DOI:
https://doi.org/10.14483/21450706.1236Publicado:
2008-02-10Edição:
v. 2 n. 2 (2008): El museo y lo musealSeção:
Autor invitadoLos museos y lo museal: el paso de la modernidad a la era de lo global
Museums and the museal: the passage from modernity to the era of the global
Palavras-chave:
museo, museal, global (es).Palavras-chave:
Museum, museal, global (en).Downloads
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Artículo de Reflexión
Calle 14, nil vol:4 nro:2 pág:10-20
Los museos y lo museal: el paso de la modernidad a la era global.
Museums and the museumization: a step from modernity to a global era
Anna María Guasch
aguasch@w3art.es Universidad de Barcelona, España
Estudió Geografía e Historia (especialidad de Historia del Arte) en la Universidad de Barcelona y se doctoró en la Universidad Hispalense de Sevilla. Se desempeña desde hace varios años como Profesora titular de Historia y Teoría del Arte Contemporáneo en la Universidad de Barcelona. Es directora de la colección Akal/Arte Contemporáneo, y escribe para el Suplemento Cultural del diario ABC y diferentes revistas especializadas (Lápiz, Exit-Book, ExitExpress o Arconews). Es autora de los libros Arte e ideología en el País Vasco (1985), La trama de lo moderno (1987), El Arte en el siglo XX: de la Segunda guerra Mundial hasta nuestros días (1996), El arte del Siglo XX en sus exposiciones. 1945-1995 (1997). Fue editora de Los manifiestos del arte posmoderno, Textos de exposiciones. 1980-1995 (2000), El arte último del siglo XX: del posminimalismo a lo multicultural: 1968-1995 (2000) y la directora, con Joseba Zulaika, de Learning from the Guggenheim Bilbao: Five Years Later (2004).
Resumen
En el marco de una teoría de las instituciones, se ofrece un análisis de las vicisitudes del museo como institución constitutiva del sistema y del mundo del arte. Desde el museo de la alta modernidad, vinculado a la estética y la alta cultura, haciendo tránsito por la década de los setenta - cuando se da el paso de la cultura industrial a la post-industrial, hasta el denominado Museo Global. Esta institución es pensada en el contexto de la sociedad postindustrial, neoliberal y multicultural, en la cual las determinaciones de la economía sobre la cultura, en su proceso globalizador, se hacen visibles en la forma estratégica del turismo cultural. Sin embargo, antes que la confrontación frente a la espectacularización del arte y la homogenización de las culturas, se propone el diálogo como vía de escape hacia la construcción transformadora de lo individual y de la esfera pública.
PALABRAS CLAVE: Museo global, museal, capitalismo cultural, teoría institucional, esfera pública, turismo cultural, espectacularización.
Abstract
Regarding “the museum” as a constituent institution that is part of a whole system and also a part of the art world, an analysis of its difficulties is offered. Considering a theory based on institutions, from high-modernity high-culture Museum, transformed during the 70s —when the step from the industrial to the postindustrial culture was taken —to the so called global museum, a new model on a postindustrial, neo-liberal and multicultural society, in which economic determinations upon culture become visible in the form of cultural tourism. Instead of a confrontation against spectacle -making of art itself and cultural homogenization, a dialogue is proposed here as an escape route towards the construction of individuality and the public sphere.
Key words: Global museum, museumization, cultural capitalism, institutional theory, public sphere, cultural tourism, spectacle-making.
Hablar del papel del arte, de los museos y de las instituciones en la actualidad requiere algunas puntualizaciones iniciales, que nos ayudarán a centrar el problema y dotarlo de perfiles adecuados. Referirse estos temas supone un desplazamiento de lo que sería una “historia de la creación” —los artistas y sus obras— a una “historia de la recepción”, en la que el protagonista no es la “obra de arte”, sino el “sistema del arte”, que conectaría el “mundo del arte” —o mejor, el “sistema del arte”— con cuestiones o factores “externos” —económicos, sociales y culturales— en un planteamiento más cercano a las teorías de George Dickie y del sociólogo Pierre Bourdieu; porque, tal como sugiere este último en su estudio sobre las instituciones y los bienes de “consumo” simbólicos, “La función primaria del mundo del arte consiste en definir, validar y mantener la categoría cultural del arte y producir el consentimiento de la entera sociedad a la hora de legitimar la autoridad del mundo del arte para hacer esto” (Bourdieu y Darbel, 2003).
El mundo del arte suministraría la estructura de valor, de prestigio y de muchos otros valores “intangibles”. Y lo más importante, desplazaría la atención de la “agencia individual” (artista, contemplador) y de la cuestión “¿qué es arte?” (ontología) a otra cuestión: “¿qué es lo que hace que algo se convierta en arte? Esto nos lleva a hablar de un complejo campo de fuerzas, que no es visible en el “objeto en sí mismo” y que nos proyecta hacia cuestiones relacionadas con el museo, la exposición, el mercado y con una serie de actores sociales (historiadores, comisarios, críticos, marchantes, directores de museos, galeristas) y sus constantes interacciones.
Al respecto, resulta imposible eludir las teorías de uno de los iniciadores de la “teoría institucional del arte”, el profesor de filosofía en la Universidad de Illinois (Chicago) George Dickie, que en su texto The Art Circle (2005 [1984]) realiza una serie de definiciones básicas, que ayudan a entender la teoría institucional en la cual una obra de arte es “arte” a causa de la posición que ocupa dentro de una práctica cultural. Dickie establece las siguientes clasificaciones: a) una obra de arte es un artefacto (algo que incluye la intención humana, incluso en el caso de un objeto encontrado o ready made) creado para ser presentado a un público del mundo del arte; b) un artista es una persona que participa con entendimiento de causa en el proceso de creación de una obra de arte; c) el público es un conjunto de personas preparadas en diferente medida para la comprensión del objeto que se les presenta; d) el mundo del arte es la totalidad de todos los sistemas del mundo del arte; e) el sistema del “mundo del arte” es un marco para la presentación de la obra de arte por parte de un artista al público del mundo del arte. La teoría institucional es pues una suerte de “teoría contextual”: “Por aproximación contextual entiendo la idea de que las obras de arte son arte como resultado de la posición que ocupan dentro de un marco o contexto” (Dickie, 2005: 17).
Este será el “marco operacional” de nuestro planteamiento, y aunque no procederemos a un análisis pormenorizado de todos los agentes de este “sistema del arte”, nos gustaría detenernos en algunos ámbitos privilegiados, como el museo, la exposición, la bienal y sus respectivos papeles, en tres momentos históricos bien delimitados: el de la alta modernidad, el de la postmodernidad, y el de la globalidad, derivado del discurso de las diferencias, de la expansión postcolonial y de la ideología multicultural.
Los museos y las instituciones en la alta modernidadPara nosotros, la noción de “alta modernidad” está ligada a dos nombres singulares, el de Clement Greenberg y el de Theodor Adorno; el primero desde la defensa de la pureza, de una “estética exclusivista”, de la especificidad del medio y de la calidad; y el segundo desde la autonomía. Pensamos que estos conceptos nos ayudan en gran medida a “mapear” el mundo del arte desde los años inmediatos a la postguerra, hasta finales de los años sesenta.
Ni a Greenberg ni a Adorno les interesaba la idea de un arte contaminado por la sociedad industrializada, ni por los medios de comunicación —que Adorno denominará “represivos”, pues, según este autor, tienden a adormecer a las “masas”, imposibilitan el pensamiento e impiden el poder crítico. No es extraño que los dos formularan sus opiniones en el mismo territorio, los Estados Unidos, y por los mismos años, a finales de la década de los cuarenta, coincidiendo con el inicio de la Guerra Fría. Cuando en efecto, en 1947, en su exilio californiano, los alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer acuñaron el concepto de “industria cultural” —en el texto Dialéctica de la Ilustración (publicado en Amsterdam en 1947), una crítica al proyecto racionalista llevado a sus últimas consecuencias, al endiosamiento de la “razón instrumental”, es decir, una razón aplicada a los “medios” (tecnología, industria)—, se estaban refiriendo nostálgicamente al fin de la “autonomía estética”, provocado por la masiva y omnipresente mercantilización de la obra de arte.
La industria cultural, nutriente de la “cultura de masas” es —como apuntan Adorno y Horkheimer— una fábrica de productos en serie, casi idénticos entre ellos. Su reinado es el imperio de la “desdiferenciación”; es decir, todo producto salido de sus entrañas, los medios masivos de comunicación, tiene el mismo destino: convertirse en mercancía, con un mercado (un público) determinado, segmentado y con efectos predecibles. Y ello en detrimento del pensamiento, de la acción crítica, la mayor arma para combatir la “sociedad de consumo”, la sociedad industrializada: “Los productos de la ‘industria cultural’ y el desarrollo tecnológico deshumanizado conducen a la desideologización de la sociedad y reducen la circulación del conocimiento a través de los espacios de ocio”. La industria cultural y sus “valores mercantiles” entrañarían, a juicio de Adorno, el fin de la autonomía estética, con todo lo que ello significa: a) la separación del arte respecto de la praxis vital, b) la producción individual, y c) la consiguiente “recepción” individual.1
Centrando nuestras reflexiones en el “mundo del arte”, está claro que en el periodo de la “alta modernidad”, la principal y casi única institución mediadora entre las obras individuales y el público era el museo, pero no aquel que habían imaginado Walter Benjamin —un museo en el que se erradicaba el “valor de culto”, que era sustituido por el valor de exposición, que encontraría justificación en el mundo mecánico de la mercancía (Benjamin, 2004)—, ni el “museo sin muros” de André Malraux —el museo imaginado gracias a las reproducciones (Malraux, 1956)2— sino el museo como templo del arte, como santuario, un museo elitista de la alta modernidad.
Estamos apuntando claramente al Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York, ejemplo perfecto del “cubo blanco” de la modernidad, el espacio “universal” de Mies van der Rohe, el no adornado contenedor que propusiera Jean Cassou en 1949, un modelo de museo que va más allá de todas las ideologías y expresa el modo material de arte cercano a los conceptos de neutralidad, minimalismo e inmensidad.
El crítico Brian O’Doherty (1999) definió el cubo blanco como un mecanismo transicional, que intentaba anular o hacer “tabula rasa” del pasado, y al mismo tiempo controlar el futuro invocando modos trascendentales de presencia y poder. Es a través de este espacio, carente de decoración, en el que las paredes asumen una ambivalente existencia entre la vigorosa presencia y la completa invisibilidad que se busca, un contexto neutral, puro y absoluto para las obras de arte, no adulterado por la intrusión de seres humanos. Un contexto que reforzaría una concepción del espectador como un “ojo incorpóreo”, un ojo que habría muerto justo al entrar en el “cubo blanco”: “En las clásicas galerías de la modernidad —apunta O’Doherty— uno no puede hablar, no puede reír, comer, beber o dormir. Desde que el “cubo blanco” promueve el mito de que somos esencialmente seres espirituales (el ojo es el “ojo del alma”) se concibe a un espectador más allá de toda vicisitud y todo cambio” (O’Doherty, 1999: 10).
Se llega a un punto —seguimos a O’Doherty— en el que lo que importa no es tanto la obra, sino el espacio: un espacio blanco e ideal que, más que una simple imagen, puede ser la arquetípica imagen del arte del siglo XX. Parte de la santidad de una iglesia (de ahí la comparación del cubo blanco con una catedral medieval) o la mística de un laboratorio experimental se reúnen con el diseño “chic”, para producir un singular “lugar para la estética” (O’Doherty, 1999: 14.
Este espacio es construido según leyes tan rigurosas como las que se usaban para construir una iglesia medieval. El mundo exterior no puede penetrar en el interior, siendo ésta la razón por la que hay tan pocas ventanas (las fuentes de luz proceden de los techos). Blanco, limpio y artificial, este espacio está casi enteramente consagrado a lo que denominaríamos “tecnología de la estética”. Sus limpias superficies no están tocadas por el tiempo y sus vicisitudes. El arte existe en una suerte de “eternidad”, y aunque hay muchos períodos que mostrar, lo que domina es una sensación de “no tiempo”. Esta eternidad daría a la galería un status parecido al “limbo”: hay que estar muerto para estar ahí.
En este contexto, los cuadros funcionan como las columnas de un templo clásico, y cada una de ellas requiere suficiente espacio para que su efecto no enturbie el de su vecino. Estamos en pleno triunfo de la “cultura avanzada”, que ha cancelado sus valores en el nombre de una abstracción denominada “libertad” y de la obra única y aurática. Y ante preguntas como ¿cuál es el papel del espectador, del que percibe?, las respuestas parecen obvias: el espectador no tiene rostro, es casi siempre una espalda. Se para y mira. Su actitud es la de experimentar e investigar, siempre discretamente. El espectador está dispuesto a situarse delante de cada obra que requiera su presencia. Él y su mayor aliado, el “ojo”, están siempre en buena compañía. El “ojo” es mucho mas inteligente que el espectador. El “ojo” puede estar entrenado de una manera que es imposible para el espectador. Es superior al espectador. El ojo discrimina “entre”, el ojo resuelve, equilibra, mide, discierne, percibe. Pero también tiene sus límites. En algunas ocasiones se enfrenta con el “contenido”, que es la última cosa que el “ojo” quiere ver. Pero esto cuenta poco en el museo moderno del cubo blanco, un museo dedicado a presentar la magnificencia del arte abstracto, tal como se puso de manifiesto en la concepción del arte moderno desarrollada por Alfred Barr, el primer director del MoMA, una concepción para el desarrollo del arte moderno que fue visualizada en un diagrama para la cubierta del catálogo Cubism and Abstract Art de 1936 y que, casi sin variaciones, fue seguida por los diferentes responsables del MoMA hasta la reciente remodelación del museo en 2004.
El arte, que parecía deducirse de este entorno neutral que proporcionaba una cierta paz y relajamiento respecto a la ruidosa metrópolis del exterior, nada tiene que ver con el dinero, con la economía, con la política o con lo social, sino que más bien pertenece al universal y atemporal reino del espíritu: “Cuanto más estéticas sean las instalaciones, cuantos menos objetos haya y cuanto más vacías estén las paredes, más sacralizado el museo será” (Duncan, 1995: 17). En esto se mantiene la pretensión de presentar obras de arte como si no fueran productos de una sociedad específica o de un compromiso político determinado, sino más bien la expresión de un genio individual, justificando la ideología del individualismo que subyace al orden capitalista y al discurso de la alta modernidad, la ideología del genio, del canon, de la originalidad, del progreso y la evolución: la ideología historicista y teleológica.
El MoMA y tantos otros museos de la modernidad nos llevan a pensar en una “institución artística” como un proyecto “educacional”, una institución deudora de los “ideales burgueses” en la que el museo sirve para educar y para confirmar ciertos valores “aristocráticos”. La libertad, según Nina Möntmann (2006: 8-9), se equipararía a la libertad de pensamiento (es decir a la ideología del individualismo que subyace al orden capitalista), y estaría siempre al margen de toda presión económica. Aquí la clase burguesa seguía demostrando su especial estilo de vida en las instituciones artísticas. Y en todo caso, toda crítica a estos valores hegemónicos estaba fuertemente conectada a una crítica a la modernidad.
La institución museística en los años setentaA finales de la década de los sesenta, el clásico modelo de institución burguesa estaba en vías de ser reemplazado por una lógica institucional de carácter “corporativo” y, sobre todo, por un concepto más populista de la esfera pública. Mientras Jürgen Habermas, en el texto The Structural Transformation of the Public Sphere (1991 [1969]), pensaba en un público homogéneo que seguía un “ideal abstracto”, y seguía excluyendo tanto las culturas subalternas como las culturas alternativas, lo cierto es que en el mundo del arte se asistía a la aparición de un público mucho más fragmentado, “descualificado” (o menos elitista) y más viajero (precursor del “turista cultural” de la globalización).
El progresivo paso de la sociedad industrial a la sociedad postindustrial —con todo lo que ello significaba al reemplazar la producción y la energía por la información (me remito a los textos de Daniel Bell de 1949 y al posterior de Jean-François Lyotard, que comienza La condición posmoderna de 1979 con esta aseveración: “Nuestra hipótesis de trabajo es que el saber cambia de estatus al mismo tiempo que las sociedades entran en la denominada ‘era posindustrial’ y las culturas en la denominada ‘era posmoderna’”)— iba a suponer un sustancial replanteamiento en las relaciones arteinstituciones, y dentro de la familia de las instituciones culturales, el museo, según Andreas Huyssen (2002: 42), de ser “el que se llevaba las bofetadas (recordemos que Adorno en los años sesenta lo comparó a un ‘mausoleo’) pasó a ser el hijo predilecto”.
Tal como apunta Huyssen en “Los museos como medio de masas” (2002), el éxito del museo (el caso Pompidou será el más emblemático, como veremos luego) sería uno de los más destacados síntomas de la cultura occidental en las décadas de los setenta y ochenta: se proyectaron y construyeron cada vez más museos. La obsolescencia de la sociedad de consumo halló su “contrapunto” en una “museomanía” implacable. El papel del museo como “lugar elitista”, como bastión de la tradición y de la cultura elevada, empezó a ceder su terreno al museo como “medio de masas”, como “incomparable marco de una ‘mise-en-scène’ espectacular y de una sin par exuberancia operacional” (Huyssen, 2002: 42).
Y en este caso no sólo cuentan la arquitectura del edificio y las obras que alberga, sino aquello que a las políticas de exhibición y contemplación se refiere. Dicho en otros términos, la antigua dicotomía entre colección permanente y exposición temporal no es operativa, privilegiándose cada vez más, tal como se advierte en el Pompidou, ésta última. El museo ya no se puede describir como una institución única, de fronteras estables y bien delimitadas. El museo se ha convertido en un paradigma clave de las actividades culturales contemporáneas (Huyssen, 2002: 43). La anterior crítica “sociológica” del museo, como una institución que —como sostuvieron Pierre Bourdieu y Alain Darbel en El amor al arte (2003 [1969])— reforzaba en algunas personas el sentimiento de pertenencia y en otras el de exclusión, ya no se podía aplicar al museo de los años ochenta. Y está claro que, una vez enterrado el museo como “templo de musas”, como “casa del tesoro” o como “espacio sagrado”, éste resucitaba como espacio híbrido, entre feria de atracciones, fórum cultural, grandes almacenes y parque temático.
El Centre Georges Pompidou de ParísQuizás uno de los ejemplos pioneros de este museo como “medio de masas”, más próximo a la Kunsthalle que al Kunstmuseum, es el Centre Georges Pompidou de París, diseñado por Renzo Piano y Richard Rogers (1971-1977). En su apuesta por una democratización de la cultura, a través de la ruptura de las tradicionales fronteras entre arte elevado y cultura de masas, el Pompidou fue el primer museo en aplicar múltiples perspectivas (tan importante era la Biblioteca como el gran hall o la sala de exposiciones) y sobre todo fue el primero en el que se pudo aplicar la noción de que una institución podía ser particular sin ser “localista”. El Pompidou descubrió un nuevo tipo de audiencia, más cercana a la industria del turismo y a la revitalización de las economías urbanas y, sin lugar a dudas, puede considerarse el referente más inmediato para el museo postmoderno, así como lo constató Jean Baudrillard al ver en la musealización del Pompidou una de las maneras de ocultar lo real en manos de la simulación (1983)3.
Más allá del PompidouEl Pompidou está sin duda en el origen de aquello que a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa podríamos considerar una verdadera “museomanía” y una “locura de las exposiciones”. Retomando una brillante idea de Huyssen, se produjo la tan esperada reconciliación entre las “masas” y “musas”, punto de partida de la “museomanía” que afectó a grandes y pequeñas ciudades europeas, que permitieron a sus arquitectos mostrar su experticia en arquitectura y su erudición en “historia del arte”.
Todo esto es fruto de una aceleración, que no sólo afecta al status de la obra de arte, sino a la fundación de nuevos museos, a la expansión de los antiguos y a la comercialización de camisetas, carteles, tarjetas navideñas y reproducciones para cada exposición. Y es en este contexto que podemos hablar del “museo” como una nueva clase de edificio comunitario denominado “catedral de nuestro tiempo” (las ciudades, incluso las pequeñas, buscaron en el museo su catalizador social, con unas tipologías e iconografías que correspondían a una nueva apreciación pública del viejo edificio).
El ritual de visitar un museo y de ver arte se impuso por doquier. La arquitectura estaba en todas partes y el apetito hacia ella era insaciable (Magnano, 1999: 14). Y en lugar de un museo, cuya principal distinción era su invisibilidad o la silenciosa contemplación de las obras de arte, los nuevos espacios parecían encarnar la noción “ficcional” del museo sin paredes de Malraux, para convertirse en un “network” de relaciones asimétricas y movimientos descentrados, en los que desaparecía toda secuencia estilística y cronológica, se valoraba el espacio y la temporalidad en detrimento de la historia, y la visita al museo se convertía en sí misma en una muestra de cómo el arte y la arquitectura podían actuar críticamente en el interior del museo.
Y fue en ese momento cuando al viejo ritual de la “experiencia estética” se sumaron dos nuevos conceptos: el entretenimiento y espectáculo, definido como “capital acumulado hasta el punto de convertirse en imagen”: “No es una idea exactamente nueva sugerir que el entretenimiento y el espectáculo pueden funcionar en tándem con formas complejas de iluminación en la experiencia estética” (Huyssen, 2002: 58-59).
El ya comentado ejemplo del Pompidou, el “primer edificio que inauguró el museo como entretenimiento” dentro de un concepto “lúdico” de cultura, puede también entenderse como el pionero en el desplazamiento del impulso educacional y estético al del entretenimiento. ¿Cómo no recordar las palabras de quien fuera primer director del Pompidou, Pontus Hulten, cuando asoció el museo con un “objeto erótico” —con respecto a la experiencia artística, pero también a las amenidades comerciales que “son ahora partes tan importantes en los museos”—, un lugar que no aspira a explicar la historia del arte, sino a buscar un sueño, una excitación (Newhouse, 1998: 190).
Hacia el museo globalEl paisaje cultural de finales del siglo XX está en el centro de drásticos y acelerados cambios. Las sociedades postindustriales, tan importantes para entender el paso del mundo moderno al postmoderno, y la expansión de los “servicios” más allá de la esfera de la producción material, han dado el relevo a las sociedades de la información en “networks” de información e imágenes que viajan instantáneamente alrededor del mundo (Bosch, 2005: 81-89). Unas sociedades que nos sitúan ante el nuevo territorio de la globalización, entendida como algo que no sólo afecta a las nuevas tecnologías y a la economía, sino a la manera como la gente vive, se relaciona, se desplaza y construye sus propias narrativas en el marco de la “cultura global”.
La globalización acelera en efecto los movimientos de gente en diáspora, en emigraciones y, sobre todo en “turismo cultural”. Y es así como conceptos de lugar (lo nacional y lo local) e incluso conceptos de historia y memoria, que eran tradicionalmente representados (es decir momificados) en los museos, se están convirtiendo en temas de debate y de rigurosa actualidad. La globalización de las economías ha afectado también a los museos del mundo entero. Por ejemplo, cada día (y podemos corroborarlo gracias a un vasto examen llevado a cabo por la UNESCO en 1997 que explora las relaciones entre “cultura, turismo y desarrollo”) está más claro que la industria del turismo, en concreto el turismo cultural, y la de los museos están en íntima conexión. Y en este contexto, también resulta claro cómo los visitantes son vistos como “consumidores globales”. En un libro de Richard Sennett, The Culture of the New Capitalism (2006), este autor analiza la “persona ideal dentro del nuevo capitalismo”, que siempre está buscando lo nuevo, viajando de un lugar a otro y abandonando los comportamientos habituales. De ahí se derivan, sostiene Sennett, las nuevas relaciones de las instituciones con las iniciativas comerciales, en lo que denominaríamos expansión global corporativa. Y lo que antes era una “comisión” de carácter educativo, se convierte ahora en una “comisión” que estudia cuestiones de consumo en función del lugar y de las políticas dominantes en el mismo. La ecuación consumo versus educación vendría ahora a sustituir a otra: entretenimiento versus educación.
El fenómeno Guggenheim y el modelo de museo globalEn este contexto de expansión del “turismo cultural” y la consiguiente “deslocalización” o, dicho en otras palabras, descentralización, diversificación, apertura y triunfo de las “periferias”, nos gustaría plantear un nuevo caso de estudio ciertamente paradigmático: nos referimos al “museo global” marca Guggenheim.
El Solomon R. Guggenheim de Nueva York, tras dar por concluida su ampliación de 1992 al edificio original de Frank Lloyd Wright de 1959, comprendió que en un mundo culturalmente abierto y liberado de las fuerzas de la Guerra Fría, los museos se habían convertido en máquinas poderosas, cuyo objetivo esencial era hacer negocios. Y en una situación donde, como sostenían Michael Hardt y Antonio Negri en su Empire (2000), ya no había centros de poder ni capitalidades artísticas (se preguntaban ¿dónde está el centro?, entendido como una nueva forma global de soberanía compuesta de múltiples organismos nacionales y supranacionales), fue muy lúcida la idea de Thomas Krens de crear un modelo de museo como “lingua franca”, un museo como “marco vacío”, como un conjunto de formas abstractas y atemporales que sería implementado por las narrativas del lugar, por sus metáforas y sus simbolismos particulares. Finalmente no se renunciaba a nada: lo local conviviría en igualdad de condiciones con esta nueva versión de lo internacional bajo el capitalismo multinacional, es decir, con lo global.
Y en esto Thomas Krens sí que fue un abanderado. Primero concibió el nuevo modelo de museo y, tras años de búsqueda infructuosa, finalmente encontró en Bilbao una ciudad periférica, cargada de símbolos, pero que a su vez necesitaba buscar nuevos símbolos para su autoafirmación. Una ciudad que llevaba tiempo apostando por una regeneración urbana, económica y cultural en profundidad y que no dudó (al menos sus políticos no lo hicieron) en creer que un proyecto tan “atípico” como un museo podría ser la clave de su salvación. Y quién podría saber que Bilbao, que siempre había abrigado una cierta inconfesable vocación grandilocuente, acabaría convirtiéndose en la capital cultural de Europa.
El efecto GuggenheimEstá claro lo que la presión “competitiva” plantea a las grandes instituciones. Y siguiendo con el “afán” expansionista del Guggenheim, el renovado MoMA de Nueva York y la Tate Modern de Londres no se han quedado a la zaga, aunque han utilizado métodos muy distintos a los de sus competidores. Como afirma Andrea Fraser (2006), el MoMA y la Tate han seguido un proceso expansionista parecido, pero invertido, que consiste en la siguiente fórmula: expansión local y asociaciones globales, formando una “Star Alliance” trasatlántica, con al menos media docena de ramas entre ellas (nos referimos al acuerdo al que llegaron en 2000 el MoMA y la Tate para crear una empresa de Internet con el fin de “expandir la audiencia no sólo en lo que respecta al arte moderno, sino también al diseño y al hecho cultural en general”).
Los economistas hablan de “ciclos de crecimiento virtuosos” al referirse a estos mercados emergentes, y Andrea Fraser describe cómo estos ciclos conllevan y requieren crecientes costos y desembolsos: Se necesitan grandes muestras para así ganar más dinero con el cual hacer todavía mayores muestras. Se necesita un mayor número de empleados para ganar más dinero con el cual poder contratar a más personal. Se necesita obtener más dinero para construir mayor espacio para disponer de mayores fondos. Se necesita construir mayores espacios para mostrar un arte “de gran formato” que atraiga mayores audiencias y justifique construir mayores espacios. (Fraser, 2006: 87)
Del museo a la exposición globalDejaremos ahora el mundo de los museos y haremos una incursión en otros usos de la cultura en la era global y en la manera como la cultura se ha integrado en el aparato productivo como recurso de “crecimiento económico” (las industrias culturales), de resolución de conflictos sociales, e incluso como fuente de empleos, con un planteamiento similar al que utiliza George Yúdice en su texto El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global (2003), en el que el autor relata cómo en la era global la cultura se ha integrado en el aparato productivo y ha dejado de ser algo trascendente.
Una parte importante en el marco de estas industrias culturales son las iniciativas que crean su propia versión de la diversidad cultural, de acuerdo con los gustos metropolitanos. En este sentido, las “bienales periféricas” serían las vías por las cuales las culturas locales tendrían la posibilidad de proponer sus propios gustos locales, no sólo en su vecindad, sino alrededor del mundo. Hoy día ya no es necesario ir a París, Nueva York, Kassel o Venecia para descubrir al “otro” o a los márgenes, para encontrarnos con la diversidad según los gustos metropolitanos, y para que éstos queden sancionados y validados por las estructuras e instituciones del “canon” oficial.
Esto es lo que explica, en parte, el extraordinario crecimiento de las bienales en los últimos quince años: esta necesidad de “oficializar” desde la periferia el canon del arte innovador, buscando un diálogo entre las fuerzas homogeneizadoras de la globalización y la localidad, la identidad y el contexto propio. Y poniendo el énfasis en alguna de estas cruciales cuestiones, según el caso: en algunas ocasiones la localidad, en otras la globalidad y finalmente la “glocalidad”. Todo dentro de una “red” compuesta por una multitud de “nudos de comunicación” o, si se prefiere, de centros artísticos y culturales que se pueden comunicar entre sí en cualquier momento y de una manera no jerárquica. En último término, una “red” que una vez construida, debería servir para establecer un diálogo globalizado entre las culturas.
La creación de bienales en lugares que hasta hace unos pocos años resultaban impensables para “el mundo del arte” —Dakar, Johannesburgo, Taiwán, Tirana (Albania), Cetinje (Montenegro) o Estambul, por no hablar del fenómeno de las bienales asiáticas (la de Gwanju en Corea del Sur, todo un “boom” de público; la de Shangai o la de Busan, también en Corea de Sur), que tienen en común el hecho de pertenecer a lugares no dotados de infraestructuras museísticas clásicas, ni de los elevados presupuestos de los grandes certámenes—, permite a los márgenes volver a hablar y, lo que resulta más significativo, hablar sobre sí mismos, abandonando los sistemas centrales de control, el viejo modelo de centro, y estableciendo diversos vínculos entre diversas posiciones no EuroAmericanas, pero sobre todo, y lo que nos parece más interesante, visualizando a nivel local algunos de los grandes problemas globales.
Pero aún podemos hacernos muchas preguntas: ¿Es la bienal —que no deja de ser uno de los más claros paradigmas de las industrias culturales y del turismo global— el mejor instrumento para debatir los auténticos problemas globales, para hacer arte político y comprometido, cuando en la mayoría de los casos una buena parte de las aportaciones económicas proceden de las iniciativas privadas? O yendo al extremo contrario: ¿Hay que esperar las bienales para que los problemas locales (urbanísticos, de la ciudad postindustrial) se conviertan en “internacionales”, gracias a la potenciación del espectador internacional o de un turista cultural que en muchos casos pasa de largo por la comunidad local? ¿Tiene la bienal una verdadera función social dentro de la esfera pública? ¿Dónde se acaba la bienal y empieza el museo? O incluso podríamos hablar de un museo global que siguiera de cerca las pautas de las bienales periféricas. Y finalmente, ¿puede ser la bienal —como dijo Robert Storr en el Simposio celebrado justo al finalizar la Bienal de Venecia de 2005— el verdadero “salón global”, el lugar desde el cual se pueda formar una nueva cultura internacional común?
A modo de conclusiónAnte esta expansión corporativa de los museos, tan propia del mundo global, y esta invasión de la cultura en el aparato productivo como recurso de crecimiento económico, se impone plantear el debate sobre el papel de la institución, este objeto “problemático”, como lo ha definido Simon Sheikh (2006). ¿Cuál es y cuál debería ser la actitud de cualquiera de los múltiples “consumidores culturales” (críticos, artistas, directores de museos, coleccionistas) de este “sistema institucional del arte”, ante una institución que nunca ha dejado de estar “en crisis”: crisis de financiación, crisis de audiencias, crisis de significado, crisis de legitimación política, crisis de arte de vanguardia, crisis de arquitectura y crisis de mercado?
Pensamos que en el mundo de la globalización neoliberal todo intento de crítica institucional y de cuestionamiento a la “espectacularización” del arte, a la homogenización de la cultura y a la “turistización” del mundo debe plantearse menos en términos de confrontación y más de diálogo, donde se impongan vías de escape, de fuga, de desplazamiento, de transformación. Vías en las que en último término cuenten el individuo y el colectivo, en lo que Paolo Virno (2003) denomina la “esfera pública individuada”, o el “intelecto público”, un intelecto en el que se destaca sobre todo su cualidad “social” y que no se corresponde ni al intelectual mediático de la sociedad del espectáculo, ni a los altos vuelos del pensador o pintor, sino a un individuo que no se distancia del “ruido de las masas” como lugar para una esfera pública no estatal, no espectacular y no representacional, una esfera pública “no-gobernada” que no debe tampoco confundirse con un lugar anarquista de libertades absolutas más allá de la institución.
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Notas
1 Resulta de gran interés ver cómo dos de los herederos de Adorno, Peter Bürger y Jürgen Habermas, retomarán en los años setenta (en el caso de Bürger) y en los ochenta (en el de Habermas) la bandera de la “autonomía estética”, la misma “inquina” contra el arte como “espectáculo” y la progresiva invasión de valores económicos en el mundo relativamente autónomo del “arte burgués”, para atacar los embates de las neovanguardias (en el caso de Bürger) y la postmodernidad (Habermas).
2 La primera edición del Musée Imaginaire se publicó en 1947. La segunda, que forma la primera parte de las Voix du Silence, en 1951.
3 En L’effet Beaubourg. Implosion et dissuasion, Baudrillard define el Pompidou como el “monumento a los juegos de simulación de masas”, que funciona como un incinerador, absorbiendo toda la energía cultural y devorándola… El Pompidou, afirma el autor, es como una máquina para hacer el vacío. Un poco como las centrales nucleares: su verdadero peligro no es la inseguridad, la polución, la explosión, sino el sistema de seguridad máxima que las rodea. Y el mismo modelo que sirve para la central nuclear, un modelo de seguridad absoluta que se generaliza a todo el campo social y que es un modelo de disuasión, serviría también para el Pompidou: fusión cultural y disuasión política. Véase Baudrillard (1983: 10-11).
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