicieron males / Solo una cosa com- priendo, que ante Dios somos iguales /Aparecen en elecciones a unos que llaman caudillos / Que andan prometiendo escuelas y puentes donde no hay ríos/ Y al alma del campesino llega el color partidizo / Entonces aprende a odiar hasta quien fue su buen vecinoTodo por esos malditos politiqueros de oficio / Ahora te com- prendo abuelo, por Dios no sigas llorando
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