DOI:

https://doi.org/10.14483/21450706.19630

Publicado:

2022-07-22

Número:

Vol. 17 Núm. 32 (2022): Julio-Diciembre 2022

Sección:

Sección Central

Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte

The myths of Mercury and Saturn as a metaphor for the search of meaning through art

Os mitos de Mercúrio e Saturno como metáfora da busca de sentido através da arte

Autores/as

Palabras clave:

Anthropology of the image, art and hermeneutics, art and mythology, art and transcendence (en).

Palabras clave:

Antropología de la imagen, arte y hermenéutica, arte y mitología, arte y trascendencia (es).

Palabras clave:

Antropologia da imagem, arte e hermenêutica, arte e mitologia, arte e transcendência (pt).

Referencias

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Cómo citar

APA

López Raso, P. (2022). Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte . Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, 17(32), 388–412. https://doi.org/10.14483/21450706.19630

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López Raso, P. 2022. Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte . Calle 14 revista de investigación en el campo del arte. 17, 32 (jul. 2022), 388–412. DOI:https://doi.org/10.14483/21450706.19630.

ACS

(1)
López Raso, P. Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte . calle 14 rev. investig. campo arte 2022, 17, 388-412.

ABNT

LÓPEZ RASO, Pablo. Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte . Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, [S. l.], v. 17, n. 32, p. 388–412, 2022. DOI: 10.14483/21450706.19630. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/19630. Acesso em: 19 abr. 2024.

Chicago

López Raso, Pablo. 2022. «Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte ». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte 17 (32):388-412. https://doi.org/10.14483/21450706.19630.

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López Raso, P. (2022) «Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte », Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, 17(32), pp. 388–412. doi: 10.14483/21450706.19630.

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P. López Raso, «Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte », calle 14 rev. investig. campo arte, vol. 17, n.º 32, pp. 388–412, jul. 2022.

MLA

López Raso, Pablo. «Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte ». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, vol. 17, n.º 32, julio de 2022, pp. 388-12, doi:10.14483/21450706.19630.

Turabian

López Raso, Pablo. «Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte ». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte 17, no. 32 (julio 22, 2022): 388–412. Accedido abril 19, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/19630.

Vancouver

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López Raso P. Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte . calle 14 rev. investig. campo arte [Internet]. 22 de julio de 2022 [citado 19 de abril de 2024];17(32):388-412. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/19630

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Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte

The myths of Mercury and Saturn as a metaphor for the search of meaning through art

Les mythes de Mercure et de Saturne comme métaphore de la recherche de sens à travers l'art

Os mitos de Mercúrio e Saturno como metáfora da busca de sentido através da arte

Pablo López Raso
Universidad Francisco de Vitoria, (Madrid), España

Los mitos de Mercurio y Saturno como metáfora de la búsqueda de sentido a través del arte

Calle14: revista de investigación en el campo del arte, vol. 17, núm. 32, pp. 388-412, 2022

Universidad Distrital Francisco José de Caldas

Recepción: 27 Enero 2022

Aprobación: 18 Marzo 2022

Resumen: Frente a la imagen misteriosa y melancólica del dios Saturno con la que se vinculó a los artistas en el Renacimiento, reivindicamos el mito de Mercurio en el arte como mensajero de la obra. Asumir metafóricamente la convivencia de ambos mitos supone reconocer la rica complementariedad que históricamente ha convertido a la imagen en una hermenéutica existencial en la cual conviven lo racional y lo irracional que nos configuran como personas. El espectador satisface su faceta de homo quaerens, de encuentro con la realidad profunda de su ser, a través de imágenes capaces de enfrentarle a las cuestiones trascendentales que le apelan en su existir: la pregunta por su identidad y la del otro, por el bien y la felicidad, por la posibilidad de conocer la verdad y, en definitiva, por el sentido mismo de la vida.

Palabras clave: Antropología de la imagen, arte y hermenéutica, arte y mitología, arte y trascendencia.

Abstract: Against the mysterious and melancholic image of the god Saturn with which artists were linked during the Renaissance, we vindicate the myth of Mercury in art as a messenger of the work. Metaphorically assuming the coexistence of both myths implies recognizing the rich complementarity that has historically turned the image into an existential hermeneutics in which the rational and the irrational that configure us as human beings coexist.

The viewer satisfies his/her aspect of homo quaerens, his/her encounter with the deep reality of hisbeing, through images capable of confronting him/her with the transcendental questions that appeal to him in his existence: the question for his identity and that of the other, for good and happiness, for the possibility of knowing the truth, and, ultimately, for the very meaning of life.

Keywords: Anthropology of the image, art and hermeneutics, art and mythology, art and transcendence.

Résumé: Face à l'image mystérieuse et mélancolique du dieu Saturne auquel les artistes étaient liés à la Renaissance, nous revendiquons le mythe de Mercure dans l'art comme messager de l'œuvre. Assumer métaphoriquement la coexistence des deux mythes c'est reconnaître la

riche complémentarité qui a historiquement fait de l'image une herméneutique existentielle où coexistent le rationnel et l'irrationnel, qui nous configurent en tant que personnes. Le spectateur satisfait sa facette d'homo quaerens , de rencontre avec la réalité profonde de son être, à travers des images capables de le confronter aux questions transcendantales qui l'interpellent dans son existence : la question de son identité et celle de l'autre, pour le bien et le bonheur, pour la possibilité de connaître la vérité et, finalement, pour le sens même de la vie.

Mots clés: Anthropologie de l'image, art et herméneutique, art et mythologie, art et transcendance.

Resumo: Frente à imagem misteriosa e melancólica imagem do deus Saturno com a qual se vincularam os artistas no Renascimento, reivindicamos o mito de Mercúrio na arte como mensageiroda obra. Assumir metaforicamente a convivência de ambos mitos supõe reconhecer a rica complementaridade que historicamente converteu a imagem em uma hermenêuticaexistencial na qual convivem o racional e o irracional, que nos configuram como pessoas.

O espectador satisfaz a sua faceta de homo quaerens, de encontro com a realidade profunda do seu ser, através de imagens capazes de enfrentar as questões transcendentais que o apelam em seu existir: a pergunta por sua identidade e a do outro, pelo bem e a felicidade, pela possibilidade de conhecer a verdade e, em suma, do próprio sentido da vida.

Palavras-chave: Antropologia da imagem, arte e hermenêutica, arte e mitologia, arte e transcendência.

¿No ha afirmado Kokoschka, al final de su autobiografía: “Durero ha grabado su Melancolía, la expresión más angustiosa de la desesperanza y del miedo profundamentehumanos”?

(Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991, p. 17)

Giorgio Vasari, al inaugurar la historia del arte con su famoso compendio de biografías, dotaba de singularidad propia al artista, definitivamente independizado de los oficios serviles. El pintor y el escultor renacentista se revelaban socialmente como seres prodigiosos, nada convencionales y muy dignos de admiración por sus reconocidas obras. La imagen del artista en occidente fue examinada retrospectiva- mente en 1934 por Kris y Kurz (2007). Era necesario analizar el mito del genio, del virtuoso, que ya desde la infancia fascinaba por su ingenio. Pero, en paralelo, la contrapartida de ese talento implicaba extraños comportamientos que presentaban al genio como un ser oscuro e impredecible. El proverbial estereo- tipo de artista excéntrico, víctima de una melancolía que le sumía en una tristeza que podía llegar a ser autodestructiva, fue estudiado por autores como el matrimonio Wittkower (1982) así como por Klibansky, Panofsky y Saxl (1991). Aunque esta vinculación entre el artista y su extraña conducta se remonta a Aristóteles, lo cierto es que será en el Renacimiento, de la mano del neoplatónico Ficino (De vita triplici, 1489) cuando se declare al artista como un personaje melancólico, bajo la influencia de Saturno, planeta que representa a un dios tan brillante como funestoy negativo (Klibansky et al., 1991), de cuya influencianada bueno cabía esperar.

Todos los estudios hasta aquí citados coinciden en reconocer el mito que se construye alrededor del artista tras la Edad Media, pero en dos polos opuestos: el del héroe genial y, a la vez, el del oscuro melancólico. Tanto Kris y Kurz como los Wittkower acaban por asumir que sendas percepciones, estando documentadas en determinados casos y épocas, no son extrapolables a la mayoría de los artistas. Interpretar el rol de creador melancólico fue más una moda o una pose impostada por parte de determina- dos artistas, y debemos localizarla únicamente en el Renacimiento del siglo XVI y en el Romanticismo del cambio de siglo XVIII al XIX (Wittkower y Wittkower, 1982). Cuando los artistas empezaron a figurar en documentos históricos, se originó un injusto estereotipo sobre ellos, una caracterización que incluso llega hasta nuestros días (Kris y Kurz, 2007), aun cuando en ocasiones se les atribuían determinadas conductas negativas, como la suicida, la cual se comprobó que era exagerada, siendo constatable más bien la tendencia contraria en este colectivo (Wittkower y Wittkower, 1982).

Los babilonios identificaron en los cielos a las deidades que adoraban, mitos que fueron adoptados por los griegos para bautizar en occidente tanto a los planetas como a los días de la semana con los nombres con los que hoy en día los conocemos (Klibansky et al., 1991).

Las creencias astrales y su calendarización son ancestrales, y de su observación se acabó concluyendo que el temperamento de las personas tenía relación con el influjo del astro bajo el que se había nacido. La leyenda del artista se origina precisamente por la influencia que estos parecían recibir de un dios tan poderoso como siniestro: Saturno. Pero lo cierto es que tal influencia ha sido en ocasiones interpretada como benéfica. Klibansky et al. (1991) citan al neoplatónico Guillermo de Auvernia: "también Saturno, porque cumple la voluntad divina, es bueno en sí, y solo puede tener malos efectos si los hombres hacen mal uso de sus dones" (p. 176), atribuyendo a Saturno la capacidad de iluminar en el ser humano la virtus intellectiva, la virtud del pensamiento especulativo, mientras que a Mercurio se le atribuye la virtus interpretativa. Mercurio (Hermes para los griegos) inspira la denominación de hermenéutica, arte de la interpretación que, tal y como propone Gadamer, “en tanto que arte de transmitir lo dicho en una lengua extraña a la comprensión de otro, la hermenéutica recibe su nombre, no sin fundamento, de Hermes, el intérprete traductor del mensaje divino a los hombres” (2006, p. 58).

De la imagen como producto humano alumbrado por los citados mitos se valora tradicionalmente lo obtenido en el plano creativo como fenómenoestético, pero debemos reivindicarla además como herramienta de exploración existencial de la que se ha servido el ser humano desde sus orígenes para interrogar la realidad en paralelo al uso del pensamiento lógico. Así, el artista afectado bajo la influencia de Saturno se posiciona en esa ambivalencia entre la especulación y la tristeza existencial, con la capacidad para internarse en cuestiones tan poco prácticas como controvertidas. Y, a la vez, como si fuera la otra cara de la moneda, encontramos a un Mercurio intérprete divino de tales controversias, que será íntimamente vinculado a Saturno por parte del propio Ficino, al observar en ambos el brillo del ingenio propio de los artistas (Klibansky et al., 1991).

Imagen 1. Durero (1514). Melancolía I.
Imagen 1. Durero (1514). Melancolía I.

De hecho, en la iconografía de Mercurio y Saturno pueden observarse atributos relacionados con la creación artística. Como sugiere Ficino:

Protegidos en sus comienzos por Mercurio y guiados en su desarrollo por Saturno son los literarum studiosi, es decir, los humanistas, los videntes y poetas, y, sobre todo, claro está, los que se dedican incesantemente al estudio de la filosofía, volviendo su mente del cuerpo y las cosas corpóreas a las incorpóreas. (citado por Klibansky et al., 1991, p. 332)

Así, la influencia de Saturno sobre los artistas cobró fama en forma del grabado ejecutado por Alberto Durero en 1514, titulado Melencolía I (Imagen 1), en el que se evidenciaba la fusión de contrarios, al entremezclarse Saturno, la Melancolía y la Geometría en una figura que pretende una simbología unificada (Klibansky et al., 1991). A Mercurio, por su parte, sele puede contemplar en el grabado de Saenredan (Imagen 2) presidiendo las artes como divinidad planetaria (González de Zárate, 1997).

El reconocimiento de ambos dioses como protectores de las artes, con sus profundas diferencias, pero a la vez con su innegable peso simbólico para el occidente constructor de mitos, viene a demostrar que la imagen ha tenido una influencia decisiva en el desarrollo de la civilización. Desde sus más remotos orígenes, la humanidad ha sabido servirse de ella no solo como memoria y huella de realidad, sino también como poético testimonio de lo que melancólicamente se intuye aunque no pueda demostrarse científicamente. La imagen nace con el ser humano y un singular atributo que este posee: la mente simbólica. Gracias a ella, nuestros antepasados expresaban la dualidad de un mundo en el que las cosas son pero también significan y, por tanto, precisan de interpretación. El pensamiento simbólico es el origen de la cultura y la comunicación, como lo demuestran las pinturas rupestres, expresión de la aparición del ser humano moderno. En ellas se manifiestan unas creencias mágicas, que, además de comunicar la realidad del mundo al grupo, lo conjuran sin necesidad de experimentarlo directamente. La pintura rupestre no es sino una proyección mental de la realidad que está fuera de la cueva, y a la que este hombre cazador, al duplicar, consigue entender y dominar.

El ser humano observa el mundo en sus incursiones de caza para posteriormente revivirlas en la sagrada seguridad de su caverna. Busca constantemente salidas a sus limitaciones, desarrollando prácticas y rituales en forma de representaciones gráficas que aún hoy nos parecen tan asombrosas como misteriosas. La imagen ha formado parte del desarrollo del ser humano en su proyecto de constituir una civilización. Tal y como propone Maurizio Vitta (2003), la civilización de la imagen no es algo reciente, las imágenes siempre han sido para el ser humano una vía privilegiada para relacionarse con la realidad que le rodea; incluso como medio previo a la comunicación, la imagen se constituyó en los orígenes del ser humano como representación de una visión del mundo:

Un viejo lugar común nos recuerda que vivimos en una “civilización de imágenes”. Aunque nos hayamos habituado a considerar esta situación como típica de nuestra realidad contemporánea, sobre todo del siglo XX, no debemos olvidar que el fenómeno es de naturaleza histórica, y que en realidad la imagen es un elemento inseparable de la idea misma de civilización. Cada época ha establecido su propio conocimiento acerca de la imagen y sus propias premisas para intervenir sobre la realidad. (Vitta, 2003, p. 27)

Al interpretar la actitud de este primer ser humano, el homo sapiens, nos topamos con un ser intelectual- mente curioso que trasciende su animalidad gracias a un espíritu abierto e inquieto que investiga y cuestiona todo lo que le rodea, lo que le ayudará a adaptarse y prosperar en un medio hostil, que le plantea un continuo reto para su supervivencia. La pintura rupestre, con su sentido mágico, nos recuerda que el ser humano, antes de hacerse preguntas relacionadas con lo trascendente; se procura herramientas que le ayuden a sobrevivir en un mundo cambiante y peli- groso. Podríamos decir que la práctica creativa es la primera que demuestra que el ser humano es un ser superior, diferenciado del resto de animales. En esas prácticas podemos constatar el desarrollo de una inteligencia que se autoconoce y aspira a salir de sus límites ambientales:

Antes que Homo sapiens somos Homo quaerens, un animal que no deja de preguntar. Un animal que abarrota los límites del lenguaje y de las imágenes (¿será sólo la música la que parece atravesar esos límites?) con la convicción, elocuente o rudimentaria, metafísicamente arcana o tan inmediata como el llanto de un niño, de que existe un “otro”, que hay un “afuera”. Los adverbios latinos aliter y aliunde ayudan a entenderlo, así como el personaje del Extranjero, tal como lo encontraremos en las Escrituras o en Platón, en los poetas yen los pintores. Los profetas, los rapsodas, son ciegos, dice la tradición, por su proximidad a la luz. (Steiner, 2011, pp. 17)

La capacidad de hacerse preguntas caracteriza al ser humano con una clara vocación de buscador, que no se conforma con lo contingente, y que por todos los medios a su alcance tratará de interrogar a una realidad que no consigue entender y dominar del todo. Aunque ciertamente debemos convenir que el objeto material de la historia de arte es la obra artística (Fernández-Arenas, 1990, p. 25), la cual, estudiada con método científico, y a la luz de su contexto, puede alcanzar un conocimiento cierto de los principios y causas que la constituyen como actividad humana. A la vez, a la luz también de lo que exhiben las vicisitudes humanas a través de la historia, observamos que el objetivo del arte en realidad no es otro que el ser humano mismo. Incluso un historiador del arte como José Jiménez, contrario a los enfoques metafísicos o trascendentalistas del arte, asume en su Teoría del arte que la persona es el centro toda creación, con lo que implícitamente reconoce también el sentido humanista que posee toda creación artística; llega incluso a afirmar que, si hay algo universal en el arte, es precisamente el sentido antropológico que la dimensión estética ha manifestado en todas las cultu- ras a través del tiempo y del espacio:

Todo en las artes habla del ser humano, incluso la naturaleza muerta o la máquina: el registro artístico promueve siempre un movimiento de inserción del individuo en un universo de sentidos, una transición del yo al nosotros, al mundo artificial construido por el hombre, y al mundo natural, vivida como significación. (Jiménez, 2006, p. 246)

Recientemente, la comunidad científica ha des- cubierto que las pinturas más antiguas conocidas hechas por humanos están en una cueva de Cantabria (España), denominada La Pasiega, en la que la impresión de una mano en negativo fue datada en 66 700 años de antigüedad. Esto demostraría que incluso los neandertales poseían la ya citada capacidad simbólica de ejecutar pinturas (El País, 23 de febrero de 2018). El arte es una manifestación ancestral, como lo fueron las primeras expresiones mágicas animistas anteriores a lo religioso, rituales vinculados al dominio de la naturaleza como pseudociencia (Frazer, 1981; Malinowski, 1993). Es inevitable asociar lo simbólico con lo espiritual, pues las primeras pinturas denotan una actitud relacionada con la necesidad de con- vocar fuerzas que esos ancestros intuían pero no dominaban.

El hombre del paleolítico, inseguro en un mundo hostil, desarrolla un modo de expresión que representa lo visible, en el que a la vez late su inquietud por la muerte y su intuición por lo trascendente. La impresión de una mano sobre el abrigo rocoso de la cueva nos habla de identidad, de deseo de permanencia, de misterioso ritual que implica una voluntad más allá de lo útil y material, y que de alguna manera prefigura la especulación melancólica que caracterizará a Saturno en el arte. No nos cabe duda de que, en el duro proceso de asimilación del mundo, las imágenes supusieron para esas primeras personas un medio más para sondear el sentido mismo de la existencia y para dialogar con una realidad llena de fenómenos sorprendentes y enigmáticos. Tal y como explica Giedion (1995), el ser humano expresó sus primeras inquietudes espirituales a través de imágenes:

Antes que el arte, el hombre creó el símbolo. El símbolo aparece en los albores de la expresión del hombre. En su primera forma rudimentaria aparece en la era musteriense como huella de los primeros tanteos del hombre de Neanderthal en busca de una organización espiritual que trascendiera sus sencillos materiales y su existencia utilitaria. (p. 106)

Igual que este primer humano no se encontró de manera inmediata con un ser superior al cual rendir culto religioso, tampoco se topó con la belleza; mejor dicho, ya se había encontrado con el asombro estético que le brindaba la naturaleza, pero no con la posibilidad de producirla él mismo a través de unas artes plásticas desvinculadas de lo mágico. Analizar la imagen nos ayuda a conocer integralmente al ser humano y a comprobar que en ella se formulaban sus más poderosos retos y esperanzas –vicisitudes y anhelos que comprendían mucho más de lo que hoy consideramos fin creativo.

Lewis-Williams, en su obra La mente en la caverna, propone que la imagen mental compartida fue previa a la imagen física, como mecanismo que hacía par- tícipe al grupo de las visiones, sueños y recuerdos.

Los chamanes ejecutaban imágenes en la pared de la cueva para comunicar a la tribu las visiones generadas por sustancias alucinógenas ingeridas en determinados rituales. La representación no pretendía ser copia de la naturaleza, sino una interpretación de un mundo interior, donde además estaba presente la naturaleza (Lewis-Williams, 2005).

Si asumimos que, para apreciar el arte, debemos analizar previamente la imagen en sus aspiraciones históricas y en su naturaleza ontológica, podremos prosperar en un conocimiento mucho más rico y profundo acerca de lo que es la creación humana. Esto, sin caer en reduccionismos limitadores de lo que debería ser a priori lo estético. La imagen no solo constituye un medio de encuentro con la belleza a través de los sentidos; es sobre todo una meditación sobre una realidad que aspira a ser revelada, dirigida a todas las dimensiones de la persona, empezando por la intelectiva. Las imágenes serían, pues, mucho más que meros ‘perceptos’ dirigidos a lo sensible. En opinión de Vitta, las imágenes son

capaces de dialogar de tú a tú con los “conceptos”, pero sobre todo, desde el momento en que se constituyen sobre la base de un complejo proceso de interpretación, traducción y reproducción de los fenómenos, participan de pleno derecho en la naturaleza de la representación, esto es, en las modalidades gracias a las cuales el duro y extraño objeto de la percepción se transforma en vehículo de interpretación y comprensión. (2003, p. 25)

La sorprendente capacidad que la imagen ha demostrado a lo largo de la historia para ser medio de desarrollo y transformación de la realidad ha hecho que adquiera naturaleza de respetable arte, una actividad humana que no puede definirse con facilidad, pues, igual que el modelo de persona a través de la historia, no ha parado de reformularse en relación a unas inquietudes, a una cambiante visión del mundo.

El filósofo García-Leal (2002) reflexiona sobre el problema que supone tratar de definir, en términos enciclopédicos e inmutables, la práctica del arte: No se nos oculta que cualquier intento de definición choca de entrada con la idea intuitiva de que respecto al arte todo es posible, menos definirlo. O sea, la idea de que el arte, por su propia condición, está en las antípodas de lo definibley lo determinable. Desde ese punto de vista, definirlo será

siempre negarlo en su más íntima verdad. Pues el arte se resiste a ser lo que de algún modo se pretende que sea, se revela frente a lo que ya ha sido, busca deshacerse de cualquier forma dada y reinventarse sin cesar. Siendo de por sí innovación y ruptura, el arte no acepta precepto ni condición alguna: sus mutaciones impredecibles condenan de ante- mano al fracaso todos los intentos de definirlo. (p. 17)

Por lo tanto, definir el arte como modelo inmutable en su desarrollo histórico es imposible, pero sí podemos conocer su esencia a través de unos conceptos abstractos que pueden interpretarse de diversa manera en distintas épocas.

Especialmente interesante nos parece la propuesta que Gadamer hace en este sentido en su obra la Actualidad de lo bello (1991), pues parte de una hermenéutica de lo humano y no de lo estético. Para el filósofo, los tres elementos comunes que constituyen tal base antropológica del arte son juego-símbolo-fiesta. El juego es libertad, movimiento, conducta libre de fines.

En el arte moderno, el artista invita al espectador a jugar con él, a interpretar un significado. Gracias al símbolo, reconocemos lo permanente en lo fugitivo, afirmando que aquel que crea que el arte contemporáneo es degenerado; no ha comprendido tampoco el pasado (no olvidemos que Gadamer hace estas afirmaciones en el contexto de los años 70 del siglo pasado, en pleno furor experimental y salvaje del arte conceptual). Propone, además, que tradición no es solo conservar; es transmitir aportando nuevas significaciones. La fiesta es comunidad y celebra y congela el tiempo, propiciando la comunicación. Pone así de manifiesto, como finalidad de la obra de arte, su poder de desvelar/reconocer, el cual, de manera análoga a como operan los procesos cognitivos, propicia el llegar al fondo de las cosas. Para Gadamer, “el arte nos permite reconocer lo que teníamos ante los ojos pero que no habíamos visto: la verdad dela experiencia como tal” (citado por Davey, 2006, p.150).

La relación entre arte y verdad fue establecida dentro de la filosofía contemporánea por Heidegger y Gadamer el siglo pasado. Una de las bases fundamentales para nuestra reflexión la encontramos en la hermenéutica filosófica gadameriana, cuyos antecedentes los podemos sondear en la fenomenología de Husserl, que marcó decisivamente a Heidegger, a la postre influencia fundamental para el propio Gadamer. La obra de referencia de su maestro Heidegger –más allá de Ser y Tiempo, escrita en 1927 (2003), en la que propone la fenomenología interpretativa o hermenéutica– es El origen de la obra de arte, de 1935 (1996), en la que el autor establece la naturaleza ontológica del arte sirviéndose deun cuadro de Van Gogh, Botas de una campesina, para demostrar cómo, a través de una obra artística, podemos ser testigos del desocultamiento del ser, del encuentro con la verdad. Una obra de referencia e inspiración para nuestra propuesta es Verdad y método I (1993), obra escrita en 1960 por Gadamer, que propone el fenómeno humano del arte como método de comprensión e interpretación de la realidad, con un enfoque claramente metafísicoque demuestra que el arte es un modo eficiente de encuentro con la verdad frente a la primacía que el método científico ha impuesto en la era contemporánea:

El que en la obra de arte se experimente una verdad que no se alcanza por otros caminos es lo que hace el significado filosófico del arte, que se afirma frente a todo razonamiento. Junto a la experiencia de la filosofía, la del arte representa el más claro imperativo de que la conciencia científica reco- nozca sus límites. (Gadamer, 1993, p. 9)

El método hermenéutico responde a la inquietud de un homo quaerens que percibe que el juicio lógico no alcanza a profundizar en el ser de las cosas, que, siendo el intelecto clave para relacionarse con el mundo, asume que su realidad plantea preguntas que el método científico no es capaz de plantear. Esquivel (2018) explica que la hermenéutica de Gadamer, en relación con la fenomenología que la inspira, no se plantea como típica interpretación de textos; más bien, como una hermenéutica existencial con la que se “trata de reconocer quiénes somos, dónde estamos y hacia dónde pretendemos ir” (Esquivel, 2018,p. 164). En definitiva, una hermenéutica vital que platea las preguntas últimas:

Cuando pensamos la hermenéutica como un modo de ser y vivir humanos recuperamos su carácter fenomenológicoexistencial que nos lleva a pensar en el ser de la vida humana. La fenomenología de la vi da fáctica asume una postura crítica ante el optimismo de la razón. El sentido crítico de esta visión hermenéutica nos coloca ante algunas interpelaciones como las siguientes, entre otras, ¿cuál es el sentido de la vida humana hoy? ¿Cómo captar la inmediatez de las experiencias humanas en el ámbito de una sociedad fragmentada y sin valores? ¿Cómo reorientar la vida hacia un interés de emancipación en favor de una sociedad justa y responsable? (Esquivel, 2018, p. 163)

El filósofo de la historia Wilhem Dilthey, influencia clave para la aplicación de la hermenéutica enla fenomenología interpretativa propuesta por Heidegger y heredada por Gadamer, dedicó su labor fundamentalmente a entender el origen y funciona- miento del concepto de imagen o visión del mundo (Weltanschauung) que las personas generan en su conciencia (1944-45 y 1963). Navarro, en la obra en la que analiza la importancia que concede Dilthey al vínculo entre arte y conocimiento (2013), señala que, para este, los tres ámbitos que originan la concepción del mundo humano histórico provienen de la mutua colaboración entre arte, ciencia y experiencia de la vida, pero hace especial énfasis en el peso del arte sobre el resto de ámbitos:

Los artistas han ofrecido una comprensión del mundo humano mucho antes de que el pensamiento científico llegara siquiera a planteárselo como tarea. […] las creaciones artísticas preparan el estudio científico en el sentido de que le proporcionan un material que la simple experiencia de la vida no puede dar. Para Dilthey, esta prioridad temporal no es simplemente un hecho, sino que lo considera una “gran ley histórica” presente a todo lo largo del desarrollo de la conciencia humana. (Navarro, 2013, p. 145)

Para Dilthey, el arte está en la base de lo que la humanidad conoce y experimenta en su existir, pues no solo aporta información, sino que supone una vivencia para las personas, esto es, una experiencia significativa que acaba formando parte de sus vidas:

En la experiencia estética se origina la vivencia de algo que propiamente no hemos vivido, pues no toca directamente el curso de nuestra vida. Esa vivencia, además, presenta unos rasgos de plenitud, de comprensión de sentido y de libertad, superiores a las vivencias ordinarias. (Navarro, 2013, p. 166)

En relación con la imagen del mundo, Mikel Dufrenne propone el concepto de humanismo estético como aquella capacidad que posee el ser humano para alinearse con una determinada visión común del momento a través de sus manifestaciones artísticas. La Weltanschauung no es, para este filósofo, una doctrina, sino una metafísica viviente en todo hombre: “la manera de ser en el mundo que se revela en su comportamiento” (Dufrenne, 2018, p. 196). Esa visión de la realidad se traduce en el mundo del objeto estético. Hay una metaestética que está por encima de subjetividades y acontecimientos personales, un elemento notarial que registra el todo de una época. Una obra realizada por una persona trasluce la expresión de una época, contribuyendo a algo que le sobrepasa, testimoniando un existir del que el creador a veces no es plenamente consciente:

Así la obra nos habla de su tiempo, de la misma forma que nos habla de su autor, y este tiempo no es otra cosa que el autor generalizado: es el tiempo de un estilo, en la medida en que, a través de un estilo individual, se dibuja un estilo colectivo, es decir que el estilo “tiene” un tiempo. El hecho de así darnos, aunque solo sea parcial y sublima- da, una figura del hombre histórico, hace posible un humanismo esté- tico, que será incluso inevitable, en cuanto que el objeto estético es histórico y portador de testimonios sobre el hombre: sobre su autor, y a través de él, sobre la civilización que lo ha inspirado, especialmente (y esta observación vale también para la historia) en las épocas de fe, cuando el artista, por muy personal que se sienta, incluso a veces con rebeldía, no pone en cuestión su cultura sino que la testimonia, aunque sea sin saberlo. (Dufrenne, 2018, p. 180)

Y si el arte habla a la persona desde la persona, debemos convenir con Espinosa que el arte se dirige al ser humano en su integridad –cuerpo, mente y espíritu– aspirando a conmover e iluminar, lo que implica la existencia de dos grandes opciones a la hora de interpretar una obra: bien mediante un enfoque metafísico o trascendente, o desde el inmanentismo del aquí y el ahora (Espinosa, 2015). Espinosa reivindica la primera opción –que fundamenta nuestra propuesta– representada por el filósofo francés George Steiner en su obra Presencias reales (1991), al que cita:

reivindica [G. Steiner] el papel transmisor de contenidos intersubjetivos que además versan sobre realidades trascendentes a la obra; a lo que se añade el hecho de que el buen arte transforma en alguna medida a la persona y encierra profundos juicios de valor, dado que se funda en la presencia teológica, ontológica o metafísica de lo real […] o, dicho de otro modo, se alimenta de la otredad y por lo tanto la expe- riencia estética genuina combate sin descanso al nihilismo y al discurso autorreferente. (2015, p. 234)

También dentro de esta visión trascendentalista, Espinosa ubica al filósofo español Eugenio Trías, que entiende el arte como estética del límite, en la que la imagen funciona como “bisagra y gozne entre lo conocido y lo ignoto pero intuido, es decir, entre lo nouménico y/o lo sagrado” (Trías, 2004, p. 50). Para Pérez-Borbujo, Trías, con su contribución de estética del límite “ha venido a coronar el gran edificio del pensamiento metafísico español del siglo XX, jalo- nado por las grandes figuras filosóficas de nuestra historia reciente (Unamuno, Ortega y Gasset, Xavier Zubiri, María Zambrano)” (2005, p. 120).

El enigmático y sorprendente poder de lo sobrenatu- ral que el ser humano ha acusado al contemplar una ha sido profundamente analizado por autores de referencia en el análisis histórico de la imagen, como Elkins y el carácter alquímico de la imagen (2000), Freedberg y el poder mágico de la imagen (2009) o Belting y el aspecto sagrado de la imagen (2009). Todos ellos parten de una perspectiva antro- pológica para entender y analizar la imagen, pues,tal y como afirma Belting, de algún modo la imagen debería ser interpretada como un singular modo de existencia humana:

Desde la perspectiva antropológica el ser humano no aparece como amo de sus imágenes, sino –algo completamente distinto– como “lugar de imágenes” […]. La incertidumbre acerca de sí mismo genera en el ser humano la propensión a verse como otros, y en imagen. (2007, pp. 14-15)

Imagen 2. Saenredan, Goltius (1597). Mercurio.
Imagen 2. Saenredan, Goltius (1597). Mercurio.

No en pocas ocasiones descubrimos, en nuestra experiencia como espectadores, que el arte nos revela una verdad que en ocasiones se resiste a ser formulada de manera lógica. El ser humano está en el centro mismo del arte, pues sus imágenes nos convocan a todo lo que nos hace personas: desde las necesidades más básicas –relacionadas con el legítimo deseo de felicidad– pasando por el espíritu crítico que acusa las vicisitudes históricas de orden político y social, hasta la pregunta por el ser. La obra nos apela de manera personal; como espectadores, no podemos evitar sentirnos aludidos, cuando no implicados en el asunto que la imagen propone.

La función de buena parte de las imágenes que denominamos artísticas implica objetivos instrumentales que el espectador detecta en paralelo al placer estético que la obra pueda producirle, pero, ante todo, se trata de una apelación personal e íntima. Podríamos decir que parte del atractivo que irradia la obrareside precisamente en esa exhortación que establece con todo aquel que la mira:

La obra de arte le dice algo a uno, y ello no solo del modo en que un documento histórico le dice algo al historiador: ella le dice algo a cada uno, como si se lo dijera expresamente a él, como algo presente y simultáneo. (Gadamer, 2006, p. 59)

Por tanto, para Gadamer, hay imágenes que establecen –más allá de tiempo y espacio– una relación personal con el espectador a través de cuestiones existenciales intemporales, relacionadas con la incertidumbre a la que la contingencia de la vida somete a las personas. Las imágenes que consiguen entablar esta íntima comunicación con el espectador están necesariamente relacionadas con las grandes preguntas que cualquier persona, por el mero hecho de serlo, se plantea más allá del existir cotidiano y de la razón práctica instrumental que la guía a diario. El homo quaerens, en su inquietud por conocer, observa en la imagen un medio con capacidad para interrogar a la realidad, alternativo a lo fundamentado por la razón, porque en ella identifica también los dominios de lo irracional que le interpelan: deseos, miedos, pasiones y, en definitiva, la reflexión profunda ante lo incierto de su destino.

No es posible penetrar en el misterio de la mirada que nos lanza la mujer anónima de El Fayum (Imagen3) únicamente desde aspectos históricos y conceptuales, ni siquiera desde los exclusivamente estéticos. Más allá incluso de la contextualización iconológica que nos remite a estudios de carácter cultural, en la obra emerge una apelación personal, de persona a persona en lo existencial. Esos ojos negros, lánguidos pero expectantes, nos confirman que, aunque hay numerosos detalles de la retratada que desconocemos, nos llevan a intuir, por pura empatía con su finalidad funeraria, que su sentido es encontrarse con la eternidad.

Nos emociona contemplar esos ojos enfrentados a la muerte con la serena elegancia del que asume lo inevitable, más allá de sus creencias sobre el Hades. Ni rito, ni impostura; su rostro no puede exhibir mayor sinceridad, la que nos exige a los que la contemplamos cuando entendemos que su mirada se nos clava para formularnos la pregunta sobre nuestro propio destino. Como propone Bailly (2001) en referencia a todo este género funerario romano que fusionaba sincréticamente creencias romanas y egipcias en los primeros siglos de nuestra era, durante unos instantes, los espectadores no podemos evitar intercambiar los papeles con el retratado:

Por su destino mismo –la momia y la tumba– los retratos de El Fayum, incluso aquellos que nos parecen más naifs, pertenecen a este saber de la muerte como compañera de la vida; así vienen a hablarnos de “lo que era ser”, y del ser vivo, en aquellos tiempos y lugares. Sin anécdotas, sin detalles, sin puesta en escena, repliegan la superficie sobre la esencia. A lo largo de la gran cadena que forman, invitana un festín: y a su través los vivos son los muertos y los muertos, los vivos. (p. 16)

Heidegger nos recuerda que no somos plenamente conscientes de la existencia hasta que la enfermedad de un hijo nos viene a indicar su valor y a formular la pregunta por el sentido (León, 2009). Sin embargo,la muerte, como incertidumbre de la vida, no es el único motivo que puede desencadenar una her- menéutica existencial en el espectador a través deuna imagen. La icónica Marilyn de Andy Warhol, en cualquiera de sus innumerables versiones, aunque también pueda contemplarse como retrato funera- rio, pues se realizó tras su inesperado fallecimiento, despierta en quien la mira un caudal de experiencias. Anderson y Dyrness (2016) proponen la opinión de Thierry de Duve para demostrar el profundo sentido existencial que Warhol introduce en una imagen aparentemente superficial y agradable del Pop Art. Para de Duve, Marilyn postmortem se convierte en una pantalla en la que los espectadores no podemos evitar proyectar nuestros fantasmas, sueños y deseos (Anderson y Dyrness, 2016). Y así, la imagen, como rostro lleno de vida que nos mira, también nos con- duce a una profunda apelación personal que sacude al mismo Dilthey:

El enigma de la existencia mira al hombre en todos los tiempos con el mismo rostro misterioso, cuyos rasgos percibimos bien, y tenemos que adivinar el alma que está detrás. Siempre está ligado originariamente con este enigma, el de este mundo mismo y la cuestión de¿por qué estoy en él?, ¿cuál será mi fin en él?, ¿de dónde vengo?,¿por qué existo?, ¿qué seré? Esta es la más universal de todas las cuestiones y la que más me interesa. (Dilthey, 1974, p. 126)

Imagen 3. Anónimo, (siglo II D.C). El Fayun.
Imagen 3. Anónimo, (siglo II D.C). El Fayun.

La imagen nos asoma al alma, lo que acaba por exponernos a las preguntas últimas. La primera pregunta que se formula el homo quaerens es antropológica:¿quién soy yo? De esta primera procede el resto:¿quién me ha puesto aquí y para qué? (escatológica).Otras dos preguntas saldrán a su paso en el existir de la vida: ¿qué puedo conocer? (epistemológica),¿cómo encontrarme con el bien y no, más bien, con el mal? (ética). En realidad, toda aquella obra con la que granjeamos una relación suficiente como para contemplarla, acabará por llevarnos a un lugar distinto del que objetivamente representa, desencadenando una vivencia existencial en nosotros que nos ayuda a intuir el sentido de la vida. Tal y como propone Gadamer:

Parece incluso que la determinación misma de la obra de arte es que se convierta en vivencia estética, esto es, que arranque al que la vive del nexo de su vida por la fuerza de la obra de arte y que sin embar- go vuelva a referirlo al todo de su existencia. En la vivencia del arte se actualiza una plenitud de significado que no tiene que ver tan sólo con este o aquel contenido u objeto particular, sino que más bien representa el conjunto del sentido de la vida. Una vivencia estética contiene siempre la experiencia de un todo infinito. Y su significado es infinito precisamente porque no se integra con otras cosas en la unidad de un proceso abierto de experiencia, sino que represen-ta inmediatamente el todo. […] La obra de arte se entiende como realización plena de la representación simbólica de la vida, hacia la cual toda vivencia se encuentra siempre en camino. (Gadamer, 1993, p. 48)

La hermenéutica planteada por Gadamer (1993) expresaría perfectamente la expectativa que el ser humano tiene de la imagen como encuentro con la verdad, lo cual demuestra que su vocación por la imagen es en realidad su vocación por la búsqueda de sentido. El encuentro con la verdad a través de la imagen es diálogo con el misterio del ser. En este sentido, proponemos interpretar, a modo de conclusión de nuestro texto, Melancolía 1, de Durero(Imagen 1), un grabado numerado como primero de una serie misteriosamente inconclusa, y que, “al igual que su Apocalipsis, [está] entre las obras de arte que parecen haber ejercido un poder casi compulsivo sobre la imaginación de la posteridad” (Klibansky et al., 1991, p. 355). Su enigmático mensaje nos sugiere que todo aquel que aspire a decodificar la realidad hasta su sentido último –desde la ciencia de la geometría o el ingenio del artista allí representados– está condenado a intuir sin poder llegar a demostrar; es la paradoja del científico y del artista, que vinculamos a una reflexión de Dilthey:

Dilthey señaló repetidas veces la diferencia entre el conocimiento del mundo natural y el del mundo histórico. Explicamos la naturaleza desde fuera; comprendemos el mundo histórico desde dentro.Dilthey estudió la naturaleza de la comprensión histórica con ocasión de la captación de la obra de arte. Así, la comprensión de la obra de arte presenta las propiedades que Dilthey atribuirá al conocimiento histórico en sus últimos escritos, a saber: el objeto y el sujeto son de la misma naturaleza; en ella se nos da directamente tanto el objeto como sus relaciones causales. Es un acontecimiento vivencial en que actúan todos los aspectos de la vida anímica. (Navarro, 2013, p. 173)

Durero es simultáneamente tanto sujeto/objeto, como Saturno/Mercurio en un galimatías cuya resolución se antoja compleja a nivel lógico. El artista es Saturno melancólico al experimentar la incertidumbre existencial procedente de la ingente tarea del sabio: “Es el rostro de Saturno el que nos mira, pero en él podemos reconocer también las facciones de Durero” (Klibansky et al., 1991, p. 348). Sufre y se retrata como objeto de la obra, como el ángel que, con la mirada extraviada, no ceja en su ejercicio de mens contemplatrix, “que conoce intuitivamente y trasciende el raciocinio discursivo; tiende hacia Saturno” (Klibansky et al., 1991, p. 332).

Pero Durero también es Mercurio cumpliendo con su responsabilidad hermenéutica de compartir con el espectador el vértigo de una realidad tan fascinante y bella como inabarcable e indecodificable racional- mente en su compleja formulación:

Hermes es el mensajero divino. Trae mensaje del destino; έρμηνεύειν es aquel hacer presente que lleva al conocimiento en la medida que es capaz de prestar oído a un mensaje. Un hacer presente semejante deviene exposición de lo que ya ha sido dicho por los poetas. (Heidegger, 1987, 110)

La metáfora de la convivencia de Saturno con Mercurio –la colaboración de las diversas dimensiones humanas capaces de provocar las preguntas últimas– ejemplifica el modo en el que el arte nos apela como hermenéutica existencial ante el reto del acceso a la realidad. Al homo quaerens, en su voluntad de buscador, se le revela la imagen como sugerente agente de asimilación del mundo y de encuentro con el sentido último que le acerca a la verdad.

Referencias

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Recibido: 27 de enero de 2022; Aceptado: 18 de marzo de 2022

Resumen

Frente a la imagen misteriosa y melancólica del dios Saturno con la que se vinculó a los artistas en el Renacimiento, reivindicamos el mito de Mercurio en el arte como mensajero de la obra. Asumir metafóricamente la convivencia de ambos mitos supone reconocer la rica complementariedad que históricamente ha convertido a la imagen en una hermenéutica existencial en la cual conviven lo racional y lo irracional que nos configuran como personas. El espectador satisface su faceta de homo quaerens, de encuentro con la realidad profunda de su ser, a través de imágenes capaces de enfrentarle a las cuestiones trascendentales que le apelan en su existir: la pregunta por su identidad y la del otro, por el bien y la felicidad, por la posibilidad de conocer la verdad y, en definitiva, por el sentido mismo de la vida.

Palabras clave

Antropología de la imagen, arte y hermenéutica, arte y mitología, arte y trascendencia.

Abstract

Against the mysterious and melancholic image of the god Saturn with which artists were linked during the Renaissance, we vindicate the myth of Mercury in art as a messenger of the work. Metaphorically assuming the coexistence of both myths implies recognizing the rich complementarity that has historically turned the image into an existential hermeneutics in which the rational and the irrational that configure us as human beings coexist.

The viewer satisfies his/her aspect of homo quaerens, his/her encounter with the deep reality of hisbeing, through images capable of confronting him/her with the transcendental questions that appeal to him in his existence: the question for his identity and that of the other, for good and happiness, for the possibility of knowing the truth, and, ultimately, for the very meaning of life.

Keywords

Anthropology of the image, art and hermeneutics, art and mythology, art and transcendence.

Résumé

Face à l'image mystérieuse et mélancolique du dieu Saturne auquel les artistes étaient liés à la Renaissance, nous revendiquons le mythe de Mercure dans l'art comme messager de l'œuvre. Assumer métaphoriquement la coexistence des deux mythes c'est reconnaître la

riche complémentarité qui a historiquement fait de l'image une herméneutique existentielle où coexistent le rationnel et l'irrationnel, qui nous configurent en tant que personnes. Le spectateur satisfait sa facette d'homo quaerens , de rencontre avec la réalité profonde de son être, à travers des images capables de le confronter aux questions transcendantales qui l'interpellent dans son existence : la question de son identité et celle de l'autre, pour le bien et le bonheur, pour la possibilité de connaître la vérité et, finalement, pour le sens même de la vie.

Mots clés

Anthropologie de l'image, art et herméneutique, art et mythologie, art et transcendance.

Resumo

Frente à imagem misteriosa e melancólica imagem do deus Saturno com a qual se vincularam os artistas no Renascimento, reivindicamos o mito de Mercúrio na arte como mensageiroda obra. Assumir metaforicamente a convivência de ambos mitos supõe reconhecer a rica complementaridade que historicamente converteu a imagem em uma hermenêuticaexistencial na qual convivem o racional e o irracional, que nos configuram como pessoas.

O espectador satisfaz a sua faceta de homo quaerens, de encontro com a realidade profunda do seu ser, através de imagens capazes de enfrentar as questões transcendentais que o apelam em seu existir: a pergunta por sua identidade e a do outro, pelo bem e a felicidade, pela possibilidade de conhecer a verdade e, em suma, do próprio sentido da vida.

Palavras-chave

Antropologia da imagem, arte e hermenêutica, arte e mitologia, arte e transcendência.

¿No ha afirmado Kokoschka, al final de su autobiografía: “Durero ha grabado su Melancolía, la expresión más angustiosa de la desesperanza y del miedo profundamentehumanos”?

(Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991, p. 17)

Giorgio Vasari, al inaugurar la historia del arte con su famoso compendio de biografías, dotaba de singularidad propia al artista, definitivamente independizado de los oficios serviles. El pintor y el escultor renacentista se revelaban socialmente como seres prodigiosos, nada convencionales y muy dignos de admiración por sus reconocidas obras. La imagen del artista en occidente fue examinada retrospectiva- mente en 1934 por Kris y Kurz (2007). Era necesario analizar el mito del genio, del virtuoso, que ya desde la infancia fascinaba por su ingenio. Pero, en paralelo, la contrapartida de ese talento implicaba extraños comportamientos que presentaban al genio como un ser oscuro e impredecible. El proverbial estereo- tipo de artista excéntrico, víctima de una melancolía que le sumía en una tristeza que podía llegar a ser autodestructiva, fue estudiado por autores como el matrimonio Wittkower (1982) así como por Klibansky, Panofsky y Saxl (1991). Aunque esta vinculación entre el artista y su extraña conducta se remonta a Aristóteles, lo cierto es que será en el Renacimiento, de la mano del neoplatónico Ficino (De vita triplici, 1489) cuando se declare al artista como un personaje melancólico, bajo la influencia de Saturno, planeta que representa a un dios tan brillante como funestoy negativo (Klibansky et al., 1991), de cuya influencianada bueno cabía esperar.

Todos los estudios hasta aquí citados coinciden en reconocer el mito que se construye alrededor del artista tras la Edad Media, pero en dos polos opuestos: el del héroe genial y, a la vez, el del oscuro melancólico. Tanto Kris y Kurz como los Wittkower acaban por asumir que sendas percepciones, estando documentadas en determinados casos y épocas, no son extrapolables a la mayoría de los artistas. Interpretar el rol de creador melancólico fue más una moda o una pose impostada por parte de determina- dos artistas, y debemos localizarla únicamente en el Renacimiento del siglo XVI y en el Romanticismo del cambio de siglo XVIII al XIX (Wittkower y Wittkower, 1982). Cuando los artistas empezaron a figurar en documentos históricos, se originó un injusto estereotipo sobre ellos, una caracterización que incluso llega hasta nuestros días (Kris y Kurz, 2007), aun cuando en ocasiones se les atribuían determinadas conductas negativas, como la suicida, la cual se comprobó que era exagerada, siendo constatable más bien la tendencia contraria en este colectivo (Wittkower y Wittkower, 1982).

Los babilonios identificaron en los cielos a las deidades que adoraban, mitos que fueron adoptados por los griegos para bautizar en occidente tanto a los planetas como a los días de la semana con los nombres con los que hoy en día los conocemos (Klibansky et al., 1991).

Las creencias astrales y su calendarización son ancestrales, y de su observación se acabó concluyendo que el temperamento de las personas tenía relación con el influjo del astro bajo el que se había nacido. La leyenda del artista se origina precisamente por la influencia que estos parecían recibir de un dios tan poderoso como siniestro: Saturno. Pero lo cierto es que tal influencia ha sido en ocasiones interpretada como benéfica. Klibansky et al. (1991) citan al neoplatónico Guillermo de Auvernia: "también Saturno, porque cumple la voluntad divina, es bueno en sí, y solo puede tener malos efectos si los hombres hacen mal uso de sus dones" (p. 176), atribuyendo a Saturno la capacidad de iluminar en el ser humano la virtus intellectiva, la virtud del pensamiento especulativo, mientras que a Mercurio se le atribuye la virtus interpretativa. Mercurio (Hermes para los griegos) inspira la denominación de hermenéutica, arte de la interpretación que, tal y como propone Gadamer, “en tanto que arte de transmitir lo dicho en una lengua extraña a la comprensión de otro, la hermenéutica recibe su nombre, no sin fundamento, de Hermes, el intérprete traductor del mensaje divino a los hombres” (2006, p. 58).

De la imagen como producto humano alumbrado por los citados mitos se valora tradicionalmente lo obtenido en el plano creativo como fenómenoestético, pero debemos reivindicarla además como herramienta de exploración existencial de la que se ha servido el ser humano desde sus orígenes para interrogar la realidad en paralelo al uso del pensamiento lógico. Así, el artista afectado bajo la influencia de Saturno se posiciona en esa ambivalencia entre la especulación y la tristeza existencial, con la capacidad para internarse en cuestiones tan poco prácticas como controvertidas. Y, a la vez, como si fuera la otra cara de la moneda, encontramos a un Mercurio intérprete divino de tales controversias, que será íntimamente vinculado a Saturno por parte del propio Ficino, al observar en ambos el brillo del ingenio propio de los artistas (Klibansky et al., 1991).


Imagen 1. Durero (1514). Melancolía I.

Imagen 1. Durero (1514). Melancolía I.

De hecho, en la iconografía de Mercurio y Saturno pueden observarse atributos relacionados con la creación artística. Como sugiere Ficino:

Protegidos en sus comienzos por Mercurio y guiados en su desarrollo por Saturno son los literarum studiosi, es decir, los humanistas, los videntes y poetas, y, sobre todo, claro está, los que se dedican incesantemente al estudio de la filosofía, volviendo su mente del cuerpo y las cosas corpóreas a las incorpóreas. (citado por Klibansky et al., 1991, p. 332)

Así, la influencia de Saturno sobre los artistas cobró fama en forma del grabado ejecutado por Alberto Durero en 1514, titulado Melencolía I (Imagen 1), en el que se evidenciaba la fusión de contrarios, al entremezclarse Saturno, la Melancolía y la Geometría en una figura que pretende una simbología unificada (Klibansky et al., 1991). A Mercurio, por su parte, sele puede contemplar en el grabado de Saenredan (Imagen 2) presidiendo las artes como divinidad planetaria (González de Zárate, 1997).

El reconocimiento de ambos dioses como protectores de las artes, con sus profundas diferencias, pero a la vez con su innegable peso simbólico para el occidente constructor de mitos, viene a demostrar que la imagen ha tenido una influencia decisiva en el desarrollo de la civilización. Desde sus más remotos orígenes, la humanidad ha sabido servirse de ella no solo como memoria y huella de realidad, sino también como poético testimonio de lo que melancólicamente se intuye aunque no pueda demostrarse científicamente. La imagen nace con el ser humano y un singular atributo que este posee: la mente simbólica. Gracias a ella, nuestros antepasados expresaban la dualidad de un mundo en el que las cosas son pero también significan y, por tanto, precisan de interpretación. El pensamiento simbólico es el origen de la cultura y la comunicación, como lo demuestran las pinturas rupestres, expresión de la aparición del ser humano moderno. En ellas se manifiestan unas creencias mágicas, que, además de comunicar la realidad del mundo al grupo, lo conjuran sin necesidad de experimentarlo directamente. La pintura rupestre no es sino una proyección mental de la realidad que está fuera de la cueva, y a la que este hombre cazador, al duplicar, consigue entender y dominar.

El ser humano observa el mundo en sus incursiones de caza para posteriormente revivirlas en la sagrada seguridad de su caverna. Busca constantemente salidas a sus limitaciones, desarrollando prácticas y rituales en forma de representaciones gráficas que aún hoy nos parecen tan asombrosas como misteriosas. La imagen ha formado parte del desarrollo del ser humano en su proyecto de constituir una civilización. Tal y como propone Maurizio Vitta (2003), la civilización de la imagen no es algo reciente, las imágenes siempre han sido para el ser humano una vía privilegiada para relacionarse con la realidad que le rodea; incluso como medio previo a la comunicación, la imagen se constituyó en los orígenes del ser humano como representación de una visión del mundo:

Un viejo lugar común nos recuerda que vivimos en una “civilización de imágenes”. Aunque nos hayamos habituado a considerar esta situación como típica de nuestra realidad contemporánea, sobre todo del siglo XX, no debemos olvidar que el fenómeno es de naturaleza histórica, y que en realidad la imagen es un elemento inseparable de la idea misma de civilización. Cada época ha establecido su propio conocimiento acerca de la imagen y sus propias premisas para intervenir sobre la realidad. (Vitta, 2003, p. 27)

Al interpretar la actitud de este primer ser humano, el homo sapiens, nos topamos con un ser intelectual- mente curioso que trasciende su animalidad gracias a un espíritu abierto e inquieto que investiga y cuestiona todo lo que le rodea, lo que le ayudará a adaptarse y prosperar en un medio hostil, que le plantea un continuo reto para su supervivencia. La pintura rupestre, con su sentido mágico, nos recuerda que el ser humano, antes de hacerse preguntas relacionadas con lo trascendente; se procura herramientas que le ayuden a sobrevivir en un mundo cambiante y peli- groso. Podríamos decir que la práctica creativa es la primera que demuestra que el ser humano es un ser superior, diferenciado del resto de animales. En esas prácticas podemos constatar el desarrollo de una inteligencia que se autoconoce y aspira a salir de sus límites ambientales:

Antes que Homo sapiens somos Homo quaerens, un animal que no deja de preguntar. Un animal que abarrota los límites del lenguaje y de las imágenes (¿será sólo la música la que parece atravesar esos límites?) con la convicción, elocuente o rudimentaria, metafísicamente arcana o tan inmediata como el llanto de un niño, de que existe un “otro”, que hay un “afuera”. Los adverbios latinos aliter y aliunde ayudan a entenderlo, así como el personaje del Extranjero, tal como lo encontraremos en las Escrituras o en Platón, en los poetas yen los pintores. Los profetas, los rapsodas, son ciegos, dice la tradición, por su proximidad a la luz. (Steiner, 2011, pp. 17)

La capacidad de hacerse preguntas caracteriza al ser humano con una clara vocación de buscador, que no se conforma con lo contingente, y que por todos los medios a su alcance tratará de interrogar a una realidad que no consigue entender y dominar del todo. Aunque ciertamente debemos convenir que el objeto material de la historia de arte es la obra artística (Fernández-Arenas, 1990, p. 25), la cual, estudiada con método científico, y a la luz de su contexto, puede alcanzar un conocimiento cierto de los principios y causas que la constituyen como actividad humana. A la vez, a la luz también de lo que exhiben las vicisitudes humanas a través de la historia, observamos que el objetivo del arte en realidad no es otro que el ser humano mismo. Incluso un historiador del arte como José Jiménez, contrario a los enfoques metafísicos o trascendentalistas del arte, asume en su Teoría del arte que la persona es el centro toda creación, con lo que implícitamente reconoce también el sentido humanista que posee toda creación artística; llega incluso a afirmar que, si hay algo universal en el arte, es precisamente el sentido antropológico que la dimensión estética ha manifestado en todas las cultu- ras a través del tiempo y del espacio:

Todo en las artes habla del ser humano, incluso la naturaleza muerta o la máquina: el registro artístico promueve siempre un movimiento de inserción del individuo en un universo de sentidos, una transición del yo al nosotros, al mundo artificial construido por el hombre, y al mundo natural, vivida como significación. (Jiménez, 2006, p. 246)

Recientemente, la comunidad científica ha des- cubierto que las pinturas más antiguas conocidas hechas por humanos están en una cueva de Cantabria (España), denominada La Pasiega, en la que la impresión de una mano en negativo fue datada en 66 700 años de antigüedad. Esto demostraría que incluso los neandertales poseían la ya citada capacidad simbólica de ejecutar pinturas (El País, 23 de febrero de 2018). El arte es una manifestación ancestral, como lo fueron las primeras expresiones mágicas animistas anteriores a lo religioso, rituales vinculados al dominio de la naturaleza como pseudociencia (Frazer, 1981; Malinowski, 1993). Es inevitable asociar lo simbólico con lo espiritual, pues las primeras pinturas denotan una actitud relacionada con la necesidad de con- vocar fuerzas que esos ancestros intuían pero no dominaban.

El hombre del paleolítico, inseguro en un mundo hostil, desarrolla un modo de expresión que representa lo visible, en el que a la vez late su inquietud por la muerte y su intuición por lo trascendente. La impresión de una mano sobre el abrigo rocoso de la cueva nos habla de identidad, de deseo de permanencia, de misterioso ritual que implica una voluntad más allá de lo útil y material, y que de alguna manera prefigura la especulación melancólica que caracterizará a Saturno en el arte. No nos cabe duda de que, en el duro proceso de asimilación del mundo, las imágenes supusieron para esas primeras personas un medio más para sondear el sentido mismo de la existencia y para dialogar con una realidad llena de fenómenos sorprendentes y enigmáticos. Tal y como explica Giedion (1995), el ser humano expresó sus primeras inquietudes espirituales a través de imágenes:

Antes que el arte, el hombre creó el símbolo. El símbolo aparece en los albores de la expresión del hombre. En su primera forma rudimentaria aparece en la era musteriense como huella de los primeros tanteos del hombre de Neanderthal en busca de una organización espiritual que trascendiera sus sencillos materiales y su existencia utilitaria. (p. 106)

Igual que este primer humano no se encontró de manera inmediata con un ser superior al cual rendir culto religioso, tampoco se topó con la belleza; mejor dicho, ya se había encontrado con el asombro estético que le brindaba la naturaleza, pero no con la posibilidad de producirla él mismo a través de unas artes plásticas desvinculadas de lo mágico. Analizar la imagen nos ayuda a conocer integralmente al ser humano y a comprobar que en ella se formulaban sus más poderosos retos y esperanzas –vicisitudes y anhelos que comprendían mucho más de lo que hoy consideramos fin creativo.

Lewis-Williams, en su obra La mente en la caverna, propone que la imagen mental compartida fue previa a la imagen física, como mecanismo que hacía par- tícipe al grupo de las visiones, sueños y recuerdos.

Los chamanes ejecutaban imágenes en la pared de la cueva para comunicar a la tribu las visiones generadas por sustancias alucinógenas ingeridas en determinados rituales. La representación no pretendía ser copia de la naturaleza, sino una interpretación de un mundo interior, donde además estaba presente la naturaleza (Lewis-Williams, 2005).

Si asumimos que, para apreciar el arte, debemos analizar previamente la imagen en sus aspiraciones históricas y en su naturaleza ontológica, podremos prosperar en un conocimiento mucho más rico y profundo acerca de lo que es la creación humana. Esto, sin caer en reduccionismos limitadores de lo que debería ser a priori lo estético. La imagen no solo constituye un medio de encuentro con la belleza a través de los sentidos; es sobre todo una meditación sobre una realidad que aspira a ser revelada, dirigida a todas las dimensiones de la persona, empezando por la intelectiva. Las imágenes serían, pues, mucho más que meros ‘perceptos’ dirigidos a lo sensible. En opinión de Vitta, las imágenes son

capaces de dialogar de tú a tú con los “conceptos”, pero sobre todo, desde el momento en que se constituyen sobre la base de un complejo proceso de interpretación, traducción y reproducción de los fenómenos, participan de pleno derecho en la naturaleza de la representación, esto es, en las modalidades gracias a las cuales el duro y extraño objeto de la percepción se transforma en vehículo de interpretación y comprensión. (2003, p. 25)

La sorprendente capacidad que la imagen ha demostrado a lo largo de la historia para ser medio de desarrollo y transformación de la realidad ha hecho que adquiera naturaleza de respetable arte, una actividad humana que no puede definirse con facilidad, pues, igual que el modelo de persona a través de la historia, no ha parado de reformularse en relación a unas inquietudes, a una cambiante visión del mundo.

El filósofo García-Leal (2002) reflexiona sobre el problema que supone tratar de definir, en términos enciclopédicos e inmutables, la práctica del arte: No se nos oculta que cualquier intento de definición choca de entrada con la idea intuitiva de que respecto al arte todo es posible, menos definirlo. O sea, la idea de que el arte, por su propia condición, está en las antípodas de lo definibley lo determinable. Desde ese punto de vista, definirlo será

siempre negarlo en su más íntima verdad. Pues el arte se resiste a ser lo que de algún modo se pretende que sea, se revela frente a lo que ya ha sido, busca deshacerse de cualquier forma dada y reinventarse sin cesar. Siendo de por sí innovación y ruptura, el arte no acepta precepto ni condición alguna: sus mutaciones impredecibles condenan de ante- mano al fracaso todos los intentos de definirlo. (p. 17)

Por lo tanto, definir el arte como modelo inmutable en su desarrollo histórico es imposible, pero sí podemos conocer su esencia a través de unos conceptos abstractos que pueden interpretarse de diversa manera en distintas épocas.

Especialmente interesante nos parece la propuesta que Gadamer hace en este sentido en su obra la Actualidad de lo bello (1991), pues parte de una hermenéutica de lo humano y no de lo estético. Para el filósofo, los tres elementos comunes que constituyen tal base antropológica del arte son juego-símbolo-fiesta. El juego es libertad, movimiento, conducta libre de fines.

En el arte moderno, el artista invita al espectador a jugar con él, a interpretar un significado. Gracias al símbolo, reconocemos lo permanente en lo fugitivo, afirmando que aquel que crea que el arte contemporáneo es degenerado; no ha comprendido tampoco el pasado (no olvidemos que Gadamer hace estas afirmaciones en el contexto de los años 70 del siglo pasado, en pleno furor experimental y salvaje del arte conceptual). Propone, además, que tradición no es solo conservar; es transmitir aportando nuevas significaciones. La fiesta es comunidad y celebra y congela el tiempo, propiciando la comunicación. Pone así de manifiesto, como finalidad de la obra de arte, su poder de desvelar/reconocer, el cual, de manera análoga a como operan los procesos cognitivos, propicia el llegar al fondo de las cosas. Para Gadamer, “el arte nos permite reconocer lo que teníamos ante los ojos pero que no habíamos visto: la verdad dela experiencia como tal” (citado por Davey, 2006, p.150).

La relación entre arte y verdad fue establecida dentro de la filosofía contemporánea por Heidegger y Gadamer el siglo pasado. Una de las bases fundamentales para nuestra reflexión la encontramos en la hermenéutica filosófica gadameriana, cuyos antecedentes los podemos sondear en la fenomenología de Husserl, que marcó decisivamente a Heidegger, a la postre influencia fundamental para el propio Gadamer. La obra de referencia de su maestro Heidegger –más allá de Ser y Tiempo, escrita en 1927 (2003), en la que propone la fenomenología interpretativa o hermenéutica– es El origen de la obra de arte, de 1935 (1996), en la que el autor establece la naturaleza ontológica del arte sirviéndose deun cuadro de Van Gogh, Botas de una campesina, para demostrar cómo, a través de una obra artística, podemos ser testigos del desocultamiento del ser, del encuentro con la verdad. Una obra de referencia e inspiración para nuestra propuesta es Verdad y método I (1993), obra escrita en 1960 por Gadamer, que propone el fenómeno humano del arte como método de comprensión e interpretación de la realidad, con un enfoque claramente metafísicoque demuestra que el arte es un modo eficiente de encuentro con la verdad frente a la primacía que el método científico ha impuesto en la era contemporánea:

El que en la obra de arte se experimente una verdad que no se alcanza por otros caminos es lo que hace el significado filosófico del arte, que se afirma frente a todo razonamiento. Junto a la experiencia de la filosofía, la del arte representa el más claro imperativo de que la conciencia científica reco- nozca sus límites. (Gadamer, 1993, p. 9)

El método hermenéutico responde a la inquietud de un homo quaerens que percibe que el juicio lógico no alcanza a profundizar en el ser de las cosas, que, siendo el intelecto clave para relacionarse con el mundo, asume que su realidad plantea preguntas que el método científico no es capaz de plantear. Esquivel (2018) explica que la hermenéutica de Gadamer, en relación con la fenomenología que la inspira, no se plantea como típica interpretación de textos; más bien, como una hermenéutica existencial con la que se “trata de reconocer quiénes somos, dónde estamos y hacia dónde pretendemos ir” (Esquivel, 2018,p. 164). En definitiva, una hermenéutica vital que platea las preguntas últimas:

Cuando pensamos la hermenéutica como un modo de ser y vivir humanos recuperamos su carácter fenomenológicoexistencial que nos lleva a pensar en el ser de la vida humana. La fenomenología de la vi da fáctica asume una postura crítica ante el optimismo de la razón. El sentido crítico de esta visión hermenéutica nos coloca ante algunas interpelaciones como las siguientes, entre otras, ¿cuál es el sentido de la vida humana hoy? ¿Cómo captar la inmediatez de las experiencias humanas en el ámbito de una sociedad fragmentada y sin valores? ¿Cómo reorientar la vida hacia un interés de emancipación en favor de una sociedad justa y responsable? (Esquivel, 2018, p. 163)

El filósofo de la historia Wilhem Dilthey, influencia clave para la aplicación de la hermenéutica enla fenomenología interpretativa propuesta por Heidegger y heredada por Gadamer, dedicó su labor fundamentalmente a entender el origen y funciona- miento del concepto de imagen o visión del mundo (Weltanschauung) que las personas generan en su conciencia (1944-45 y 1963). Navarro, en la obra en la que analiza la importancia que concede Dilthey al vínculo entre arte y conocimiento (2013), señala que, para este, los tres ámbitos que originan la concepción del mundo humano histórico provienen de la mutua colaboración entre arte, ciencia y experiencia de la vida, pero hace especial énfasis en el peso del arte sobre el resto de ámbitos:

Los artistas han ofrecido una comprensión del mundo humano mucho antes de que el pensamiento científico llegara siquiera a planteárselo como tarea. […] las creaciones artísticas preparan el estudio científico en el sentido de que le proporcionan un material que la simple experiencia de la vida no puede dar. Para Dilthey, esta prioridad temporal no es simplemente un hecho, sino que lo considera una “gran ley histórica” presente a todo lo largo del desarrollo de la conciencia humana. (Navarro, 2013, p. 145)

Para Dilthey, el arte está en la base de lo que la humanidad conoce y experimenta en su existir, pues no solo aporta información, sino que supone una vivencia para las personas, esto es, una experiencia significativa que acaba formando parte de sus vidas:

En la experiencia estética se origina la vivencia de algo que propiamente no hemos vivido, pues no toca directamente el curso de nuestra vida. Esa vivencia, además, presenta unos rasgos de plenitud, de comprensión de sentido y de libertad, superiores a las vivencias ordinarias. (Navarro, 2013, p. 166)

En relación con la imagen del mundo, Mikel Dufrenne propone el concepto de humanismo estético como aquella capacidad que posee el ser humano para alinearse con una determinada visión común del momento a través de sus manifestaciones artísticas. La Weltanschauung no es, para este filósofo, una doctrina, sino una metafísica viviente en todo hombre: “la manera de ser en el mundo que se revela en su comportamiento” (Dufrenne, 2018, p. 196). Esa visión de la realidad se traduce en el mundo del objeto estético. Hay una metaestética que está por encima de subjetividades y acontecimientos personales, un elemento notarial que registra el todo de una época. Una obra realizada por una persona trasluce la expresión de una época, contribuyendo a algo que le sobrepasa, testimoniando un existir del que el creador a veces no es plenamente consciente:

Así la obra nos habla de su tiempo, de la misma forma que nos habla de su autor, y este tiempo no es otra cosa que el autor generalizado: es el tiempo de un estilo, en la medida en que, a través de un estilo individual, se dibuja un estilo colectivo, es decir que el estilo “tiene” un tiempo. El hecho de así darnos, aunque solo sea parcial y sublima- da, una figura del hombre histórico, hace posible un humanismo esté- tico, que será incluso inevitable, en cuanto que el objeto estético es histórico y portador de testimonios sobre el hombre: sobre su autor, y a través de él, sobre la civilización que lo ha inspirado, especialmente (y esta observación vale también para la historia) en las épocas de fe, cuando el artista, por muy personal que se sienta, incluso a veces con rebeldía, no pone en cuestión su cultura sino que la testimonia, aunque sea sin saberlo. (Dufrenne, 2018, p. 180)

Y si el arte habla a la persona desde la persona, debemos convenir con Espinosa que el arte se dirige al ser humano en su integridad –cuerpo, mente y espíritu– aspirando a conmover e iluminar, lo que implica la existencia de dos grandes opciones a la hora de interpretar una obra: bien mediante un enfoque metafísico o trascendente, o desde el inmanentismo del aquí y el ahora (Espinosa, 2015). Espinosa reivindica la primera opción –que fundamenta nuestra propuesta– representada por el filósofo francés George Steiner en su obra Presencias reales (1991), al que cita:

reivindica [G. Steiner] el papel transmisor de contenidos intersubjetivos que además versan sobre realidades trascendentes a la obra; a lo que se añade el hecho de que el buen arte transforma en alguna medida a la persona y encierra profundos juicios de valor, dado que se funda en la presencia teológica, ontológica o metafísica de lo real […] o, dicho de otro modo, se alimenta de la otredad y por lo tanto la expe- riencia estética genuina combate sin descanso al nihilismo y al discurso autorreferente. (2015, p. 234)

También dentro de esta visión trascendentalista, Espinosa ubica al filósofo español Eugenio Trías, que entiende el arte como estética del límite, en la que la imagen funciona como “bisagra y gozne entre lo conocido y lo ignoto pero intuido, es decir, entre lo nouménico y/o lo sagrado” (Trías, 2004, p. 50). Para Pérez-Borbujo, Trías, con su contribución de estética del límite “ha venido a coronar el gran edificio del pensamiento metafísico español del siglo XX, jalo- nado por las grandes figuras filosóficas de nuestra historia reciente (Unamuno, Ortega y Gasset, Xavier Zubiri, María Zambrano)” (2005, p. 120).

El enigmático y sorprendente poder de lo sobrenatu- ral que el ser humano ha acusado al contemplar una ha sido profundamente analizado por autores de referencia en el análisis histórico de la imagen, como Elkins y el carácter alquímico de la imagen (2000), Freedberg y el poder mágico de la imagen (2009) o Belting y el aspecto sagrado de la imagen (2009). Todos ellos parten de una perspectiva antro- pológica para entender y analizar la imagen, pues,tal y como afirma Belting, de algún modo la imagen debería ser interpretada como un singular modo de existencia humana:

Desde la perspectiva antropológica el ser humano no aparece como amo de sus imágenes, sino –algo completamente distinto– como “lugar de imágenes” […]. La incertidumbre acerca de sí mismo genera en el ser humano la propensión a verse como otros, y en imagen. (2007, pp. 14-15)

Imagen 2. Saenredan, Goltius (1597). Mercurio.

Imagen 2. Saenredan, Goltius (1597). Mercurio.

No en pocas ocasiones descubrimos, en nuestra experiencia como espectadores, que el arte nos revela una verdad que en ocasiones se resiste a ser formulada de manera lógica. El ser humano está en el centro mismo del arte, pues sus imágenes nos convocan a todo lo que nos hace personas: desde las necesidades más básicas –relacionadas con el legítimo deseo de felicidad– pasando por el espíritu crítico que acusa las vicisitudes históricas de orden político y social, hasta la pregunta por el ser. La obra nos apela de manera personal; como espectadores, no podemos evitar sentirnos aludidos, cuando no implicados en el asunto que la imagen propone.

La función de buena parte de las imágenes que denominamos artísticas implica objetivos instrumentales que el espectador detecta en paralelo al placer estético que la obra pueda producirle, pero, ante todo, se trata de una apelación personal e íntima. Podríamos decir que parte del atractivo que irradia la obrareside precisamente en esa exhortación que establece con todo aquel que la mira:

La obra de arte le dice algo a uno, y ello no solo del modo en que un documento histórico le dice algo al historiador: ella le dice algo a cada uno, como si se lo dijera expresamente a él, como algo presente y simultáneo. (Gadamer, 2006, p. 59)

Por tanto, para Gadamer, hay imágenes que establecen –más allá de tiempo y espacio– una relación personal con el espectador a través de cuestiones existenciales intemporales, relacionadas con la incertidumbre a la que la contingencia de la vida somete a las personas. Las imágenes que consiguen entablar esta íntima comunicación con el espectador están necesariamente relacionadas con las grandes preguntas que cualquier persona, por el mero hecho de serlo, se plantea más allá del existir cotidiano y de la razón práctica instrumental que la guía a diario. El homo quaerens, en su inquietud por conocer, observa en la imagen un medio con capacidad para interrogar a la realidad, alternativo a lo fundamentado por la razón, porque en ella identifica también los dominios de lo irracional que le interpelan: deseos, miedos, pasiones y, en definitiva, la reflexión profunda ante lo incierto de su destino.

No es posible penetrar en el misterio de la mirada que nos lanza la mujer anónima de El Fayum (Imagen3) únicamente desde aspectos históricos y conceptuales, ni siquiera desde los exclusivamente estéticos. Más allá incluso de la contextualización iconológica que nos remite a estudios de carácter cultural, en la obra emerge una apelación personal, de persona a persona en lo existencial. Esos ojos negros, lánguidos pero expectantes, nos confirman que, aunque hay numerosos detalles de la retratada que desconocemos, nos llevan a intuir, por pura empatía con su finalidad funeraria, que su sentido es encontrarse con la eternidad.

Nos emociona contemplar esos ojos enfrentados a la muerte con la serena elegancia del que asume lo inevitable, más allá de sus creencias sobre el Hades. Ni rito, ni impostura; su rostro no puede exhibir mayor sinceridad, la que nos exige a los que la contemplamos cuando entendemos que su mirada se nos clava para formularnos la pregunta sobre nuestro propio destino. Como propone Bailly (2001) en referencia a todo este género funerario romano que fusionaba sincréticamente creencias romanas y egipcias en los primeros siglos de nuestra era, durante unos instantes, los espectadores no podemos evitar intercambiar los papeles con el retratado:

Por su destino mismo –la momia y la tumba– los retratos de El Fayum, incluso aquellos que nos parecen más naifs, pertenecen a este saber de la muerte como compañera de la vida; así vienen a hablarnos de “lo que era ser”, y del ser vivo, en aquellos tiempos y lugares. Sin anécdotas, sin detalles, sin puesta en escena, repliegan la superficie sobre la esencia. A lo largo de la gran cadena que forman, invitana un festín: y a su través los vivos son los muertos y los muertos, los vivos. (p. 16)

Heidegger nos recuerda que no somos plenamente conscientes de la existencia hasta que la enfermedad de un hijo nos viene a indicar su valor y a formular la pregunta por el sentido (León, 2009). Sin embargo,la muerte, como incertidumbre de la vida, no es el único motivo que puede desencadenar una her- menéutica existencial en el espectador a través deuna imagen. La icónica Marilyn de Andy Warhol, en cualquiera de sus innumerables versiones, aunque también pueda contemplarse como retrato funera- rio, pues se realizó tras su inesperado fallecimiento, despierta en quien la mira un caudal de experiencias. Anderson y Dyrness (2016) proponen la opinión de Thierry de Duve para demostrar el profundo sentido existencial que Warhol introduce en una imagen aparentemente superficial y agradable del Pop Art. Para de Duve, Marilyn postmortem se convierte en una pantalla en la que los espectadores no podemos evitar proyectar nuestros fantasmas, sueños y deseos (Anderson y Dyrness, 2016). Y así, la imagen, como rostro lleno de vida que nos mira, también nos con- duce a una profunda apelación personal que sacude al mismo Dilthey:

El enigma de la existencia mira al hombre en todos los tiempos con el mismo rostro misterioso, cuyos rasgos percibimos bien, y tenemos que adivinar el alma que está detrás. Siempre está ligado originariamente con este enigma, el de este mundo mismo y la cuestión de¿por qué estoy en él?, ¿cuál será mi fin en él?, ¿de dónde vengo?,¿por qué existo?, ¿qué seré? Esta es la más universal de todas las cuestiones y la que más me interesa. (Dilthey, 1974, p. 126)

La imagen nos asoma al alma, lo que acaba por exponernos a las preguntas últimas. La primera pregunta que se formula el homo quaerens es antropológica:¿quién soy yo? De esta primera procede el resto:¿quién me ha puesto aquí y para qué? (escatológica).Otras dos preguntas saldrán a su paso en el existir de la vida: ¿qué puedo conocer? (epistemológica),¿cómo encontrarme con el bien y no, más bien, con el mal? (ética). En realidad, toda aquella obra con la que granjeamos una relación suficiente como para contemplarla, acabará por llevarnos a un lugar distinto del que objetivamente representa, desencadenando una vivencia existencial en nosotros que nos ayuda a intuir el sentido de la vida. Tal y como propone Gadamer:

Parece incluso que la determinación misma de la obra de arte es que se convierta en vivencia estética, esto es, que arranque al que la vive del nexo de su vida por la fuerza de la obra de arte y que sin embar- go vuelva a referirlo al todo de su existencia. En la vivencia del arte se actualiza una plenitud de significado que no tiene que ver tan sólo con este o aquel contenido u objeto particular, sino que más bien representa el conjunto del sentido de la vida. Una vivencia estética contiene siempre la experiencia de un todo infinito. Y su significado es infinito precisamente porque no se integra con otras cosas en la unidad de un proceso abierto de experiencia, sino que represen-ta inmediatamente el todo. […] La obra de arte se entiende como realización plena de la representación simbólica de la vida, hacia la cual toda vivencia se encuentra siempre en camino. (Gadamer, 1993, p. 48)

La hermenéutica planteada por Gadamer (1993) expresaría perfectamente la expectativa que el ser humano tiene de la imagen como encuentro con la verdad, lo cual demuestra que su vocación por la imagen es en realidad su vocación por la búsqueda de sentido. El encuentro con la verdad a través de la imagen es diálogo con el misterio del ser. En este sentido, proponemos interpretar, a modo de conclusión de nuestro texto, Melancolía 1, de Durero(Imagen 1), un grabado numerado como primero de una serie misteriosamente inconclusa, y que, “al igual que su Apocalipsis, [está] entre las obras de arte que parecen haber ejercido un poder casi compulsivo sobre la imaginación de la posteridad” (Klibansky et al., 1991, p. 355). Su enigmático mensaje nos sugiere que todo aquel que aspire a decodificar la realidad hasta su sentido último –desde la ciencia de la geometría o el ingenio del artista allí representados– está condenado a intuir sin poder llegar a demostrar; es la paradoja del científico y del artista, que vinculamos a una reflexión de Dilthey:

Dilthey señaló repetidas veces la diferencia entre el conocimiento del mundo natural y el del mundo histórico. Explicamos la naturaleza desde fuera; comprendemos el mundo histórico desde dentro.Dilthey estudió la naturaleza de la comprensión histórica con ocasión de la captación de la obra de arte. Así, la comprensión de la obra de arte presenta las propiedades que Dilthey atribuirá al conocimiento histórico en sus últimos escritos, a saber: el objeto y el sujeto son de la misma naturaleza; en ella se nos da directamente tanto el objeto como sus relaciones causales. Es un acontecimiento vivencial en que actúan todos los aspectos de la vida anímica. (Navarro, 2013, p. 173)

Durero es simultáneamente tanto sujeto/objeto, como Saturno/Mercurio en un galimatías cuya resolución se antoja compleja a nivel lógico. El artista es Saturno melancólico al experimentar la incertidumbre existencial procedente de la ingente tarea del sabio: “Es el rostro de Saturno el que nos mira, pero en él podemos reconocer también las facciones de Durero” (Klibansky et al., 1991, p. 348). Sufre y se retrata como objeto de la obra, como el ángel que, con la mirada extraviada, no ceja en su ejercicio de mens contemplatrix, “que conoce intuitivamente y trasciende el raciocinio discursivo; tiende hacia Saturno” (Klibansky et al., 1991, p. 332).

Pero Durero también es Mercurio cumpliendo con su responsabilidad hermenéutica de compartir con el espectador el vértigo de una realidad tan fascinante y bella como inabarcable e indecodificable racional- mente en su compleja formulación:

Hermes es el mensajero divino. Trae mensaje del destino; έρμηνεύειν es aquel hacer presente que lleva al conocimiento en la medida que es capaz de prestar oído a un mensaje. Un hacer presente semejante deviene exposición de lo que ya ha sido dicho por los poetas. (Heidegger, 1987, 110)

La metáfora de la convivencia de Saturno con Mercurio –la colaboración de las diversas dimensiones humanas capaces de provocar las preguntas últimas– ejemplifica el modo en el que el arte nos apela como hermenéutica existencial ante el reto del acceso a la realidad. Al homo quaerens, en su voluntad de buscador, se le revela la imagen como sugerente agente de asimilación del mundo y de encuentro con el sentido último que le acerca a la verdad.

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