DOI:
https://doi.org/10.14483/21450706.20835Publicado:
2024-05-20Número:
Vol. 19 Núm. 36 (2024): Vol. 19 Núm. 36 (2024):Julio-diciembre 2024Sección:
Sección CentralEstéticas críticas: aportes para un mapa de la cuestión
Critical aesthetics: contributions to mapping the issue
Estéticas críticas: contribuições para um mapa da questão
Palabras clave:
Political action, decolonization, Aesthetics, theory of art (en).Palabras clave:
Ação política, descolonização, estética, teoria da arte (es).Palabras clave:
Ação política, descolonização, estética, teoria da arte (pt).Descargas
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Recibido: 8 de mayo de 2023; Aceptado: 11 de julio de 2023
Resumen
En Latinoamérica existe una larga historia de prácticas artísticas, cuyo propósito es participar de la esfera de lo público para intervenir en asuntos que nos competen como comunidad.Sin embargo, buena parte de los marcos de análisis desde los que estas se analizan parecen reproducir el cisma entre práctica artística y acción política, al asumir lo “político” como una condición accidental de lo “artístico”, o lo “artístico” como un epifenómeno subsidiario de lo “político”. El propósito de este artículo es identificar algunas de las maneras como se haanalizado la relación entre “arte” y “acción política”, relación que, aunque siempre inestable y controversial, es recurrentemente visitada. En este caso, más que un intento de definición es un recorrido por algunos de los tópicos sobre los que se puede proyectar una analítica que dé cuenta de sus recorridos y herencias
Palabras clave
Acción política, descolonización, estética, teoría del arte.Abstract
There is a long history in Latin America of artistic practices aimed at participating in the public sphere regarding issues that concern us as a community. However, most of the analytical frameworks used to explore them seem to reproduce the chasm between artistic practice and political action, by conceiving the “political” as an accidental condition of the “artistic”, or the “artistic” as an epiphenomenon subsidiary to the “political”. The purpose of this article is to identify some ways in which the relationship between “art” and “political action” has been analyzed, a relationship that, although always unstable and controversial, is recurrent. In this case, more than an attempt at definition, it is an exploration of some of the topics on which an analysis that shows their developments and legacies may be projected.
Keywords
Political action, decolonization, aesthetics, theory of art.Résumé
En Amérique latine il existe une longue histoire des pratiques artistiques dont le but est de participer à la sphère publique pour intervenir sur des sujets qui nous concerne en tant que communauté. Cependant, une bonne partie des cadres d’analyse utilisés semblent reproduire le schisme entre pratique artistique et action politique, en assumant le “politique” comme une condition accidentelle de l’“artistique”, ou l’“artistique” comme un épiphénomène subsidiaire du “politique”. L’objectif de cet article est d’identifier quelques unes des manières dont a été analysée la relation entre “art” et “action politique”, relation qui, bien que toujours instableet controversée, est constamment revisitée. Dans ce cas, plus qu’une tentative de définition, c’est un cheminement parmi quelques uns des thèmes sur lesquels on peut projeter une analyse qui rende compte de leurs parcours et héritages.
Mots clés
action politique, décolonisation, esthétique, théorie de l’art.Resumo
Na América Latina, existe uma longa história de práticas artísticas cujo objetivo é participar na esfera pública para intervir em assuntos que nos correspondem como comunidade. No entanto, muitos dos quadros de análise a partir dos quais são analisados parecem reproduzir a cisão entre a prática artística e a ação política, assumindo o "político" como uma condição acidental do "artístico", ou o "artístico" como um epifenômeno subsidiário do "político". O objetivo deste artigo é identificar algumas das formas como tem sido analisada a relação entre "arte" e "ação política", uma relação que, embora sempre instável e controversa, é recorrentemente visitada. Neste caso, mais do que uma tentativa de definição, trata-se de uma revisão de alguns dos temas sobre os quais pode se projetar uma análise que dê conta das suas trajetórias e legados.
Palavras-chave
Ação política, descolonização, estética, teoria da arte.Introducción
Al margen de las lógicas del campo del arte, y refutando los cánones universalistas de las estéticas modernas-occidentales, en Latinoamérica existe una larga historia de prácticas artísticas cuyo propósito es participar de la esfera de lo público para intervenir en asuntos que nos competen como comunidad. No es un fenómeno nuevo, desde décadas atrás múltiples colectividades han desplegado prácticas artísticas como manera de fortalecer su capacidad de enunciación política, interrumpir sentidos hegemónicos, disputar las maneras como se construye la experiencia de lo colectivo y resistir a las formas de precarización de la vida.
El propósito de este artículo es identificar algunas de las maneras como se ha analizado la relación entre “arte” y “acción política”, relación que, aunque siempre inestable y controversial, es recurrentemente visitada. Para ello, se propone la expresión “Estéticas Críticas”, entendidas como un heterogéneo conjunto de marcos de análisis que retoma aportes de diferentes herencias críticas, desplegados para dar cuenta de las maneras como se articulan las prácticas artísticas con la acción política.
Más que un intento de definición, la intención que guía la escritura de este artículo es trazar un “mapa práctico” en el que se ubiquen algunos de tópicos fundamentales; una exploración inicial que permita identificar algunas coordenadas e hitos para ubicarnos en el paisaje actual de las estéticas críticas y proyectar desde allí una analítica. Por ello, se dejará para otro momento una revisión histórica y teórica que, a pesar de que sus latencias nos interpelan, implicaría una genealogía que desborda los alcances de este texto.
El artículo se dividirá en dos grandes bloques: en un primer bloque, como punto de partida, se señalarán algunas de las maneras como se ha intentado dar cuenta de la relación entre arte y política, así como la pertinencia de abordar la noción de acción política como manera de salvar las frecuentes sin salidas que este debate acarrea. En un segundo bloque, se propone un recorrido por hitos básicos de las estéticas críticas, señalando algunas de sus derivas, rearticulaciones y debates.
Coordenadas generales
Arte, política y acción política
Existe un nutrido cuerpo de estudios en torno a las relaciones posibles entre arte y política que abarcan un amplio espectro de posturas. A muy grandes rasgos, el debate parece pendular entre aquellas posturas que asumen que el arte es político cuando “refiere a ciertos temas, porque transmite determinados mensajes ([…) o ilustra una ideología política” (Capasso, 2018, p. 227) y, por otro lado, aquellas que proponen que lo político es una condición substancial a cualquier práctica artística, ya que, por acción u omisión, todo arte asume una determinada postura respecto a sus condiciones sociohistóricas.
Como es evidente, la primera postura entiende al arte político como una situación accidental que puede rastrearse en todas aquellas obras en las que “la política aparece como un tópico de la representación artística, como el contenido de ella” (Stange, 2020, p. 247). El “arte político” deviene así en una suerte de estilo caracterizado por el despliegue de lo artístico como recurso didáctico para la visibilización de “temáticas políticas” (las asimetrías producidas por las matrices de clase, sexo, raza, entre otras), a partir de determinados recursos retóricos (contraposición de imágenes que ilustran las jerarquizaciones sociales, parodia de lo identificable como conservador y heroización de lo revolucionario, rescate de lo popular y sus formas de existencia, entre otras). 1
La segunda postura expande la noción hasta considerar que todo arte es inherentemente político, una condición esencial dado que toda práctica humana es política. Esta divergencia está determinada por la manera de entender lo “político”: para algunos es un específico conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuáles se administra la coexistencia humana en una sociedad determinada. Para otros, lo político es una dimensión abarcadora e instituyente de toda interrelación humana, en la que todas las personas participamos por el hecho de nuestra convivencia en el espacio social. Esta divergencia es problematizada ampliamente por la politóloga belga Chantal Mouffe al señalar la diferencia entre la dimensión óntica de la política y la dimensión ontológica de lo político (Mouffe, 2007); o, vista desde una perspectiva latinoamericana, por el filósofo argentino Enrique Dussel y su diferenciación entre la fuerza instituyente de la potentia y el carácter instituido de la potestas. (Herrera et al, 2016)
Sin embargo, a pesar de la pertinencia de dicha discriminación, no resuelve nuestro intento de dar cuenta de aquellas prácticas artísticas cuyo interés explícito es tomar postura respecto a las condiciones de su contexto y aportar a su transformación, es decir, aquellas interesadas tanto en la participación dentro de las disputas por las formas de gobierno de la sociedad (a nivel macro) como en los repartos sensibles y las formas de subjetivación de los individuos (a nivel micro).
Aquí es necesario plantear una diferencia que, aunque puede parecer sutil, resulta determinante para la perspectiva que guía este mapeo: la diferencia entre “política” y “acción política”. En términos generales, la noción de “acción política” es la manera de mencionar la acción libre que ejercen las personas para implicarse en la urdiembre de relaciones humanas que determinan su ser en comunidad; es decir, es la acción “que permite que los sujetos se presenten en la esfera pública, que sean reconocidos como iguales por sus pares, pero también como individualidades diferentes que interactúan a través de las palabras” (Uribe, 2001, p. 168).
Los planteamientos de la filósofa alemana Hanna Arendt (1993 [1958]) resultan fundamentales para sustentar esta postura. Resumida a muy grandes rasgos, nos plantea que la acción política es la manera como los sujetos abandonan la esfera de lo privado para así ejercer una voz en el mundo compartido de lo público. Por eso la acción es a su vez constitutiva tanto de la política (como espacio de relación) como de los sujetos (cuando se manifiestan ante la diversidad del mundo compartido con otros). La acción “abre la posibilidad del antagonismo y la deliberación como el centro del espacio público, que genera la visibilidad de actores y apertura a configuraciones de realidad a través de la deliberación” (Molina, 2017, p. 38). En otras palabras: la acción, como capacidad creadora de sentido, es la manera de aparecer y disputar el mundo.
Llevando estas ideas al asunto que aquí nos ocupa, es evidente que existe una larga tradición de prácticas artísticas, cuyo propósito es participar de la esfera de lo público para intervenir en asuntos que nos competen como comunidad; prácticas que no se limitan a “transmitir mensajes” o “representar al pueblo”, sino que hacen parte de las estrategias con que las agrupaciones y movimientos agencian determinadas identificaciones (y des-identificaciones) acerca de lo que somos y debemos ser como individuos y como sociedad. Prácticas que acontecen como liminalidad entre campo del arte y campo de la política. De manera provisional las mencionaré como prácticas artísticas de acción política.
La separación de la esfera del arte y la esfera de la política
Las coordenadas propuestas hasta ahora nos permiten reconocer nuestra disposición en el terreno: no estamos revisando un estilo o movimiento que podamos identificar como “arte político”, sino intentando dar cuenta de algunas de las maneras como se ha sustentado a las prácticas artísticas consumadas como forma de acción política.
Para emprender este recorrido, es pertinente reconocer que en los debates sobre las relaciones arte-política generalmente se reitera, de manera subrepticia, una discriminación según la cual el arte y la política son dos esferas diferenciables de la existencia humana, ámbitos separados que, por momentos, pueden intersecarse bajo la forma del “arte político”.
Recordemos que la separación de la “esfera del arte” y la “esfera de la política” es una construcción moderna y occidental que acontece de la mano de la consolidación de la institución arte como ámbito autónomo; es decir, la noción de arte como práctica diferenciada que obedece a sus propias lógicas no es consustancial a toda sociedad humana o momento histórico, sino un fenómeno que se sedimentó en la Europa moderna (Tatarkievicz, 1987) y devino en tecnología que articula específicas relaciones de poder, produciendo un específico régimen de verdad: la verdad acerca de lo que el arte es.
Al respecto, desde orillas diferentes y complementarias de la experiencia colonial, resultan pioneros los análisis críticos realizados por el teórico alemán del arte Peter Bürger (1987) y su estudio acerca de la consolidación de la institución arte como institución burguesa; y las reflexiones realizadas
por el sociólogo peruano Anibal Quijano (2020) acerca de las maneras como las clasificaciones de arte y humanidades, implantadas desde la Colonia, se constituyeron en una herramienta para discriminar y jerarquizar aquellas formas de producción cultural, mental y espiritual legítimas (producidas por las sociedades letradas) respecto aquellas ilegítimas (producidas por los habitantes de sus colonias).
El reconocimiento del carácter contingente y situado de las nociones de “estética” y “arte” relativiza también la separación de “arte” y “política” como esferas autónomas y autotélicas, y nos invita a revisar aquellos cuerpos argumentales que intentan reconectar la experiencia estética con la experiencia política. O, en los términos usados en este artículo, a repensar los vínculos entre prácticas artísticas y acción política.
En lo que sigue, intentaré hacer un rápido recuento de algunos de los principales hitos que marcan este recorrido, y que pueden servir como apoyo inicial para encontrar nuestro propio camino. El carácter pragmático de este “mapa” implicará también cierto indisciplinamiento que retoma elementos de la teoría, la historia y la crítica del arte.
Estéticas críticas
Con la noción de “Estéticas Críticas”, se propone aquí mencionar a un amplio conjunto de marcos de análisis desplegados para dar cuenta de las maneras como se articulan las prácticas artísticas con la acción política. Esta noción reúne elementos de la teoría, la historia y la crítica de arte, articulados con aportes de la teoría crítica, la filosofía política, la sociología, entre otras. Son un indisciplinado y transhistórico conjunto de construcciones analíticas que se intersecan, resuenan y, en oportunidades, se oponen entre sí, creando un espacio de encuentro y debate.
Se escoge este término como una manera de distanciarnos de la tradición académica que define a la estética como la teoría de la percepción artística. Por eso, más que un constructo teórico sistemático o el estudio de ciertos objetos reconocibles como arte, las estéticas críticas se piensan como aquellos marcos de análisis constituidos desde la praxis, en los que no existen cerramientos taxativos de lo “artístico” ni de lo “político”, sino que ambos se asumen como realidades socialmente performadas y mutuamente constitutivas. Dicho carácter crítico implica también reconocer la contingencia de sus análisis, sus lugares de enunciación y su participación en las disputas por alcanzar determinados órdenes sociales.
Hitos básicos
Aunque sería inexacto asumirlas como una reflexión explícita sobre la relación entre prácticas artísticas y acción política, se pueden tomar como un punto de partida a las reflexiones teóricas en torno a las implicaciones de la institución arte moderno con su estatuto de autonomía (es decir, su alejamiento de la praxis vital y pérdida de la función social), concepción que fue hipostasiada por la burguesía como una supuesta esencia del arte. Estas ideas son claramente desarrolladas por el teórico alemán Peter Bürger (1987) en su análisis de las vanguardias artísticas de inicios del siglo XX, especialmente de aquellas fuertemente politizadas y vinculadas con procesos de transformación revolucionaria de la sociedad.
Como se sabe, estas vanguardias desarrollaron tácticas antiartísticas, materializadas en una serie de gestos que cuestionaban nociones como “obra de arte”, “producción y recepción individual”, “originalidad”, “autonomía”, entre otras.
Bürger, retomando la teoría crítica de Walter Benjamin y Theodor Adorno, señala que la característica definitoria de estas fue el rechazo a la “institución arte burgués” como un conjunto de concepciones, entidades, modos de hacer y discursos que, articulados teóricamente alrededor de la disciplina estética, separan a las artes de las dinámicas de la vida social de las personas. Posteriormente, en diálogo polemizante con Bürger, autores como el historiador norteamericano Hal Foster (2001), argumentan que la crítica a la institución arte no es una fenómeno puntual y finalizado, sino una “acción diferida” que, como latencia que periódicamente se revitaliza, es completada por las neovanguardias de la década del 60 y 70 que aspiraban “a una conciencia crítica de las convenciones artísticas y de las condiciones históricas” (2001, p. 3).Más que una curiosidad histórica, esta noción amplia de vanguardia ha permitido una perspectiva crítica para sustentar prácticas heterogéneas y asincrónicas interesadas en el cuestionamiento al estatus del arte en la sociedad burguesa. Las elaboraciones en torno a la noción de vanguardia son insumo para debates en, por lo menos, dos sentidos básicos: por un lado, es una manera de hacer visibles los límites de la estética tradicional, pues la experiencia estética vanguardista no acontece cuando el receptor identifica el contenido de la obra a partir de la contemplación, sino cuando se activan rupturas y dislocaciones de sentido que invitan a praxis inéditas (Martín, 1999).Por otro lado, permite problematizar los alcances y límites de la institución arte, entendida esta no solo como los espacios físicos por donde circula, sino también como el conjunto de sus concepciones,agentes, formas de producción y consumo, entre otras. En términos generales, se plantea que al subsumir a las obras de arte dentro del aparato legitimador de la institución arte, devienen en objeto fetiche que desactiva cualquier posible posicionamiento crítico (De la colina, 2010).Herederos de esta perspectiva son conocidos los debates agrupados en torno a la noción de Critica Institucional, conjunto de artistas y teóricos que señalan que la tarea política del arte radica en el cuestionamiento de la estructura que condiciona nuestras nociones de arte (Raunig & Ray, 2009), o, dando un paso más allá, revisando las potencias instituyentes que la crítica institucional puede desplegar cuando se articula dentro de procesos colectivos transformadores (Buden, et al., 2008).
Desde finales del siglo XX e inicios del XXI, como apuesta para reconocer a aquellas prácticas artísticas interesadas en el cuestionamiento a los procesos de mecanización de las relaciones sociales e individualización extrema impulsadas por el neoliberalismo, se consolida la noción de “Estética Relacional”, elaboración desarrollada por el teórico francés Nicolás Bourriaud (2006). Según esta postura, la realización estética del arte radica en la generación de intersticios sociales dentro de los que pueden emerger vínculos que refutan las lógicas de exclusión y segregación del capitalismo. Así, la apuesta central de la estética relacional es ético-política: el reconocimiento de aquellas artes procesuales que no están interesadas en la elaboración de obras acabadas, sino en la generación de relaciones humanas y coexistencia social.
Esta perspectiva se expandió por países tanto del norte como del sur global, pero al mismo tiempo fue sistemáticamente refutada. Existe un conjunto de posturas que se preguntan hasta qué punto esta se constituye en una alternativa genuina frente a las relaciones capitalistas o si, por el contrario, es solo una expresión más de la invasión mercantilista neoliberal (Prado, 2011, s.f.), deviniendo así en simples interacciones frívolas y optimistas que parecen confirmar la ideología dominante (Alliez, 2006). Dentro de estas críticas destaca la realizada por la historiadora del arte británica Claire Bishop (2004), quién señala que una idea de encuentro sustentada en la unión y la cordialidad inmanente implican una noción consensual de lo social en donde se invisibilizan y desactivan los antagonismos que componen la vida social.En América Latina, como es predecible, el asunto ha despertado diferentes opiniones. En algunos casos se reconoce el potencial político de lo relacional, especialmente en su vocación “microutopía” y su apuesta por la creación de lazos sociales, que, aunque frágiles, preludian nuevas configuraciones sociales (Belenguer y Melendo, 2012).
También se ha intentado expandir y contextualizar lo relacional, pensándolo como una articulación compleja entre corporalidades, prácticas materiales, espectadores yartistas que no intentan suspender las fricciones y antagonismos, sino habitarlos (Costa, 2009). En otros casos, se refuta la posibilidad de aplicar a nuestras realidades locales las lógicas fluidas, desarraigadas y multiculturales propuestas por Bourriaud (2009), pues, se argumenta, el contexto de nuestras sociedades está marcado por realidades de exclusión y anulación de la existencia, en donde la meta parece ser localizar y enraizar nuestras prácticas artísticas (Albán 2012).Otro de los grandes hitos de las estéticas críticas producidas en el norte global es el pensamiento del filósofo francés Jacques Rancière, aplicado (con mayor o menor rigor) al campo de las artes. En términos muy generales, y en el marco de su oposición a las maneras como el capitalismo autoritario y neoliberal produce y prolonga las desigualdades, Rancière (2005) realiza una crítica a la común separación entre política y estética, asumiendo que ambas refieren a modos de sentir, de pensar y de hacer; una manera de relacionarnos con el mundo y de distribuir aquello que se puede ver, se puede decir o se puede sentir (Vega y Rocco, 2018).
Esto implica que el punto de partida para su propuesta es la redefinición tanto de política como de estética: lo que comúnmente se asume como “política” se entiende aquí como los conflictos entre los mundos perceptibles; lo que comúnmente se entiende como “estética” es asumido como cierta organización y reorganización de la experiencia sensible. Por eso, más que una pregunta acerca de las esferas separadas del arte y la política o un intento de intersecarlas de manera accidental, lo importante es entenderlas en lo que comparten: son un entrelazado espacio para la configuración sensible de lo común (González, 2009 y 2018).Es notable cómo la “propuesta rancieriana”2 se ha expandido hasta convertirse en una especie de lengua franca que sustenta buena parte de las actuales prácticas artísticas. En los últimos años se ha empezado a hablar de la “estética del disenso”, entendida como un conjunto relativamente amplio de propuestas en las que se equipara la experiencia estética con la experiencia de disenso, la colaboración y la acción política (Álvarez, 2019). Sin embargo, parece no haber unidad respecto a los alcances de dicha propuesta, puesto que por momentos parece aglutinar a todas aquellas prácticas artísticas que acontecen como disyunción respecto a la identidad socialmente asignada (característica que compartiría con todas las prácticas críticas), mientras que en otros momentos se señala que también es necesario que dichas prácticas cuestionen y rompan su dependencia respecto a los marcos de sentido y las convenciones que rigen la valoración de las artes (Vega y Rocco, 2018).
Como otro de los grandes hitos de las estéticas críticas es posible identificar a un heterogéneo conjunto de reflexiones aglutinadas en torno a la noción de “artivismo”, expresión amplia y polisémica usada para mencionar aquellas prácticas artísticas que de manera explícita abandonan los linderos del campo del arte y se ocupan directamente de su participación en la esfera pública (Blanco y Carrillo, 2001; Gutiérrez-Rubí, 2021). Los “artivismos” no nacen desde una preocupación teórica, sino para nombrar las maneras como ciertos colectivos de acción directa hacen uso politizado de las artes, ampliando en su práctica tanto la noción de arte (expandida a diversas prácticas artísticas y sensibles) como la noción de política (pensada ahora como forma de intervención directa para la disputa de lo político) (Expósito et. al, 2012, s.f.). Así, el “artivismo” es la aplicación concreta, dúctil y selectiva de aportes extraídos de las vanguardias, la crítica institucional, la relacionalidad, las estéticas disensuales, entre otras, movilizadas como táctica de acción política. Por eso, el “artivismo” no debe ser asumido como una teoría, un movimiento o un estilo, sino como una síntesis desterritorializada y transhistórica, sin intención nomotética ni modos de hacer unificados, que se ha expandido por el norte y el sur global.Dentro de la amplia esfera del “artivismo”, podemos incluir nociones como la de “arte contextual” propuesta por el historiador y crítico francés Paul Ardenne (2006) para nombrar aquellas experiencias artísticas que abren preguntas por los contextos y las realidades inmediatas en las que acontecen; las “estéticas dialógicas”, término acuñado por el historiador del arte norteamericano Grant Kester (2017) para mencionar aquellas que buscan facilitar la conversación entre diferentes comunidades, sin por esto sacrificar las identidades ni invisibilizar los antagonismos; o las “estéticas participativas” propuestas por el investigador colombiano David Ramos-Delgado (2020), para aludir aquellas experiencias artísticas sustentadas en la participación directa, la construcción colectiva y la generación de relaciones sociales
En el contexto anglo, durante las últimas dos décadas han adquirido relevancia nociones como “socially engaged art” (Thompson, 2017), entendida como el heterogéneo conjunto de prácticas artísticas interesadas en la creación de formas de vida a través de la activación de comunidades y la creación de conciencia pública sobre los contextos sociohistóricos. También son frecuentes las revisiones de la noción de “community art” (Crehan, 2011) que, aunque acuñadas décadas atrás, es retomada como una estrategia para “democratizar” a las artes y “empoderar” a comunidades marginalizadas, mediante la realización de prácticas colaborativas y localizadas. O, como marco analítico abarcador, se ha planteado el “social turn” (Bishop, 2006), como manera de entender el augeactual de prácticas artísticas vinculadas con la colectividad, la colaboración y el compromiso directo con grupos sociales específicos
En general, en esta pléyade de denominaciones parece prolongarse la disputa en torno a la activación o deglución de las potencias disruptivas presentes en las prácticas artísticas; es claro que hoy día la institución arte acepta sin mayores fricciones a prácticas artísticas liminales, pero esta inclusión puede estar operando como una ampliación y consolidación de la institución arte. Las estéticas críticas son un conjunto de marcos analíticos con los que se analiza la relación entre prácticas artísticas y acción política, pero estos marcos abarcan un amplio espectro de perspectivas, desde los que las plantean como una manera de vigorizar la capacidad de enunciación política contra hegemónica de sujetos y colectividades, o, en el otro extremo del espectro, como un conjunto de nociones consensuales y contemporizadoras del antagonismo, que en oportunidades parecen desactivar el potencial crítico de la acción política y devienen en edulcorados pastiches de la reconciliación social.
Estéticas críticas en América Latina
Las estéticas críticas en América Latina no son una práctica reciente ni se restringen al debate sobre la noción de vanguardia; es necesario trazar otras genealogías que las vinculen dentro de la historia del pensamiento crítico latinoamericano 3 . En este marco, y reconociendo lo impreciso que puede resultar, con la expresión “estéticas críticas en América Latina” intento señalar aquellos heterogéneos esfuerzos teórico-reflexivos que buscan denunciar la indiferencia de las artes respecto a nuestras particularidades sociohistóricas que refutan su pérdida de función social, se desmarcan de las estéticas hegemónicas y promueven su articulación con la praxis vital de nuestros pueblos.
En consonancia con esto, el primer reto sería reconocer aquellas estéticas que, a pesar de ser producidas en nuestro subcontinente, mantienen un carácter epigonal y acrítico respecto a las estéticas del norte global, como continuadoras de las jerarquías coloniales. Sin embargo, tal tarea desborda los alcances de un escrito como este, no solo por su envergadura, sino por las dificultades de discriminar los componentes “epigonales” y los “emancipadores” de planteamientos que, precisamente por nuestra historia de colonización y la persistencia de formas de colonialismo interno, parecen apiñar indistintamente prejuicios eurocéntricos y llamados a la emancipación.
Las estéticas críticas en América Latina tienen una larga historia: desde los pioneros llamados a alcanzar “la necesaria libertad para pensar y expresar por nosotros mismos, (…) como sujetos libres y modernos” (Andrés Bello, citado por Rojas, 2012, p. 17), que durante el periodo de consolidación republicana del siglo XIX exhortaban a la independencia artística, pero desde prácticas emparentadas de manera conflictiva y ambigua con las estéticas eurocentradas del romanticismo, el academicismo, el costumbrismo y, posteriormente, las vanguardias y modernismos de diferente cuño (Rojas, 2012; Dussel et al., 2009).
Otro hito importante puede identificarse en el “despertar latinoamericanista” (Acha, 1994), (décadas de 1920 – 1950), caracterizado por la consolidación de perspectivas modernistas, ancladas en preocupaciones nacionalistas y latinoamericanistas. Es el periodo de las “vanguardias enraizadas” (Navia, 2019), de los intentos de desmarcarse de las estéticas epigonales, de alcanzar una síntesis que, en términos ideales, lograse conjuntar lo más vital y fecundo de las diferentes culturas. Sin embargo, muchos de estos esfuerzos se limitaron a “representar y a reproducir mestizajes conocidos, en lugar de superarlos, innovarlos o producir nuevos” (Acha, 1994, p. 121), por lo que “terminaron por ignorar, excluir o apropiarse de las experiencias heterogéneas del continente para fundar una forma de expresión destinada exclusivamente a los metropolitanos y a los extranjeros.” (Kate Jenckes, en Szurmuk y Irwin, 2009, p. 101).
Posteriormente, en el marco de la masificación y precarización de la vida que trajo la modernización, la consolidación de proyectos políticos nacionalistas/revolucionarios y el arribo de los autoritarismos de corte neoliberal (1950 a 1990), se evidencia un común interés por “encontrar nuevas formas de representación y nuevos espacios de pensamiento y creación, ya que muchos de los dispositivos tradicionales fueron eliminados o apropiados por el discurso oficial.” (Kate Jenckes, en Szurmuk e Irwin, 2009, 102). Son también años de politización y experimentalismo, de disputa entre la “norteamericanización” y los proyectos antiimperialistas inspirados en los éxitos de la revolución cubana.
En constante tensión entre las estéticas metropolitanas y las realidades locales, emergen intentos de generar una teoría del arte latinoamericano, dentro de la se que destacan nombres como Marta Traba, Mario Pedrosa, Aracy Amaral, Jorge Romero Brest, Damián Bayón, Juan Acha, Mirko Lauer, Jorge Glusberg, entre otros. (Acha, 1994; Eder, 2015). Sin embargo, es claro que dichos esfuerzos se emprendieron desde perspectivas políticas diversas, lo que los llevó a incurrir en omisiones y frecuentes contradicciones; al punto que la misma noción de “arte latinoamericano” fue usada de manerapolivalente desde perspectivas políticas claramente divergentes, muchas veces interesadas en la exotización y mercantilización de la “otredad” latinoamericana, más que en el apoyo a procesos de emancipación cultural, ideológica o política (Piñero, 2019).
Como casos excepcionales dentro de la teoría y la crítica del arte de las décadas del 70, 80 y 90, vale la pena mencionar a un heterogéneo conjunto de reflexiones interesadas en reconocer las articulaciones entre arte, política y acción política en América Latina, articulación que parece constituirse en la marca definitoria de buena parte de nuestras prácticas artísticas. Dentro de estas, se destacan trabajos tan relevantes como los del argentino Néstor García Canclini (1977) y su perspectiva sociológica sobre las prácticas artísticas populares; el peruano Juan Acha (1981) y sus análisis sobre la articulación del arte No-Objetual con la política; la chilena Nelly Richard (2021) y su trabajo de crítica cultural contra la dictadura y el neoliberalismo; el cubano Gerardo Mosquera (2020) y su problematización en torno a los procesos identitarios; el uruguayo Ticio Escobar (2021) y sus reflexiones sobre arte popular y política; o la aguda ensayística crítica del uruguayo Luis Camnitzer (2009) con su permanente cuestionamiento a la institución arte.
A partir de la década del 2000, en diferentes partes del continente se emprenden importantes revisiones históricas interesadas en revaluar experiencias críticas de las décadas anteriores. Dentro de estas se destaca la propuesta genealógica de los “conceptualismos latinoamericanos” elaborada por Luis Camnitzer (2008), las investigaciones sobre la relación arte y política realizadas por la “Red Conceptualismos del Sur” (Freire y Longoni, 2009; Red Conceptualismos del Sur, 2014; Red Conceptualismos del Sur, 2022); los estudios sobre la vanguardia y el arte político argentino de investigadoras como Andrea Giunta (2001) o Ana Longoni (2014); las revisiones críticas del arte peruano de la década del 80 del peruano Gustavo Buntix (2005), entre otros. En el caso colombiano destacan los trabajos en torno a la experiencia del Taller 4 Rojo y las artes politizadas de la década del 70 (Gamboa, 2011; Equipo Transhistoria, 2013; Taller de Historia Crítica del arte, 2016)
Descolonización de la estética y liberación de la aiesthesis
Las estéticas críticas proveen importantes elementos de análisis y estrategias de acción (especialmente por su cuestionamiento a la institución arte y su revisión de las posibilidades de intervención política desde las prácticas artísticas). Dentro de ellas, se destacan un conjunto de construcciones argumentalesque enfocan su crítica hacia las implicaciones homogenizantes y civilizatorias de las nociones de arte y estética heredadas de Europa.
El teórico argentino Walter Mignolo (2011) nos recuerda la diferencia entre la estética (como teoría de la sensación de lo bello, sintetizada en Europa en el siglo XVIII) y la aiesthesis (como relación sensible con el mundo, consustancial a toda sociedad humana), diferencia abandonada a lo largo de la modernidad y su proceso de la construcción de la institución arte, con su consecuente proceso de colonización cognitiva que subordinó la aiesthesis a la estética.
Este argumento es profundizado por el investigador colombiano Pedro Pablo Gómez (2015) con una revisión genealógica que evidencia cómo la estética devino en una herramienta para discriminar las formas de producción sensible, instaurando maneras supuestamente legítimas de ver, oír o sentir, así como jerarquías entre personas y poblaciones con capacidad creadora y sin ella; por eso, nos dice Gómez, la estética es parte constitutiva de la matriz colonial del poder, “como un poderoso régimen que, en la distinción entre arte y no arte, esconde la clasificación ontológica y la des-humanización de otros seres humanos” (González et al. 2016, p.126).A partir de esta postura, Gómez señala la emergencia posible de “estéticas decoloniales”, (Gómez y Mignolo, 2012) que permitan, al mismo tiempo, descolonizar las jerarquías de las categorías estéticas heredadas y emerger nuevas formas de creación a partir de los márgenes e intersticios de la colonialidad.
Sin embargo, la noción de “estéticas decoloniales” es objeto de controversia: por un lado, por su supuesto carácter reduccionista que no da cuenta de las transformaciones y las potencias críticas de algunas estéticas generadas en el norte global; por otro lado, por la aparente paradoja que implica su legitimación dentro de los espacios y formas de circulación, producción y consumo de la institución arte (baluartes de la concepción moderna de arte) y, por último, por su operatividad más como debate teórico autorreferencial más que apuesta para renovar la práctica. Estos debates pueden rastrearse en Colombia desde la realización en el año 2010 de la exposición “Estéticas decoloniales” (Gómez y Mignolo, 2012), en ámbitos virtuales (Esfera Pública, 2010) e impresos (Cardona y Solórzano, 2012; Ferrari, 2014).Más allá de la controversia acerca de los contornos y los peligros reificadores de la noción de “estética decolonial”, es importante señalar que esta noción no subsume a todos los esfuerzos por la descolonización de la estética (entendida como el desmarque de las herencias coloniales que acarrean las nociones hegemónicas de arte y estética) y por la liberación de la aiesthesis (entendida como el despliegue de las potencias sensibles y creadoras presentes de las personas y comunidades). Por ello, se propone a continuación un rápido recorrido por algunas propuestas elaboradas por autores que, a pesar de que no siempre se reconocen dentro de las “estéticas decoloniales”, sus planteamientos pueden leerse como un esfuerzo por la descolonización de la estética y la liberación de la aiesthesis.
Los debates propuestos por la psicoanalista y crítica cultural brasileña Suely Rolnik (2019) son un ineludible punto de referencia. En diálogo estrecho con postulados de Gilles Deleuze y la filosofía de la diferencia, la autora propone un marco de análisis para pensar las políticas de subjetividad del régimen colonial-capitalístico contemporáneo: las maneras como este gestiona formas del inconsciente en las que las potencias de la vida se degradan en simples intentos de reproducir lo instituido. Para contrarrestar esta “política dominante de subjetivación”, conservadora e individualista, nos propone la tarea de “descolonizar el inconsciente”, mediante formas de insurrección a escala micropolítica, es decir, activando insubordinaciones en la esfera del inconsciente, que “performizen” voluntades interesadas en la preservación de la vida.
Para la autora, las prácticas artísticas tienen un papel fundamental, pues despliegan la fuerza creadora por territorios diversos (más allá de las fronteras del campo del arte), propiciando la fecundación de insurrecciones micropolíticas que pueden redefinir el presente.En este sentido, defendiendo posturas diferentes, existen otros autores para quienes la separación entre esferas micropolítica y macropolítica resulta poco útil para pensar los procesos de liberación de la aiesthesis, pues, según se argumenta, toda potencia aiesthésica radica como una articulación entre lo micro y lo macro que acontece en lo comunitario. Dentro de estos se destacan las reflexiones del investigador chileno Christian Soazo Aumada, quien, retomando planteamientos de Enrique Dussel y Rodolfo Kusch, propone que la potencia aiesthésica puede ser entendida como una capacidad inquisitiva de mirarse a sí mismo y cuestionarse colectivamente, una potencia que “emerge desde abajo, desde las zonas oscuras del no-ser, desde el ‘bloque histórico de los oprimidos’, teniendo como criterio arquitectónico la afirmación de la vida (…)” (Soazo, 2020, p. 75). Así, la aiesthesis decolonial no puede acontecer desde la individualidad inconsciente de las personas, sino que es un acontecer en la vida en común, una potencialidad sensible desde donde emergen modos situados de relacionarnos con lo real (Soazo y Becerra, 2022).
Desde esta misma perspectiva, podemos reconocer una serie de reflexiones prácticas que acontecen en los márgenes de la institución arte. A manera de ejemplo, es significativa la propuesta desarrollada por el artista y culturalista colombiano Adolfo Albán Achinte; para quien “lo político [en el arte] será el acto de existir en condiciones de dignidad y desde ese lugar tener la autonomía suficiente y necesaria para desarrollar sistemas de auto-representación” (2012, pp. 292-293). En consecuencia, como una efectiva superación de los regímenes de representación de las artes, plantea la necesidad departicipar en procesos de “re-existencia”, de comunidades que re-inventan sus formas de vida para confrontar los patrones del poder colonial. Esto implica que la re-existencia no es un proyecto solamente estético ni derivado de las prácticas artísticas, sino que estas operan dentro de procesos de construir condiciones de vida en dignidad.Importante resulta también la propuesta realizada por el culturalista colombiano Mario Armando Valencia (2014) con la noción “artes integradas con el ambiente”, que le sirve para reevaluar y activar las relaciones entre arte y naturaleza desde una perspectiva epistémica, política y ética que impulsa formas de intervención efectiva ante la actual crisis ambiental y civilizatoria. O, como un esfuerzo por entender maneras como diferentes comunidades emprenden sus luchas por la liberación de la aiesthesis, resultan ilustrativos los trabajos del investigador mexicano Francisco de Parres Gómez (2022) y sus estudios sobre las prácticas artísticas/aiesthésicas desarrolladas por comunidades zapatistas en México.
En resumen, la descolonización de la estética y la liberación de la aiesthesis se constituyen valiosas herramientas para explorar las potencias de las prácticas artísticas como forma de acción política en, por lo menos, tres sentidos posibles: por su desmarque de la estética tradicional, por el reconocimiento de la aiesthesis como factor determinante dentro de los procesos de subjetivación y, por último, por su participación dentro de la construcción de formas de existencia que respondan a la actual crisis ambiental y civilizatoria.
A manera de cierre (otras rutas, otras historias)
Más allá de los linderos de la crítica y la teoría del arte, de sus convenciones y sus formas de validación, existe gran cantidad de prácticas artísticas que se articulan orgánicamente con la práctica política. Buena parte de estas han sido eyectadas hacia categorías “cuasi artísticas” como activismo, propaganda, arte político o arte panfletario, por lo que han permanecido fuera de las preocupaciones de la historiografía y la teoría del arte.
Por ello es necesario explorar genealogías más atentas a aquellas prácticas artísticas “descartadas”, aquellas emprendidas por movimientos barriales y sindicales, a las estrategias de la Pastoral Social, a las acciones realizadas en el marco de programas de inclusión social, a las acciones de ONG y movimientos sociales que apoyan población vulnerable, a las experiencias de reparación simbólica y apoyo psicosocial, entre muchas otras. En este sentido, se destacan las investigaciones del sociólogo e historiador del arte colombiano David Gutiérrez Castañeda (2016) con sus revisiones acerca de la vinculación entre prácticas artísticas y procesos sociales en Colombia; los de la investigadora colombo-argentina Ludmila Ferrari (2014) acerca de las prácticas artísticas en comunidad; así como una creciente cantidad de reflexiones que, a pesar de que no han sido suficientemente sistematizadas, proponen elementos de análisis rigurosos y localizados. Son tantas y tan diversas que su reconocimiento desborda los alcances de un artículo como este.
La noción de estéticas críticas se constituye en una posibilidad, entre otras, de dar cuenta de este conjunto de esfuerzos, de la emergencia de marcos de análisis que buscan proyectar analíticamente las relaciones entre prácticas artísticas y acción política en el contexto local y regional. No se propone como la inauguración de movimiento o teoría alguna, ni mucho menos como el inicio de un proyecto crítico con aspiraciones nomotéticas, es una propuesta por nombrar a una multiplicidad de esfuerzos que, desde antaño, vienen agenciando personas y colectividades con sus propios puntos de vista y agendas políticas, pero todas ellas convencidas de la necesidad de construir nuevos horizontes de vida.
La propuesta de las estéticas críticas reconoce la necesidad de refutar las maneras como la colonialidad sigue hoy día marcando nuestra experiencia y nuestra manera de relacionarnos sensiblemente con el mundo. Sin embargo, retomando lo planteado por el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez (2019), consideramos que la descolonización del pensamiento y la liberación de la aiesthésis no se logra dando la espalda a las estéticas producidas en el atlántico norte (como si de un fenómeno monolítico y totalizante se tratara), sino asimilando de manera creativa y emancipadora los componentes críticos que estas puedan contener, atravesándolos y trascendiéndolos desde nuestros específicos lugares de enunciación.
Este artículo es un esfuerzo en ese sentido, por reconocer herencias y entablar diálogos críticos a partir del trazado de coordenadas y la identificación de hitos que aporten a la construcción de otra “geografía de la razón”, una que nos ayude a seguir nuestro propio camino: diseñar maneras localizadas de entender y potenciar las posibilidades de las prácticas artísticas como forma de acción política.
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