DOI:
https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.c14.2016.2.a03Publicado:
2016-10-21Número:
Vol. 11 Núm. 19 (2016): El arte del conflictoSección:
Sección CentralVíctimas del arte: Reflexiones en torno a la representación de la guerra en Colombia
Victims of arts: considerations about war representation in Colombia
vítimas da arte: reflexões sobre a representação da guerra na Colômbia
Palabras clave:
Unanimity, stereotype, Erika Diettes, humanitarianism, war representation. (en).Palabras clave:
Consenso, estereotipo, Erika Diettes, humanitarismo, representación de la guerra, testimonio (es).Palabras clave:
Consenso, estereótipo, Erika Diettes, humanitarismo, representação da guerra, testemunho (pt).Descargas
Referencias
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Víctimas del arte: Reflexiones en torno a la representación de la guerra en Colombia
Artículo de reflexión
Seccion Central
Agradecimientos
Este artículo tiene como punto de partida mi investigación sobre arte, memoria histórica y hegemonía, desarrollada en el marco de la Maestría en Estudios Culturales de la Universidad de los Andes, Colombia. Agradezco a Gregory Lobo, docente de la Universidad de los Andes, quién dirigió la investigación y a Sonia Vargas, docente de la Universidad Nacional de Colombia, por sus pertinentes comentarios. Estoy especialmente agradecido con la artista Erika Diettes, quien generosamente me compartió su tiempo y sus reflexiones; confío que este artículo sea visto como un reconocimiento a la complejidad de su obra plástica.
RESUMEN
Pocos temas son tan delicados y problemáticos de representar como el de la memoria de la guerra: cúmulos de testimonios, imágenes y relatos presentan al artista-investigador un reto formal, epistémico y ético. Usando como ejemplo la instalación titulada Sudarios, realizada por la artista colombiana Erika Diettes (Cali, 1978), este artículo reflexiona sobre el actual “boom” de prácticas artísticas que representan la guerra en Colombia.
Se argumentará que las lógicas del “repudio a la guerra” y el “homenaje a las víctimas”, vehiculadas acríticamente por algunas obras de arte, pueden estar re-produciendo formas de subjetividad en la que toda identidad es aplanada, donde la historia es suspendida y los conflictos pospuestos. Así, suprimir la complejidad del fenómeno de la guerra (con sus determinaciones económicas, políticas, históricas, ideológicas, entre otros) estaría propiciando el despliegue de sentimientos morales que pueden ser absorbidos por el poder hegemónico.
PALABRAS CLAVE:
Consenso, estereotipo, Erika Diettes, humanitarismo, representación de la guerra, testimonio.
ABSTRACT
Few matters are so sensitive and problematic to represent like the memory of war: clusters of testimonies, images and stories present to the artist-researcher a formal, epistemological and ethical challenge. Using as an example the installation called "SUDARIOS", made by the Colombian artist Erika Diettes (Cali, 1978), this article will be a reflection of the current "boom" of artistic practices that represent the war in Colombia and some of the dangers that this entails.
Arguing that the logic of "repudiation of war" and the "tribute to the victims" uncritically developed by some works of art, can be reproducing forms of subjectivity in which all identity is flattened, where history is suspended and conflicts postponed. Thus, eradicating the complexity of the phenomenon of war (with its economic, political, historical, ideological determinations, etc) would be promoting the developing of moral sentiments that can be absorbed by the hegemonic power.
KEYWORDS:
Consensus, Erika Diettes, humanitarianism, representation of the war, stereotype, testimony.
Víctimas del arte: Reflexiones en torno a la representación de la guerra en Colombia
Pocos temas son tan delicados y problemáticos de representar como es el de la memoria de la guerra, máxime si tenemos en cuenta que la guerra en Colombia no ha cesado desde hace más de media centuria. Las injusticias y los acontecimientos horrorosos, tan frecuentes en nuestra historia, colocan siempre en un lugar problemático a quién intenta representarlos; cúmulos de testimonios, imágenes y relatos se presentan al artista-investigador como un reto formal, epistémico y ético.
Usando como ejemplo la instalación titulada Sudarios, realizada por la artista colombiana Erika Diettes (Cali, 1978), este artículo será una reflexión acerca del actual “boom” de prácticas artísticas que representan la guerra en Colombia y algunos de los peligros que este acarrea. La selección de Sudarios como caso analizado es en sí mismo un reconocimiento a la complejidad y multiplicidad de lecturas que esta obra activa: es una obra inquietante que contribuye a la construcción social de nuestra percepción de las víctimas de la guerra. El objetivo aquí no es alabar sus virtudes o arremeter contra sus posibles falencias, es indagar en torno a los dispositivos de visualidad desplegados en esta obra, las representaciones que moviliza y las consecuencias políticas de su perspectiva.
Entrada
Esta es una obra sobre mujeres que han sido testigos de masacres y de la violencia sobre sus seres queridos. Ellas han tenido que ver cómo matan a sus hijos, sus esposos y madres. Sudarios tiene que ver con el Santo Sudario y es una manera de registrar el último suspiro de estas personas (Vanguardia Liberal, 2012).
Con estas palabras, citadas en el diario Vanguardia Liberal, Erika Diettes presenta su obra Sudarios, es una instalación exhibida por primera vez en mayo de 2011 en la Iglesia Museo de Santa Clara, Bogotá. La instalación consta de veinte fotografías en primer plano de mujeres en cuyos rostros se perciben expresiones de intenso dolor emocional. Según comenta la artista, estas fotografías fueron producidas en medio de encuentros que ella programó con mujeres víctimas de la violencia, quienes eran convocadas para que narraran las situaciones en las que fueron obligadas a presenciar la tortura y asesinato de sus seres queridos. El obturador fue activado en los momentos más doloroso de la narración, cuando la mayor parte de las mujeres cerraban los ojos y transfiguraban su rostro a causa del recuerdo. Estas fotografías en blanco y negro fueron impresas en gran formato (1,34 x 2,28 mt.), sobre sedas que al ser instaladas en el espacio de exhibición se dejan descolgar del techo, dando una evidente sensación de levedad .
Sudarios es una de las obras de artistas colombianos contemporáneos que más rotación ha tenido: en poco más de cuatro años (2011 - 2015) ha tenido diez exposiciones internacionales y cuatro nacionales. Ha recibido comentarios favorables de críticos nacionales e internacionales, al tiempo que ha sido ampliamente referenciada en medios de comunicación y eventos académicos. A su alrededor se ha ido construyendo un cuerpo argumental agrupado en dos puntos de vista discernibles: por un lado, los argumentos frecuentes en notas de prensa masiva en los que se la valora como un reflejo de la realidad de la guerra, como testimonio y como interpelación moral frente a la violencia en Colombia. Por otro lado, elaboraciones teóricas, rastreables en ponencias y textos especializados, en las que se analiza la capacidad que tiene esta obra para hacer presente la huella del dolor (Dieguez, 2013; Duarte, 2013). Es decir, planteamientos según los cuales Sudarios no se limita a representar imágenes de las víctimas, sino que tienen la capacidad de producir un lugar (simbólico o emocional) donde la experiencia de la violencia de la guerra concurre con la experiencia del espectador; y es precisamente en esta modificación de la experiencia del espectador donde radica su potencial ético-político.
La fotografía: Huella y referencialidad
Un aspecto insistentemente señalado en los análisis y las notas de prensa que reseñan esta obra es que ella es el resultado de los testimonios de las mujeres que han sido víctimas de la guerra en Colombia; recurrentemente se afirma que estas obras son un “documento” de la realidad de la guerra en Colombia. Sudarios solo puede ser entendida (solo adquiere sentido) en la medida en que conocemos y aceptamos el referente de sus imágenes, es decir, en la medida en que asumimos que las mujeres allí fotografiadas no son actrices interpretando un papel, sino mujeres que tuvieron que ser testigos del asesinato de sus seres queridos.
La obra opera mediante la maximización de su referencialidad: al ser fotografías tomadas a víctimas reales de la guerra en Colombia, valoramos estas imágenes como un testimonio de lo que “ha sido” (parafraseando a Barthes), como una constatación de la presencia física y dolida de mujeres que estuvieron allí para ser testigos, y, posteriormente, estuvieron allí para ser fotografiadas. Obviamente, dicha forma de valorar las fotografías que componen a Sudarios no es sino el eco de una muy difundida tendencia a asumir que existe una relación ontológica entre el referente fotografiado y la imagen producida, es decir, existe una predisposición a atribuirle a la fotografía un estatuto de verdad sustentado en la especificidad de su dispositivo técnico (el cual registra la luz emanada por el referente, fijándolo mediante procesos de naturaleza físico- química). Así visto, la fotografía no es solo una imagen, es una huella del referente fotografiado.
La identificación de la imagen fotográfica como huella indicial es reforzada por el título de la obra: un sudario es aquel lienzo que se coloca sobre el rostro de los difuntos, lienzo que a un mismo tiempo sirve para restituir la dignidad al cuerpo y, dentro de la tradición canónica cristiana, como la impresión de la imagen de cristo sepultado. Así, la imagen de estas mujeres es presentada como una huella incuestionable de su dolor, y como una dignificación en su condición de víctimas.
Sin embargo, también son frecuentes los cuestionamientos a este supuesto carácter indicial y autentificador de la imagen fotográfica: desde diferentes disciplinas y enfoques teóricos se ha argumentado que el dispositivo fotográfico no opera como un llano proceso físico-químico de fijación de imágenes, sino como un dispositivo visual que es producido por (y productor de) determinadas construcciones culturales. Entender la fotografía como un dispositivo visual implica reconocer que su recepción es cultural y está sustentada, en primer lugar, en la ciega confianza respecto la veracidad del dispositivo técnico (Sorlin, 2004); en segundo lugar, en la invisibilización de la agencia del sujeto fotógrafo y del sujeto fotografiado (Barthes, 2004); y en tercer lugar, en un conjunto de convenciones y rituales que buscan la objetivación de determinados roles sociales (Bourdieu, 2003).
Así, si entendemos a las fotografías que conforman a Sudarios como dispositivo visual y no simplemente como huella del dolor de las víctimas, es más fácil entender que existe un conjunto de decisiones, convenciones y marcos discursivos a partir de los cuales se construye el sentido de esta obra y, por extensión, de la guerra en Colombia. El poder de Sudarios, su poder de hacernos ver la guerra, radica en que difícilmente percibimos las mediaciones que la determinan: vemos esta obra como si nos mostrara la realidad de la guerra, las cosas “tal como son”, incuestionables, completas. Sin embargo, esta obra está atravesada por un tamiz de preconceptos y suposiciones a través del cual pasan las imágenes de las víctimas de una manera en apariencia trasparente.
Con esto no quiero afirmar que con Sudarios se busque enceguecernos –lo que nos llevaría a afirmar que hay otras obras que nos iluminan–; tampoco quiero señalar que la perspectiva que nos proponen sea falsa –lo que nos llevaría a afirmar que existe una perspectiva verdadera–. Mi intención es mostrar cómo el punto de vista que propone no es un reflejo de la realidad de guerra, sino una manera de construir la realidad de la guerra a medida que nos la hace ver. En lo que sigue quisiera “hacer visibles” las maneras como esta obra de arte construye su específico dispositivo de visibilidad.
La puesta en escena: referencialidad sin referencias
Como mencioné en los párrafos anteriores, una de las principales estrategias usadas en Sudarios es la maximización de su referencialidad; sin embargo, en la obra se produce un doble juego en el que, a la par de esta maximización, se eliminan las referencias contextuales. La eliminación de las referencias contextuales se hace evidente en la ausencia de nombres propios, localizaciones geográficas, vestimentas o locaciones reconocibles que permitan asociar estas imágenes (el rostro de estas víctimas) a algún hecho concreto de la guerra. Estas fotografías nos enfrentan a la descarnada “realidad” de las personas fotografiadas, pero esta realidad no es entendida como las circunstancias que provocaron o permitieron el hecho violento, sino la realidad de su inconmensurable dolor sublimado en el rostro al momento de narrar su experiencia. Además, no podemos olvidar que la maximización de la referencialidad (el estatuto de “realidad” de estos rostros) se produce mediante una calculada puesta en escena, donde la artista edifica una escenografía (telones, luces, pantallas, cámaras y trípodes), en la que interactúan personas (terapeuta, víctimas y fotógrafa) siguiendo un guion determinado (las víctimas son convocadas para volver-a-narrar su historia, la terapeuta guía la narración, la fotógrafa “dispara” en los momentos más intensos de la narración). Una vez hechas la tomas, la artista selecciona las imágenes que considere más pertinentes.
Lo anterior no pretende descalificar la calidad de las fotografías ni la idoneidad de la artista, mucho menos poner en duda la veracidad e intensidad de los relatos de las víctimas. Mi intención es señalar que estas fotografías no son el registro directo de la realidad sino un calculado acto performativo que busca producir determinados efectos de identificación –y diferenciación– en el espectador. Lo que vemos no es “la realidad” de las víctimas de la guerra en Colombia, es una específica y planeada versión de la guerra en Colombia movilizada por los realizadores de esta exposición.
El testimonio: Verdad y narración
Las historias de sufrimiento de estas mujeres, y sus rostros, que representan a las víctimas de la violencia en Colombia, alimentan la exposición de la artista y fotógrafa Erika Diettes (Cervera, 2012).
Este fragmento, tomado de un artículo elaborado en 2012 para reseñar a Sudarios, sirve como ejemplo del tipo de afirmaciones que recorren la mayor parte de los comentarios de prensa masiva en torno a esta obra: el hecho de que las personas fotografiadas sean mujeres-testigo de los hechos de violencia, le asigna un valor testimonial irrefutable, y ese valor testimonial es un significativo aporte para el esclarecimiento de la verdad de la guerra en Colombia.
Desde hace algunas décadas el testigo y el testimonio han pasado a ser una figura central para las ciencias sociales y el activismo político: al testimonio se reconoce un estatus ético y epistemológico dado que su narración en primera persona (de situaciones de horror vividas en carne propia) es una manera de dar voz pública a la experiencia de sectores generalmente excluidos del relato histórico tradicional. Sin embargo, la equivalencia entre testimonio y verdad puede ser problemática, ya que, como lo señala la crítica cultural Beatriz Sarlo: “los discursos testimoniales, como sea, son discursos, y no deberían quedar encerrados en una cristalización inabordable” (2005, p. 62). Hay que tener en cuenta que la memoria de los testigos no es una directa y pura captación del sentido de la experiencia, sino que existen diferentes factores subjetivos y culturales que median entre sujeto, memoria y experiencia (Jelin, 2001). En otras palabras, el hecho de que el testimonio tenga una dimensión verista no elimina la necesidad de analizar las mediaciones presentes en la construcción del recuerdo, máxime si tenemos en cuenta que el testimonio apela a una credibilidad sin prueba que lo exonera de la crítica y la duda.
La “incuestionabilidad” del testimonio y la memoria han abierto el camino para formas de reconstrucción no académica, prácticas artísticas y trabajos en comunidad que, impulsados por buenas intenciones y una disposición política de encontrar la verdad a partir de las víctimas, reproducen los “modos [dominantes] de percepción de lo social y no plantean contradicciones con el sentido común de sus lectores, sino que lo sostienen y se sostienen en él. A diferencia de la buena historia académica, no ofrecen un sistema de hipótesis sino certezas” (Sarlo, 2005, p. 16). En otras palabras, es claro que el simple acto de “reproducir testimonios” no puede ser equiparado mecánicamente como propuesta crítica, progresista o contra-hegemónica; se necesita de cierta elaboración, de cierta distancia crítica para desencadenar el poder disruptivo de la memoria y el testimonio.
De manera equivalente a lo señalado respecto al supuesto carácter indicial de la fotografía, la relativización de los testimonios no busca poner en duda la sinceridad de las víctimas ni el valor documental de lo narrado; es un llamado a complejizarlo e historizarlo, a analizar el contexto y las circunstancias que los rodean, a leerlos no como “la verdad” sino como signos en la lucha por la construcción de sentido.
Testimonio vaciado
En Sudarios no se hacen públicos los testimonios de las víctimas, sus palabras ni sus denuncias, lo único audible es la grabación de una exhalación emitida por una de las mujeres fotografiadas, exhalación que funciona como una especie de onomatopeya del testimonio. Diettes retoma testimonios de personas que han padecido directamente los rigores de la guerra en Colombia, pero conserva para sí la potestad de resguardar y administrar la historia detrás de cada fotografía: poco a poco, en las oportunidades que la artista define y mediados por su propia voz comentadora, los testimonios de estas mujeres salen a la luz. Así, al despojarlos de cualquier señalamiento directo, se difiere el poder acusatorio de los testimonios. Como Diettes apunta en una nota de prensa realizada en Argentina:
El tema de no nombrarlas [a las mujeres fotografiadas], de no contar sus historias en específico tiene que ver con la idea de que ellas no se representan a sí mismas. Representan su dolor, el dolor del país, el duelo, la pérdida. Trabajo desde el conflicto armado colombiano porque en este lugar me inscribo. Pero el arte va más allá. Considero que el verdadero sentido de mi trabajo es el luto: hablar de la muerte y la desaparición (Celiz, 2012).
Las fotografías de la serie Sudarios no se plantean como un intento de reconocer o amplificar la palabra a las víctimas, sino como una alegorización del dolor y el luto. Sudarios recurre al testimonio (a la narración de la experiencia de la víctima) como metodología: así como los victimarios creaban un escenario para producir víctimas (como parte de sus acciones violentas), Diettes crea un escenario para re-producir narraciones de las víctimas (como parte de sus acciones plásticas).
La exhibición: Intertextualidad y lugares comunes
Sudarios siempre se exhibe en templos cristianos o antiguos templos convertidos en museos; sus imágenes interactúan tanto con la arquitectura e imaginería de estos espacios, como con las asociaciones discursivas que estos acarrean. Al respecto Diettes argumenta:
[…] el espacio seguro es el templo, donde se sabe que debemos estar en silencio, […] de esa forma puedes conectarte tanto contigo y con Dios, depende de la creencia individual. El hecho de que esté en un espacio que está destinado para algo sagrado hace que enfrentemos estas imágenes de una manera distinta (Diettes, 2014).
Más allá de una discusión sobre las posibles creencias religiosas de la artista, o intentar aquí un juicio histórico sobre el papel de la iglesia en el guerra en Colombia (lo cual desbordaría este artículo), puede ser productivo revisar las implicaciones de la escogencia de este dispositivo exhibitivo: se busca un tipo de recepción introspectiva y respetuosa, donde los monumentales rostros de estas mujeres, así como su ubicación elevada, interactúan con todo el bagaje iconográfico propio de nuestras raíces hispánico-coloniales.
La referencia al mártir católico, cuya corporalidad es sometida y ofrendada para agradar a Dios, está presente en buena parte de las disertaciones sobre esta obra (Dieguez, 2013). Sin embargo, en estas disertaciones parecen obviarse las referencias iconográficas que esta obra tiene con la imaginería cristiana: la mujer doliente, la madre afligida, es motivo frecuente en la iconografía de la iglesia contrarreformada - colonial, especialmente en las representaciones de advocaciones marianas muy populares en España y en la mayoría de sus antiguas colonias, como la Virgen de la Amargura, de la Piedad, de las Angustias, de la Soledad o “la Dolorosa”. Así, Sudarios se inscribe dentro de una larga tradición cristiana de representar doloridos rostros maternales.
Un hecho obvio y aparentemente fortuito afianza esta relación: todos los retratos que componen Sudarios son de mujeres, ningún hombre es mostrado aquí como víctima , como si el dolor fuera potestad de las madresposas . Lo que podría ser visto como una coincidencia visual entre las imágenes de Sudarios y las advocaciones marianas (rostros compungidos, miradas perdidas, bocas entreabiertas, lágrimas fluyendo y cuellos contraídos) se relaciona también con el extendido culto latinoamericano a la Virgen María, o Marianismo. El marianismo, como lo señaló Evelyn Stevens (1977) en un estudio pionero sobre el tema, excede el ámbito exclusivamente religiosos de devoción a la Virgen María, y se convierte en un concepto sociológico que exalta lo femenino y maternal, la abnegación, la humildad, la pasividad, la tristeza y el sacrificio de las mujeres como valores que asignan un estatuto moral superior a las mujeres. Para Stevens el marianismo es “el culto a la superioridad espiritual femenina, que enseña que las mujeres son semi-divinas, superiores moralmente y más fuertes espiritualmente que los hombres”. Así, el marianismo deviene en un estereotipo cultural simétrico al de machismo, que asigna roles fijos y diferenciales a cada género; en el que la condición sufriente de la mujer la imbuye de una autoridad moral incuestionable.
En el caso específico de Sudarios el marianismo se entrelaza con la noción de víctima: la condición de mujer sufriente y la condición de víctima se superponen, afianzando las representaciones sociales sobre la inocencia, la superioridad moral y la incuestionabilidad de las víctimas.
Las víctimas: Estereotipo y sujeto
A juzgar por las fotografías de Sudarios, las mujeres retratadas no son sujetos, son mujeres-alegoría condenadas a estar eternamente suspendidas en un instante de dolor: estar atadas a su pasado traumático –al dolor de haber sido testigos– es lo que las define, proyectando así una identidad peligrosamente sujetante. Una vez que las víctimas son representadas de manera fija y que se anula la complejidad de la guerra (como fenómeno con orígenes e implicaciones sociales, políticas, históricas, económicas, psicológicas, entre otros) es posible representar, marcar y naturalizar (estereotipar) la guerra, reduciéndola al “sufrimiento de las víctimas”. Y una vez se estereotipa la guerra, se invisibiliza nuestro lugar de enunciación: contemplar el horror de la guerra, manifiesto en el sufrimiento de las víctimas, ayuda a estabilizar nuestro lugar como sujetos. Es decir, al rechazar el horror de la guerra nos ratificamos en nuestro carácter civilizado, la guerra no la hacemos nosotros, la guerra es nuestro contrario, la guerra es lo otro, lo meramente bárbaro que hay que rechazar.
El estereotipo como herramienta política
Los discursos a partir de los cuales se representa a las víctimas tienen un eminente carácter instrumental, pues a partir de ellos se administra la respuesta de la comunidad internacional, se diseñan las políticas de reparación y, en última instancia, se sientan las bases para una paz estable y duradera. A pesar de que abundan los trabajos especializados que reconocen que los conflictos armados y los procesos de victimización son complejos, el “sentido común” sobre las víctimas sigue siendo una imagen estereotipada en la que se “yuxtapone la extrema inocencia de la víctima con la frecuentemente incomprensible violencia y maldad de aquellos quienes son capaces de dañar a los niños y los ancianos” (Bouris, 2007, p. 4) (la traducción es mía). Esta estabilización y sobre-simplificación en “víctimas ideales” se produce, en buena medida, a partir de un repertorio de descripciones y representaciones artísticas que funcionan como arquetipos de victimización: imágenes de niños hambrientos, de escuelas acribilladas, madresposas sufrientes, campesinos compungidos sosteniendo fotos de familiares ausentes, entre otras.
Las representaciones reduccionistas de las víctimas presuponen y re-producen formas de subjetivación: se asocia a las víctimas con características de inocencia, falta de responsabilidad y superioridad moral, al tiempo que se espera de ellas que actúen de una manera determinada, fijándolas a una identidad que puede negar su agencia. El peligro de fijar la identidad –de estereotiparla– es discutido también por los investigadores de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, quienes reconocen que los trabajos de memoria sobre la violencia contra las mujeres pueden estar fijando, sin proponérselo, nuevos estereotipos
Este estereotipo se condensa en la imagen de la víctima pasiva, sin agencia y sin capacidad creativa, ser despojado de acción que por esa misma razón se convierte en un sujeto apolítico y resignado que relata en primer plano los eventos relacionados con la violencia sexual porque son ellos los que le otorgan visibilidad en un formato ya establecido y que, en muchos casos, le permiten acceder a alguna forma de reparación redistributiva (Wills, 2011, p. 57).
Asumir la complejidad de la guerra y las víctimas en Colombia implica entender que esta no es una confrontación entre dos bandos claramente definidos (uno victimizante y otro victimizado, uno represor y otro que lo resiste, uno bueno y otro malo), sino que está caracterizada por la presencia de “zonas grises” (Orozco, 2005) en las que las fronteras entre víctima-victimario, o culpable-inocente son porosas y se intercambian. La noción de “zona gris” es productiva para pensar los retos de la representación de la guerra en Colombia: por un lado, porque evidencia que no existe una división tajante entre víctimas y victimarios; por otro lado, porque hace visible nuestro lugar de enunciación obligándonos a reconocernos como actores dentro del proceso de la guerra y la paz en Colombia. En este marco, cualquier representación de la guerra que anule su complejidad y proponga una visión dicotómica, que invisibilice las zonas grises o distribuya las responsabilidades de manera partidista, que reduzca la representación de las víctimas a madresposas sufrientes o la representación de la guerra a un horror irracional, estaría brindando pocos servicios a la tarea de la construcción de la paz duradera en Colombia.
El papel del arte: Humanitarismo y disenso
Es significativo como, a pesar de las lecturas contrarias que la misma artista hace de su obra, en medios de comunicación y artículos especializados se representa a Sudarios como un “acto político” que “preserva la memoria colectiva”. En una interesante ponencia, la filósofa colombiana Ángela María Duarte plantea que la instalación de Diettes nos expone:
a la evidencia de nuestros propios límites y de la imposibilidad de hacer algo más que enjuagar las lágrimas, [a la vez que se constituye en] una ampliación del campo de visión hacia, tal vez, otros sentidos, hacia otras formas de entender el pasado y el nos-otros mismo, hacia una comprensión crítica del contexto colombiano abierta a otras formas de hacer memoria. Flash, interrupción de la mirada colectiva y del ‘tacto’ que podría entenderse, de la mano de Cathy Caruth, como un ‘despertar ético’ del espectador (2013, p. 9).
En la argumentación de Duarte se plantea una relación entre tacto, despertar ético y comprensión crítica. Sin embargo, aunque en el uso cotidiano se asocie el potencial político del arte con su capacidad de movilización ética, esta relación no es auto evidente: no existe un principio de correspondencia entre, por un lado, la manera en que esta obra hace “táctil” el inconmensurable dolor de las víctimas y, por otro lado, la activación de procesos de subjetivación política en el espectador. Conmoverse no es suficiente.
¿Cómo debemos entender este “despertar ético” y su relación con la impotencia (“la imposibilidad de hacer algo más que enjuagar las lágrimas”)? Siguiendo reflexiones planteadas por el filósofo francés Jacques Ranciere (2012), este “despertar ético” no parece ser más que una versión suavizada y agotada de la promesa de emancipación propuesta por las vanguardias políticas, donde el arte, impotente, se vincula con la representación de lo vago y la alegorización del luto y el dolor universales. “De esto precisamente da testimonio el discurso ambiente que consagra el arte a lo irrepresentable y al testimonio sobre el genocidio de ayer, la catástrofe interminable del presente o el trauma inmemorial de la civilización” (2012, p. 120).
Está lógica del “repudio a la guerra” y el “homenaje a las víctimas”, en la que concurren a un mismo tiempo el despertar ético y la impotencia de la emancipación, es una lógica recurrente en el capitalismo tardío globalizado. En la actualidad se presenta el fenómeno de un mercado cultural que ávidamente consume imágenes de horror domesticado. Este fenómeno se manifiesta en un “boom industrializado de la memoria” (Huyssen, 2002), en el que se promociona el consumo de una memoria sensacionalista, divulgable, comunicable, que ha perdido su capacidad de establecer conexiones vitales para cuestionar el presente. Así, la sobre-exhibición de imágenes del dolor del otro produce una nueva forma de subjetividad en la que toda identidad es vaciada de contenido y aplanada, donde la historia es suspendida y los conflictos pospuestos.
En el caso del arte la situación puede ser aún más compleja, ya que el privilegio ético de las víctimas frecuentemente es transferido a los artistas: como plantea Tzvetan Todorov, quienes participan de este “nuevo culto a la memoria […] se aseguran unos privilegios en el seno de la sociedad” (2000, p. 53). Es decir, algunos de los artistas que hacen trabajo con víctimas extienden para sí el “beneficio moral” y la “deuda simbólica” (2000, p. 55) que la sociedad reconoce para con las víctimas, acumulando privilegios éticos y epistemológicos que, a la larga, le sirven para acumular poder simbólico dentro del campo del arte.
Estas nociones amnésicas de la identidad, de la memoria y de la ética parecen relacionarse con la noción de humanitarismo propuesta por el antropólogo y sociólogo francés Didier Fassin (2012). Para este autor, el humanitarismo es una forma de asistencia basada en la compasión y la solidaridad, que se despliega como un fundamento ético para la acción en situaciones de catástrofe o guerra. Sin desconocer la generosidad y legitimidad de las intenciones de quienes emprenden estas intervenciones, Fassin cuestiona cómo desde el humanitarismo se despliegan acciones para aliviar el sufrimiento, pero sin preguntarse por las injusticias que provocan dicho sufrimiento. Así, el humanitarismo propone un imaginario de comunión y redención, basado en la fantasía de una comunidad moral que está por encima de las inequidades de las sociedades contemporáneas. En palabras de Fassin “el humanitarismo tiene esta destacable capacidad: fugaz e ilusoriamente establece puentes entre las contradicciones de nuestro mundo, y hace que la intolerabilidad de sus injusticias sea algo tolerable” (2012, p. xii) (la traducción es mía).
El argumento desarrollado por Fassin es útil para reflexionar sobre el tipo de respuesta que presupone el repudio al “horror de la guerra”. Desde luego que la guerra y todos sus horrores son abominaciones que debemos repudiar; sin embargo, suprimir la complejidad del fenómeno de la guerra (con sus determinaciones económicas, políticas, históricas, ideológicas, entre otras) propicia el despliegue de sentimientos morales que pueden ser fácilmente absorbidos por el poder hegemónico.
Consenso y arte crítico
En el uso cotidiano, el consenso es presentado como el fin mismo de la política, como un modo de estructuración simbólica de la comunidad, donde todo conflicto puede ser resuelto retomando algunos principios básicos compartidos. Sin embargo, en la práctica política, el consenso ha devenido en una tendencia a evitar deliberadamente los conflictos, pero no porque exista un verdadero acuerdo sobre ellos, sino porque, en la búsqueda del “término medio”, se dejan por fuera disentimientos fundamentales. “Por lo tanto, si bien conservó un sentido favorable de acuerdo general, consenso adquirió los sentidos desfavorables de la evitación insulsa o mezquina de cuestiones o discusiones necesarias” (Williams, 2003[1976], p. 80). El consenso opera como un sentido común que se instala en la vida diaria de las personas, que ancla sus expectativas, sus mapas de significados y sus cálculos de acción alrededor de un conjunto de ideas compartidas. Pero estas ideas compartidas, estos “acuerdos sobre lo básico”, pueden implicar la invisibilización de los conflictos, las jerarquizaciones y las contradicciones sobre las que se constituye la realidad social. Desde esa perspectiva, el consenso es una importante fuerza política e ideológica que actúa en conjunto con la coerción para garantizar la hegemonía, o en otras palabras, el consenso no es el propósito que busca la hegemonía, sino una estrategia con la que intenta mantenerse.
La obra de arte aquí estudiada, a pesar de sus evidentes cualidades formales, del prestigio internacional y el cúmulo de comentarios favorables que las rodean, se ajusta y refuerza al “consenso social” sobre la guerra. Tal vez lo más problemático del consenso construido en torno a, y a partir de, esta obra es que parece operar como un cierre del sentido, estabilizando una noción de lo que significa la guerra y de lo que debemos rechazar de la guerra. Parafraseando lo planteado por Beatriz Sarlo (2005), la memoria es un campo de conflictos entre, por un lado, los que sostienen que la guerra es un capítulo que debe ser cerrado para poder pasar a otra etapa, y por el otro lado, los que sostenemos que sus sentidos deben quedar siempre abiertos, que deben ser enseñados, difundidos y discutidos.
En este punto se hace explícita la perspectiva que ha guiado este artículo: hay que desconfiar de las simplificaciones, las representaciones estereotipadas y los lugares comunes sobre la guerra en Colombia.
Como contraparte, el disenso y la alteración, contrario al rechazo que generalmente despiertan, se constituyen en la posibilidad de ver cosas que no se podían ver, que no existían en el territorio de lo posible y lo pensable (Ranciere, 2012). La polaridad consenso/disenso es útil para analizar las posibilidades políticas del arte: el arte tiene la posibilidad de mantener abiertos los sentidos, producir disturbios, desfijar las representaciones fijas, insertarse por las fisuras de los discursos hegemónicos y desnaturalizar las estructuras sociales que consideramos naturales. O, por el contrario, puede proponer representaciones consensuales y estereotipadas.
Esta perspectiva tiene fuerte implicaciones para entender el lugar del arte crítico respecto a la guerra en Colombia: no es crítico el arte que “denuncia” la explotación (como si los explotados necesitaran que se les explicara su explotación) o el arte que “habla por las víctimas” (enmudeciéndolas al negar su agencia); sobre todo, no parecen ser críticas aquellas obras pensadas como un consensual “homenaje a las víctimas” o como “restauración y sanación” de las fisuras del lazo social. Coincido con lo que plantea la culturalista chilena Nelly Richard, cuando señala que el papel crítico del arte no reside en la obra misma, sino que:
los horizontes de lo crítico y lo político dependen de la contingente trama de relacionalidades en la que se ubica la obra para mover ciertas fronteras de restricción o control, presionar contra ciertos marcos de vigilancia, hacer estallar ciertos sistemas de prescripciones e imposiciones, descentrar los lugares comunes de lo oficialmente consensuado (Richard, s.f.).
En otras palabras, lo crítico del arte no radica en una substancia, una temática o una estrategia de exhibición, sino en las maneras como la obra resiste a la red de discursos hegemónicos en que se desenvuelve. Así, si lo crítico es una condición relacional y contingente, es necesario un marco analítico que permita entender los lugares que el arte asume respecto a las construcciones hegemónicas de lo real. Y es precisamente este carácter relacional y contingente lo que nos obliga a complejizar nuestros análisis de las obras de arte: las obras se transforman, constantemente adquieren nuevos significados, cambian su lugar respecto a lo “oficialmente consensuado”. Una misma obra de arte puede cuestionar algunos consensos sociales al mismo tiempo que refuerza otros: las víctimas fotografiadas en Sudarios nos interpelan, pero son arrebatas de su contexto, estereotipadas e inhabilitado el potencial disruptivo de sus testimonios.
Sin duda alguna, el “poder” del arte es limitado: la posibilidad de una política radicalizada inevitablemente radica en la capacidad de articular diferentes experiencias de lucha colectiva, tarea que no se puede endosar a los artistas. Pero esta precisión no busca subestimar el potencial crítico del arte, al contrario, es una invitación a reconocernos: son necesarias prácticas artísticas que rompan el consenso de la guerra, que se enfrenten a la fijación de los sentidos y pugnen por mantener la memoria como un ámbito productor de nuevos significados. Ese será nuestro mejor aporte para una paz duradera en Colombia.
Referencias
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La serie completa, así como el record de exposiciones, publicaciones y algunas notas de prensa pueden ser consultadas en la página de la artista: http://www.erikadiettes.com/sudarios/
En una conversación personal con la artista, ella plantea que para esta serie sí tomó registro fotográfico de un hombre, pero que al ver la imagen impresa sintió que no existía el “clik”, es decir, la necesaria conexión emocional-visual que sí se producía con los retratos de mujeres.
Tomo prestado el término “madresposa” del prestigioso libro Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, escrito por la investigadora mexicana Marcela Lagarde (2003, México: Universidad Nacional Autónoma de México). El estereotipo de la madresposa organiza y conforma los modos de ser femeninos alrededor de las figuras de la madre, la esposa y la hija, mujeres cuya existencia depende más de la presencia de un varón que de sí mismas.
Recibido: 20 de mayo de 2016; Aceptado: 20 de julio de 2016
Resumen
Pocos temas son tan delicados y problemáticos de representar como el de la memoria de la guerra: cúmulos de testimonios, imágenes y relatos presentan al artista-investigador un reto formal, epistémico y ético. Usando como ejemplo la instalación titulada Sudarios, realizada por la artista colombiana Erika Diettes (Cali, 1978), este artículo reflexiona sobre el actual “boom” de prácticas artísticas que representan la guerra en Colombia. Se argumentará que las lógicas del “repudio a la guerra” y el “homenaje a las víctimas”, vehiculadas acríticamente por algunas obras de arte, pueden estar re-produciendo formas de subjetividad en la que toda identidad es aplanada, donde la historia es suspendida y los conflictos pospuestos. Así, suprimir la complejidad del fenómeno de la guerra (con sus determinaciones económicas, políticas, históricas, ideológicas, entre otros) estaría propiciando el despliegue de sentimientos morales que pueden ser absorbidos por el poder hegemónico.
Palabras clave
Consenso, estereotipo, Erika Diettes, humanitarismo, representación de la guerra, testimonio.Abstract
Few matters are so sensitive and problematic to represent like the memory of war: clusters of testimonies, images and stories present to the artist-researcher a formal, epistemological and ethical challenge. Using as an example the installation called "SUDARIOS", made by the Colombian artist Erika Diettes (Cali, 1978), this article will be a reflection of the current "boom" of artistic practices that represent the war in Colombia and some of the dangers that this entails. Arguing that the logic of "repudiation of war" and the "tribute to the victims" uncritically developed by some works of art, can be reproducing forms of subjectivity in which all identity is flattened, where history is suspended and conflicts postponed. Thus, eradicating the complexity of the phenomenon of war (with its economic, political, historical, ideological determinations, etc) would be promoting the developing of moral sentiments that can be absorbed by the hegemonic power.
Keywords
Unanimity, stereotype, Erika Diettes, humanitarianism, war representation.Résumé
Peu de sujets sont tellement dédiés et complexes de représenter comme celui de la mémoire de la guerre : plein de témoignages, images et récits présentent à l’artiste-chercheur un vrai défi au niveau épistémique et étique. En utilisant comme exemple l’installation intitulé Sudarios, faite par l’artiste colombienne Erika DIETTES (Cali, 1978), cet article comportera une réflexion à propos le boom actuel de pratiques artistiques qui représentent la guerre en Colombie et quelques dangers qui y entraîne. On supportera que les logiques de “rejet à la guerre” et “l’hommage aux victimes” traitées avec peu de critique par quelques œuvres d’art peuvent reproduire certaine subjectivité parmi laquelle toute identité soit opprimée, où l’histoire est sus-pendue et les conflits retenus. Donc, supprimer la complexité du phénomène de guerre et ses implications économiques, politiques, historiques, idéologiques, etc., entraînerait le déploiement des éléments moraux qui peuvent être approprié pour les pouvoirs hégémoniques.
Mots clés
Consensus, stéréotype, Erika DIETTES, humanitaire, représentation de la guerre, témoignage.Resumo
Poucos temas são tão delicados e problemáticos de representar como o da memória da gue-rra: cúmulos de testemunhas, imagens e relatos apresentam ao artista-investigador um reto formal, epistêmico e ético. Usando como exemplo a instalação titulada Sudarios, realizadas Artista colombiana Erika Diettes (Cali, 1978), este artigo será uma reflexão referente do atual “boom” de práticas artísticas que representam a guerra na Colômbia e alguns dos perigos que este causa. Argumentará que as lógicas do “repudio a la guerra” e o “homenaje a las vícti-mas”, veiculadas acriticamente por algumas obras de arte, podem estar re-produzindo formas de subjetividade na que toda identidade é aplanada, onde história é suspensa e os conflitos pospostos. Assim, suprimir a complexidade do fenômeno da guerra (com suas determinações economias, políticas, históricas, ideológicas, etc) estaria propiciando o deslocamento de senti-mentos morais que podem ser absorvidos pelo poder hegemônico.
Palavras-chave
Consenso, estereotipo, Erika Dietres, humanitarismo, representação da guerra, testemunha.Víctimas del arte: Reflexiones en torno a la representación de la guerra en Colombia
Pocos temas son tan delicados y problemáticos de representar como es el de la memoria de la guerra, máxime si tenemos en cuenta que la guerra en Colombia no ha cesado desde hace más de media centuria. Las injusticias y los acontecimientos horrorosos, tan frecuentes en nuestra historia, colocan siempre en un lugar problemático a quién intenta representarlos; cúmulos de testimonios, imágenes y relatos se presentan al artista-investigador como un reto formal, epistémico y ético.
Usando como ejemplo la instalación titulada Sudarios, realizada por la artista colombiana Erika Diettes (Cali, 1978), este artículo será una reflexión acerca del actual “boom” de prácticas artísticas que representan la guerra en Colombia y algunos de los peligros que este acarrea. La selección de Sudarios como caso analizado es en sí mismo un reconocimiento a la complejidad y multiplicidad de lecturas que esta obra activa: es una obra inquietante que contribuye a la construcción social de nuestra percepción de las víctimas de la guerra. El objetivo aquí no es alabar sus virtudes o arremeter contra sus posibles falencias, es indagar en torno a los dispositivos de visualidad desplegados en esta obra, las representaciones que moviliza y las consecuencias políticas de su perspectiva.
Entrada
Esta es una obra sobre mujeres que han sido testigos de masacres y de la violencia sobre sus seres queridos. Ellas han tenido que ver cómo matan a sus hijos, sus esposos y madres. Sudarios tiene que ver con el Santo Sudario y es una manera de registrar el último suspiro de estas personas (Vanguardia Liberal, 2012).
Con estas palabras, citadas en el diario Vanguardia Liberal, Erika Diettes presenta su obra Sudarios, es una instalación exhibida por primera vez en mayo de 2011 en la Iglesia Museo de Santa Clara, Bogotá. La instalación consta de veinte fotografías en primer plano de mujeres en cuyos rostros se perciben expresiones de intenso dolor emocional. Según comenta la artista, estas fotografías fueron producidas en medio de encuentros que ella programó con mujeres víctimas de la violencia, quienes eran convocadas para que narraran las situaciones en las que fueron obligadas a presenciar la tortura y asesinato de sus seres queridos. El obturador fue activado en los momentos más doloroso de la narración, cuando la mayor parte de las mujeres cerraban los ojos y transfiguraban su rostro a causa del recuerdo. Estas fotografías en blanco y negro fueron impresas en gran formato (1,34 x 2,28 mt.), sobre sedas que al ser instaladas en el espacio de exhibición se dejan descolgar del techo, dando una evidente sensación de levedad 1 .
Sudarios es una de las obras de artistas colombianos contemporáneos que más rotación ha tenido: en poco más de cuatro años (2011 - 2015) ha tenido diez exposiciones internacionales y cuatro nacionales. Ha recibido comentarios favorables de críticos nacionales e internacionales, al tiempo que ha sido ampliamente referenciada en medios de comunicación y eventos académicos. A su alrededor se ha ido construyendo un cuerpo argumental agrupado en dos puntos de vista discernibles: por un lado, los argumentos frecuentes en notas de prensa masiva en los que se la valora como un reflejo de la realidad de la guerra, como testimonio y como interpelación moral frente a la violencia en Colombia. Por otro lado, elaboraciones teóricas, rastreables en ponencias y textos especializados, en las que se analiza la capacidad que tiene esta obra para hacer presente la huella del dolor (Dieguez, 2013; Duarte, 2013). Es decir, planteamientos según los cuales Sudarios no se limita a representar imágenes de las víctimas, sino que tienen la capacidad de producir un lugar (simbólico o emocional) donde la experiencia de la violencia de la guerra concurre con la experiencia del espectador; y es precisamente en esta modificación de la experiencia del espectador donde radica su potencial ético-político.
La fotografía: Huella y referencialidad
Un aspecto insistentemente señalado en los análisis y las notas de prensa que reseñan esta obra es que ella es el resultado de los testimonios de las mujeres que han sido víctimas de la guerra en Colombia; recurrentemente se afirma que estas obras son un “documento” de la realidad de la guerra en Colombia. Sudarios solo puede ser entendida (solo adquiere sentido) en la medida en que conocemos y aceptamos el referente de sus imágenes, es decir, en la medida en que asumimos que las mujeres allí fotografiadas no son actrices interpretando un papel, sino mujeres que tuvieron que ser testigos del asesinato de sus seres queridos.
La obra opera mediante la maximización de su referencialidad: al ser fotografías tomadas a víctimas reales de la guerra en Colombia, valoramos estas imágenes como un testimonio de lo que “ha sido” (parafraseando a Barthes), como una constatación de la presencia física y dolida de mujeres que estuvieron allí para ser testigos, y, posteriormente, estuvieron allí para ser fotografiadas. Obviamente, dicha forma de valorar las fotografías que componen a Sudarios no es sino el eco de una muy difundida tendencia a asumir que existe una relación ontológica entre el referente fotografiado y la imagen producida, es decir, existe una predisposición a atribuirle a la fotografía un estatuto de verdad sustentado en la especificidad de su dispositivo técnico (el cual registra la luz emanada por el referente, fijándolo mediante procesos de naturaleza físico- química). Así visto, la fotografía no es solo una imagen, es una huella del referente fotografiado.
La identificación de la imagen fotográfica como huella indicial es reforzada por el título de la obra: un sudario es aquel lienzo que se coloca sobre el rostro de los difuntos, lienzo que a un mismo tiempo sirve para restituir la dignidad al cuerpo y, dentro de la tradición canónica cristiana, como la impresión de la imagen de cristo sepultado. Así, la imagen de estas mujeres es presentada como una huella incuestionable de su dolor, y como una dignificación en su condición de víctimas.
Sin embargo, también son frecuentes los cuestionamientos a este supuesto carácter indicial y autentificador de la imagen fotográfica: desde diferentes disciplinas y enfoques teóricos se ha argumentado que el dispositivo fotográfico no opera como un llano proceso físico-químico de fijación de imágenes, sino como un dispositivo visual que es producido por (y productor de) determinadas construcciones culturales. Entender la fotografía como un dispositivo visual implica reconocer que su recepción es cultural y está sustentada, en primer lugar, en la ciega confianza respecto la veracidad del dispositivo técnico (Sorlin, 2004); en segundo lugar, en la invisibilización de la agencia del sujeto fotógrafo y del sujeto fotografiado (Barthes, 2004); y en tercer lugar, en un conjunto de convenciones y rituales que buscan la objetivación de determinados roles sociales (Bourdieu, 2003).
Así, si entendemos a las fotografías que conforman a Sudarios como dispositivo visual y no simplemente como huella del dolor de las víctimas, es más fácil entender que existe un conjunto de decisiones, convenciones y marcos discursivos a partir de los cuales se construye el sentido de esta obra y, por extensión, de la guerra en Colombia. El poder de Sudarios, su poder de hacernos ver la guerra, radica en que difícilmente percibimos las mediaciones que la determinan: vemos esta obra como si nos mostrara la realidad de la guerra, las cosas “tal como son”, incuestionables, completas. Sin embargo, esta obra está atravesada por un tamiz de preconceptos y suposiciones a través del cual pasan las imágenes de las víctimas de una manera en apariencia trasparente.
Con esto no quiero afirmar que con Sudarios se busque enceguecernos –lo que nos llevaría a afirmar que hay otras obras que nos iluminan–; tampoco quiero señalar que la perspectiva que nos proponen sea falsa –lo que nos llevaría a afirmar que existe una perspectiva verdadera–. Mi intención es mostrar cómo el punto de vista que propone no es un reflejo de la realidad de guerra, sino una manera de construir la realidad de la guerra a medida que nos la hace ver. En lo que sigue quisiera “hacer visibles” las maneras como esta obra de arte construye su específico dispositivo de visibilidad.
La puesta en escena: referencialidad sin referencias
Como mencioné en los párrafos anteriores, una de las principales estrategias usadas en Sudarios es la maximización de su referencialidad; sin embargo, en la obra se produce un doble juego en el que, a la par de esta maximización, se eliminan las referencias contextuales. La eliminación de las referencias contextuales se hace evidente en la ausencia de nombres propios, localizaciones geográficas, vestimentas o locaciones reconocibles que permitan asociar estas imágenes (el rostro de estas víctimas) a algún hecho concreto de la guerra. Estas fotografías nos enfrentan a la descarnada “realidad” de las personas fotografiadas, pero esta realidad no es entendida como las circunstancias que provocaron o permitieron el hecho violento, sino la realidad de su inconmensurable dolor sublimado en el rostro al momento de narrar su experiencia. Además, no podemos olvidar que la maximización de la referencialidad (el estatuto de “realidad” de estos rostros) se produce mediante una calculada puesta en escena, donde la artista edifica una escenografía (telones, luces, pantallas, cámaras y trípodes), en la que interactúan personas (terapeuta, víctimas y fotógrafa) siguiendo un guion determinado (las víctimas son convocadas para volver-a-narrar su historia, la terapeuta guía la narración, la fotógrafa “dispara” en los momentos más intensos de la narración). Una vez hechas la tomas, la artista selecciona las imágenes que considere más pertinentes.
Lo anterior no pretende descalificar la calidad de las fotografías ni la idoneidad de la artista, mucho menos poner en duda la veracidad e intensidad de los relatos de las víctimas. Mi intención es señalar que estas fotografías no son el registro directo de la realidad sino un calculado acto performativo que busca producir determinados efectos de identificación –y diferenciación– en el espectador. Lo que vemos no es “la realidad” de las víctimas de la guerra en Colombia, es una específica y planeada versión de la guerra en Colombia movilizada por los realizadores de esta exposición.
El testimonio: Verdad y narración
Las historias de sufrimiento de estas mujeres, y sus rostros, que representan a las víctimas de la violencia en Colombia, alimentan la exposición de la artista y fotógrafa Erika Diettes (Cervera, 2012).
Este fragmento, tomado de un artículo elaborado en 2012 para reseñar a Sudarios, sirve como ejemplo del tipo de afirmaciones que recorren la mayor parte de los comentarios de prensa masiva en torno a esta obra: el hecho de que las personas fotografiadas sean mujeres-testigo de los hechos de violencia, le asigna un valor testimonial irrefutable, y ese valor testimonial es un significativo aporte para el esclarecimiento de la verdad de la guerra en Colombia.
Desde hace algunas décadas el testigo y el testimonio han pasado a ser una figura central para las ciencias sociales y el activismo político: al testimonio se reconoce un estatus ético y epistemológico dado que su narración en primera persona (de situaciones de horror vividas en carne propia) es una manera de dar voz pública a la experiencia de sectores generalmente excluidos del relato histórico tradicional. Sin embargo, la equivalencia entre testimonio y verdad puede ser problemática, ya que, como lo señala la crítica cultural Beatriz Sarlo: “los discursos testimoniales, como sea, son discursos, y no deberían quedar encerrados en una cristalización inabordable” (2005, p. 62). Hay que tener en cuenta que la memoria de los testigos no es una directa y pura captación del sentido de la experiencia, sino que existen diferentes factores subjetivos y culturales que median entre sujeto, memoria y experiencia (Jelin, 2001). En otras palabras, el hecho de que el testimonio tenga una dimensión verista no elimina la necesidad de analizar las mediaciones presentes en la construcción del recuerdo, máxime si tenemos en cuenta que el testimonio apela a una credibilidad sin prueba que lo exonera de la crítica y la duda.
La “incuestionabilidad” del testimonio y la memoria han abierto el camino para formas de reconstrucción no académica, prácticas artísticas y trabajos en comunidad que, impulsados por buenas intenciones y una disposición política de encontrar la verdad a partir de las víctimas, reproducen los “modos [dominantes] de percepción de lo social y no plantean contradicciones con el sentido común de sus lectores, sino que lo sostienen y se sostienen en él. A diferencia de la buena historia académica, no ofrecen un sistema de hipótesis sino certezas” (Sarlo, 2005, p. 16). En otras palabras, es claro que el simple acto de “reproducir testimonios” no puede ser equiparado mecánicamente como propuesta crítica, progresista o contra-hegemónica; se necesita de cierta elaboración, de cierta distancia crítica para desencadenar el poder disruptivo de la memoria y el testimonio.
De manera equivalente a lo señalado respecto al supuesto carácter indicial de la fotografía, la relativización de los testimonios no busca poner en duda la sinceridad de las víctimas ni el valor documental de lo narrado; es un llamado a complejizarlo e historizarlo, a analizar el contexto y las circunstancias que los rodean, a leerlos no como “la verdad” sino como signos en la lucha por la construcción de sentido.
Testimonio vaciado
En Sudarios no se hacen públicos los testimonios de las víctimas, sus palabras ni sus denuncias, lo único audible es la grabación de una exhalación emitida por una de las mujeres fotografiadas, exhalación que funciona como una especie de onomatopeya del testimonio. Diettes retoma testimonios de personas que han padecido directamente los rigores de la guerra en Colombia, pero conserva para sí la potestad de resguardar y administrar la historia detrás de cada fotografía: poco a poco, en las oportunidades que la artista define y mediados por su propia voz comentadora, los testimonios de estas mujeres salen a la luz. Así, al despojarlos de cualquier señalamiento directo, se difiere el poder acusatorio de los testimonios. Como Diettes apunta en una nota de prensa realizada en Argentina:
El tema de no nombrarlas [a las mujeres fotografiadas], de no contar sus historias en específico tiene que ver con la idea de que ellas no se representan a sí mismas. Representan su dolor, el dolor del país, el duelo, la pérdida. Trabajo desde el conflicto armado colombiano porque en este lugar me inscribo. Pero el arte va más allá. Considero que el verdadero sentido de mi trabajo es el luto: hablar de la muerte y la desaparición (Celiz, 2012).
Las fotografías de la serie Sudarios no se plantean como un intento de reconocer o amplificar la palabra a las víctimas, sino como una alegorización del dolor y el luto. Sudarios recurre al testimonio (a la narración de la experiencia de la víctima) como metodología: así como los victimarios creaban un escenario para producir víctimas (como parte de sus acciones violentas), Diettes crea un escenario para re-producir narraciones de las víctimas (como parte de sus acciones plásticas).
La exhibición: Intertextualidad y lugares comunes
Sudarios siempre se exhibe en templos cristianos o antiguos templos convertidos en museos; sus imágenes interactúan tanto con la arquitectura e imaginería de estos espacios, como con las asociaciones discursivas que estos acarrean. Al respecto Diettes argumenta:
[…] el espacio seguro es el templo, donde se sabe que debemos estar en silencio, […] de esa forma puedes conectarte tanto contigo y con Dios, depende de la creencia individual. El hecho de que esté en un espacio que está destinado para algo sagrado hace que enfrentemos estas imágenes de una manera distinta (Diettes, 2014).
Más allá de una discusión sobre las posibles creencias religiosas de la artista, o intentar aquí un juicio histórico sobre el papel de la iglesia en el guerra en Colombia (lo cual desbordaría este artículo), puede ser productivo revisar las implicaciones de la escogencia de este dispositivo exhibitivo: se busca un tipo de recepción introspectiva y respetuosa, donde los monumentales rostros de estas mujeres, así como su ubicación elevada, interactúan con todo el bagaje iconográfico propio de nuestras raíces hispánico-coloniales.
La referencia al mártir católico, cuya corporalidad es sometida y ofrendada para agradar a Dios, está presente en buena parte de las disertaciones sobre esta obra (Dieguez, 2013). Sin embargo, en estas disertaciones parecen obviarse las referencias iconográficas que esta obra tiene con la imaginería cristiana: la mujer doliente, la madre afligida, es motivo frecuente en la iconografía de la iglesia contrarreformada - colonial, especialmente en las representaciones de advocaciones marianas muy populares en España y en la mayoría de sus antiguas colonias, como la Virgen de la Amargura, de la Piedad, de las Angustias, de la Soledad o “la Dolorosa”. Así, Sudarios se inscribe dentro de una larga tradición cristiana de representar doloridos rostros maternales.
Un hecho obvio y aparentemente fortuito afianza esta relación: todos los retratos que componen Sudarios son de mujeres, ningún hombre es mostrado aquí como víctima 2 , como si el dolor fuera potestad de las madresposas 3 . Lo que podría ser visto como una coincidencia visual entre las imágenes de Sudarios y las advocaciones marianas (rostros compungidos, miradas perdidas, bocas entreabiertas, lágrimas fluyendo y cuellos contraídos) se relaciona también con el extendido culto latinoamericano a la Virgen María, o Marianismo. El marianismo, como lo señaló Evelyn Stevens (1977) en un estudio pionero sobre el tema, excede el ámbito exclusivamente religiosos de devoción a la Virgen María, y se convierte en un concepto sociológico que exalta lo femenino y maternal, la abnegación, la humildad, la pasividad, la tristeza y el sacrificio de las mujeres como valores que asignan un estatuto moral superior a las mujeres. Para Stevens el marianismo es “el culto a la superioridad espiritual femenina, que enseña que las mujeres son semi-divinas, superiores moralmente y más fuertes espiritualmente que los hombres”. Así, el marianismo deviene en un estereotipo cultural simétrico al de machismo, que asigna roles fijos y diferenciales a cada género; en el que la condición sufriente de la mujer la imbuye de una autoridad moral incuestionable.
En el caso específico de Sudarios el marianismo se entrelaza con la noción de víctima: la condición de mujer sufriente y la condición de víctima se superponen, afianzando las representaciones sociales sobre la inocencia, la superioridad moral y la incuestionabilidad de las víctimas.
Las víctimas: Estereotipo y sujeto
A juzgar por las fotografías de Sudarios, las mujeres retratadas no son sujetos, son mujeres-alegoría condenadas a estar eternamente suspendidas en un instante de dolor: estar atadas a su pasado traumático –al dolor de haber sido testigos– es lo que las define, proyectando así una identidad peligrosamente sujetante. Una vez que las víctimas son representadas de manera fija y que se anula la complejidad de la guerra (como fenómeno con orígenes e implicaciones sociales, políticas, históricas, económicas, psicológicas, entre otros) es posible representar, marcar y naturalizar (estereotipar) la guerra, reduciéndola al “sufrimiento de las víctimas”. Y una vez se estereotipa la guerra, se invisibiliza nuestro lugar de enunciación: contemplar el horror de la guerra, manifiesto en el sufrimiento de las víctimas, ayuda a estabilizar nuestro lugar como sujetos. Es decir, al rechazar el horror de la guerra nos ratificamos en nuestro carácter civilizado, la guerra no la hacemos nosotros, la guerra es nuestro contrario, la guerra es lo otro, lo meramente bárbaro que hay que rechazar.
Los discursos a partir de los cuales se representa a las víctimas tienen un eminente carácter instrumental, pues a partir de ellos se administra la respuesta de la comunidad internacional, se diseñan las políticas de reparación y, en última instancia, se sientan las bases para una paz estable y duradera. A pesar de que abundan los trabajos especializados que reconocen que los conflictos armados y los procesos de victimización son complejos, el “sentido común” sobre las víctimas sigue siendo una imagen estereotipada en la que se “yuxtapone la extrema inocencia de la víctima con la frecuentemente incomprensible violencia y maldad de aquellos quienes son capaces de dañar a los niños y los ancianos” (Bouris, 2007, p. 4) (la traducción es mía). Esta estabilización y sobre-simplificación en “víctimas ideales” se produce, en buena medida, a partir de un repertorio de descripciones y representaciones artísticas que funcionan como arquetipos de victimización: imágenes de niños hambrientos, de escuelas acribilladas, madresposas sufrientes, campesinos compungidos sosteniendo fotos de familiares ausentes, entre otras.
Las representaciones reduccionistas de las víctimas presuponen y re-producen formas de subjetivación: se asocia a las víctimas con características de inocencia, falta de responsabilidad y superioridad moral, al tiempo que se espera de ellas que actúen de una manera determinada, fijándolas a una identidad que puede negar su agencia. El peligro de fijar la identidad –de estereotiparla– es discutido también por los investigadores de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, quienes reconocen que los trabajos de memoria sobre la violencia contra las mujeres pueden estar fijando, sin proponérselo, nuevos estereotipos.
Este estereotipo se condensa en la imagen de la víctima pasiva, sin agencia y sin capacidad creativa, ser despojado de acción que por esa misma razón se convierte en un sujeto apolítico y resignado que relata en primer plano los eventos relacionados con la violencia sexual porque son ellos los que le otorgan visibilidad en un formato ya establecido y que, en muchos casos, le permiten acceder a alguna forma de reparación redistributiva (Wills, 2011, p. 57).
Asumir la complejidad de la guerra y las víctimas en Colombia implica entender que esta no es una confrontación entre dos bandos claramente definidos (uno victimizante y otro victimizado, uno represor y otro que lo resiste, uno bueno y otro malo), sino que está caracterizada por la presencia de “zonas grises” (Orozco, 2005) en las que las fronteras entre víctima-victimario, o culpable-inocente son porosas y se intercambian. La noción de “zona gris” es productiva para pensar los retos de la representación de la guerra en Colombia: por un lado, porque evidencia que no existe una división tajante entre víctimas y victimarios; por otro lado, porque hace visible nuestro lugar de enunciación obligándonos a reconocernos como actores dentro del proceso de la guerra y la paz en Colombia. En este marco, cualquier representación de la guerra que anule su complejidad y proponga una visión dicotómica, que invisibilice las zonas grises o distribuya las responsabilidades de manera partidista, que reduzca la representación de las víctimas a madresposas sufrientes o la representación de la guerra a un horror irracional, estaría brindando pocos servicios a la tarea de la construcción de la paz duradera en Colombia.
El papel del arte: Humanitarismo y disenso
Es significativo como, a pesar de las lecturas contrarias que la misma artista hace de su obra, en medios de comunicación y artículos especializados se representa a Sudarios como un “acto político” que “preserva la memoria colectiva”. En una interesante ponencia, la filósofa colombiana Ángela María Duarte plantea que la instalación de Diettes nos expone:
a la evidencia de nuestros propios límites y de la imposibilidad de hacer algo más que enjuagar las lágrimas, [a la vez que se constituye en] una ampliación del campo de visión hacia, tal vez, otros sentidos, hacia otras formas de entender el pasado y el nos-otros mismo, hacia una comprensión crítica del contexto colombiano abierta a otras formas de hacer memoria. Flash, interrupción de la mirada colectiva y del ‘tacto’ que podría entenderse, de la mano de Cathy Caruth, como un ‘despertar ético’ del espectador (2013, p. 9).
En la argumentación de Duarte se plantea una relación entre tacto, despertar ético y comprensión crítica. Sin embargo, aunque en el uso cotidiano se asocie el potencial político del arte con su capacidad de movilización ética, esta relación no es auto evidente: no existe un principio de correspondencia entre, por un lado, la manera en que esta obra hace “táctil” el inconmensurable dolor de las víctimas y, por otro lado, la activación de procesos de subjetivación política en el espectador. Conmoverse no es suficiente.
¿Cómo debemos entender este “despertar ético” y su relación con la impotencia (“la imposibilidad de hacer algo más que enjuagar las lágrimas”)? Siguiendo reflexiones planteadas por el filósofo francés Jacques Ranciere (2012), este “despertar ético” no parece ser más que una versión suavizada y agotada de la promesa de emancipación propuesta por las vanguardias políticas, donde el arte, impotente, se vincula con la representación de lo vago y la alegorización del luto y el dolor universales. “De esto precisamente da testimonio el discurso ambiente que consagra el arte a lo irrepresentable y al testimonio sobre el genocidio de ayer, la catástrofe interminable del presente o el trauma inmemorial de la civilización” (2012, p. 120).
Está lógica del “repudio a la guerra” y el “homenaje a las víctimas”, en la que concurren a un mismo tiempo el despertar ético y la impotencia de la emancipación, es una lógica recurrente en el capitalismo tardío globalizado. En la actualidad se presenta el fenómeno de un mercado cultural que ávidamente consume imágenes de horror domesticado. Este fenómeno se manifiesta en un “boom industrializado de la memoria” (Huyssen, 2002), en el que se promociona el consumo de una memoria sensacionalista, divulgable, comunicable, que ha perdido su capacidad de establecer conexiones vitales para cuestionar el presente. Así, la sobre-exhibición de imágenes del dolor del otro produce una nueva forma de subjetividad en la que toda identidad es vaciada de contenido y aplanada, donde la historia es suspendida y los conflictos pospuestos.
En el caso del arte la situación puede ser aún más compleja, ya que el privilegio ético de las víctimas frecuentemente es transferido a los artistas: como plantea Tzvetan Todorov, quienes participan de este “nuevo culto a la memoria […] se aseguran unos privilegios en el seno de la sociedad” (2000, p. 53). Es decir, algunos de los artistas que hacen trabajo con víctimas extienden para sí el “beneficio moral” y la “deuda simbólica” (2000, p. 55) que la sociedad reconoce para con las víctimas, acumulando privilegios éticos y epistemológicos que, a la larga, le sirven para acumular poder simbólico dentro del campo del arte.
Estas nociones amnésicas de la identidad, de la memoria y de la ética parecen relacionarse con la noción de humanitarismo propuesta por el antropólogo y sociólogo francés Didier Fassin (2012). Para este autor, el humanitarismo es una forma de asistencia basada en la compasión y la solidaridad, que se despliega como un fundamento ético para la acción en situaciones de catástrofe o guerra. Sin desconocer la generosidad y legitimidad de las intenciones de quienes emprenden estas intervenciones, Fassin cuestiona cómo desde el humanitarismo se despliegan acciones para aliviar el sufrimiento, pero sin preguntarse por las injusticias que provocan dicho sufrimiento. Así, el humanitarismo propone un imaginario de comunión y redención, basado en la fantasía de una comunidad moral que está por encima de las inequidades de las sociedades contemporáneas. En palabras de Fassin “el humanitarismo tiene esta destacable capacidad: fugaz e ilusoriamente establece puentes entre las contradicciones de nuestro mundo, y hace que la intolerabilidad de sus injusticias sea algo tolerable” (2012, p. xii) (la traducción es mía).
El argumento desarrollado por Fassin es útil para reflexionar sobre el tipo de respuesta que presupone el repudio al “horror de la guerra”. Desde luego que la guerra y todos sus horrores son abominaciones que debemos repudiar; sin embargo, suprimir la complejidad del fenómeno de la guerra (con sus determinaciones económicas, políticas, históricas, ideológicas, entre otras) propicia el despliegue de sentimientos morales que pueden ser fácilmente absorbidos por el poder hegemónico.
Consenso y arte crítico
En el uso cotidiano, el consenso es presentado como el fin mismo de la política, como un modo de estructuración simbólica de la comunidad, donde todo conflicto puede ser resuelto retomando algunos principios básicos compartidos. Sin embargo, en la práctica política, el consenso ha devenido en una tendencia a evitar deliberadamente los conflictos, pero no porque exista un verdadero acuerdo sobre ellos, sino porque, en la búsqueda del “término medio”, se dejan por fuera disentimientos fundamentales. “Por lo tanto, si bien conservó un sentido favorable de acuerdo general, consenso adquirió los sentidos desfavorables de la evitación insulsa o mezquina de cuestiones o discusiones necesarias” (Williams, 2003[1976], p. 80). El consenso opera como un sentido común que se instala en la vida diaria de las personas, que ancla sus expectativas, sus mapas de significados y sus cálculos de acción alrededor de un conjunto de ideas compartidas. Pero estas ideas compartidas, estos “acuerdos sobre lo básico”, pueden implicar la invisibilización de los conflictos, las jerarquizaciones y las contradicciones sobre las que se constituye la realidad social. Desde esa perspectiva, el consenso es una importante fuerza política e ideológica que actúa en conjunto con la coerción para garantizar la hegemonía, o en otras palabras, el consenso no es el propósito que busca la hegemonía, sino una estrategia con la que intenta mantenerse.
La obra de arte aquí estudiada, a pesar de sus evidentes cualidades formales, del prestigio internacional y el cúmulo de comentarios favorables que las rodean, se ajusta y refuerza al “consenso social” sobre la guerra. Tal vez lo más problemático del consenso construido en torno a, y a partir de, esta obra es que parece operar como un cierre del sentido, estabilizando una noción de lo que significa la guerra y de lo que debemos rechazar de la guerra. Parafraseando lo planteado por Beatriz Sarlo (2005), la memoria es un campo de conflictos entre, por un lado, los que sostienen que la guerra es un capítulo que debe ser cerrado para poder pasar a otra etapa, y por el otro lado, los que sostenemos que sus sentidos deben quedar siempre abiertos, que deben ser enseñados, difundidos y discutidos.
En este punto se hace explícita la perspectiva que ha guiado este artículo: hay que desconfiar de las simplificaciones, las representaciones estereotipadas y los lugares comunes sobre la guerra en Colombia.
Como contraparte, el disenso y la alteración, contrario al rechazo que generalmente despiertan, se constituyen en la posibilidad de ver cosas que no se podían ver, que no existían en el territorio de lo posible y lo pensable (Ranciere, 2012). La polaridad consenso/disenso es útil para analizar las posibilidades políticas del arte: el arte tiene la posibilidad de mantener abiertos los sentidos, producir disturbios, desfijar las representaciones fijas, insertarse por las fisuras de los discursos hegemónicos y desnaturalizar las estructuras sociales que consideramos naturales. O, por el contrario, puede proponer representaciones consensuales y estereotipadas.
Esta perspectiva tiene fuerte implicaciones para entender el lugar del arte crítico respecto a la guerra en Colombia: no es crítico el arte que “denuncia” la explotación (como si los explotados necesitaran que se les explicara su explotación) o el arte que “habla por las víctimas” (enmudeciéndolas al negar su agencia); sobre todo, no parecen ser críticas aquellas obras pensadas como un consensual “homenaje a las víctimas” o como “restauración y sanación” de las fisuras del lazo social. Coincido con lo que plantea la culturalista chilena Nelly Richard, cuando señala que el papel crítico del arte no reside en la obra misma, sino que:
los horizontes de lo crítico y lo político dependen de la contingente trama de relacionalidades en la que se ubica la obra para mover ciertas fronteras de restricción o control, presionar contra ciertos marcos de vigilancia, hacer estallar ciertos sistemas de prescripciones e imposiciones, descentrar los lugares comunes de lo oficialmente consensuado (Richard, s.f.).
En otras palabras, lo crítico del arte no radica en una substancia, una temática o una estrategia de exhibición, sino en las maneras como la obra resiste a la red de discursos hegemónicos en que se desenvuelve. Así, si lo crítico es una condición relacional y contingente, es necesario un marco analítico que permita entender los lugares que el arte asume respecto a las construcciones hegemónicas de lo real. Y es precisamente este carácter relacional y contingente lo que nos obliga a complejizar nuestros análisis de las obras de arte: las obras se transforman, constantemente adquieren nuevos significados, cambian su lugar respecto a lo “oficialmente consensuado”. Una misma obra de arte puede cuestionar algunos consensos sociales al mismo tiempo que refuerza otros: las víctimas fotografiadas en Sudarios nos interpelan, pero son arrebatas de su contexto, estereotipadas e inhabilitado el potencial disruptivo de sus testimonios.
Sin duda alguna, el “poder” del arte es limitado: la posibilidad de una política radicalizada inevitablemente radica en la capacidad de articular diferentes experiencias de lucha colectiva, tarea que no se puede endosar a los artistas. Pero esta precisión no busca subestimar el potencial crítico del arte, al contrario, es una invitación a reconocernos: son necesarias prácticas artísticas que rompan el consenso de la guerra, que se enfrenten a la fijación de los sentidos y pugnen por mantener la memoria como un ámbito productor de nuevos significados. Ese será nuestro mejor aporte para una paz duradera en Colombia.
Acknowledgements
Agradecimientos
Este artículo tiene como punto de partida mi investigación sobre arte, memoria histórica y hegemonía, desarrollada en el marco de la Maestría en Estudios Culturales de la Universidad de los Andes, Colombia. Agradezco a Gregory Lobo, docente de la Universidad de los Andes, quién dirigió la investigación y a Sonia Vargas, docente de la Universidad Nacional de Colombia, por sus pertinentes comentarios. Estoy especialmente agradecido con la artista Erika Diettes, quien generosamente me compartió su tiempo y sus reflexiones; confío que este artículo sea visto como un reconocimiento a la complejidad de su obra plástica.
Referencias
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