DOI:
https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.c14.2015.3.a02Publicado:
2016-03-04Número:
Vol. 10 Núm. 17 (2015): Arte y memoriaSección:
Autor invitadoEstéticas de comunicación y políticas de la memoria
The aesthetics of communication and the politics of memory
Palabras clave:
Technodigital flows, globalization, memory, modernizing acceleration, un-time, net worked society (en).Palabras clave:
Flujos tecnodigitales, globalización, memoria, aceleración modernizadora, des-tiempos, sociedad-red (es).Descargas
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Martin-Barbero, j. (2015) Estéticas de comunicación y políticas de la memoria, Calle14, 11 (17)
Estéticas de comunicación y políticas de la memoria
RESUMEN
La crisis en las categorías de interpretación de la realidad implica hoy un desplazamiento de aquellos determinantes del cambio social basados en las tecnologías, para situarlos con mayor capacidad de comprender sus consecuencias en los cuerpos y su dimensión política. La explicación de la densa y paradójica convivencia de innumerables opuestos en los contextos sociales actuales se basa en el complejo y dinámico entrelazamiento de modos de simbolización y ritualización del lazo social con el espesor sociocultural adquirido por las redes y los flujos tecnodigitales que han redefinido las fronteras espaciales y temporales entre razón e imaginación, saber e información, naturaleza y artificio, ciencia y arte, saber experto y experiencia profana. Un nuevo lugar es necesario para las prácticas y experiencias en las que alumbra un saber-sentir que reduce la capacidad del hecho tecnológico como determinante de la restructuración social. Estas prácticas y experiencias se debaten en tres tensiones: la temporalidad: entre la amnesia y la memoria; el territorio: entre el espacio y el lugar; y el arte: entre el museo y las performancias ciudadanas.
Palabras claves
Flujos tecnodigitales, globalización, memoria, aceleración modernizadora, des-tiempos, sociedad-red.
Parlukuna iachaikuna mana wañungapa maillallachiska
Sugllapi
Kunaura kawanakunchi amasan tukuchinaku Ñugpamanda kaugsakuna, Kunaura kawanchi, vianchi subrigchakuna kawaipi, kaugsaipi nukanchipa atun llagtapi. Ministinchimi Chasallata muso luarkuna ikute kallaringapa Ruraikuna. Iachaikuna kawachingapa Iachai- kaugsai Tukuikunata kausachingapa maillapas tukuikunamanda Kai ruraikuna iachaikuna parlanchimi kimsapi achaka llullapi- atun llagtapi- maipi kaskapi Ima ruradirupi, kawaringapa, tukuikunamanda.
Ima suti Rimai Simi:
Achakukuna, lluia- lijirú, allichiska, unaimanda, tukuikuna.
The aesthetics of communication and the politics of memory
Abstract
The crisis in the categories of interpretation of reality implies today a shift of those determinants of social change that are based on technologies, in order to make them more able to understand their impact on the body and its political dimension. The explanation for the dense and paradoxical coexistence of opposites in many current social contexts is founded upon the complex and dynamic interweaving of modes of symbolization and ritualizing of social ties, with the sociocultural thickness acquired by the techno-digital networks and flows that have redefined the spatial and temporal boundaries between reason and imagination, knowledge and information, nature and artifice, art and science, expert knowledge and worldly experience. A new place is necessary for practices and experiences that give birth to a form of knowing-feeling that reduces the ability of the technological fact as a determining factor of societal restructuring. These practices and experiences are discussed within three tensions: Temporality: between amnesia and memory; the territory: between space and place; and art: between the museum and citizen performances.
Keywords
Technodigital flows, globalization, memory, modernizing acceleration, un-time, net worked society.
Esthétiques de la communication et politiques de la mémoire
Résumé
La crise dans les catégories d’interprétation de la réalité implique aujourd’hui un déplacement de ces déterminants du changement social basés sur les technologies, pour les placer en mesure de mieux comprendre leur impact sur le corps et sa dimension politique. L’explication de la coexistence dense et paradoxale d’éléments opposés dans de nombreux contextes sociaux actuels répose dans l’imbrication de modes complexes et dynamiques de symbolisation et de ritualisation de liens sociaux avec l’épaisseur socioculturel acquise par les réseaux et les flux techno-numériques qui ont redéfini les frontières spatiales et temporelles entre la raison et l’imagination, entre la connaissance et l’information, entre la nature et l’artifice, entre l’art et la science, entre la connaissance experte et l’expérience profane. Un nouveau lieu est nécessaire pour les expériences et pratiques d’où surgit un savoir-sentir qui réduit la capacité de l’événement technologique comme seul fait déterminant de la restructuration sociale. Ces pratiques et expériences sont discutées à l’intérieur de trois tensions : la temporalité : entre l’amnésie et la mémoire ; le territoire : entre l’espace et le lieu ; et l’art : entre le musée et les performances citoyennes
Mots-clefs
Flux techno-numériques, mondialisation, mémoire, accélération modernisatrice, contretemps, société-réseau
ESTÉTICAS DE COMUNICAÇÃO E POLÍTICAS DA MEMÓRIA
Resumo
A crise nas categorias de interpretação da realidade implica hoje um deslocamento daqueles determinantes da mudança social baseada nas tecnologias, para situá-los com maior capacidade de compreender suas conseqüências, nos corpos e sua dimensão política. A explicação sobre a densa e paradoxal convivência de inumeráveis opostos nos contextos sociais atuais do laço social com a espessura sócio-cultural adquirido pelas redes e os fluxos tecnos-digitais que hão redefinido as fronteiras espaciais e temporais dos saberes entre razão e imaginação, saber e informação, natureza e artifício, ciência e arte, saber experto e experiência profana. Um novo lugar é necessário para as práticas e experiências nas que iluminam um saber-sentir que reduz a capacidade do fato tecnológico como determinante da reestruturação social. Estas práticas e experiências se debatem em três tensões: a temporalidade: entre a amnésia e a memória; o território: entre o espaço e o lugar; e a arte: entre o museu e as performances cidadãs.
Palavras chaves
Fluxo técno-digitáis, globalização, memoria, aceleração modernizadora, dês-tempos, sociedade-rede
Estéticas de comunicación y políticas de la memoria
Jesús Martin-Barbero
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo “actual”.
Walter Benjamin
Entre la inserción social inevitable y el deseo de autonomía se juega el lugar que van a tener la transgresión creadora del arte y su disenso crítico. Pues mientras las artes han adquirido como nunca antes funciones económicas, sociales y políticas, estimulando la renovación de las ciencias sociales y la filosofía, los artistas no dejan de dudar de su existencia y su lugar en la sociedad. Los artistas salen de los museos para insertarse en las redes sociales (arte sociológico, etnográfico, actuaciones políticas) mientras los actores de otros campos mantienen la respiración del arte. A artistas y científicos sociales nos reúne la incertidumbre, y el derrumbe de la metafísica nos hizo pasar de la pregunta qué es el arte a la pregunta por cuándo hay arte.
Néstor García Canclini
Más que en las técnicas, el cambio de época está ahora en los cuerpos, en los trastornos que alteran los regímenes de lo sensible y lo inteligible. Con el agregado de incertidumbre que implica el que no dispongamos de categorías de interpretación capaces de captar el rumbo de las vertiginosas transformaciones que vivimos. De ahí que las salidas, los escapes, combinen la fascinación tecnológica con un realismo de lo inevitable que “conecta la razón instrumental a la pasión personal” (Hopenhayn, 2004: 98). Y cuyo complemento se halla en una “moral” de la privatización que identifica la autonomía del sujeto con el ámbito de la privacidad desde el cual defenderse de la masificación, y con la operación del consumo, desde la cual construirse un rostro socialmente reconocible. Pero en países de la periferia, como los latinoamericanos, son demasiadas, y demasiado densas, las paradojas que rodean esa salida: la convivencia del derroche estético de los centros comerciales o de ciertos barrios residenciales con la fealdad insalubre e insoportable de los barrios de invasión, la opulencia comunicativa con el debilitamiento de lo público, la creciente disponibilidad de información con el palpable deterioro de la educación, la saturación de imágenes con el empobrecimiento de la experiencia, la proliferación de los signos con el déficit de sentido. Paradojas que vienen a minar los contextos de confianza desde los que nuestras sociedades compusieron lenta y dolorosamente un cierto conjunto de valores, de normas éticas y virtudes cívicas.
El entrelazamiento cada día más denso de los modos de simbolización y ritualización del lazo social con el espesor sociocultural adquirido por las redes y los flujos tecnodigitales conlleva el estallido de las fronteras espaciales y temporales que deslocalizan los saberes, emborronando las fronteras entre razón e imaginación, saber e información, naturaleza y artificio, ciencia y arte, saber experto y experiencia profana. Y de ahí emerge la revalorización de prácticas y experiencias en las que alumbra un saber-sentir cuyos objetos y recursos son móviles, de fronteras difusas, tejedores de intertermedialidades e hibridaciones. Pues si ya no se escribe ni se lee como antes es porque tampoco se puede ver ni representar como antes. Y ello no es reducible al hecho tecnológico, pues “es toda la axiología de los lugares y las funciones de memoria, de saber e imaginario, la que hoy conoce una seria restructuración” (Renaud, 1990: 17).
1. La temporalidad: entre el crecimiento de la amnesia y el boom de la memoria
La atmósfera intelectual parece columpiarse hoy entre la alusión al fin de la historia-secuencia lineal ininterrumpida, hecha por Fukuyama, a la ilusión del fin que, según Baudrillard, nos pone a flotar en la antigravedad. Difícil escapar hoy a la infección de los milenarismos, pero lo peor es que no pocas de las denuncias más apocalípticas los retroalimentan, enturbiando la atmósfera cultural e intelectual, ya de por si confusa e incierta. De ahí la necesidad de pensar las mutaciones que afectan nuestra experiencia del tiempo, los cambios en la percepción de la temporalidad configurados por dos escenarios contrarios y a la vez complementarios: uno, el de la sociedad atrapada en un presente sin pasado ni futuro; otro, el de una sociedad obsesionada por las conmemoraciones, los anticuarios y las modas retro.
Amnesia generalizada y obsolescencia programada
El primer escenario es el de una sociedad cuyos productos u objetos –y también buena parte de sus ideas y valores– duran cada vez menos, pues la aceleración de su obsolescencia se inscribe en la estructura y la planificación de su modo de producción. Frente a la memoria que en otros tiempos acumulaban los objetos y las viviendas, y a través de la cual conversaban diversas generaciones, hoy son cada día más los objetos de uso cotidiano que se han tornado desechables, a la vez que las casas o los apartamentos que habitamos ostentan como parte integrante de su valor la más completa asepsia temporal. Se trata de una amnesia que se ve reforzada por esas “máquinas de producir presente” (Monguin, 1994: 24) en que se han convertido los medios de comunicación, para los que el presente-que-vale es cada vez más delgado, o como dicen los tecnólogos, más comprimido. Y en lo que respecta a los objetos de arte,hace ya tiempo que Rubert de Ventos (1974) nos advirtió que los estilos habían pasado a durar menos que las modas5, pues se había establecido una secreta complicidad entre la compulsión por lo nuevo en el arte con la exaltación de lo efímero que hace una sociedad en la que el régimen general de la aceleración exige la obsolescencia programada de los objetos.
La extraña economía que rige a la información aplasta el presente bajo una actualidad que dura cada vez menos. Si hasta hace no muchos años “lo actual” se medía en tiempos largos, pues nombraba lo que permanecía vigente durante años, la duración en el cambio de siglo parece haberse ido acortando, estrechando, hasta darse como parámetro la semana, después el día, y ahora el instante, ese en que co-inciden el suceso y la cámara o al menos el micrófono.
El artista presente que los medios fabrican se alimenta especialmente del debilitamiento del pasado, de la conciencia histórica. Pues el pasado en los medios tiene cada vez más una función de cita, esto es, de una cita que en la mayoría de los casos no es más que un adorno con el que “colorear el presente siguiendo las modas de la nostalgia’ (Jameson, 1992: 45). El pasado deja de ser entonces parte de la memoria y se convierte en ingrediente puramente estilístico: el del pastiche, que es la operación estética mediante la cual se pueden mezclar los hechos, las sensibilidades y estilos de cualquier época, sin la menor articulación con los contextos y movimientos de fondo de cada época. Y un pasado así no puede iluminar el presente, ni relativizarlo, ya que no nos permite tomar distancia de la inmediatez que estamos viviendo, y lo único a que puede contribuir es a hundirnos en un presente sin fondo, sin piso y sin horizonte.
La acelerada fabricación de presente implica también una flagrante ausencia de futuro. Catalizando la sensación de “estar de vuelta” de las grandes utopías, los medios de comunicación y las tecnologías de información se han ido constituyendo en un dispositivo fundamental de instalación en un presente continuo que, como afirma Norbert Lechner (1994: 124), está hecho de “una secuencia de acontecimientos que no alcanza a cristalizar en duración, sin la cual ninguna experiencia logra crearse, más allá de la retórica del momento, un horizonte de futuro”. La trabazón de los acontecimientos es sustituida por una sucesión de sucesos en la que cada hecho borra el anterior. Y sin un mínimo horizonte de futuro no hay posibilidad de pensar cambios, con lo que la sociedad entera patina sobre una sensación de sin-salida. Asistimos a una forma de regresión que nos saca de la historia y nos devuelve al tiempo de los constantes retornos, ese en el que el único futuro posible es el que viene del más allá. Un sigloque parecía hecho de revoluciones –sociales, culturales– termina dominado por las religiones y los salvadores: “el mesianismo es la otra cara del ensimismamiento de esta época”, concluye Lechner.
Este brutal trastorno de nuestra experiencia del tiempo desestabiliza nuestras identidades de sujetos modernos. Se trata de una desestabilización ya oteada por W. Benjamin (1982: 187) al señalar antes que nadie el agujero negro que succionaba a la moderna temporalidad centrada sobre la novedad y el progreso, pues “La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de ésta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío". La experiencia de ese “tiempo homogéneo y vacío” se acentúa en una sociedad contemporánea en la que la novedad se hace rutina al tornarse permanente e incesante, pues se halla "fisiológicamente exigida para asegurar la pura y simple supervivencia del sistema. La novedad nada tiene ahora de revolucionario ni turbador" (Vattimo, 1986: 14). Y en un mundo en el que no parece haber otro futuro que el garantizado por los automatismos del sistema, lo que corre el riesgo de desaparecer es el pasado mismo como continuidad de la experiencia y del horizonte histórico sin la que se hace imposible el diálogo entre generaciones y la traducción entre tradiciones.
Desazón identitaria y boom de la memoria
Absorbido por la entropía informacional y desestabilizado por la velocidad creciente de las innovaciones tecnológicas, nuestro tiempo, o mejor, nuestra experiencia del tiempo,desemboca contradictoriamente en el actual boom de la memoria. A. Huyssen (1996) ha rastreado los ámbitos de ese boom a lo largo y lo ancho de la sociedad actual: crecimiento y expansión de los museos en las dos últimas décadas, restauración de los viejos centros urbanos, auge de la novela histórica y los relatos biográficos, moda retro en arquitectura y vestidos, entusiasmo por las conmemoraciones, auge de los anticuarios, el video como dispositivo de memorialización, e incluso la conversión del pasado del mundo –y no solo del que recogen los museos– en banco de datos. Hay que incluir también en ese catálogo de referencias del memorialismo actual dos de los grandes debates políticos inaugurados en la segunda mitad del siglo pasado: el de los derechos de las minorías étnicas, raciales, de género, etc., y el de la crisis de la “identidad nacional”, ligada tanto o más que al proceso de globalización al estallido de las memorias locales y grupales. La mera enumeración de los referentes nos da pistas sobre la ubicuidad que presenta, y la complejidad de la urdimbre que alimenta, la “fiebre de memoria” que padece nuestra sociedad.
Pues a mayor expansión del presente más débil es nuestro dominio sobre él, y mayores las tensiones que desgarran la estabilidad e identidad de los sujetos contemporáneos. ¡Pero atención!, nos advierte A. Huyssen (2000): develando la acción del mercado y los medios, no hemos tocado fondo, hay algo aún detrás: la obsolescencia acelerada y el debilitamiento de nuestros asideros identitarios nos están generando un incontenible deseo de pasado que no se agota en la evasión. Aunque moldeado por el mercado ese deseo existe y debe ser tomado en serio como síntoma de una profunda desazón cultural, en la que se expresa la ansiosa indigencia que padecemos de tiempos más largos y la materialidad de nuestros cuerpos reclamando menos espacio y más territorio. Todo lo cual nos plantea un desafío radical: no oponer maniqueamente la memoria y la amnesia,sino pensarlas juntas. Si la “fiebre de historia” que denunciara Nietzsche en el siglo XIX funcionaba inventando tradiciones nacionales e imperiales, esto es, dando cohesión cultural a sociedades desgarradas por las convulsiones de la revolución industrial, nuestra contemporánea “fiebre de memoria” es expresión de la necesidad de anclaje temporal que sufren unas sociedades cuya temporalidad es sacudida brutalmente por la revolución informacional de los flujos, que disuelve las coordenadas espacio-territoriales de nuestras vidas. Y en la que se hace manifiesta la transformación profunda de la “estructura de temporalidad” que nos legó la modernidad.
Ha sido la temporalidad moderna la que volcó la dinámica y el peso de la historia enteramente hacia el futuro en detrimento del pasado. Frente a la mirada romántica que, ya desde el siglo XVIII, buscaba recuperar y preservar lo que la modernidad tornaba irremediablemente obsoleto –en dialectos y músicas, en relatos y objetos–, la mirada ilustrada legitimó la destrucción del pasado como lastre, haciendo de la novedad la fuente única de legitimidad cultural. Prometeica, la razón moderna se supo y se quiso ante todo invención, de ahí que su proclama de fe sea el progreso. Algún tiempo después, las vanguardias proclamarían la muerte del museo como acto de coherencia ideológica y política con la experiencia modernista del tiempo.
Y ¿qué tipo de incidencia están teniendo los cambios en la experiencia del tiempo sobre el campo de la política? En el ámbito latinoamericano debemos a Norbert Lechner (2002) la observación y el análisis de más calado, tanto en lo que concierne al aumento de la incertidumbre sobre para dónde vamos en términos de sociedad, como al acoso del inmediatismo y el cortoplacismo, que permean tanto la política gubernamental como los reclamos de las maltratadas clases medias. Lechner otea las implicaciones convergentes de la globalización sobre el espacio y el tiempo. En lo que atañe al espacio estamos ante la dislocación del territorio nacional en cuanto articulador de economía, política y cultura, y su sustitución por un flujo incesante y opaco en el que es muy difícil –si no imposible– hallar un punto de sutura que delimite y cohesione lo que teníamos por sociedad nacional. Y en lo que atañe al tiempo estamos ante su jibarización, por la velocidad vertiginosa del ritmo-marco y la aceleración de los cambios sin rumbo y sin perspectiva. Mientras toda convivencia o transformación social necesitan un mínimo de duración que “dote de orden al porvenir”, la aceleración del tiempo que vivimos las “sustraen al discernimiento y a la voluntad humana, acrecentando la impresión de automatismo” (Lechner, 2000: 77). Impresión que diluye a la vez el poder delimitador y normativo de la tradición –sus “reservas de sentido” sedimentadas en la familia, la escuela, la nación– y la capacidad societal de diseñar futuros, de trazar horizontes de sentido al futuro. En esa situación no es fácil para los individuos orientarse en la vida ni para las colectividades ubicarse en el mundo.
La sociedad no soporta ni un presente sin un mínimo horizonte de futuro, ni un futuro completamente abierto, esto es, sin hitos que lo demarquen, lo delimiten y jalonen, pues no es posible que todo sea posible. Y es entonces que la dolorosa experiencia compartida en la oclusión político-cultural producida por la hiperinflación en la Argentina de Menen o el Perú de Fujimori, necesitan ser leídas más allá de su significación inmediata, es decir, en sus efectos de sentido a largo plazo, esos que acotan el devenir social exigiéndonos una lectura no lineal ni progresiva sino un desciframiento de sus modos de durar, esto es, de sus tenaces lentitudes y de sus subterráneas permanencias, de sus súbitos estallidos y sus inesperadas reapariciones, de “la persistencia de estratos profundos de la memoria colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido social que la propia aceleración modernizadora comporta” (Marramao, 1983: 65).
Mirada desde el lugar donde pienso y escribo, América Latina, la crisis que experimenta la temporalidad devela en estos países unas muy peculiares contradicciones: las movilizadas por los des-tiempos que han desgarrado nuestra modernidad a la hora de relacionarnos con nuestros diferentes pasados. Releyendo esa otra historia, Nelly Richard saca a flote el montaje de fragmentos y residuos, de arcaísmos y vanguardias que han entrelazado una modernidad que no puede ser entendida como mera sucesión, sino como “combinatoria de tiempos y secuencias, alternación de pausas y vueltas atrás, anticipación de finales y salto de comienzos” (Richard, 1994: 31), esto es, como desorganización/ reorganización del tiempo que libera las narraciones de su sumisión al progreso y posibilita inéditas formas de relación con el pasado, o mejor, con los diversos pasados de que estamos hechos. Se me ocurre que ahí halla su anclaje la borgiana “enciclopedia china”, al iluminar la envergadura cultural y política de las latinoamericanas formas de resistencia a, y reapropiación de, "la modernidad": burlas e ironías, disimulos y parodias que des-ordenan las secuencias de la historia oficial de los dominadores y desencajan los mecanismos de continuidad que hacen funcionar el centramiento estructural de una historicidad autoritaria. Y en segundo lugar, la mirada desde aquí enfoca el ahora: la tensión irresuelta entre memoria y olvido, que remite al escenario de los miles de rostros reclamados desde las fotos que invocan a los desaparecidos –ya sean los argentinos, uruguayos y chilenos de los años 70 o los colombianos de los 90 y la primera década de este siglo. Incluyendo a esa “otra escena” de los insepultos, que aún pueblan no solo Latinoamérica sino también España, de los que no han acabado de morir porque a sus familiares y amigos se les ha negado el derecho al duelo, a poder desenterrarlos para terminar de enterrarlos. Las contradicciones movilizadas en las "posdictaduras" trastornan los sentidos del olvidar y el recordar, pues el olvido es necesidad de sepultura, y el recuerdo exhumación de los cadáveres. Todo lo cual está exigiéndonos una nueva noción de tiempo, correlato de una memoria activa (Richard, 1998: 25-76), vivificadora de un pasado que nos permita desplegar los tiempos amarrados, obturados por la memoria oficial, y nos posibilite hacer estallar el historicismo que sutura al pasado como único depositario de los valores y esencias de la identidad nacional. De ahí la imperiosa necesidad de denunciar la desmemoria de unos gobiernos que confunden amnistía con amnesia al convertir la búsqueda del consenso en la etapa superior del olvido.
2. El territorio: entre la levedad del espacio y el espesor del lugar
Una de las cuestiones más radicales que hace emerger la sociedad-red es la del desgarramiento profundo entre el mundo de la razón económica, basada en los etéreos flujos de las finanzas, la tecnología y la información, frente el espeso y opaco mundo de las identidades enraizadas en los territorios y las tradiciones. Consciente de ese desgarra- miento, Manuel Castells dedicó el segundo volumen de su Era de la información al poder de la identidad, donde puede leerse: “Lo compartido por hombres, mujeres y niños es un miedo, profundamente asentado, a lo desconocido, que se vuelve más amedrentador cuando tiene que ver con la base cotidiana de la vida personal: están aterrorizados por la soledad y la incertidumbre en una sociedad individualista y ferozmente competitiva” (Castells, 1998: 49). Ahí se hallan las coordenadas de un fundamentalismo que está hecho a la vez de enfurecidas resistencias y de afiebradas búsquedas de sentido. Resistencias al proceso de atomización social, a la intangibilidad de unos flujos que en su interconexión difuminan los límites de pertenencia y tornan inestables las contexturas espaciales y temporales del trabajo y la vida. La sociedad-red no es entonces un puro fenómeno de conexiones tecnológicas sino la disyunción sistémica de lo global y lo local mediante la fractura de sus marcos temporales de experiencia y de poder: frente a la elite que habita el espacio atemporal de las redes y los flujos globales, las mayorías en nuestros países habitan aún el espacio/tiempo local de sus culturas, y frente a lógica del poder global se refugian en la lógica del poder comunal. Es por eso que la política se ha quedado sin lenguaje, porque de lo que tenía que hablar ni sabe ni puede, de ahí que no le quede otra salida que vestirse del lenguaje de las encuestas y la publicidad.
“Caminamos, a lo largo de siglos, de la antigua comunión de los lugares con el Universo a la interdependencia global de los lugares en el Mundo. En ese largo camino el Estado-Nación fue un divisor de aguas al entronizar la noción jurídico-política de territorio” (Santos, 1994: 15). Esa que, según B. Anderson (1993: 47), configuró la nación construida por los relatos de la novela y el periódico, ya que fueron ellos los que “proveyeron los medios técnicos necesarios para la ‘representación’ de la clase de comunidad imaginada que es la nación”. Pero esa representación, y sus medios, son hoy completamente incapaces de dar cuenta del doble des-anclaje que la nación experimenta tanto en su espacio como en su tiempo. P. Nora ha desentrañado el sentido de la contradicción crucial que entraña el desvanecimiento de la historia que tuvo como eje lo nacional y el crecimiento de la memoria que reclama hoy lo local y la diversidad ocluida, tapada por lo nacional (1992: 109): “La nación de Renan ha muerto y no volverá. No volverá porque el relevo del mito nacional por la memoria supone una mutación profunda: un pasado que ha perdido la coherencia organizativa de una historia, se convierte por completo en un espacio patrimonial”. Es decir, un espacio más museográfico que histórico. Y una memoria nacional edificada sobre la reivindicación patrimonial estalla, se divide, se multiplica. Ahora cada región, cada localidad, cada grupo étnico o racial reclama el derecho a su memoria.
Pero mientras la novela nacional padece el emborronamiento de los tiempos y la fragmentación de las memorias, hay algo a lo que el proceso de globalización le ha devuelto, paradójicamente, su valor: el territorio del lugar. Según M. Santos (1996: 255), se trata de la imposibilidad de habitar el mundo, o sea de insertarnos en lo global, sin algún tipo de anclaje en el espacio y en el tiempo. Pues el lugar significa nuestro anclaje primordial: la corporeidad de lo cotidiano y la materialidad de la acción, que son la base de la heterogeneidad humana y de la reciprocidad, forma primordial de comunicación. Ya que aún atravesado por las redes de lo global, el lugar/territorio sigue hecho del tejido y la proxemia de los parentescos y las vecindades. Lo cual exige poner en claro que el sentido de lo local no es unívoco: pues uno es el que resulta de la fragmentación, producida por la des-localización que impone lo global, y otro bien distinto el que asume el lugar en los términos de "espacio practicado" según Michel de Certeau (1980: 208), inspirado en la distinción lingüística entre lengua/habla: mientras el espacio se define por el entrecruzamiento de vectores de dirección y de velocidad, y por tanto como algo operacional, el lugar, en cambio, es el equivalente de la palabra, ámbito de apropiación y de prácticas ya sean del habitar o el transitar. Se trata entonces del espacio que resulta del uso que le dan los ciudadanos, en su sentido más físico, pues los que lo caminan y marcan con sus andares y travesías construyen una ciudad distinta a la de las arquitecturas y las ingenierías, un espacio que deja de ser exterior al sujeto en la medida en que es el resultado de sus propias prácticas.
Territorio es el lugar que introduce ruido en las redes, distorsiones en el discurso de lo global, a través de las cuales emerge la palabra de otros, de muchos otros. Ahí está hoy la palabra de las comunidades indígenas de América Latina, desde los chiapanecos mexicanos a los mapuches del sur chileno, introduciendo el espesor de las luchas territoriales en la levedad de internet sin que ello les impida tejer alianzas estratégicas en el plano regional o mundial a través de internet. Estamos ante una vuelta de tuerca: el uso de las redes digitales para construir grupos que, virtuales en su nacimiento, acaban territorializándose, pasando de la conexión al encuentro, y del encuentro a la acción. Ahí está, por estos mismo días, la rebelión de los pueblos árabes sorprendiéndonos tanto por la fuerza de sus demandas de libertad y justicia como por el decisivo papel que en sus luchas han jugado las redes digitales.
Desde el otro lado, David Harvey (1989) ubica a comienzos de los años 70 los cambios de fondo en el sentido de la espacialidad, ligados a las nuevas condiciones del capitalismo: las de una acumulación flexible hecha posible por las nuevas tecnologías productivas y organizacionales conducentes a una desintegración vertical de la organización del trabajo y a una creciente centralización financiera. De ese lado aparecen por los mismos años los “nuevos mercados de masa”, introduciendo estilos democratizantes pero cuyos productos son la más clara expresión del proceso de racionalización del consumo. Y algo crucial para el campo de la comunicación: según Harvey (1989: 226), “lo que preocupa ahora al capitalismo en forma predominante es la producción de signos y de imágenes (...) La competencia en el mercado se centra en la construcción de imágenes, aspecto que se vuelve tan crucial o más que el de la inversión en nueva maquinaria”. A donde conducen las reestructuraciones del espacio es a un cambio profundo en su significado social: “la paradoja de que cuanto menos decisivas se tornan las barreras espaciales tanto mayor es la sensibilidad del capital hacia las diferencias del lugar y tanto mayor el incentivo para que los lugares se esfuercen por diferenciarse como forma de atraer el capital” (Harvey, 1989: 327). La identidad local es así conducida a convertirse en una representación de la diferencia que la haga comercializable, y para ello será sometida al torbellino de los collages e hibridaciones que impone el mercado, reforzando su exoticidad y las hibridaciones que neutralicen sus rasgos más conflictivos. Pues de lo que se trata es nada menos que de inscribir las identidades en las lógicas de los flujos: dispositivo de traducción de las diferencias culturales a la lengua franca del mundo tecnofinanciero y volatilización de las identidades para que floten libremente en la indiferencia cultural. Buena parte de la celebración de la diversidad –clave secreta de no poco del discurso sobre lo local– le hace el juego a su versión más globalizante, la que convierte a la diferencia en mera fragmentación recuperable por, y legitimadora de, la des-regulación del mercado.
No se puede hablar hoy de lo local sin comprender la densidad de sus contradicciones. Y a eso nos ayuda la reflexión estratégica de Arjun Appadurai (2001) sobre las relaciones entre globalización y localización. Su punto de partida es que los dos movimientos que articulan la multiplicidad de procesos que conforman la globalización son el flujo de imágenes e informaciones por medios electrónicos y el desplazamiento poblacional de migrantes. Es obvio que cada uno de esos dos movimientos tiene su propia lógica y sus dinámicas, pero lo que los vuelve decisivos es precisamente su interpenetración, y el efecto corrosivo y de desborde que esa imbricación ejerce sobre el hasta ahora eje de convergencia de la economía, la política y la cultura: el Estado-nación. Globalización significa entonces que la convergencia hecha posible por la juntura entre un territorio-nación y un Estado ya no va más y que, aunque con fuertes articulaciones desde lo económico, la política y la cultura ya no marchan al mismo ritmo de la economía ni en la misma dirección. La divergencia en ese plano implica un crecimiento cualitativo de la inestabilidad social, política y cultural pero también una multiplicación de interrelaciones, asimétricas ciertamente, entre el flujo de las imágenes –cuya dirección es Norte-Sur y cuyo nuevo valor inscribe la comunicación en las lógicas de la producción– y la diáspora masiva de poblaciones cuya dirección es Sur-Norte: ya sea de turcos en Alemania, mexicanos y coreanos en USA, ecuatorianos en España o subsaharianos en Italia. Diásporas de la esperanza, de la desesperanza o del terror, cuyas imágenes y relatos, tanto los que impulsan a emigrar como los que posibilitan sobrevivir en otras tierras, se forjan en la imaginación social de esas poblaciones que mestizan sus miedos y sus sueños con los escenarios y los modelos que circulan por los medios electrónicos. Un "trabajo de imaginación" que desborda la función evasiva y cuartea la tentación implosiva de los grupos, para inscribirse en una voluntad colectiva de supervivencia tanto social como cultural. Una imaginación que trabaja tanto con la resistencia y la cólera como con la iniciativa y la ironía, bases de la movilización de las identidades colectivas. Appadurai habla entonces de una globalización desde abajo, pues “si es a través de la imaginación que hoy el capitalismo disciplina y controla a los ciudadanos contemporáneos, sobre todo a través de los medios de comunicación, es también la imaginación la facultad a través de la cual emergen nuevos patrones colectivos de disenso, de desafección y cuestionamiento de los patrones impuestos a la vida cotidiana. A través de la cual vemos emerger formas sociales nuevas, no predatorias como las del capital sino formas constructoras de nuevas convivencias humanas" (Appadurai, 2001: 46).
Lo local, en esta perspectiva, deja entonces de ser algo ya dado por el territorio, la identidad, sus vecindarios y parentescos, y se convierte en algo a construir entre poblaciones e imágenes. Pues frente al viejo y denso sentido implosivo de lo local, un nosotros que delimita el adentro y se define por oposición al afuera que conforman todos los otros –ya sean enemigos, extranjeros o ambos juntos– lo local en una sociedad global significa un proyecto de reconocimiento y creatividad sociocultural basado en una apuesta cotidiana de ejercicio ciudadano. Y ello porque lo local ha hecho hasta ahora parte indisoluble del proyecto "nacional-estatal" que lo impregnaba de sus uniformidades y sus entropías, de sus obsesiones de permanencia y alzamiento de fronteras en todos los sentidos, es decir de exclusiones. A semejanza de la nación-Estado, la región y el municipio resultaban planos y homogéneos, fruto de una ciudadanía pasiva y obediente. Por supuesto que esto contiene diferencias entre un mundo anglosajón más descentralizado, uno latino mucho más uniformante y uno escandinavo mucho más incluyente. Pero aun así es del modelo nacional/estatal que lo local necesita emanciparse para poder asumir las hondas transformaciones que rehacen hoy su sentido –su memoria y su futuro– y por lo tanto la fragilidad de los nuevos actores y figuras que van dando forma y fuerza a las comunidades territoriales, ya sean regionales, municipales o barriales.
3. El arte entre el museo y los performances ciudadanos
En su sentido tradicional/patrimonial el museo entraña la inmovilización del tiempo al confundir patrimonio con recuperación de un pasado concluido, sellado, puesto como depositario de los valores de la identidad nacional, regional o municipal. Desde otra experiencia de la temporalidad, el pasado aparece inconcluso, no hecho ni acabado sino vivo aún, y cuyo correlato es una memoria que lo activa. Ciudadanía actuante es hoy la que se hace visible –se materializa y encarna– en performances: esas “artes en acción” que, saliéndose de los espacios y tiempos del Arte con mayúscula, ponen al revés las memorias y expresiones culturales, al evidenciar que más que productos son experiencias que rejuntan memoria e invención: pues más obras remiten a los sentidos performantes que adquieren hoy los ritos y las fiestas, la teatralidad de las marchas, la paródica espectacularidad de las protestas o la agresividad de los tatuajes corporales, en su hacer parte constitutiva de las revanchas sociales, las resistencias culturales, los sabotajes políticos, las transfusiones identitarias o las subversiones estéticas.
Museos: ¿qué futuro le espera al pasado?
Uno de los pocos antropólogos latinoamericanos que ha enfrentado explícita y propositivamente la engañosa continuidad cultural en la que busca legitimarse el nacionalismo estatal, y al que no poca etnografía ha sido funcional al consagrar esa continuidad como trama y propuesta del museo nacional, es el mexicano Roger Bartra. Desde La jaula de la melancolía –que junto con El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, son reconocidos como los dos textos mayores sobre “la tragedia del mestizaje” en América Latina– Bartra viene luchando tanto contra el dualismo de los que piensan lo indígena como intromisión de lo arcaico en lo moderno, como contra el monismo de los que ven en Emiliano Zapata o Pancho Villa (algunos incluso en algún mandatario del PRI) la reencarnación de Quetzalcóatl. Para marcar el lugar desde el que habla, Bartra (1993: 123) gusta de repetir que “una cosa es ser nacionalista y otra mexicano: lo primero es la manifestación ideológica de una orientación política, lo segundo, un hecho de ciudadanía”. El verdadero referente del nacionalismo resulta siendo entonces una “razón de Estado” que hace de la cultura una “razón telúrica” y de la geografía el marco de su historia. La transformación del pasado indígena en mito fundador de la nación sustrae la legitimidad de lo nacional de los avatares de la historia, ubicando sus raíces en la solitaria otredad primigenia.
Aunque el nacionalismo mexicano constituya una narrativa y un sentimiento colectivo no generalizable al resto de nuestros países, la reflexión de Bartra nos es indispensable a la hora de pensar el futuro cultural de ellos y en especial el del sentido de los museos nacionales. Pues para Bartra el museo es el estratégico lugar donde se fabrica y exhibe la continuidad cultural. Carente de toda realidad histórica –que es a la que nos enfrentan los millones de indígenas, aceptados como referente simbólico del pasado pero excluidos en cuanto actores del presente y del futuro–, la pretendida continuidad cultural que trazan los museos no es más que “voluntad de forma” convirtiendo el opaco y conflictivo pasado histórico en un presente artístico. Esa voluntad de forma opera en dos planos y a través de dos dispositivos simultáneos: la mímesis y la catarsis. La mímesis es el dispositivo mediante el cual se establece la similitud entre rasgos y temas de las culturas mexicas o mayas con la cultura colonial y moderna, como el sacrificio, la culpa, el tiempo cíclico, la exuberancia barroca, el dualismo, el culto a la Virgen, etc., etc. ”Nos hemos ido acostumbrando a que nos paseen por una galería de curiosidades, y cada vez nos divertimos más observando, desde nuestra oscura cámara platónica, las sombras que proyecta el pensamiento occidental en las paredes de nuestros museos” (Bartra 1999: 108). La operación mediante la que se construye el vínculo entre pasado indígena y presente moderno adquiere su verdadera figura en la inversión a través de la cual vemos como ruinas de lo antiguo la pérdida de identidad, la miseria, las migraciones masivas, la desolación, cuando en verdad esas son ruinas de la modernidad!. La catarsis constituye el dispositivo de conversión de la cultura nacional en escenario del desahogo colectivo, un simulacro mediante el cual se vincula la dimensión de lo real a la dimensión imaginaria para que el mexicano se encuentre a sí mismo en la articulación de la cadena melancolía-fatalidad-inferioridad con la cadena violencia-sentimentalismo-resentimiento-evasión. Esas cadenas ponen en comunicación lo que somos culturalmente con lo que sentimos ahora al asistir a un partido de futbol del equipo nacional o al ver una telenovela. También este segundo dispositivo adquiere su más clara figura en otra inversión, aquella que nos permite “transmutar la miseria del indio en belleza muda”, esto es, la “estética de la melancolía” (1993: 104). En el prólogo al libro Ojo de vidrio: Cien años de fotografía del México indio, Bartra haceun cuestionamiento radical del uso etnográfico de la fotografía al develar en el estereotipo de la tristeza del indio el aura de melancólico silencio,que es uno de los grandes atractivos de la fotografía etnográfica, y contraponerla al fotoperiodismo que se ha atrevido a romper ese estereotipo, posibilitando imágenes en que los indios ríen, corren, gritan, juegan, hacen burlas. ”Estas fotos nos hacen conscientes de que los indios están mudos porque nosotros estamos sordos (...) Exaltamos una civilización muda que es capaz de conmovernos sin pasar por nuestra inteligencia. El sentimiento melancólico nos ahorra el esfuerzo de aprender una lengua diferente y nos pone en comunicación directa –por vía del dolor– con el mundo de los indios” (Bartra, 1993a: 16).
Un segundo escenario de replanteamiento sobre el sentido futuro del museo es la concepción tradicional del patrimonio, a cuya gestión han estado dedicados los museos nacionales como tarea central. Pues ninguna otra área del campo cultural vive una tal cantidad y seriedad de desafíos. Empezando por aquella paradoja con la que Nietzsche se burla de los anticuarios, cuyo afán de fabricar antigüedad se convierte en una “incapacidad de olvido”, ¡que les lleva a “hacer de la vida un museo”! De esa concepción anticuaria del patrimonio han vivido nuestras instituciones nacionales y de ella queda aún mucho en las propuestas de renovación. Pues el patrimonio funciona en Occidente, y especialmente en muchos de nuestros países huérfanos de mitos fundadores, como el único aglutinante, cohesionador de la comunidad nacional. ¿A qué costo? Primero, el de un patrimonio asumido esencialistamente, esto es, como ámbito que permite acumular sin el menor conflicto la diversa, heterogénea riqueza cultural del país, y en el que se neutralizan las arbitrariedades históricas y se disuelven las exclusiones sobre las que se ha ido construyendo su pretendida unidad (Martin-Barbero, 2006). Segundo, un patrimonio conservado ritualmente como un don que viene de arriba y por lo tanto algo a reverenciar, no a discutir ni revisar. Y tercero, un patrimonio difundido verticalmente, esto es, no vinculable a la cotidianidad cultural de los ciudadanos y mucho menos usable socialmente.
Esa concepción culturalista, que hace del patrimonio un modo de evasión hacia el pasado glorioso del que imaginariamente venimos, está siendo minada bruscamente por una globalización que des-ubica lo nacional fragmentándolo, al mismo tiempo que desarraiga las culturas y las empuja a hibridarse desde las lógicas del mercado. La decisiva pregunta por cómo articular una historia nacional a partir de la diversidad de memorias que la constituyen y la desgarran pasa hoy por una radical redefinición de lo patrimonial, capaz de des-neutralizar su espacio para que enél emerjan las conflictivas diferencias y derechos de las colectividades a sus territorios sus memorias y sus imágenes. Pues ha sido la neutralización del espacio –lo patrimonialmente nacional por encima de las divisiones y conflictos de todo orden– la que ha estado impidiendo, sofocando, tanto los movimientos de apropiación del patrimonio local como los de construcción de patrimonios transnacionales, como el latinoamericano.
Afortunadamente, el espacio del museo ha estallado y se ha dislocado, desbordando al museo-edificio por mil lados. Comenzando por las largas filas exteriores que, en muchos países, dan cuenta del crecimiento enorme de sus visitantes, de la hasta hace poco impensable reconciliación del museo con las masas –juntando la arrogancia del experto con el placer del paseante–, la cual, si habla de la cooptación del museo por la lógica de las industrias culturales (García Canclini, 1990) habla también de una nueva percepción que, rompiendo el museo como caja fuerte de las tradiciones, lo abre hasta convertirlo en espacio de diálogo con las diversas culturas del presente y del mundo. De otro lado, en ese des-borde se hace visible la nebulosidad que presenta la frontera entre museo y exposición, que acerca el museo al mundo de la feria popular, haciendo que el curador pase de “guardián de colecciones” a alguien capaz de movilizarlas, de juntar la puesta en escena con la puesta en acción.
Pero el mayor desborde del museo tradicional lo produce la nueva relación entre museo y ciudad, la cual, de un lado, se cumple en la restauración de barrios enteros convertidos en espacios culturales que el turista recorre con ayuda de un guía–en algunos casos una comparsa de teatro– que señala itinerarios y permite explorar el interior de ciertas casas. Y de otro, el hecho de que en buena medida el atractivo de muchas ciudades reside hoy en la calidad y cantidad de sus museos, con lo que ello significa de presión para que los museos entren a hacer parte de la industria del turismo y de sus mil formas de recordación: libros, afiches, videos, tarjetas, ropas, artesanías.
Esa des-ubicación del “viejo” museo y su reubicación en el campo de la industria cultural está produciendo tres tipos de actitudes que se traducen en tres modelos de política cultural (Huyssen, 2002). Uno es el modelo de la compensación, según el cual el museo, como toda la cultura, hace hoy el oficio de oasis: frente al desierto cultural en que se han convertido nuestras sociedades, presas de la aceleración histérica del ritmo de vida y de la frivolidad ambiente, el museo está ahí para sacarnos de este loco mundo y permitirnos un remanso de calma y de profundidad. Este modelo conservador devela su visión en la manera como recupera al museo para la “cultura nacional”, convertida en compensación por la pérdida de capacidad de decisión de la “política nacional”, y por el rechazo a asumir la multicultural heterogeneidad de lo nacional. Un segundo modelo es el del simulacro, que ha hallado su expresión más extrema en la teoría según la cual el museo no es hoy más que una máquina de simulación (Baudrillard, 1981 y 1984) que en el mismo acto de “preservar lo real” está encubriendo el desangre de la realidad y prolongando su agonía, pues en últimas museizar no es en verdad preservar sino congelar, esterilizar y exhibir; esto es, espectacularizar el vacío cultural en la seudoprofundidad de unas imágenes en las que no habría nada que ver: estaríamos ante el colapso de la visibilidad. La concepción que guía este modelo se halla atrapada en la “estrategia fatal” que busca denunciar: ante la imposibilidad en que está la sociedad actual de distinguir lo real de su simulación no hay política posible ni cambio pensable, estamos en un mundo fatalmente a la deriva y cualquier cambio acelera el desastre.
Aparte de no proponer alternativa alguna, hay en este modelo varias trampas a develar. Una, que nunca las reliquias han estado libres de un mínimo de puesta en escena, pues el presente siempre ha mediado el acceso al “misterio originario”, y por tanto la puesta en escena que efectúa el museo no acaba con la ambigüedad del pasado, esto es, con la mezcla de muerte y vida, de seducción e irritación que nos produce la reliquia. Otra, que confundir el ver del museo con el de la televisión es desconocer la necesidad individual y colectiva que experimenta mucha gente hoy de algo diferente, esto es, de exponerse a experiencias otras, “fuera de serie”, de adentrarse en otras temporalidades, largas, extrañantes. No puede confundirse todo reencantamiento con el fetichismo de la mercancía.
La posibilidad de que el museo llegue a ser eso va a requerir que el museo se haga cargo de la nueva experiencia de temporalidad que enunciamos en la primera parte, y que se concreta en el “sentimiento de provisionalidad” que experimentamos. Pues en esa sensación de lo provisional hay tanto de valoración de lo instantáneo, corto, superficial, frívolo, como de genuina experiencia de desvanecimiento, de fugacidad, de fragmentación del mundo. A partir de ahí lo que se configura es la propuesta de un museo articulador de pasado con futuro, esto es, de memoria con experimentación, de resistencia contra la pretendida superioridad de unas culturas sobre otras con diálogo y negociación cultural; y de un museo sondeador de lo que en el pasado hay de voces excluidas, de alteridades y “residuos”, en el sentido que R. Williams (1989) da ese concepto, de fragmentos de memorias olvidadas, de restos y des-hechos de la historia cuya potencialidad de des-centrarnos nos vacuna contra la pretensión de hacer del museo una “totalidad expresiva” de la historia o la identidad nacional. Los desafíos que nuestra experiencia tardomoderna y culturalmente periférica le hacen al museo se resumen en la necesidad de que sea transformado en el espacio donde se encuentren y dialoguen las múltiples narrativas de lo nacional, las heterogéneas memorias de lo latinoamericano y las diversas temporalidades del mundo.
Jóvenes y memoria: rituales de duelo
Mi reflexión sobre los jóvenes (1998 y 2008) ha buscado amarrar tres dimensiones: la condición social de los jóvenes, la reconstitución de las subjetividades y la mediación constitutiva de la tecnicidad en las transformaciones del sensorium colectivo, esto es, de las sensibilidades y temporalidades contemporáneas. Es lo que he encontrado plasmado en la investigación más reciente y honda sobre la juventud de Medellín, realizada por la antropóloga bogotana Pilar Riaño, quien vive y trabaja en Vancouver pero ha estado viajando periódicamente a esa ciudad durante cinco años. Alejada radicalmente de la imagen light que la publicidad ofrece de lo joven, pero también de tanta simplificación crítica con que se la victimiza, vaciándola de responsabilidad, Pilar Riaño traza una figura contradictoria, densa y en tensión, de una juventud localizada en la que hay olvido y también memoria, en la que un fuerte sentido de lo efímero se entrelaza a un enorme sufrimiento, en la que el ansia de vivir choca íntimamente con un permanente sentimiento de muerte. Uno de los mayores aportes de este estudio reside precisamente en mirar la vida cotidiana de los jóvenes desde el choque y el entrelazamiento de temporalidades muy diversas que, si de un lado desgarran, de otro dinamizan poderosamente la búsqueda de supervivencia, potenciando la creatividad. Porque hablar de memoria implica hablar de memorias muy distintas, de corto y largo alcance, ligadas a un sórdido resentimiento o a una perseverancia vital, capaces de alentar esperanza o de matar toda iniciativa. Del mismo modo que en sus bandas y parches se entrelazan milicias guerrilleras con paramilitares, organizaciones comunitarias de servicio al barrio y movimientos culturales, o contraculturales, de rock y de teatro. Es a la luz de esa compleja trama como resulta comprensible, e indispensable, plantear la relación entre jóvenes y memoria, justamente porque ahí emergen, sin el menor reato de culturalismo, las dimensiones culturales de la violencia en Colombia.
La paradoja no puede ser mayor: en un país donde son tantos los muertos sin duelo, sin la más mínima ceremonia humana de velación, es en la juventud de los barrios pobres, populares, con todas las contradicciones que ello conlleve, donde encontramos –por más heterodoxas y excéntricas que ellas sean– verdaderas ceremonias colectivas de duelo, de velación y recordación. P. Riaño constata que entre los jóvenes de barrio en Medellín “lo que más se recuerda son los muertos”, y ello mediante un habla visual que no se limita a evocar sino que busca convocar, retener a los muertos entre los vivos, poner rostro a los desaparecidos, contar con ellos para urdir proyectos y emprender aventuras. Y lo más sorprendente: las prácticas de memoria con las que los jóvenes “significan a los muertos en el mundo de los vivos son las que otorgan a la vida diaria un sentido de continuidad y coherencia” (Riaño, 2007: 100). Los jóvenes de Medellín hacen de la muerte una de las claves más expresivas de su vida. Primero, visibilizándola con barrocos rituales funerarios y formas múltiples de recordación que van de las marchas y procesiones, de los grafitis y monumentos callejeros, a las lápidas y collages de los altares domésticos; y segundo, transformándola en hito y eje organizador de las interacciones cotidianas y en hilo conductor del relato en que tejen sus memorias. Todo el esfuerzo de búsqueda desplegado en este libro valió la pena aunque solo fuera por habernos descubierto ese rostro oculto de una juventud machaconamente acusada de frívola y vacía.
Las pistas de investigación convergen entonces en esta otra pregunta: ¿desde dónde, y con qué materiales simbólicos, construye esa juventud el sentido de su vida? Y la respuesta no es ni entera ni clara pero sí certera: en lugar de vaciar de sentido a la vida, justificando cualquier conducta, la muerte anuda un tejido de memorias y fidelidades colectivas con las que se construye futuro y se dotan de un sentido de dignidad humana las vidas de los individuos. Lo que hay de certero en ese modo de comprensión es que torna legibles e inteligibles algunas de las narrativas más aparentemente opacas. Se trata de la recuperación, por parte de los jóvenes urbanos, de los más viejos y tradicionales relatos rurales de miedo y de misterio, de fantasmas, ánimas y resucitados, de figuras satánicas y cuerpos poseídos, en “tenaz amalgama” con los relatos que vienen de la cultura afrocubana y la de los medios, del rock y del merengue, del cine y del video.
Evocadores de “mapas del miedo”, esos relatos y leyendas, amalgamados eclécticamente, pasan a convertirse en generadores de “un terreno sensorial común” para expresar emociones, en figuras reivindicadoras de las hazañas non-sanctas de sus héroes, otorgando una cierta coherencia moral y alguna estabilidad a unas vidas situadas en los más turbios remolinos de inseguridades y miedos, y sirviendo de dispositivo de desplazamiento (Freud) de los terrores vividos en la cruel realidad cotidiana a otras esferas y planos de mediación simbólica –memoria, magia, sobrenaturalidad, teatralidad emocional– desde los que se hace posible exorcizar y controlar en algún modo la delirante violencia en que se desarrollan esas vidas. Y la autora va más lejos al encontrar en esa amalgama de relatos rurales y urbanos un ámbito estratégico de moldeamiento activo de sus culturas para dotarlas de supervivencia, tanto en sus dimensiones más largas y raizales como en sus valores más utilitarios: los ligados al éxito en los noviazgos o en las operaciones del contrabando.
Un tercer ingrediente clave de esa trama cultural, desde la que los jóvenes negocian cotidianamente con la violencia, es la fuerte articulación entre memoria y territorio, ya sea que los lugares –el barrio, la calle, el parque, la tienda de la esquina– operen como desatadores de recuerdos,o que sean las prácticas de memoria las que creen conexión entre diversos y hasta apartados lugares. El mero circular por una ciudad como Medellín –y desgraciadamente también por Bogotá o Cali– que ha minado físicamente buena parte de su memoria, y en la que muchas de sus calles se hallan minadas por muy diferentes modalidades de “explosivos”, exige de sus jóvenes el ejercicio de un especial saber proveniente de una experiencia sensorial –los modos como el joven habita el territorio– y de una competencia colectiva que es capaz de ponerles nombre y apellido a los lugares. Porque nombrar es situar el lugar en el mapa de la memoria colectiva, y adjetivarlo es señalar su temperatura en el termómetro de las violencias y de los sentidos, especialmente los del oído, el olfato y el gusto.
Memoria y violencia: artimañas estéticas
En una plaza de Medellín apareció un día del año 2006 el más extraño desfile: 50 mujeres de distintas edades, estratos sociales, razas y oficios, con los rostros golpeados y amoratados… por efectos del maquillaje. Se trataba de un performance diseñado por la médica Libia Posada que, cansada de ver llegar a su consultorio montones de mujeres golpeadas y violadas brutalmente en sus casas, decidió intervenir el espacio público con su Evidencia clínica I. El performance se repitió en un centro cultural y en varias calles con reacciones tan diversas como la desconcertada indiferencia de la mayoría, cierta resonancia en las universidades y no pocas expresiones del machismo más puro: "¡Por puta sería que le dieron tan duro!".
Al año siguiente, y coincidiendo con el Encuentro Internacional de Arte Contemporáneo Medellín de 2007, fui testigo de una segunda intervención que transformó la primera en una experiencia estética y política radical, titulada Evidencia clínica II. En complicidad con el curador del Museo de Antioquia, Libia posada realizó, mediante expertos en maquillaje y su propia experiencia fotográfica, una serie de once retratos de rostros de mujeres aporreadas para ser expuestas, entremezcladamente, con los retratos pintados en los siglos XVIII y XIX de los hombres más importantes de la ciudad y la región antioqueña y sus esposas.
Se trató de una experiencia estética radical: la colección de fotografías realizada por Libia Posada, expuesta en la sala donde se exhiben pinturas de personajes de la alta burguesía antioqueña, y no solo expuesta sino confundida con esas pinturas, puesto que las fotografías se hallaban enmarcadas en el mismo tipo de marcos que los verdaderos “cuadros”. Y ¿por qué hablo de experiencia radical? Porque en lo que esa confusión entre pintura y fotografía culminaba era la metáfora del trabajo médico/artístico de su creadora: la Evidencia clínica I, que había puesto a desfilar por algunas plazas y calles de Medellín a 50 mujeres de distintas edades, estratos sociales, razas y oficios, con los rostros golpeados y amoratados por efectos del maquillaje, otorgando así visibilidad a la más escondida y humillante de las violencias sociales que padecemos, la violencia doméstica. Evidencia clínica II fue el título de la doble reelaboración estética que implicó transformar los rostros de unas mujeres anónimas en fotografías y, trasvestidas de “cuadros”, entremezclarlas con los rostros insignes de los hombres y mujeres que “labraron la Antioquia fecunda”. La misma tarde del día que vi esa exposición yo tenía una conferencia con los artistas invitados al Encuentro, y mi conferencia estuvo marcada a fuego por lo que acababa de vivir. Y ello hasta el punto de inventarme un nombre para este nuevo “realismo”, ya que no cabía ni en el realismo de la perspectiva renacentista que, con la pintura al óleo, se tornó engaña-ojo por su “efecto de realidad”, ni en el torpe “realismo socialista” cuyo verdadero nombre ya había sido previsto por Lukács, “realismo contenidista”. Yo propuse llamarlo –sin mucha originalidad– el “realismo del puñetazo al ojo”... del que mira, pues después de ver aquellos retratos al ojo del espectador también le salen moretones, también le duele por dentro, también tiene que adaptarse durante un tiempo para ver… lo que le rodea. Después supe que Libia Posada estaba allí y pude conocer en directo algunos avatares de una médica cirujana que daba clases de historia del arte y llevaba años haciendo de su profesión el arte de darnos a ver la envergadura política de la más despolitizada de las violencias en todas las clases, razas e ideologías:la violencia doméstica.
Memoria decapitada se llama la investigación/instalación de Lucrecia Piedrahíta, cuya pregunta de fondo: ¿de qué son actores protagónicos los desplazados?, es respondida con lo mismo que Arjun Appadurai ha llamado imaginación social: aquella con base en la cual sobreviven física y culturalmente un número cada día mayor de poblaciones y comunidades humanas en el mundo. Pues la imaginación ha dejado de ser propiedad exclusiva [y excluyente] de poetas y artistas para ser la matriz creativa sobre la cual los desarraigados y desposeídos reconstruyen su hábitat y su vida. De ahí que solo una artista que investiga y una investigadora que crea con todo tipo de materias y espíritus, podía contarnos y darnos a ver la capacidad de los desplazados para reinventar sus mundos de vida, esto es, para retejer sus memorias, rehacer sus sensibilidades campesinas en un entorno suburbano, reutilizar sus pocas pertenencias a la vez como objetos útiles y como recuerdos vitales, y reconstruir sus “viejos” modos de habitar, sus casas, con los más diversos tipos de deshechos modernos. De eso son detentadores los desplazados en este país, de una creatividad, una osadía y una tenacidad solo comparable a la de los artistas. De eso es que hablan –para quien sepa escuchar, claro– no solo sus relatos verbalizados, sino también los materiales y los objetos con los que rehacen sus vidas, las modalidades de sus asentamientos-alojamientos, los diseños de sus casas, o los elaborados remiendos de sus ropas. Artimañas, arte-con-mañas, es la propuesta estética que permite a la memoria decapitada entretejer los más diversos materiales y lenguajes con los que hacer visible el rostro ausente de los desplazados –ausente por el borrado que de ese rostro operan tanto las cifras de la estadística como las pantallas de televisión. Y de esos materiales y lenguajes solo quiero mencionar uno: las imágenes pintadas por los niños desplazados en las que los gruesos trazos del color trenzan también historias pero más del futuro que del pasado, componiendo íconos/jalones (y girones) de una memoria que habita ya el futuro, memoria reencarnada en esperanza e imaginación de vida nueva. Una nueva vida, nos dice Lucrecia Piedrahíta, no solo para ellos, los golpeados hasta lo insoportable, sino también para nosotros, los que miramos creyéndonos que lo hacemos desde afuera, cuando a lo que esos relatos y esas imágenes nos enfrentan es al desafío de re-conocernos parte activa, o al menos reactiva, de esos mundos-de-vida del desplazado, y por lo tanto exigiéndonos tomar posición.
Referencias
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