El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género

The luminous object of desire: the female body and sculpture, from the genre

O luminoso objeto de desejo: o corpo feminino e a escultura do gênero

Autores/as

  • Héctor Serrano Barquín Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx)
  • Carolina Serrano Barquín Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx), Ciudad
  • Emilio Ruiz Serrano Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx), Ciudad

Palabras clave:

Eroticism, body, gender. (en).

Palabras clave:

Erotismo, cuerpo, género (es).

Palabras clave:

Sentido, comunicação, vida urbana, pessoa, moda (pt).

Biografía del autor/a

Carolina Serrano Barquín, Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx), Ciudad

Facultad de Ciencias de la Conducta, UAEMéx, Carretera Toluca Naucalpan 1.5 km, Toluca México.

Emilio Ruiz Serrano, Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx), Ciudad

Facultad de Humanidades, UAEMéx, Ciudad Universitaria, Cerro de Coatepec, Toluca México.

Referencias

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Cómo citar

APA

Serrano Barquín, H., Serrano Barquín, C., y Ruiz Serrano, E. (2016). El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género. Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, 11(20), 70–83. https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.c14.2016.3.a05

ACM

[1]
Serrano Barquín, H. et al. 2016. El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género. Calle 14 revista de investigación en el campo del arte. 11, 20 (sep. 2016), 70–83. DOI:https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.c14.2016.3.a05.

ACS

(1)
Serrano Barquín, H.; Serrano Barquín, C.; Ruiz Serrano, E. El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género. calle 14 rev. investig. campo arte 2016, 11, 70-83.

ABNT

SERRANO BARQUÍN, Héctor; SERRANO BARQUÍN, Carolina; RUIZ SERRANO, Emilio. El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género. Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, [S. l.], v. 11, n. 20, p. 70–83, 2016. DOI: 10.14483/udistrital.jour.c14.2016.3.a05. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/11860. Acesso em: 12 nov. 2024.

Chicago

Serrano Barquín, Héctor, Carolina Serrano Barquín, y Emilio Ruiz Serrano. 2016. «El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte 11 (20):70-83. https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.c14.2016.3.a05.

Harvard

Serrano Barquín, H., Serrano Barquín, C. y Ruiz Serrano, E. (2016) «El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género», Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, 11(20), pp. 70–83. doi: 10.14483/udistrital.jour.c14.2016.3.a05.

IEEE

[1]
H. Serrano Barquín, C. Serrano Barquín, y E. Ruiz Serrano, «El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género», calle 14 rev. investig. campo arte, vol. 11, n.º 20, pp. 70–83, sep. 2016.

MLA

Serrano Barquín, Héctor, et al. «El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, vol. 11, n.º 20, septiembre de 2016, pp. 70-83, doi:10.14483/udistrital.jour.c14.2016.3.a05.

Turabian

Serrano Barquín, Héctor, Carolina Serrano Barquín, y Emilio Ruiz Serrano. «El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte 11, no. 20 (septiembre 17, 2016): 70–83. Accedido noviembre 12, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/11860.

Vancouver

1.
Serrano Barquín H, Serrano Barquín C, Ruiz Serrano E. El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género. calle 14 rev. investig. campo arte [Internet]. 17 de septiembre de 2016 [citado 12 de noviembre de 2024];11(20):70-83. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/11860

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El luminoso objeto del deseo: el cuerpo femenino y la escultura desde el género

Héctor Serrano Barquín , Carolina Serrano Barquín y Emilio Ruiz Serrano
Artículo de reflexión

Resumen
El cuerpo es el portador de símbolos sociales donde concurren las nociones culturales, sobre él recaen los límites de las instituciones sociales; en ese espacio de socialización, es donde se inserta la noción de identidad y corporalidad de cada individuo, pero su expresión hacia la erotización toma caminos diferenciados, no solo desde los géneros, sino desde posiciones que incluyen la clase, la raza, el poder, la represión religiosa y otros factores que determinan que un cuerpo erotizado o erotizante pueda concebirse en unas culturas como una manifestación humana natural o bien por otras, como un tabú o un vínculo hacia fuerzas maléficas. Por ello, se pretende analizar aquí, sucintamente la intersección de tres amplios temas: el erotismo a través del deseo, las artes plásticas y el género, lo cual, implica revisar sus complejidades y trasgresiones.

Palabras clave: Erotismo, cuerpo, género.

Abstract
The body is the bearer of social symbols where cultural notions attend and he bears the limits of social institutions; in the space of socialization, it is where the notion of identity and corporeality of each individual is inserted, but the eroticism expression to take different paths, not only gender, but from positions that include class, race, power, religious repression and other factors that determine a body's erotic eroticized or conceivable in some cultures as a natural human manifestation or by others as a taboo or a link to evil forces. Therefore, we intend to briefly discuss the intersection of three broad themes: eroticism through desire, art and gender, which involves reviewing its complexities and transgressions.

Keywords: Eroticism, body, gender.

Preludio

La erotización del cuerpo guarda relación con la potencialidad de la vida. Desde una perspectiva estética, el cuerpo erotizado motiva la creación; el cuerpo erotizado de la persona creativa seduce y cautiva convocando al otro que también podría estar erotizado/hechizado al compartir el objeto deseado. En esta relación hay placer del momento incierto, de la experiencia sensual que provoca este vínculo. “El erotismo no es visible, no es epidérmico, es sensación pura” (Serrano y Zarza, 2013, p. 103). En el arte, la búsqueda de placeres trasciende del imaginario individual al colectivo, al deseo social, como sería el caso del desnudo femenino, un tema demandante en la estética de todos los tiempos, que con enorme potencia reduce o sintetiza las ideas colectivas de un cuerpo erotizante a un lienzo o escultura, en una defectuosa materialización del deseo y de la libido: Aunque conviene aclarar que desde la óptica de los estudios de género, se construye al cuerpo femenino para ser representado y consumido solo por el género dominante, dejando de lado la capacidad erotizante del cuerpo masculino dentro del deseo de la mujer o, la mínima evidencia de cuerpos masculinos erotizados que han sido producidos por artistas mujeres. Lo que en los hombres es creatividad en las mujeres es locura y más si son artistas transgresoras. Muy probablemente, más que locura es un miedo ancestral el que se tiene guardado en el ADN cultural de las mujeres, ¿cómo realizar desnudos masculinos si les podría causar persecución y muerte?
De los siglos XIV al XVII la cacería de brujas tuvo su apogeo y los principales delitos que las obligaban a declarar eran: que causaban la cosecha malograda, realizaban abortos, pero el principal delito confesado después de la tortura, según comenta Friedman (2010), comenzando con la primera bruja documentada, la francesa Ángela de la Barthe en 1275, fue el delito de haber conocido el pene del diablo.
El pene del diablo era la obsesión de todo inquisidor y la declaración “estrella” de toda confesión de bruja. De modo invariable, las mujeres decían que era frío, pero había desacuerdo en otros detalles… Esto llevó a un inquisidor francés a conjeturar que Satanás atendía mejor a algunas brujas que a otras (Friedman, 2010, p.14).

La sexualidad no obedece siempre ni es la manifestación de un impulso biológico y natural, tampoco se restringe a formas universales y generalizables de expresión. Por el contrario, es un entramado diverso y particular de prácticas, acciones, técnicas, placeres y deseos en los que interviene el cuerpo, pero también una serie de argumentaciones, discursos, premisas y significaciones que connotan las acciones de los individuos, califican sus deseos, orientan sus tendencias y restricciones morales, tal es el caso de la desnudez. Según Tusquets (2007), ante la desnudez, “es la cultura la que nos provoca la vergüenza y el deseo de transgredirla, es la cultura la que crea el erotismo… la cultura nace como intento de poner orden al cruel caos de lo natural” (p. 13). Este autor retoma las ideas de Oscar Wilde quien declara el concepto de que vemos la naturaleza a través de lo que las obras de arte nos han enseñado a mirar. Esta, quizás sea la suprema función del arte: enseñarnos a mirar lo que antes no éramos capaces de apreciar. Así como la idea de Roger “No hay ninguna naturaleza que no sea percibida (pre-vista) a través de una cultura, y el pintor de desnudos lo sabe mejor que nadie… y una mujer no es nunca naturalmente bella, siempre lo es desnaturalmente” (p. 35), ya que la belleza es una percepción cultural muy subjetiva.
Inimaginable el escándalo en el medio artístico y cultural que hubiese ocurrido en París si el artista Gustave Courbet, quien pintó el cuadro al óleo titulado El origen del mundo en 1866, hubiese siquiera hablado abiertamente de su obra en la que se muestran los genitales femeninos, dentro de un acercamiento en el que se invisibiliza el resto del cuerpo de la modelo. La censura del siglo XIX habría hecho imposible su exhibición pública o su presentación, a menos que se hubiera dado dentro de un círculo muy cerrado de colegas o amigos; de hecho, esta pintura se conservó oculta la mayor parte de su existencia, aún en el periodo al que perteneció el desinhibido psicoanalista Jacques Lacan. Este óleo se convirtió en patrimonio del Estado francés, solo porque lo recibió como pago de impuestos sucesorios y hoy, revalorada, la pieza se exhibe en el importante museo D’Orsay. En un caso similar de discreción, previo a esta audacia de Courbet, estuvo la Maja desnuda de Francisco de Goya, también oculta y ajena al gran público moralista.
La representación del sexo, desde el indecible Origen del mundo, es considerada por muchos historiadores como la primera pintura de la Historia del Arte que convirtió el sexo de la mujer en tópico primordial de un obra artística y de la que “Goncourt dijera que: ‘era equiparable a un viejo desnudo de Correggio’, hasta Marcel Duchamp” (Martín, 2015), con la invitación de este último pintor a entrar con la mirada desde el orificio de una vieja puerta para atisbar a una mujer insinuante, según este mismo historiador.
Un siglo después de Courbet, Niki de Saint Phalle (1930-2002), escultora de origen francés, realizó una escultura femenina monumental a la que penetraba el público y se mostraba en posición ginecológica, es decir, yacente con las piernas abiertas y las rodillas levantadas; el público salía por la vulva, como si fuese expulsada de ese gigantesco cuerpo en estado de ingravidez.
Esto sucedió en 1966 en el Museo Moderno de Estocolmo, institución que presentó una obra que el citado historiador y crítico de arte Francisco Martín describe como insólita, desmesurada y transgresora; esta escultura se denominó Hon (‘Ella’ en sueco) y fue realizada por esta artista, refiere Martín: era una escultura colosal cuyas medidas eran 28 m de longitud, 9 m de ancho y 6 de alto, que representaba una mujer, bocarriba, sobre el suelo, cuya singularidad consistía en que era una escultura penetrable, transitable por el interior de su cuerpo, en donde cada una de sus partes anatómicas se configuraba como un espacio lúdico visitable (Martín, 2015). Es decir, totalmente transgresor, mismo que poco después fue censurado.
Pero ¿este conjunto de obras constituyen expresiones del arte erótico, de la pornografía o bien, son la búsqueda por transgredir, de atentar contra la moral pública? El arte erótico según Döpp (2006), se encuentra sumido en una enrarecida atmósfera de términos ambiguos: “El arte y la pornografía, la sexualidad y la sensualidad, la obscenidad y la moralidad están relacionados hasta tal punto que parece casi imposible llegar a una definición objetiva, lo cual es muy común en la historia del arte…” (p. 19). Ya que la pornografía es un término moralizador difamatorio. Lo que para una persona es arte, para otra es un trabajo diabólico. La mezcla entre aspectos estéticos y ético-moralistas impide la aclaración o diferenciación entre ambos conceptos. Asimismo, este autor, refiere el término pornografía, que en griego significa “escritos de prostitutas” (o sea, un texto con contenido sexual), por tanto la pornografía estaría construida por las fantasías sexuales y las fantasías eróticas serían el tema del arte erótico, de tal suerte que se podría decir que el erotismo es una condición psíquica.
Por ello, Niki de Saint Phalle es una escultora trasgresora, como se aprecia en esas Nanas, esculturas de mujeres voluminosas y de brillantes colores; las obras por las que Niki es conocida universalmente. Personajes de feminidad exultante y alegre. Niki exorcizó de la crítica dentro de la liberalidad de los suecos con una frase antigua, que ella colocó sobre uno de los muslos de esta escultura. Que el mal le venga al que piense mal… la idea del retorno a la madre, expresada figurativamente con la imagen de una mujer con el sexo abierto y receptivo. Este acto de salir por la vulva de una escultura trasgresora, es quizá mucho más complejo, al modo de Jean-Luc Nancy (2001), es la existencia como exilio, una especie de exilio constitutivo de la existencia moderna, “haber salido de”, fuera del lugar propio. “El cuerpo es el exilio y el asilo en el que algo así como un “yo” viene a quedar ex- puesto, es decir a ser” (Nancy, 2001, p. 4). Ello, tan complejo como la frase de Roland Barthes “Lo que mis palabras esconden, mi cuerpo lo revela” que retoma Raffaele Pinto (1999) en su texto Hermenéutica del deseo y género sexual, explicando que existe una dicotomía de universos semióticos entre lenguaje y cuerpo, que se oponen conceptualmente a partir de su función respectivamente ocultadora-reveladora en relación con el deseo.
Descifrar el deseo en el comportamiento de una persona implica, por lo tanto, en la gramática del erotismo, una actitud “metalingüística, de investigación, más allá del lenguaje, de los indicios presentes en la superficie visible del cuerpo. Esta superficie adquiere, de esta manera, la apariencia y el significado de un síntoma: el deseo se manifiesta a través de su externa sintomatología.

El erotismo a través del cuerpo y del deseo

El erotismo para Morin (2003) es la relación entre la mente y el sexo, desborda las partes genitales, se apodera del cuerpo que deviene todo entero excitante, perturbador, apetitoso, emocionante, provocador, exaltador, y puede sublimar aquello que, fuera de la lubricidad, parece inmundo. De tal suerte que el Eros, “que nunca ha conocido ley”, transgrede reglas, convenciones, prohibiciones. La mente perturbada por el sexo y perturbándolo, según el autor: la cabeza-a-cola psique-falo, se erotiza. El Eros va a proyectarse y expandirse por todas partes, incluidos los éxtasis religiosos; va a extraviarse en los fetichismos. La atracción erótica deviene fuente de complejidad humana, desencadenando encuentros improbables entre clases, razas, enemigos, amos y esclavos.
El eros irriga mil redes subterráneas presentes e invisibles en cualquier sociedad, suscita miradas de fantasmas que se levantan en cada mente. Opera la simbiosis entre la llamada del sexo, que procede de las profundidades de la especie, y la llamada del alma que busca adorar (Morin, 2003, p. 45).

Si la belleza se encuentra en la mirada del observador, el erotismo se encuentra en su mente. Lo que gobierna nuestras reacciones, no es únicamente lo que miramos o leemos, sino la forma en que lo percibimos. La imagen o el texto pueden estimular, ofender o provocar ambas cosas de manera simultánea. Por lo menos desde el siglo XIX a la fecha, la cultura occidental muestra una larga historia de atentados oficiales por suprimir el erotismo (Lucie-Smith, 2003), generando así formas de censura y satanización del cuerpo como el caso de la Santa Inquisición.
La mera actividad sexual es diferente del erotismo, para Bataille (2000), la primera se da en la vida animal y es solo en la humana que se muestra una actividad que determina lo que se denomina erotismo. Humanamente, la unión de amantes o esposos solo tuvo un sentido, el deseo erótico: el erotismo difiere del impulso sexual animal, el cual tiene fines reproductivos y el erotismo es la búsqueda consciente de un fin que es la voluptuosidad. Es cierto, la búsqueda del placer, considerado como un fin en nuestros días, es a menudo mal juzgada. En una reacción primitiva, que no cesa de operar del todo hoy día, la voluptuosidad es el resultado previsto del juego erótico. Así pues, el resultado del erotismo es considerado en la perspectiva del deseo, independientemente del posible nacimiento de un hijo.
El mismo Bataille, hace un recorrido histórico sobre el erotismo. Su origen precedió a la división de la humanidad en hombres libres y en esclavos, pero en parte, el placer erótico dependía del estatus social y de la posesión de riquezas. En las condiciones primitivas se ensalza en el hombre su encanto, su fuerza física y su inteligencia; en la mujer, su belleza y su juventud. Para estas, la belleza y la juventud son decisivas, incluso en nuestros días. Los privilegios hicieron de la prostitución el cauce normal del erotismo, colocándolo bajo la dependencia de la fuerza o de la riqueza individual.
En la antigüedad, el erotismo tuvo un sentido y, por ello, desempeñó su papel en la actividad humana, aunque no fueron siempre los aristócratas y quienes podían consagrarse a los privilegios de la riqueza, los que representaron este papel. Ante todo, quien decidía en la sombra era la agitación religiosa de los indigentes. Evidentemente, la riqueza intervenía siempre que se tratara de formas estabilizadas: el matrimonio y la prostitución tendían a hacer depender del dinero la posesión de las mujeres. Pero en esta referencia al erotismo antiguo, se debe considerar, en principio, el erotismo religioso, sobre todo, el culto orgiástico de Dionisos. Los que tomaban parte en las orgías de Dionisos eran a menudo gente pobre, incluso, a veces, esclavos.
En Grecia, según parece, la práctica de las bacanales tuvo un sentido de superación del placer erótico. Esencialmente, el culto de Dionisos fue trágico y, al mismo tiempo, erótico y estuvo sumido en una delirante promiscuidad. En la historia del erotismo, la religión cristiana desempeñó una función clara: su condena. En la medida en que el cristianismo rigió los destinos del mundo, intentó privarlo del erotismo, en cierto sentido, el cristianismo fue favorable al mundo del trabajo, valoró el trabajo en detrimento del placer. Hizo del paraíso el reino de la satisfacción inmediata y también eterna, pero entendido como última consecuencia o recompensa de un esfuerzo previo. Desde la perspectiva cristiana, el erotismo comprometía o, al menos, retardaba la recompensa final.
Bajo esta perspectiva, la Edad Media otorgó un lugar al erotismo en la pintura y la escultura: ¡lo relegó al infierno! Los artistas en esa época trabajaban para la Iglesia y, para la Iglesia, erotismo significaba pecado. Solo podía ser introducido en el arte bajo el aspecto de la condenación, de tal forma que únicamente fue permitido en representaciones del infierno o, como máximo, simbolizando repugnantes imágenes del pecado. Las cosas cambiaron a partir del Renacimiento y cambiaron –en Alemania principalmente, incluso antes del abandono de las formas medievales– desde el momento en que algunos coleccionistas compraron obras eróticas. Las obras de Alberto Durero, Lucas Cranach o Baldung Grien a pesar de tener un cierto componente erótico, todavía reflejan la incertidumbre de aquella época y por eso su componente erótico es de alguna manera angustioso.
Al entrar en este mundo de un erotismo lejano y a menudo brutal, nos encontramos ante la horrible concordancia entre el erotismo y el sadismo que se vinculaba, en cierta forma, con la brujería. Posteriormente desaparecerían, aparentemente el manierismo lo liberó, pero el erotismo verdaderamente libertino no se abrió paso, seguro de sí mismo, hasta el siglo XVIII. Un cambio radical fue en la Francia libertina del siglo XVIII que poco a poco se transformó de un erotismo desmesurado a un erotismo consciente (Bataille, 2000). Actualmente se podría decir, que incluso se ha diluido, o es acaso una suerte de erotismo-pornografía posmodernos que forman parte de la vida cotidiana.
El cuerpo, moldeado por el contexto social y cultural en el que se sumerge el individuo, es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo, de tal manera que las actividades perceptivas, pero también la expresión de los sentimientos, las convenciones de los ritos de interacción, gestuales y expresivos, la puesta en escena de la apariencia, los juegos sutiles de la seducción, las técnicas corporales, el entrenamiento físico, la relación con el sufrimiento y el dolor, en suma, la existencia misma del individuo es, en primer término, corporal. En este sentido, Le Breton (2007), considera que el hombre pone en juego en el terreno de lo físico, un conjunto de sistemas simbólicos, es decir, que del cuerpo nacen y se propagan las significaciones que constituyen la base de la existencia individual y colectiva, de tal manera que el proceso de socialización de la experiencia corporal es una constante de la condición social del hombre que, sin embargo, tiene sus momentos más fuertes en ciertos períodos de su existencia como son los de su ejercicio de su sexualidad.
Bajo esta perspectiva, la organización genérica de la sociedad es una construcción social basada en marcas corporales, ya que en el centro de la organización genérica del mundo, como sistema de poder basado en el sexo, se encuentra el cuerpo subjetivado. Es decir que en una cultura como la nuestra el cuerpo se considera decisivo para asignar identidades. De tal forma que tanto la masculinidad como la feminidad se asocian o emergen de los cuerpos, pues se asume que es algo inherente al cuerpo o que expresa algo sobre su naturaleza, ya sea bajo la creencia de que el cuerpo impulsa, dirige o limita la acción. Es así que se considera al cuerpo como portador de símbolos sociales donde concurren las nociones culturales y sobre el que recaen los límites que expresan las instituciones sociales que han interpretado de manera dispar la anatomía de hombres y mujeres (Jiménez, 2003; Butler, 2001).
Por lo tanto, es a través de diferentes manifestaciones corporales que los individuos expresan su pertenencia social y cultural, reflejan las imágenes sociales sobre el cuerpo y las relaciones de poder, es decir, que el cuerpo posee una cantidad de potencialidades y representaciones simbólicas en diferentes ordenamientos sociales y culturales. En palabras de Le Breton (2007), el cuerpo se impone como el lugar predilecto del discurso social. Es a través del cuerpo que se construye y representa el significado de la masculinidad o la feminidad, de tal forma que el cuerpo encarna un código con el que se producen mensajes y se da acomodo al aparato perceptivo e interpretativo, empleando diversos medios, tales como el porte o estilo con que se presentan y actúan los agentes, la gestualidad corporal, entre otros.
El cuerpo además tiene una relación muy directa con la sexualidad, pues, según lo afirman Vendrell (2004) y Rivas (1998), la sexualidad está sostenida en la materialidad corporal, es decir, en la existencia de una capacidad física que se manifiesta mediante prácticas, actividades y acciones en las que interviene el cuerpo, pero también una serie de argumentaciones, discursos, premisas y significaciones que connotan las acciones de los individuos, califican sus deseos, orientan sus tendencias y restringen sus elecciones placenteras o amorosas. Es decir, que la sexualidad no se limita a un aspecto instintivo del ser humano, más bien se le concibe como una “construcción social” que involucra nuestras creencias, ideologías e imaginación, tanto como el cuerpo físico. La sexualidad es fundamentalmente un objeto “cultural”, un producto de la cultura.
Los comportamientos, identidades, creencias, convenciones sexuales y definiciones han sido moldeados en medio de relaciones de poder en las cuales se han desvalorado la sexualidad femenina y se ha definido en función del hombre. Siendo que la sexualidad está en la base del poder, tener una u otra definición genérica implica para los seres humanos ocupar un lugar en el mundo y tener un destino más o menos previsible de integración en la jerarquía social (Vendrell, 2004; Weeks, 1998; Lagarde, 1990). En este sentido, el modelo de sexualidad general que domina en las diferentes culturas del mundo es aquel en el que los hombres han sido los agentes sexuales activos y principales promotores de los procesos de erotización del cuerpo femenino, mientras que las mujeres históricamente han sido los agentes sexuales pasivos y “sensibles” que despiertan a la vida sexual gracias al hombre, convertidas en simples objetos del deseo, convirtiendo su corporalidad en agente de libidinización masculina, sin posibilidad por lo menos hasta el siglo XX de reciprocidad.
De tal modo que el cuerpo, la sexualidad y el erotismo representan un vínculo. Eros es el término con el que los griegos designaron al Dios Amor; es así que Eros significa el “deseo sensual”, que en Grecia tuvo diferentes representaciones según la época, comenta Aristizábal (2007). En la teoría psicoanalítica, Eros es el nombre genérico que Freud da al conjunto de las pulsiones de vida relacionadas con la sexualidad, a las que se opone el impulso de muerte, designado con otro nombre igualmente mitológico: Tánathos. El adjetivo erótico designa, en este sentido, lo relativo al amor y especialmente al amor físico, así como a lo que suscita el deseo y el placer sexual. El erotismo varía de acuerdo con las épocas y las culturas; así, lo que en una época pudo tener un contenido altamente erótico, puede no tenerlo en otros momentos.
Para Octavio Paz el erotismo es un hecho social, un acto interpersonal que exige la presencia de un actor y de un objeto. Sin el otro no hay erotismo; es su mirada, como el reflejo en el espejo, lo que hace posible la tensión del erotismo. Como lenguaje indescifrado que se comunica al “otro”, el erotismo espera siempre respuestas de tipo sexual: “El erotismo –según comenta Paz– es sexual. La sexualidad no es erotismo. El erotismo no es simple imitación de la sexualidad: es su metáfora. El lenguaje erótico se sirve de todas las formas de expresión para reproducir lo imaginado, sublimándolo: la pintura, la literatura, la escultura, la fotografía, la caricatura, el cine, son a un tiempo fuentes de restitución erótica de la mirada, opciones de un discurso fragmentado donde la insinuación erótica no se deja reducir a un principio, regla o norma (Aristizábal, 2007). Es así, que este vínculo; cuerpo, sexualidad y erotismo, ofrece entre otras las dimensiones de género.
Puesto que el deseo ocupa la interioridad y que su manifestación externa se produce siempre de manera indirecta, ya por la vía metalingüística, es decir, a través del cuerpo, o bien, por la vía metafísica, a través de las palabras, se dan estas dos posibilidades, según Pinto (1999, p. 64): 1. Que haya continuidad corporal entre lo interior y lo exterior, pero no verbal. 2. Que haya continuidad verbal entre lo interior y lo exterior, pero no corporal. La posición hermenéutica masculina se basa claramente en la idea de la continuidad corporal (todo movimiento exterior en la anatomía de la persona tiene correspondencia con un movimiento interior de su sensibilidad, y por lo tanto el cuerpo nunca miente) y la discontinuidad verbal (las palabras, por ser secundarias respecto a los impulsos, nunca reproducen exactamente el sentimiento o la emoción, por lo tanto siempre mienten); mientras que la posición hermenéutica femenina se basa, creo, de manera igualmente clara en la idea de la continuidad verbal (todo discurso personal tiene un fundamento de significado en la experiencia interna, o sea de la intimidad, y por lo tanto las palabras nunca mienten) y la discontinuidad física (la anatomía, en tanto que objeto de exhibición para la experiencia y juicio de los demás, está demasiado condicionada por la sociedad y la cultura para reflejar el auténtico sentir del sujeto, y por lo tanto siempre miente ). En sus manifestaciones más simplistas y reductivas, la continuidad corporal masculina se presenta como confusión entre deseo y estimulación genital, y la continuidad verbal femenina se presenta como confusión entre deseo y fantasía novelesca.
El cuerpo tiene gramáticas particulares y una escritura que se posa en el límite que separa el pensamiento desde el cuerpo. Es una tentativa de comunicar el cuerpo sin significarlo, de plasmar el texto siguiendo las formas de la carne, este lenguaje toca su inefable alteridad, para Nancy (2003), a la escritura le corresponde solo tocar al cuerpo con lo incorpóreo del sentido y de convertir, entonces, lo incorpóreo en tocante y el sentido en un toque. La escritura llega a los cuerpos según el límite absoluto que separa el sentido de ella, de la piel y los nervios de ellos. Nada pasa, y es exactamente allí que se toca. De tal suerte que el cuerpo da lugar a la existencia. No es una totalidad, un organismo, una unidad bien formada: remite a lo abierto, a lo desorganizado, a la fragmentalidad, a la dispersión. Al estudiar a Nancy, Ramírez (2014) comenta que el cuerpo es pura espacialidad es co-existencia. “El cuerpo es el ser de la existencia” (p. 231), el ser sin restricción, o bien la existencia como exterioridad.

Escultura, género y erotismo
La creación artística está llena de simbolismos según opina Salmerón (2013), quien indaga los aspectos relacionados con el simbolismo y la violencia en las teorías psicoanalíticas iniciando con los postulados freudianos y kleinianos; así como la relación que guardan estos con la actividad creadora. Hace énfasis en los postulados kleinianos respecto a la agresividad hacia el cuerpo materno como motor de la actividad reparadora en el arte. Este autor, hace referencia al simbolismo definido en el diccionario de Laplanche y Pontalis como: a) En sentido amplio, modo de representación indirecta y figurada de una idea, de un conflicto, de un deseo inconsciente; en este sentido, puede considerarse en psicoanálisis como simbólica toda formación substitutiva. b) En sentido estricto, modo de representación caracterizado principalmente por la constancia de la relación entre el símbolo y lo simbolizado inconsciente, comprobándose dicha constancia no solamente en el mismo individuo y de un individuo a otro, sino también en los más diversos terrenos (mito, religión, folklore, lenguaje, entre otros) y en las áreas culturales más alejadas entre sí (citados en Salmerón, 2013).
En el arte, la búsqueda de placeres trasciende del imaginario individual al colectivo, al deseo social. El cuerpo fragmentado en la escultura está cargado de simbolismo, es quizá la razón más importante por la que se guardaba en secrecía. A excepción de cabezas y bustos, no se había interesado hasta el Renacimiento.
El irresistible atractivo de la rutina. A partir de esta fascinación del cuerpo humano, extraños trozos sin cabeza ni extremidades, que jamás se le hubieran ocurrido a un artista clásico, como el Estudio para el Torso de Flora de Aristide Maillol o el desafiante e increíblemente moderno torso femenino de Rodin (Tusquets, 2007, p. 81).

Requirieron de gran osadía para salir a la luz pública. Sorprendentemente, las imágenes que se perciben en las representaciones artísticas históricas, no se alejan mucho de las existentes en algunos otros consumos culturales de nuestra época, tales como las imágenes que aparecen en artes plásticas, publicidad, música y revistas. Para Gubern (2011), el goce estético ha descendido para la mayoría de las personas hacia el goce mitogénico, una mezcla hedónico-ficcional. La línea divisoria entre información y espectáculo no siempre ha sido nítida y menos ahora que se transmite mediáticamente, la imagen digital ha generado una nueva videocultura y ha transformado la iconósfera tradicional. Asimismo, comenta que la imagen digital permite otras fantasías acerca de uno mismo, ya que la mayoría de la gente está descontenta con algún aspecto físico de su propia imagen y cambian constantemente su cuerpo como parte del espectáculo social hacia la modificación de la propia apariencia, en una cultura en la que el parecer resulta más importante que el ser.
El cuerpo con una determinada apariencia está cruzado por la mirada del espectador. Dado que cada mirada hacia la obra artística es cambiante al paso del tiempo, también ha quedado contenida en ella la identidad sexual del que mira, con lo que se condicionan y modifican sus modos “naturales” de mirar u observar. En cada cuadro u objeto artístico en el que ha sido representada la mujer y particularmente en la práctica del desnudo, subyace un complejo simbolismo en el que, por encima de cualquier cosa, sobre todo “la del desnudo”, es una obra de provocación sexual. El cuerpo está colocado de tal modo que se exhibe lo mejor posible ante el hombre que mira el cuadro. La obra está pensada para atraer su sexualidad, ya que solamente la sexualidad masculina ha adquirido la condición de observadora o espectadora permanente, es decir, históricamente se ha privilegiado al público de varones dentro de la producción de obras visuales de Occidente. Asimismo, Berger (2000) afirma que, para estar en condiciones de cumplir con el orden social establecido y, desde luego, con la moralidad vigente en la época, habría que “girar” la imagen en torno al gusto masculino.
Solo hasta que las mujeres lograron tener participación como artistas plásticas independientes, la mayoría a partir de los finales del siglo XIX y los inicios del siglo XX, dejaron de abordar los temas tradicionales y tendieron a la representación de sí mismas y a plasmar nuevos asuntos. Si se asumiera que muchos de los temas recurrentes en las creaciones de las artistas plásticas es la auto-representación –incluida la de su propio cuerpo, así como la relativa tendencia de mirarse a sí mismas, según Berger– esta ha sido una de las diferencias incuestionables en dichas temáticas y esta diferencia consiste en que las mujeres no han recurrido al ícono del desnudo masculino, como se menciona en otra parte de este artículo. Ellas ven otra significación del cuerpo del género “contrario” y miran otros conceptos, muchas veces ligados a su formación pudorosa y recatada, y en otras creaciones presentan aspiraciones ligadas a temas que poco o nada tienen que ver con la erotización de los cuerpos, en parte porque han sido condicionadas culturalmente para mirar o recrear sus expresiones de modo distinto.
Es hasta la aparición de las primeras escultoras reconocidas que se trastocan las tradicionales representaciones del cuerpo femenino, ya que, al ser elaborado por una mujer que conceptualiza de modo distinto su corporeidad, se presenta un hito en la historia del arte; un caso emblemático es el de la escultora Camille Claudel, alumna del dominante escultor Auguste Rodin. Las diferencias en la escultura de Claudel respecto al tratamiento de los cuerpos femeninos es que estos muestran rostros menos sumisos, vientres con formas y volúmenes también diferenciados de los realizados por escultores varones, que si bien constituyen sutilezas en las manifestaciones de la corporeidad femenina esculpida, también constituyen incipientes enfoques de género y que, por su calidad de escultora precursora, sí se advierte cierta intencionalidad erotizante que debió ser escandalosa desde los cánones decimonónicos.
En vano se busca en las criaturas de Camille Claudel al fauno danzante, o a la bacante con racimos de uvas, según se hace referencia en Conaculta (1997). Ninguno de sus desnudos expresa el reposo o el equilibrio. Todos sus cuerpos son captados en acción, en la tensión de la espera. Nada se detiene ni un solo instante. Ella, jamás se sintió atraída por el helenismo ni el paganismo. Para Camille, el cuerpo encuentra su expresión en la mujer, es decir, fugaz y vulnerable, en lugar de la metamorfosis de un destino. Según afirman Serrano, Zarza y Serrano (2012), aun en la juventud del amor, sus desnudos no se pueden contemplar independientes y victoriosos; nunca los glorifica de frente, en la paz y la quietud. Sus parejas solo se ven de perfil o de espaldas, con gesto de la súplica, el perdón o el abandono –como en la escultura el abandono– ciegos, con los ojos cerrados, subyugados por una fuerza extraña. La libertad del hombre jamás se hace presente en su mundo; siempre hay una fatalidad que desquebraja el vuelo o la gravitación. Una de las mayores aportaciones del universo claudeliano es la autoreferencialidad del cuerpo femenino. “Cinco desnudos masculinos fueron creados, por vez primera en la historia de la escultura, por manos femeninas” (Conaculta, 1997, p. 35).
La producción escultórica de Camille Claudel, entendida como los inicios del arte erótico producido por mujeres (Berger, 2000), en su época no fue del todo comprendida, entre otras razones, por el peso de la moral o doble moral victoriana, el arte erótico, un siglo después obliga a mirarlo a partir de los grandes cambios de toda manifestación del pensamiento o expresión estética, es decir, se transforma radicalmente o, acaso como resultado de distintos cambios sociales o por efectos de la misma posmodernidad, la que lo hace desdoblar en distintas formas de comunicación y redefinición para, incluso, convertirse en parodia, mofa o en algo más cotidiano, hasta ser considerado “insulso” a juzgar por algunas producciones artísticas de varones y mujeres que han producido imágenes en las que ha sido incluido el cuerpo de la mujer, pero tratado de otra manera distante al enfoque convencional, frecuentemente dirigido a la satisfacción del observador varón.
Esa posibilidad de expresión insulsa se puede observar en algunas imágenes producidas por la artista contemporánea Nan Goldin, quien de forma indistinta o casual desarrolla como temas de inspiración el desnudo masculino y las relaciones sexuales de pareja; lo sorprendente es que en diversas escenas, aunque minoritarias, aparecen niños o bebés, situados en el mismo lecho donde pudo haber o habrá una cópula de los padres. Goldin ha afirmado que sus imágenes crudas van dirigidas contra “el hipócrita mundo del arte, dispuesto a olvidar cualquier tipo de ‘pecado’ privado siempre que la buena imagen pública de los implicados se mantenga inmaculada” (Goldin, 2003, p. 84). Bajo estas consideraciones, si bien individuales, surge la reflexión sobre la resignificación contemporánea del cuerpo femenino a partir de tanto tratamiento “natural” o habitual del mismo o bien la posibilidad de que después de milenios, el tratamiento, exposición, visualización desde la histórica y unilateral mirada masculina, esta corporeidad, ahora menos sensualizada en el arte (que no en la publicidad o en la pornografía) también ha dejado de ser un tabú y es apreciada indistintamente por hombres y mujeres.
Las artistas no han producido escenas o imágenes eróticas en proporción y carga sexista como lo han hecho los artistas varones, esto es, las mujeres se han expresado –particularmente de los 50 del siglo XX a la actualidad– más a partir de su propio cuerpo o en formas de auto-reconocimiento (Barbosa, 2007, Serrano, 2008), como es el caso de la escultora Laura Pulsen, quien ha propuesto una novedosa forma de expresión del cuerpo femenino a partir de sus capacidades reproductivas, pero con base en esculturas de barro saturadas de semillas de pequeñas plantas que crecen durante el lapso de una exposición temporal (Cordero, 1998). El caso paradigmático del tratamiento diferenciado del cuerpo femenino en los años setenta ejecutado por una escultora modernista, como ya se mencionó en la introducción, sin duda lo constituye Niki de Saint Phalle, quien desmitifica los genitales femeninos y frecuentemente asume una actitud contestataria respecto a los temas eróticos y de género en múltiples esculturas.

Reflexiones finales

Lo anterior, nos puede llevar a la reflexión de que en estos tiempos, la erotización del cuerpo femenino a partir del trabajo escultórico de artistas mujeres, podría carecer de la connotación sensualista o de carga erótica para agradar al varón, como lo fue históricamente y su expresión ha desvanecido fronteras entre los temas de inspiración que elige una mujer, como se ha dicho, que no son equivalentes a las formas en que el varón ha esculpido el cuerpo femenino. Asunto aparte es el referido arte ejecutado por mujeres que dista del concepto del cuerpo femenino como objeto sexual.
Desafortunadamente, las actuales representaciones del cuerpo aterrizan en la objetualidad: usar, desechar, renovar, remodelar. Los medios fomentan un culto actual al cuerpo que lo aterriza en la concepción de ser mercancía y moneda de cambio. Los medios han inducido la idea que el ser “más” mujer va en relación directa con el tamaño de los senos y el ser “más” hombre con el tamaño del pene. Lo que apunta a la exagerada estética de los cuerpos trabajados en el gimnasio e imposibles por naturaleza, al menos en nuestra cultura; razón por la que el recorte espacial en los planos de visualización en los medios apunta a una concepción de los individuos a partir de la remarcación de estos indicadores sexuales, una imagen indicial. “La mirada… es obscena por su inmediatez,… son fragmentados y convertidos en fetiches para servir de alimento a la voracidad escópica masculina” (Giménez-Gatto, 2008, p. 100). Maximizando la sexualidad y minimizando la sensualidad y el erotismo. Ya no se contempla al cuerpo en su totalidad, sino a partir de lo fragmentario, tal es el caso de la imagen con tintes eróticos y sexuales, lo cual se opone en gran medida al planteamiento del “hombre de Vitruvio”, aquel conceptuado desde la totalidad más allá incluso de sus propios límites, extensible al universo, a un nivel superior al mero plano de representación.
Un lenguaje de la proximidad, una obsesión por la visibilidad del sexo que se expresa, a nivel formal, en el plano cerrado y en sus sinónimos porno, una mirada genital y clínica del sexo… una mirada fragmentaria y fálica sobre unos cuerpos sin rostro, objetivados y reducidos a la carnalidad… (Gimenez-Gatto, 2008, p. 97).

Es quizá la exposición de esos fragmentos corporales los que provocan a la gente.
Finalmente, cabe cuestionarse si existe una realidad erotizante masculina y otra femenina, una inconsciente y otra consciente, una interna y otra externa que nos remita a pensar paradójicamente si es real la realidad. Con ello, se plantea la idea probable de un cuerpo deserotizado, no libidinizado con relación a {eros-vida-objetos}. Un acercamiento se puede encontrar en las formas melancólicas, se puede manifestar un cuerpo sufriente, y a la vez en goce inconsciente, que exhibe la deserotización, simultáneamente con la ¿libidinización? de la pulsión de muerte. He aquí otra paradoja. De tal suerte que el deseo deviene del sistema psíquico mediado por la apreciación cultural del cuerpo, siendo el erotismo un dispositivo sensorial, siempre recursivo.

Referencias

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Facultad de Humanidades, UAEMéx, Ciudad Universitaria, Cerro de Coatepec, Toluca México. Correo electrónico: emilioruiz.uia@gmail.com

Marta Lamas hace mención de la performatividad del cuerpo, tanto en Judith Butler como en Joan W. Scott, con la idea de la desconstrucción del género como un proceso de subversión cultural, donde la simulación y la apariencia subyacen en las gramáticas corporales. Se plantea la provocadora idea de que el género es un proyecto para renovar la historia cultural en nuestros propios términos corpóreos.

Recibido: 12 de febrero de 2016; Aceptado: 12 de septiembre de 2016

Resumen

El cuerpo es el portador de símbolos sociales donde concurren las nociones culturales, sobre él recaen los límites de las instituciones sociales; en ese espacio de socialización, es donde se inserta la noción de identidad y corporalidad de cada individuo, pero su expresión hacia la erotización toma caminos diferenciados, no solo desde los géneros, sino desde posiciones que incluyen la clase, la raza, el poder, la represión religiosa y otros factores que determinan que un cuerpo erotizado o erotizante pueda concebirse en unas culturas como una manifestación humana natural o bien por otras, como un tabú o un vínculo hacia fuerzas maléficas. Por ello, se pretende analizar aquí, sucintamente la intersección de tres amplios temas: el erotismo a través del deseo, las artes plásticas y el género, lo cual, implica revisar sus complejidades y trasgresiones.

Palabras clave

Erotismo, cuerpo, género, deseo, transgresión.

Abstract

The body is the bearer of social symbols where cultural notions attend and he bears the limits of social institutions; in the space of socialization, it is where the notion of identity and corporeality of each individual is inserted, but the eroticism expression to take different paths, not only gender, but from positions that include class, race, power, religious repression and other factors that determine a body's erotic eroticized or conceivable in some cultures as a natural human manifestation or by others as a taboo or a link to evil forces. Therefore, we intend to briefly discuss the intersection of three broad themes: eroticism through desire, art and gender, which involves reviewing its complexities and transgressions.

Keywords

Eroticism, body, gender.

Preludio

La erotización del cuerpo guarda relación con la potencialidad de la vida. Desde una perspectiva estética, el cuerpo erotizado motiva la creación; el cuerpo erotizado de la persona creativa seduce y cautiva convocando al otro que también podría estar erotizado/hechizado al compartir el objeto deseado. En esta relación hay placer del momento incierto, de la experiencia sensual que provoca este vínculo. “El erotismo no es visible, no es epidérmico, es sensación pura” (Serrano y Zarza, 2013, p. 103). En el arte, la búsqueda de placeres trasciende del imaginario individual al colectivo, al deseo social, como sería el caso del desnudo femenino, un tema demandante en la estética de todos los tiempos, que con enorme potencia reduce o sintetiza las ideas colectivas de un cuerpo erotizante a un lienzo o escultura, en una defectuosa materialización del deseo y de la libido: Aunque conviene aclarar que desde la óptica de los estudios de género, se construye al cuerpo femenino para ser representado y consumido solo por el género dominante, dejando de lado la capacidad erotizante del cuerpo masculino dentro del deseo de la mujer o, la mínima evidencia de cuerpos masculinos erotizados que han sido producidos por artistas mujeres. Lo que en los hombres es creatividad en las mujeres es locura y más si son artistas transgresoras. Muy probablemente, más que locura es un miedo ancestral el que se tiene guardado en el ADN cultural de las mujeres, ¿cómo realizar desnudos masculinos si les podría causar persecución y muerte?

De los siglos XIV al XVII la cacería de brujas tuvo su apogeo y los principales delitos que las obligaban a declarar eran: que causaban la cosecha malograda, realizaban abortos, pero el principal delito confesa-do después de la tortura, según comenta Friedman (2010), comenzando con la primera bruja docu-mentada, la francesa Ángela de la Barthe en 1275, fue el delito de haber conocido el pene del diablo.

El pene del diablo era la obsesión de todo inquisidor y la declaración “estrella” de toda confesión de bruja. De modo invariable, las mujeres decían que era frío, pero había des-acuerdo en otros detalles... Esto llevó a un inquisidor francés a conjeturar que Satanás atendía mejor a algunas brujas que a otras (Friedman, 2010, p.14).

La sexualidad no obedece siempre ni es la manifestación de un impulso biológico y natural, tampoco se restringe a formas universales y generalizables de expresión. Por el contrario, es un entramado di-verso y particular de prácticas, acciones, técnicas, placeres y deseos en los que interviene el cuerpo, pero también una serie de argumentaciones, discursos, premisas y significaciones que connotan las acciones de los individuos, califican sus deseos, orientan sus tendencias y restricciones morales, tal es el caso de la desnudez. Según Tusquets (2007), ante la desnudez, “es la cultura la que nos provoca la vergüenza y el deseo de transgredirla, es la cultura la que crea el erotismo... la cultura nace como intento de poner orden al cruel caos de lo natural” (p. 13). Este autor retoma las ideas de Oscar Wilde quien declara el concepto de que vemos la naturaleza a través de lo que las obras de arte nos han enseñado a mirar. Ésta, quizás sea la suprema función del Arte: enseñarnos a mirar lo que antes no éramos capaces de apreciar. Así como la idea de Roger “No hay ninguna naturaleza que no sea percibida (pre-vista) a través de una cultura, y el pintor de desnudos lo sabe mejor que nadie... y una mujer no es nunca naturalmente bella, siempre lo es desnaturalmente” (p. 35), ya que la belleza es una percepción cultural muy subjetiva.

Inimaginable el escándalo en el medio artístico y cultural que hubiese ocurrido en París si el artista Gustave Courbet, quien pintó el cuadro al óleo titulado El origen del mundo en 1866, hubiese siquiera hablado abiertamente de su obra en la que se muestran los genitales femeninos, dentro de un acercamiento en el que se invisibiliza el resto del cuerpo de la modelo. La censura del siglo XIX habría hecho imposible su exhibición pública o su presentación, a menos que se hubiera dado dentro de un círculo muy cerrado de colegas o amigos; de hecho, esta pintura se conservó oculta la mayor parte de su existencia, aún en el periodo al que perteneció el desinhibido psicoanalista Jacques Lacan. Este óleo se convirtió en patrimonio del Estado francés, sólo porque lo recibió como pago de impuestos sucesorios y hoy, revalorada, la pieza se exhibe en el importante museo D’Orsay. En un caso similar de discreción, previo a esta audacia de Courbet, estu-vo la Maja desnuda de Francisco de Goya, también oculta y ajena al gran público moralista.

La representación del sexo, desde el indecible Origen del Mundo, es considerada por muchos historiadores como la primera pintura de la Historia del Arte que convirtió el sexo de la mujer en tópico primordial de un obra artística y de la que “Goncourt dijera que: ‘era equiparable a un viejo desnudo de Correggio’, hasta Marcel Duchamp” (Martín, 2015), con la invitación de este último pintor a entrar con la mirada desde el orificio de una vieja puerta para atisbar a una mujer insinuante, según este mismo historiador.

Un siglo después de Courbet, Niki de Saint Phalle (1930-2002), escultora de origen francés, realizó una escultura femenina monumental a la que pene-traba el público y se mostraba en posición ginecológica, es decir, yacente con las piernas abiertas y las rodillas levantadas; el público salía por la vulva, como si fuese expulsada de ese gigantesco cuerpo en estado de ingravidez.

Esto sucedió en 1966 en el Museo Moderno de Estocolmo, institución que presentó una obra que el citado historiador y crítico de arte Francisco Martín describe como insólita, desmesurada y transgreso-ra; esta escultura se denominó Hon (‘Ella’ en sueco) y fue realizada por esta artista, refiere Martín: era una escultura colosal cuyas medidas eran 28 m de longitud, 9 m de ancho y 6 de alto, que representaba una mujer, bocarriba, sobre el suelo, cuya singularidad consistía en que era una escultura penetrable, transitable por el interior de su cuerpo, en donde cada una de sus partes anatómicas se configuraba como un espacio lúdico visitable (Martín, 2015). Es decir, totalmente transgresor, mismo que poco después fue censurado.

Pero ¿este conjunto de obras constituyen expresiones del arte erótico, de la pornografía o bien, son la búsqueda por transgredir, de atentar contra la moral pública? El arte erótico según Döpp (2006), se encuentra sumido en una enrarecida atmósfera de términos ambiguos: “El arte y la pornografía, la sexualidad y la sensualidad, la obscenidad y la moralidad están relacionados hasta tal punto que parece casi imposible llegar a una definición objetiva, lo cual es muy común en la historia del arte...” (p. 19). Ya que la pornografía es un término moralizador difamatorio. Lo que para una persona es arte, para otra es un trabajo diabólico. La mezcla entre aspectos estéticos y ético-moralistas impide la aclaración o diferenciación entre ambos conceptos. Asimismo, este autor, refiere el término pornografía, que en griego significa “escritos de prostitutas” (o sea, un texto con contenido sexual), por tanto la pornografía estaría construida por las fantasías sexuales y las fantasías eróticas serían el tema del arte erótico, de tal suerte que se podría decir que el erotismo es una condición psíquica.

Por ello, Niki de Saint Phalle es una escultora trasgresora, como se aprecia en esas Nanas, esculturas de mujeres voluminosas y de brillantes colores; las obras por las que Niki es conocida universal-mente. Personajes de feminidad exultante y alegre. Niki exorcizó de la crítica dentro de la liberalidad de los suecos con una frase antigua, que ella colocó sobre uno de los muslos de esta escultura. Que el mal le venga al que piense mal... la idea del retorno a la Madre, expresada figurativamente con la imagen de una mujer con el sexo abierto y receptivo. Este acto de salir por la vulva de una escultura trasgresora, es quizá mucho más complejo, al modo de Jean-Luc Nancy (2001), es la existencia como exilio, una especie de exilio constitutivo de la existencia moderna, “haber salido de”, fuera del lugar propio. “El cuerpo es el exilio y el asilo en el que algo así como un “yo” viene a quedar ex- puesto, es decir a ser” (Nancy, 2001, p. 4). Ello, tan complejo como la frase de Roland Barthes “Lo que mis palabras esconden, mi cuerpo lo revela” que retoma Raffaele Pinto (1999) en su texto Hermenéutica del deseo y género sexual, explicando que existe una dicotomía de universos semióticos entre lenguaje y cuerpo, que se oponen conceptualmente a partir de su función respectivamente ocultadora-reveladora en relación con el deseo.

Descifrar el deseo en el comportamiento de una persona implica, por lo tanto, en la gramática del erotismo, una actitud “metalingüística, de investigación, más allá del lenguaje, de los indicios presentes en la superficie visible del cuerpo. Esta superficie adquiere, de esta manera, la apariencia y el significado de un síntoma: el deseo se manifiesta a través de su externa sintomatología.

El erotismo a través del cuerpo y del deseo

El erotismo para Morin (2003) es la relación entre la mente y el sexo, desborda las partes genitales, se apodera del cuerpo que deviene todo entero excitante, perturbador, apetitoso, emocionante, provocador, exaltador, y puede sublimar aquello que, fuera de la lubricidad, parece inmundo. De tal suerte que el Eros, “que nunca ha conocido ley”, transgrede reglas, convenciones, prohibiciones. La mente perturbada por el sexo y perturbándo-lo, según el autor: la cabeza-a-cola psique-falo, se erotiza. El Eros va a proyectarse y expandirse por todas partes, incluidos los éxtasis religiosos; va a extraviarse en los fetichismos. La atracción erótica deviene fuente de complejidad humana, desencade-nando encuentros improbables entre clases, razas, enemigos, amos y esclavos.

El eros irriga mil redes subterráneas presentes e invisibles en cualquier sociedad, suscita miradas de fantasmas que se levantan en cada mente. Opera la simbiosis entre la llamada del sexo, que procede de las profundidades de la especie, y la llamada del alma que busca adorar (Morin, 2003, p. 45).

Si la belleza se encuentra en la mirada del observador, el erotismo se encuentra en su mente. Lo que gobierna nuestras reacciones, no es únicamente lo que miramos o leemos, sino la forma en que lo percibimos. La imagen o el texto pueden estimular, ofender o provocar ambas cosas de manera simultánea. Por lo menos desde el siglo XIX a la fecha, la cultura occidental muestra una larga historia de atentados oficiales por suprimir el erotismo (Lucie-Smith, 2003), generando así formas de censura y satanización del cuerpo como el caso de la Santa Inquisición.

La mera actividad sexual es diferente del erotismo, para Bataille (2000), la primera se da en la vida animal y es solo en la humana que se muestra una actividad que determina lo que se denomina erotis-mo. Humanamente, la unión de amantes o esposos solo tuvo un sentido, el deseo erótico: el erotismo difiere del impulso sexual animal, el cual tiene fines reproductivos y el erotismo es la búsqueda consciente de un fin que es la voluptuosidad. Es cierto, la búsqueda del placer, considerado como un fin en nuestros días, es a menudo mal juzgada. En una reacción primitiva, que no cesa de operar del todo hoy día, la voluptuosidad es el resultado previsto del juego erótico. Así pues, el resultado del erotismo es considerado en la perspectiva del deseo, indepen-dientemente del posible nacimiento de un hijo.

El mismo Bataille, hace un recorrido histórico sobre el erotismo. Su origen precedió a la división de la humanidad en hombres libres y en esclavos, pero en parte, el placer erótico dependía del estatus social y de la posesión de riquezas. En las condiciones primitivas se ensalza en el hombre su encanto, su fuerza física y su inteligencia; en la mujer, su belleza y su juventud. Para estas, la belleza y la juventud son decisivas, incluso en nuestros días. Los privilegios hicieron de la prostitución el cauce normal del erotismo, colocándolo bajo la dependencia de la fuerza o de la riqueza individual.

En la antigüedad, el erotismo tuvo un sentido y, por ello, desempeñó su papel en la actividad humana, aunque no fueron siempre los aristócratas y quienes podían consagrarse a los privilegios de la riqueza, los que representaron este papel. Ante todo, quien decidía en la sombra era la agitación religiosa de los indigentes. Evidentemente, la riqueza intervenía siempre que se tratara de formas estabilizadas: el matrimonio y la prostitución tendían a hacer depender del dinero la posesión de las mujeres. Pero en esta referencia al erotismo antiguo, se debe considerar, en principio, el erotismo religioso, sobre todo, el culto orgiástico de Dionisos. Los que tomaban parte en las orgías de Dionisos eran a menudo gente pobre, incluso, a veces, esclavos.

En Grecia, según parece, la práctica de las bacanales tuvo un sentido de superación del placer erótico. Esencialmente, el culto de Dionisos fue trágico y, al mismo tiempo, erótico y estuvo sumido en una delirante promiscuidad. En la historia del erotismo, la religión cristiana desempeñó una función clara: su condena. En la medida en que el cristianismo rigió los destinos del mundo, intentó privarlo del erotismo, en cierto sentido, el cristianismo fue favorable al mundo del trabajo, valoró el trabajo en detrimento del placer. Hizo del paraíso el reino de la satisfacción inmediata y también eterna, pero entendido como última consecuencia o recompensa de un esfuerzo previo. Desde la perspectiva cristiana, el erotismo comprometía o, al menos, retardaba la recompensa final.

Bajo esta perspectiva, la Edad Media otorgó un lugar al erotismo en la pintura y la escultura: ¡lo relegó al infierno! Los artistas en esa época trabajaban para la Iglesia y, para la Iglesia, erotismo significaba pecado. Solo podía ser introducido en el arte bajo el aspecto de la condenación, de tal forma que únicamente fue permitido en representaciones del infierno o, como máximo, simbolizando repugnantes imágenes del pecado. Las cosas cambiaron a partir del Renacimiento y cambiaron –en Alemania principalmente, incluso antes del abandono de las formas medievales– desde el momento en que algunos coleccionistas compraron obras eróticas. Las obras de Alberto Durero, Lucas Cranach o Baldung Grien a pesar de tener un cierto componente erótico, todavía reflejan la incertidumbre de aquella época y por eso su componente erótico es de alguna manera angustioso.

Al entrar en este mundo de un erotismo lejano y a menudo brutal, nos encontramos ante la horrible concordancia entre el erotismo y el sadismo que se vinculaba, en cierta forma, con la brujería. Posteriormente desaparecerían, aparentemente el manierismo lo liberó, pero el erotismo verdaderamente libertino no se abrió paso, seguro de sí mismo, hasta el siglo XVIII. Un cambio radical fue en la Francia libertina del siglo XVIII que poco a poco se transformó de un erotismo desmesurado a un erotismo consciente (Bataille, 2000). Actualmente se podría decir, que incluso se ha diluido, o es acaso una suerte de erotismo-pornografía posmodernos que forman parte de la vida cotidiana.

El cuerpo, moldeado por el contexto social y cultural en el que se sumerge el individuo, es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo, de tal manera que las actividades perceptivas, pero también la expresión de los sentimientos, las convenciones de los ritos de interacción, gestuales y expresivos, la puesta en escena de la apariencia, los juegos sutiles de la seducción, las técnicas corporales, el entrenamiento físico, la relación con el sufrimiento y el dolor, en suma, la existencia misma del individuo es, en primer término, corporal. En este sentido, Le Breton (2007), considera que el hombre pone en juego en el terreno de lo físico, un conjunto de sistemas simbólicos, es decir, que del cuerpo nacen y se propagan las significaciones que constituyen la base de la existencia individual y colectiva, de tal manera que el proceso de socialización de la experiencia corporal es una constante de la condición social del hombre que, sin embargo, tiene sus momentos más fuertes en ciertos períodos de su existencia como son los de su ejercicio de su sexualidad.

Bajo esta perspectiva, la organización genérica de la sociedad es una construcción social basada en marcas corporales, ya que en el centro de la organización genérica del mundo, como sistema de poder basado en el sexo, se encuentra el cuerpo subjetivado. Es decir que en una cultura como la nuestra el cuerpo se considera decisivo para asignar identidades. De tal forma que tanto la masculinidad como la feminidad se asocian o emergen de los cuerpos, pues se asume que es algo inherente al cuerpo o que expresa algo sobre su naturaleza, ya sea bajo la creencia de que el cuerpo impulsa, dirige o limita la acción. Es así que se considera al cuerpo como portador de símbolos sociales donde concurren las nociones culturales y sobre el que recaen los límites que expresan las instituciones sociales que han interpretado de manera dispar la anatomía de hombres y mujeres (Jiménez, 2003; Butler, 2001).

Por lo tanto, es a través de diferentes manifestaciones corporales que los individuos expresan su pertenencia social y cultural, reflejan las imágenes sociales sobre el cuerpo y las relaciones de poder, es decir, que el cuerpo posee una cantidad de potencialidades y representaciones simbólicas en diferentes ordenamientos sociales y culturales. En palabras de Le Breton (2007), el cuerpo se impone como el lugar predilecto del discurso social. Es a través del cuerpo que se construye y representa el significado de la masculinidad o la feminidad, de tal forma que el cuerpo encarna un código con el que se producen mensajes y se da acomodo al aparato perceptivo e interpretativo, empleando diversos medios, tales como el porte o estilo con que se presentan y actúan los agentes, la gestualidad corporal, entre otros.

El cuerpo además tiene una relación muy directa con la sexualidad, pues, según lo afirman Vendrell (2004) y Rivas (1998), la sexualidad está sostenida en la materialidad corporal, es decir, en la existencia de una capacidad física que se manifiesta mediante prácticas, actividades y acciones en las que interviene el cuerpo, pero también una serie de argumentaciones, discursos, premisas y significaciones que connotan las acciones de los individuos, califican sus deseos, orientan sus tendencias y restringen sus elecciones placenteras o amorosas. Es decir, que la sexualidad no se limita a un aspecto instintivo del ser humano, más bien se le concibe como una “construcción social” que involucra nuestras creencias, ideologías e imaginación, tanto como el cuerpo físico. La sexualidad es fundamentalmente un objeto “cultural”, un producto de la cultura.

Los comportamientos, identidades, creencias, convenciones sexuales y definiciones han sido moldeados en medio de relaciones de poder en las cuales se han desvalorado la sexualidad femenina y se ha definido en función del hombre. Siendo que la sexualidad está en la base del poder, tener una u otra definición genérica implica para los seres humanos ocupar un lugar en el mundo y tener un destino más o menos previsible de integración en la jerarquía social (Vendrell, 2004; Weeks, 1998; La-garde, 1990). En este sentido, el modelo de sexualidad general que domina en las diferentes culturas del mundo es aquel en el que los hombres han sido los agentes sexuales activos y principales promotores de los procesos de erotización del cuerpo femenino, mientras que las mujeres históricamente han sido los agentes sexuales pasivos y “sensibles” que despiertan a la vida sexual gracias al hombre, convertidas en simples objetos del deseo, convir-tiendo su corporalidad en agente de libidinización masculina, sin posibilidad por lo menos hasta el siglo XX de reciprocidad.

De tal modo que el cuerpo, la sexualidad y el erotismo representan un vínculo. Eros es el término con el que los griegos designaron al Dios Amor; es así que Eros significa el “deseo sensual”, que en Grecia tuvo diferentes representaciones según la época, comenta Aristizábal (2007). En la teoría psicoanalítica, Eros es el nombre genérico que Freud da al conjunto de las pulsiones de vida relacionadas con la sexualidad, a las que se opone el impulso de muerte, designado con otro nombre igualmente mitológico: Tánathos. El adjetivo erótico designa, en este sentido, lo relativo al amor y especialmente al amor físico, así como a lo que suscita el deseo y el placer sexual. El erotismo varía de acuerdo con las épocas y las culturas; así, lo que en una época pudo tener un contenido altamente erótico, puede no tenerlo en otros momentos.

Para Octavio Paz el erotismo es un hecho social, un acto interpersonal que exige la presencia de un actor y de un objeto. Sin el otro no hay erotis-mo; es su mirada, como el reflejo en el espejo, lo que hace posible la tensión del erotismo. Como lenguaje indescifrado que se comunica al “otro”, el erotismo espera siempre respuestas de tipo sexual: “El erotismo –según comenta Paz– es sexual. La sexualidad no es erotismo. El erotismo no es simple imitación de la sexualidad: es su metáfora. El lenguaje erótico se sirve de todas las formas de ex-presión para reproducir lo imaginado, sublimándolo: la pintura, la literatura, la escultura, la fotografía, la caricatura, el cine, son a un tiempo fuentes de restitución erótica de la mirada, opciones de un discurso fragmentado donde la insinuación erótica no se deja reducir a un principio, regla o norma (Aristizábal, 2007). Es así, que este vínculo; cuerpo, sexualidad y erotismo, ofrece entre otras las dimensiones de género.

Puesto que el deseo ocupa la interioridad y que su manifestación externa se produce siempre de manera indirecta, ya por la vía metalingüística, es decir, a través del cuerpo, o bien, por la vía metafísica, a través de las palabras, se dan estas dos posibilidades, según Pinto (1999, p. 64): 1. Que haya continuidad corporal entre lo interior y lo exterior, pero no verbal. 2. Que haya continuidad verbal entre lo interior y lo exterior, pero no corporal. La posición hermenéutica masculina se basa claramente en la idea de la continuidad corporal (todo movimiento exterior en la anatomía de la persona tiene correspondencia con un movimiento interior de su sensibilidad, y por lo tanto el cuerpo nunca miente) y la discontinuidad verbal (las palabras, por ser secundarias respecto a los impulsos, nunca reproducen exactamente el sentimiento o la emoción, por lo tanto siempre mienten); mientras que la posición hermenéutica femenina se basa, creo, de manera igualmente clara en la idea de la continuidad verbal (todo discurso personal tiene un fundamento de significado en la experiencia interna, o sea de la intimidad, y por lo tanto las palabras nunca mienten) y la discontinuidad física (la anatomía, en tanto que objeto de exhibición para la experiencia y juicio de los demás, está demasiado condicionada por la sociedad y la cultura para reflejar el auténtico sentir del sujeto, y por lo tanto siempre miente 1 ). En sus manifestaciones más simplistas y reductivas, la continuidad corporal masculina se presenta como confusión entre deseo y estimulación genital, y la continuidad verbal femenina se presenta como confusión entre deseo y fantasía novelesca.

El cuerpo tiene gramáticas particulares y una escritura que se posa en el límite que separa el pensamiento desde el cuerpo. Es una tentativa de comunicar el cuerpo sin significarlo, de plasmar el texto siguiendo las formas de la carne, este lenguaje toca su inefable alteridad, para Nancy (2003), a la escritura le corresponde solo tocar al cuerpo con lo incorpóreo del sentido y de convertir, entonces, lo incorpóreo en tocante y el sentido en un toque. La escritura llega a los cuerpos según el límite absoluto que separa el sentido de ella, de la piel y los nervios de ellos. Nada pasa, y es exactamente allí que se toca. De tal suerte que el cuerpo da lugar a la existencia. No es una totalidad, un organismo, una unidad bien formada: remite a lo abierto, a lo desorganizado, a la fragmentalidad, a la dispersión. Al estudiar a Nancy, Ramírez (2014) comenta que el cuerpo es pura espacialidad es coexistencia. “El cuerpo es el ser de la existencia” (p. 231), el ser sin restricción, o bien la existencia como exterioridad.

Escultura, género y erotismo

La creación artística está llena de simbolismos según opina Salmerón (2013), quien indaga los aspectos relacionados con el simbolismo y la violencia en las teorías psicoanalíticas iniciando con los postulados freudianos y kleinianos; así como la relación que guardan estos con la actividad creadora. Hace énfasis en los postulados kleinianos respecto a la agresividad hacia el cuerpo materno como motor de la actividad reparadora en el arte. Este autor, hace referencia al simbolismo definido en el diccionario de Laplanche y Pontalis como: a) En sentido amplio, modo de representación indirecta y figurada de una idea, de un conflicto, de un deseo inconsciente; en este sentido, puede considerarse en psicoanálisis como simbólica toda formación substitutiva. b) En sentido estricto, modo de representación caracterizado principalmente por la constancia de la relación entre el símbolo y lo simbolizado inconsciente, comprobándose dicha constancia no solamente en el mismo individuo y de un individuo a otro, sino también en los más diversos terrenos (mito, religión, folklore, lenguaje, entre otros) y en las áreas culturales más alejadas entre sí (citados en Salmerón, 2013)

En el arte, la búsqueda de placeres trasciende del imaginario individual al colectivo, al deseo social. El cuerpo fragmentado en la escultura está cargado de simbolismo, es quizá la razón más importante por la que se guardaba en secrecía. A excepción de cabezas y bustos, no se había interesado hasta el Renacimiento.

El irresistible atractivo de la rutina. A partir de esta fascinación del cuerpo humano, extraños trozos sin cabeza ni extremidades, que jamás se le hubieran ocurrido a un artista clásico, como el Estudio para el Torso de Flora de Aristide Maillol o el desafiante e increíblemente moderno torso femenino de Rodin (Tusquets, 2007, p. 81).

Requirieron de gran osadía para salir a la luz pública. Sorprendentemente, las imágenes que se perciben en las representaciones artísticas históricas, no se alejan mucho de las existentes en algunos otros consumos culturales de nuestra época, tales como las imágenes que aparecen en artes plásticas, publicidad, música y revistas. Para Gubern (2011), el goce estético ha descendido para la ma-yoría de las personas hacia el goce mitogénico, una mezcla hedónicoficcional. La línea divisoria entre in-formación y espectáculo no siempre ha sido nítida y menos ahora que se transmite mediáticamente, la imagen digital ha generado una nueva videocultura y ha transformado la iconósfera tradicional. Asimismo, comenta que la imagen digital permite otras fantasías acerca de uno mismo, ya que la mayoría de la gente está descontenta con algún aspecto físico de su propia imagen y cambian constantemente su cuerpo como parte del espectáculo social hacia la modificación de la propia apariencia, en una cultura en la que el parecer resulta más importante que el ser.

El cuerpo con una determinada apariencia está cruzado por la mirada del espectador. Dado que cada mirada hacia la obra artística es cambiante al paso del tiempo, también ha quedado contenida en ella la identidad sexual del que mira, con lo que se condicionan y modifican sus modos “naturales” de mirar u observar. En cada cuadro u objeto artístico en el que ha sido representada la mujer y particularmente en la práctica del desnudo, subyace un complejo simbolismo en el que, por encima de cualquier cosa, sobre todo “la del desnudo”, es una obra de provocación sexual. El cuerpo está colocado de tal modo que se exhibe lo mejor posible ante el hombre que mira el cuadro. La obra está pensada para atraer su sexualidad, ya que solamente la sexualidad masculina ha adquirido la condición de observadora o espectadora permanente, es decir, históricamente se ha privilegiado al público de varones dentro de la producción de obras visuales de Occidente. Asimismo, Berger (2000) afirma que, para estar en condiciones de cumplir con el orden social establecido y, desde luego, con la moralidad vigente en la época, habría que “girar” la imagen en torno al gusto masculino.

Solo hasta que las mujeres lograron tener participación como artistas plásticas independientes, la mayoría a partir de los finales del siglo XIX y los inicios del siglo XX, dejaron de abordar los temas tradicionales y tendieron a la representación de sí mismas y a plasmar nuevos asuntos. Si se asumiera que muchos de los temas recurrentes en las creaciones de las artistas plásticas es la autorepresentación –incluida la de su propio cuerpo, así como la relativa tendencia de mirarse a sí mismas, según Berger– esta ha sido una de las diferencias incuestionables en dichas temáticas y esta diferencia consiste en que las mujeres no han recurrido al ícono del desnudo masculino, como se menciona en otra parte de este artículo. Ellas ven otra significación del cuerpo del género “contrario” y miran otros conceptos, muchas veces ligados a su formación pudorosa y recatada, y en otras creaciones presentan aspiraciones ligadas a temas que poco o nada tienen que ver con la erotización de los cuerpos, en parte porque han sido condicionadas culturalmente para mirar o recrear sus expresiones de modo distinto.

Es hasta la aparición de las primeras escultoras reconocidas que se trastocan las tradicionales representaciones del cuerpo femenino, ya que, al ser elaborado por una mujer que conceptualiza de modo distinto su corporeidad, se presenta un hito en la historia del arte; un caso emblemático es el de la escultora Camille Claudel, alumna del dominante escultor Auguste Rodin. Las diferencias en la escultura de Claudel respecto al tratamiento de los cuerpos femeninos es que estos muestran rostros menos sumisos, vientres con formas y volúmenes también diferenciados de los realizados por escultores varones, que si bien constituyen sutilezas en las manifestaciones de la corporeidad femenina esculpida, también constituyen incipientes enfoques de género y que, por su calidad de escultora precursora, sí se advierte cierta intencionalidad erotizante que debió ser escandalosa desde los cánones decimonónicos.

En vano se busca en las criaturas de Camille Claudel al fauno danzante, o a la bacante con racimos de uvas, según se hace referencia en Conaculta (1997). Ninguno de sus desnudos expresa el reposo o el equilibrio. Todos sus cuerpos son captados en acción, en la tensión de la espera. Nada se detiene ni un solo instante. Ella, jamás se sintió atraída por el helenismo ni el paganismo. Para Camille, el cuerpo encuentra su expresión en la mujer, es decir, fugaz y vulnerable, en lugar de la metamorfosis de un destino. Según afirman Serrano, Zarza y Serrano (2012), aun en la juventud del amor, sus desnudos no se pueden contemplar independientes y victoriosos; nunca los glorifica de frente, en la paz y la quietud. Sus parejas solo se ven de perfil o de espaldas, con gesto de la súplica, el perdón o el abandono –como en la escultura el abandono– ciegos, con los ojos cerrados, subyuga-dos por una fuerza extraña. La libertad del hombre jamás se hace presente en su mundo; siempre hay una fatalidad que desquebraja el vuelo o la gravita-ción. Una de las mayores aportaciones del universo claudeliano es la autoreferencialidad del cuerpo femenino. “Cinco desnudos masculinos fueron creados, por vez primera en la historia de la escultura, por manos femeninas” (Conaculta, 1997, p. 35).

La producción escultórica de Camille Claudel, enten-dida como los inicios del arte erótico producido por mujeres (Berger, 2000), en su época no fue del todo comprendida, entre otras razones, por el peso de la moral o doble moral victoriana, el arte erótico, un siglo después obliga a mirarlo a partir de los grandes cambios de toda manifestación del pensamiento o expresión estética, es decir, se transforma radicalmente o, acaso como resultado de distintos cambios sociales o por efectos de la misma posmodernidad, la que lo hace desdoblar en distintas formas de comunicación y redefinición para, incluso, convertirse en parodia, mofa o en algo más cotidiano, hasta ser considerado “insulso” a juzgar por algunas producciones artísticas de varones y mujeres que han producido imágenes en las que ha sido incluido el cuerpo de la mujer, pero tratado de otra manera distante al enfoque convencional, frecuentemente dirigido a la satisfacción del observador varón.

Esa posibilidad de expresión insulsa se puede observar en algunas imágenes producidas por la artista contemporánea Nan Goldin, quien de forma indistinta o casual desarrolla como temas de inspiración el desnudo masculino y las relaciones sexuales de pareja; lo sorprendente es que en diversas escenas, aunque minoritarias, aparecen niños o bebés, situados en el mismo lecho donde pudo haber o habrá una cópula de los padres. Goldin ha afirmado que sus imágenes crudas van dirigidas contra “el hipócrita mundo del arte, dispuesto a olvidar cual-quier tipo de ‘pecado’ privado siempre que la buena imagen pública de los implicados se mantenga inmaculada” (Goldin, 2003, p. 84). Bajo estas consideraciones, si bien individuales, surge la reflexión sobre la resignificación contemporánea del cuerpo femenino a partir de tanto tratamiento “natural” o habitual del mismo o bien la posibilidad de que después de milenios, el tratamiento, exposición, visualización desde la histórica y unilateral mirada masculina, esta corporeidad, ahora menos sensualizada en el arte (que no en la publicidad o en la pornografía) también ha dejado de ser un tabú y es apreciada indistintamente por hombres y mujeres.

Las artistas no han producido escenas o imágenes eróticas en proporción y carga sexista como lo han hecho los artistas varones, esto es, las mujeres se han expresado –particularmente de los 50 del siglo XX a la actualidad– más a partir de su propio cuerpo o en formas de auto-reconocimiento (Barbosa, 2007, Serrano, 2008), como es el caso de la escultora Laura Pulsen, quien ha propuesto una novedosa forma de expresión del cuerpo femenino a partir de sus capacidades reproductivas, pero con base en esculturas de barro saturadas de semillas de pequeñas plantas que crecen durante el lapso de una exposición temporal (Cordero, 1998). El caso paradigmático del tratamiento diferenciado del cuerpo femenino en los años setenta ejecutado por una escultora modernista, como ya se mencionó en la introducción, sin duda lo constituye Niki de Saint Phalle, quien desmitifica los genitales femeninos y frecuentemente asume una actitud contestataria respecto a los temas eróticos y de género en múltiples esculturas.

Reflexiones finales

Lo anterior, nos puede llevar a la reflexión de que en estos tiempos, la erotización del cuerpo femenino a partir del trabajo escultórico de artistas mujeres, podría carecer de la connotación sensualista o de carga erótica para agradar al varón, como lo fue históricamente y su expresión ha desvanecido fronteras entre los temas de inspiración que elige una mujer, como se ha dicho, que no son equivalentes a las formas en que el varón ha esculpido el cuerpo femenino. Asunto aparte es el referido arte ejecu-tado por mujeres que dista del concepto del cuerpo femenino como objeto sexual.

Desafortunadamente, las actuales representaciones del cuerpo aterrizan en la objetualidad: usar, desechar, renovar, remodelar. Los medios fomentan un culto actual al cuerpo que lo aterriza en la concepción de ser mercancía y moneda de cambio. Los medios han inducido la idea que el ser “más” mujer va en relación directa con el tamaño de los senos y el ser “más” hombre con el tamaño del pene. Lo que apunta a la exagerada estética de los cuerpos trabajados en el gimnasio e imposibles por naturaleza, al menos en nuestra cultura; razón por la que el recorte espacial en los planos de visualización en los medios apunta a una concepción de los individuos a partir de la remarcación de estos indicadores sexuales, una imagen indicial. “La mirada... es obscena por su inmediatez,... son fragmentados y convertidos en fetiches para servir de alimento a la voracidad escópica masculina” (Giménez-Gatto, 2008, p. 100). Maximizando la sexualidad y minimizando la sensualidad y el erotismo. Ya no se contempla al cuerpo en su totalidad, sino a partir de lo fragmentario, tal es el caso de la imagen con tintes eróticos y sexuales, lo cual se opone en gran medida al planteamiento del “hombre de Vitruvio”, aquel conceptuado desde la totalidad más allá incluso de sus propios límites, extensible al universo, a un nivel superior al mero plano de representación.

Un lenguaje de la proximidad, una obsesión por la visibilidad del sexo que se expresa, a nivel formal, en el plano cerrado y en sus sinónimos porno, una mirada genital y clínica del sexo... una mirada fragmentaria y fálica sobre unos cuerpos sin rostro, objetivados y reducidos a la carnalidad... (Gimenez-Gatto, 2008, p. 97).

Es quizá la exposición de esos fragmentos corpora-les los que provocan a la gente.

Finalmente, cabe cuestionarse si existe una realidad erotizante masculina y otra femenina, una inconsciente y otra consciente, una interna y otra externa que nos remita a pensar paradójicamente si es real la realidad. Con ello, se plantea la idea probable de un cuerpo deserotizado, no libidinizado con relación a {eros-vida-objetos}. Un acercamiento se puede encontrar en las formas melancólicas, se puede manifestar un cuerpo sufriente, y a la vez en goce inconsciente, que exhibe la deserotización, simultáneamente con la ¿libidinización? de la pulsión de muerte. He aquí otra paradoja. De tal suerte que el deseo deviene del sistema psíquico mediado por la apreciación cultural del cuerpo, siendo el erotismo un dispositivo sensorial, siempre recursivo.

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Notas

Marta Lamas hace mención de la performatividad del cuerpo, tanto en Judith Butler como en Joan W. Scott, con la idea de la desconstrucción del género como un pro-ceso de subversión cultural, donde la simulación y la apariencia subyacen en las gramáticas corporales. Se plantea la provocadora idea de que el género es un proyecto para renovar la historia cultural en nuestros propios términos corpóreos.
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