DOI:
https://doi.org/10.14483/21450706.20900Publicado:
2024-05-20Número:
Vol. 19 Núm. 36 (2024): Vol. 19 Núm. 36 (2024):Julio-diciembre 2024Sección:
Sección CentralComunidades estéticas soñadas. Prácticas estéticas en comunidad y sus encrucijadas
Dreamed Aesthetic Communities. Communities’ aesthetic practices and their challenges
Comunidades estéticas sonhadas. Práticas estéticas em comunidade e suas encruzilhadas
Palabras clave:
Arte y comunidades, artes relacionales, prácticas estéticas colaborativas (es).Palabras clave:
Art and communities, Relational arts, Collaborative Aesthetic Practices (en).Palabras clave:
Arte e comunidades, Artes relacionais, Práticas estéticas colaborativas (pt).Descargas
Referencias
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Recibido: 25 de mayo de 2023; Aceptado: 14 de julio de 2023
Resumen
Diversos teóricos han definido las “Prácticas estéticas colaborativas”; cuando estudiamos estas definiciones es importante develar desde qué horizontes se está planteando el término “comunidad” y así mismo, revisar críticamente algunos elementos que subyacen en estas prácticas.
El origen de los discursos sobre “Prácticas estéticas colaborativas”, que las define desde el seno de la institución arte, y su revisión crítica desde perspectivas como el pensamiento decolonial, son los asuntos que aborda este texto.
Palabras clave
Arte y comunidades, artes relacionales, prácticas estéticas colaborativas.Abstract
Different theorists have defined the "Collaborative Aesthetic Practices", when we study these definitions is important to disclose from what horizons the term "community" is being considered and likewise to make a critically review some elements that underlie these practices.The origin of the discourses on "Collaborative Aesthetic Practices", which defines them from the heart of the art institution, and their critical review from perspectives such as decolonial ideas, are the subjects that broad this text.
Keywords
Aesthetics practices with communities, art and community, relational arts.Comunidades estéticas soñadas. Prácticas estéticas en comunidad y sus encrucijadas
Es común que el profundo desdén producido por la soledad que a veces nos invade nos impulse a juntarnos, a salir al encuentro de los demás, a querer participar de algún tipo de comunidad. A lo largo de estos años realizando procesos en arte colaborativo, he sentido curiosidad por entender qué es lo que buscamos en estos encuentros y que, sin estar evidentemente en la superficie de cada uno, parece urgente e ineludible. De estos procesos empezó a aflorar una sensación de que, además de la necesidad de construir un tejido colectivo, había una urgencia de ser/existir. Así, posiblemente el problema concreto no sea la soledad, sino el inminente desvanecimiento de nuestra presencia en el mundo.
Vivimos en un escenario de individualidad globalizada, de esta forma, se imponen globalmente regímenes para nuestros modos de existencia y, así mismo, individualmente, cada ser humano lucha por resolver su existencia dentro de límites restringidos de posibilidades.
La idea de comunidad, generalmente idealizada, puede pasar por alto individualidades específicas y matices particulares de cada individuo que conforma una comunidad. Es precisamente en esta invisibilidad, que el deseo de ser alguien se desvanece en las aspiraciones del colectivo, las cuales se perfilan en ideales comunes dejando atrás las diferencias de sus individuos. Norbert Elías encuentra ambigüedades en el término “comunidad”, entre otras cosas porque se opone a la idea de individuo; sin embargo, individuo y comunidad son dos términos en exacta codependencia, uno construye al otro y viceversa; usualmente no existe un proyecto social claro en las intenciones individuales y cada individuo es reemplazable, no obstante, es a través de la acción de los individuos que suceden las transformaciones sociales (Elías, 1994).
Existen muchas definiciones sobre lo que es comunidad, formadas por disciplinas que contemplan el concepto dentro de sus objetos de estudio. Algunos de ellos definen a la comunidad como un grupo ubicado geográficamente, regido por instituciones con problemas colectivos. Otras visiones, sin embargo, como la del investigador galés Raymond Williams, formulan que una comunidad se concibe a partir del conjunto de significados e intenciones compartidas que nacen de sus prácticas cotidianas (Williams, 2015). Esta mirada permite una aproximación a la comprensión de las comunidades desde otros ángulos, comprendiéndola a través de sus prácticas, relaciones sociales, hábitos, tipos de trabajo, gustos, etc.
Si bien estas definiciones señalan rutas para el conocimiento de los grupos humanos, el uso que le damos a la palabra “comunidad” generalmente está cargado de ilusiones, supuestos de una vida en armonía colectiva, en respuesta a las condiciones de existencia cada vez más precarias en el planeta.
Estas ilusiones hacen que el sentido de la vida comunitaria se convierta en un tema a la vez decisivo e incierto, de modo que la comunidad se convierte en el imaginario, en lo que en otros tiempos se entendía como un paraíso perdido (Williams, 1997). Teniendo esto en cuenta, podemos considerar que “la comunidad es el tipo de mundo que, por desgracia, no está a nuestro alcance, pero en el que nos gustaría vivir y esperamos llegar a poseer” (Bauman, 2003, p. 9). En condiciones de incertidumbre, la comunidad real presenta una posibilidad de seguridad y apoyo, exigiendo lealtad e incondicionalidad, lo que necesariamente deriva en un sacrificio de nuestra propia libertad, diluyendo las posibilidades de actuar individualmente. La tensión entre lo individual y lo colectivo, por tanto, es constante, llevándonos a transitar permanentemente entre el sueño ideal de una comunidad que nos acoge y protege, pero al mismo tiempo rechazando parte de lo que somos y exigiendo una militancia en ella. El mismo sueño nos subyuga en un juego permanente, ya que “siendo humanos, no podemos cumplir la esperanza, ni dejar de tenerla” (Bauman, 2003, p. 11).
Bauman sostiene que el capitalismo moderno ha reemplazado una comunidad basada en la tradición por una comunidad construida artificialmente (2003). Son construcciones comunitarias que nacen y se diluyen permanentemente, pudiendo ser grupos de personas que ocupan un mismo espacio físico, o en el caso de algunas prácticas artísticas, comunidades creadas para realizar proyectos con un tiempo concreto (Palacios, 2009). La noción de comunidad adquiere diversos significados, en algunos casos se torna como directriz de Estado; en otros contextos puede entenderse como una práctica de resistencia. Una existencia en transformación permanente hace que se creen comunidades nuevas y plurales, las cuales se enfrentan no sólo a los cambios del mundo, sino también a sus fracturas; comunidades efímeras que nacen para enfrentar las vicisitudes de cada momento presente.
Paulatinamente, el término comenzó a vaciarse y se fue reemplazado por la idea de identidad que exige evidenciar la diferencia. Sin embargo, de esta individualidad han surgido la angustia y la soledad y, para superarla, también la necesidad de identificarse con los demás, teniendo siempre como referencia el eco de la comunidad (Bauman, 2003); todo ello deriva en comunidades aparentemente sólidas, cuyo tiempo es tan fugaz como su propia meta.
En esta individualización súper identificada, empezamos a tener experiencias sensoriales cada vez más pobres, tratando de normalizar, de manera casi automatizada, ideales de comunidades
homogéneas creadas para el consumo, en las cuales, lo diferente, se asocia con cuerpos desubicados, equivocados, desorientados, enfermos, deshumanizados, que deben ser expulsados a las fronteras, en la supuesta búsqueda de comunidades saludables y prósperas.
Taller de prácticas ecolaborativas- Fortaleza (Brasil) 2016 - Foto Ligeya Daza
Es común que en diferentes disciplinas se aborde la práctica con comunidades como una especie de salvavidas para las ideas de un mundo globalizado. El problema aquí radica en pensar en un orden global moderno que cubra todos los rincones del planeta, este es un razonamiento eurocéntrico emanado de centros hegemónicos de poder (Escobar, 2003), que no contempla otro tipo de órdenes y desconoce las lógicas, prácticas, sensibilidades, saberes de otras culturas que, si bien han sido afectadas por la modernidad, no necesariamente operan con esta óptica. En este punto, es importante diferenciar una mirada que entiende los procesos comunitarios, la colaboración y el cuidado como la salida a una crisis planetaria producida por la modernidad, de las prácticas comunitarias y comunales de resistencia de muchos de los pueblos que sufrieron la modernidad en su forma colonial. Esta diferencia es fundamental cuando emprendemos un proceso artístico con comunidades, pues como la concebía Bauman,
si existe una comunidad en el mundo de los individuos, sólo puede ser (y debe ser) una comunidad tejida desde el compartir y el cuidado mutuo; una comunidad de intereses y responsabilidades en relación con los derechos del ser humano e igual capacidad de actuación en defensa de estos derechos (Bauman, 2003, p. 134).
Es importante destacar que, en un contexto específico como el nuestro, la modernidad se impuso a través de la colonización violenta, no era el proyecto ni el sueño de los habitantes de estas tierras.
América Latina se constituyó desplazada de la modernidad, produciendo académicos, artistas y estadistas latinoamericanos que intentaron adaptarse al patrón promovido por la colonia; en este sentido, la modernidad se configuró como un ideal a alcanzar y no como un proyecto de la colonialidad del poder (Mignolo, 2003). De acuerdo con lo anterior, emprender la tarea de las prácticas artísticas de promover una mirada no colonial implica también promover una profunda claridad de la mirada colectiva sobre las prácticas comunales. Transitar por caminos no coloniales necesita una “mirada limpia” como la define el investigador Mario Valencia (2015), al referirse a una vida social mediada por valores comunales, compuesta por sujetos colectivos, con predominio de subjetividades colectivas. Más que eso, es importante abrirse a la posibilidad de pensar otros mundos, conocer de “otras maneras”, construir nuevos espacios para generar conocimiento, cuestionar los orígenes espaciales y temporales de la modernidad para construir mundos locales y alternativos (Escobar, 2003).
El cristal de la colaboración
Toda creación artística necesita colaboración. Incluso la propuesta más sencilla requiere algún tipo de cooperación y, aunque la participación suele invisibilizarse en los objetos artísticos, muchas veces se convierte en material de prácticas artísticas colaborativas.
Este tipo de práctica se presenta como la caída de un telón de fondo que cubría los objetos artísticos, pues representa el develamiento de toda la participación que ocurre detrás de las imágenes, poniendo en entredicho el modelo del artista único, estandarte del arte hegemónico occidental.Pensamientos, opiniones, ideas, manos, intenciones, trabajos y conexiones son variadas formas de interacción humana que afloran en este tipo de prácticas estéticas. El material de estas propuestas es como un cristal que deja ver el entramado social que las estructuran. Considerando estas ideas, es fundamental trazar un breve recorrido por algunos movimientos definidos dentro del discurso artísticohegemónico, tales como: artes conectivas, artes relacionales, prácticas colaborativas, arte con comunidad, prácticas dialógicas, etc.
Sin embargo, debemos aclarar que existe una gran dificultad para definir cada una de estas prácticas y, posiblemente, definir no sea la mejor estrategia para comprender este universo de actividades en el campo artístico, tan ricas como complejas. Dada su amplitud, muchas de estas prácticas se bifurcan, otras se fusionan, otras se transforman: por su carácter dinámico, sucede que, al momento de definirse, ya son diferentes. Sin embargo, es posible abordar algunos aspectos dentro del contexto histórico que nos ayuden a comprender el porqué de la aparición de estas nuevas prácticas.
Por otro lado, la Modernidad, período histórico en el que “los metarrelatos tienden a consolidarse como “la mejor forma de pensar” y como “la más verdadera comprensión de la realidad” (Guanaes- Lorenzi et al., 2014, p. 33), suscitó una gran reflexión crítica. Esto, junto con un comienzo de siglo convulso por guerras es, entre otras muchas situaciones, el escenario para el surgimiento de proyectos como la democratización del arte, que era a la vez ambicioso y político. En el espacio académico encontramos aportes de instituciones dedicadas a la formación artística, como la Bauhaus 1 , que se generaron a partir de cuestionamientos sobre la relación arte-sociedad y propuestas para reducir la distancia entre artesanos y artistas, por lo que se planteó volver a manual de trabajo para liberarse de la arrogancia que dividía a los artesanos de los artistas en clases sociales.En la década de 1950 del siglo XX, el arte, visto como una herramienta para el desarrollo humano, fue abordado por pedagogos como John Dewey (2010) con la propuesta de un arte para la vida, en la que se intentó establecer una educación que contuviera el arte como disciplina esencial para el desarrollo del ser humano, afirmando que toda actividad práctica contiene dimensiones estéticas.Herbert Read (1995), otro pedagogo que trata el tema explica que la función más importante de la educación es la psicología, la educación estética o educación de los sentidos para la conservación y coordinación de todos los modos de percepción y sensaciones. Por su parte, Paulo Freire, en América Latina, propuso una pedagogía resistente, crítica y participativa, invitando a vivir una educación como obra de arte, donde el educador es un artista que rehace la existencia rediseñando, repintando, retractando y rehaciendo el mundo (Cátedra ITESO Paulo Freire, 2000).En los años 60, surgieron prácticas artísticas que, básicamente, se basaban en dos ideas principales: la primera, que se debía buscar el sentido del arte en el contexto en el que se inscriben las obras y centrarse en los llamados objetos artísticos; en segundo lugar, la necesidad de crear una nueva relación entre el proceso artístico y los espectadores (Palacios, 2009).
Los artistas contribuyen con fuertes cambios, tanto en sus prácticas como en sus productos, este es el caso de Joseph Beuys, quien expresaba que todo ser humano es un artista porque en cada uno subyace la capacidad de crear y transformar el mundo. El grupo Fluxus 2 , del que formaba parte Beuys, así como la creciente aparición de happenings 3 , performances 4 e intervenciones, convirtieron el panorama artístico en un espacio de diálogo con sus públicos, que eliminó la barrera entre un artista individual y un público observador.
En este transcurso de tiempo, crece una profunda desconfianza en la sociedad hacia el llamado mundo desarrollado, sobre los mitos que subyacen a la modernidad y, así mismo, se produce una revisión de las utopías que proponían un mundo mejor, todo ello se transformó en temor y una profunda angustia que permeó más y más la vida humana. Esta otra dimensión del mundo da paso al momento histórico que el filósofo francés Jean-François Lyotard (1987) denominó posmodernidad: la no aceptación de narrativas que actúan con verdades universales legitimando prácticas de poder. Según Lyotard, los intelectuales posmodernos deberían buscar diferentes modos de comunicación y comprensión, haciendo resistencia consciente a las narrativas dominantes, incluyendo la disidencia como espacio central en esta tarea.
Es así como en este escenario muchos artistas dieron un giro para enfocarse en el arte como herramienta fundamental para la transformación social (Palacios, 2009), cuestionando el objeto artístico como un elemento problemático, dada su relación tangible con el mercado; la crítica al imaginario de un artista “genio” cada vez más aislado de la realidad que le rodea; así como las fuertes discusiones en torno a las ideas del “arte por el arte”, como principio del sistema de mercado artístico. En este paisaje nacen una serie de propuestas que se articulan con distintas comunidades y que cuestionan en la práctica la idea del espectador contemplativo. Algunas prácticas artísticas abandonan la seguridad y certeza del cubo blanco y se lanzan al dinamismo de la vida; de esa manera, el proceso, las acciones humanas, las relaciones, los sentimientos, los sueños, etc., son la nueva materia que daría vida a obras artísticas Al respecto, en las prácticas artísticas, Guanaes-Lorenzi et al. dijeron que la posmodernidad está interesada en el efecto de su propuesta, “su método de trabajo no sigue prescripciones controladas y racionalizadas, sino que surge del diálogo con los contextos de investigación que trata” (Guanaes-Lorenzi et al., 2014, p. 36).
Los efectos que producen este tipo de obras artísticas, más allá del éxtasis contemplativo de los espectadores, pueden ser sutiles e invisibles; estas prácticas estéticas intangibles no producirían objetos típicos evaluables y cuantificables. Estas obras trascienden sus niveles de objetos de consumo, y artistas e intelectuales se ubican en relaciones horizontales, donde se borra la autoría para abrir la puerta de la participación, dando paso a un “artista-investigador que asume su lugar e interés, y un trabajo- investigación que expone su contingencia e incompletitud” (Guanaes-Lorenzi et al., 2014, p. 36).
Dado que cada grupo o comunidad tiene características muy particulares, estas propuestas se ubican más en el campo de la acción que en los objetos artísticos, por ello se denominan prácticas estéticas. El papel del público o espectador de este nuevo tipo de obra es transformador y el diálogo se vuelve directo y participativo. En este sentido, “nos vemos menos contemplativos y más participantes, menos espectadores y más coautores de las obras. Si estas mismas obras parecen volverse cada vez menos completas y autoexplicativas, nosotros, además, nos hacemos cada vez más responsables de su significado” (Guanaes-Lorenzi et al., 2014, p.2 8).
Por otro lado, algunos investigadores las han estudiado y definido; así, el filósofo francés Nicolás Bourriaud define “Estéticas Relacionales” a las prácticas artísticas que apuntan a la participación colectiva, así como a la generación de lazos y redes, siendo un “conjunto de prácticas, obras artísticas que toman como punto de partida teórico y práctico el conjunto de las relaciones humanas y su contexto social (…)” (Bourriaud, 2006, p. 142). Si bien las artes han tenido históricamente un carácter relacional, dado que complementan su sentido en la interacción social al generar lazos que preexisten históricamente y que nos conectan con siglos de existencia, es el arte relacional el que toma las mismas relaciones como materia de su propuesta, proponiéndose como un intersticio social que produce relaciones entre las personas y el mundo (Bourriaud, 2006).
Las prácticas relacionales orientan sus trabajos en el ámbito de las relaciones humanas y su contexto social, creando y problematizando, en lugar de concentrarse en los objetos artísticos, pareciendo superar, así, el problema de la inserción en el modelo mercantil. Además de la actividad artística sustentada por las instituciones en el transcurso de la vida cotidiana, las estéticas relacionales producen, por parte de artistas o no artistas, situaciones que dan lugar a nuevas formas de relacionarse entre sí. La magnitud de los éxitos que componen nuestra vida y que transforman la existencia nos hacen ver que “la utopía se vive hoy en la subjetividad de lo cotidiano, en el tiempo real de experimentos concretos y deliberadamente fragmentarios” (Bourriaud, 2006, p. 54), y son las relaciones las que conectan, cada vez más, lo que conocemos como arte con las prácticas humanas en la vida cotidiana.
También existe la necesidad de que los artistas se alejen de las galerías y los museos porque estos son espacios formales limitantes. En esta búsqueda se enmarcan las artes contextuales. El crítico de arte francés Paul Ardenne se refiere al arte contextual como un arte del evento, diferenciándolo de las formas de arte convencionales. En este sentido, estas prácticas se distancian de la posibilidad del simulacro, la descripción figurativa, las apariencias, en fin, elementos característicos del arte tradicional. Hay una relación directa entre la obra artística y la realidad, ya que “la obra es la inserción directa en el tejido del mundo concreto (…)” (Ardenne, 2006, p. 11). El artista, en lugar de representar, elige la realidad para apropiarse de ella. La obra del artista se convierte en el universo mismo: a la vez social, político y económico (Ardenne, 2006). Estas prácticas artísticas optan por distanciarse de los escenarios tradicionalmente utilizados para la circulación y exhibición de piezas artísticas, tratando de generar una nueva relación entre el artista y el mundo. En este caso, los artistas se convierten en agentes productores de eventos. Ardenne (2006, p. 15) define las prácticas artísticas contextuales como: “todas las creaciones que están ancladas en las circunstancias y muestran un deseo de 'tejer con' la realidad”.
El artista seexpone aquí como un ser muy próximo a su entorno y rechaza los objetos de contemplación estética. Se enfoca en el proceso e invita a todos los que participan o dialogan con él a ser artistas creadores de mundos. En este sentido, también hay, de fondo, una propuesta de replanteamiento de los criterios históricos de la estética. El artista, más que un creador, es un activador de circunstancias “la obra auténtica, en efecto, es la 'obra' y su tiempo real, no la eternidad posible de su exhibición, sino el momento de su elaboración” (Ardenne, 2006, p. 37).Así pues, estas prácticas están enfocadas a un arte que sea capaz de romper las barreras entre la creación y la percepción de la obra, buscando una relación más cercana entre el artista y su público. En este sentido, aparece una nueva concepción de lo que históricamente se ha definido como artista. Sin embargo, existen algunas críticas que apuntan al temor de que el artista se confunda con su obra y desaparezca en el tejido social (Ardenne, 2006, p. 17). El arte contextual busca revisar y revalorizar las nociones que construimos sobre lo que es la sociedad y las formas en que tenemos que operar en ella; pretende ir más allá de la idea abstracta de sociedad y busca actuar en ella. Por otra parte, este tipo de prácticas pretende generar un diálogo entre iguales, así como modificar la vida social, contribuyendo a mejorar nuestra forma de habitar el planeta, desenmascarando convenciones y situando a los artistas en sus roles de ciudadanos.
Es una estética comunicativa que lee cada sociedad como un texto y trata de redefinir la noción de sociedad (Ardenne, 2006).De otro lado, el historiador de arte estadounidense Grant Kester utilizó el término, “Prácticas Dialógicas” para referirse al desarrollo de un tipo de acciones que no considera que las diferentes comunidades se constituyen a partir de fragmentaciones identitarias. En este contexto, se refieren a estas prácticas como espacios de diálogo que serían definidos por los participantes “por encima o más allá de sus roles e identidades particulares” (Kester, 2004, p. 155). Estos espacios de colaboración son territorios en los que se dan interacciones entre diferencias culturales e identitarias capaces de generar nuevas estructuras dialógicas.
El espacio estético en este tipo de proyectos se basa en generar nuevas formas discursivas más allá de la experiencia individual y las subjetividades de cada uno de los participantes. En este caso, la subjetividad es lo que se forma a partir del nuevo diálogo (Kester, 2004). Estas prácticas son proyectos que tienen una dimensión pedagógica explícita y desarrollan talleres como espacios de mediación, que se multiplica a través de gestos, procesos y trabajo compartido (Kester, 2004).Asimismo, existen prácticas artísticas colaborativas que se introducen en el paisaje para modificarlo y no retratarlo. Ponen énfasis en la experiencia y los procesos de colaboración colectiva y buscan reorientar la práctica artística lejos de la técnica y la producción de objetos artísticos. Su enfoque se centra en los procesos de transformación intersubjetivos, abordando la construcción de modelos tangibles de sociabilidad (Kester, 2004). Una práctica colaborativa requiere una disposición abierta sin prejuicios y sin ideas a priori sobre los resultados que se quieren obtener.
Los artistas aquí buscan sumergirse en posibilidades de participación, abriéndose a las ideas y colaboraciones de otras personas. Son proyectos que se alejan de la producción de objetos museables para centrarse en la acción de colaborar. En este sentido, su principio es abandonar el yo creador y hacer posible la acción artística a través de la colaboración.
Las Estéticas Conectivas presentadas por la artista y crítica estadounidense Suzy Gablik (1995), las cuales se centran en la idea de crear comunidad (a partir de la multiplicidad que conforma el tejido social), son estéticas que buscan la descentralización del yo, dando paso a las voces de los otros y en ellas “la interacción se convierte en un medio de expresión, una forma empática de ver a través de los ojos de los demás” (Gablik, 1995, p. 7). En esta dinámica, el mundo se ve como un paciente que necesita atención, la Estética Conectiva; por tanto, trata de disolver la división que la modernidad ha mantenido entre un yo creador y el mundo que lo rodea, dado que la estética moderna mantuvo una visión del arte alejada de la vida, situando al espectador-observador como una persona ajena al hecho artístico, en esta dimensión el arte no pudo construir comunidad (Gablik, 1995).
El arte socialmente responsable crea comunidad cuando permite que se escuchen las voces de todos los involucrados en el proceso, utilizando la interacción como una forma de cambiar el enfoque del centro para tratar de ver con los ojos del otro. Gablik considera las ideas de la artista Suzanne Lacy, cuya obra se enmarca en este tipo de estética, y dice que “el artista entra en el territorio del otro y se convierte en un medio para sus experiencias. La obra logra una metáfora sobre la relación, que tiene un poder restaurador” (Gablik, 1995, p. 7). De esta forma, el arte socialmente responsable es visto como un espacio que opera en los vacíos de una sociedad rota, masacrada por sus propias intervenciones, una sociedad que necesita sanar, es decir, “convierte el arte en un modelo de conectividad y sanación, abriendo existencia a su completa dimensionalidad, no sólo al ojo desencarnado” (Gablik, 1995, p. 11). La estética conectiva piensa en la actividad artística como un flujo sanador, que en su movimiento hace desaparecer la distancia entre artista y espectador, exponiéndose como un ecosistema recíproco en flujo
.En cuanto a la Estética de la Emergencia, expuestas por crítico argentino Reinaldo Laddaga (2006), el autor revisa una serie de formas en que la globalización ha contribuido a dinámicas de descolectivización mediante un mandato cada vez más dominante de construcción del sujeto; estos aspectos fueron dirigiendo a los seres humanos a sentir la necesidad de construir su propia vida, pues generaron una perturbación en el individuo contemporáneo en el sentido de que, cada vez más, las personas se enfrentan a una encrucijada donde se hallan absortas y casi invisibles. Este panorama acrecentó la individualización de la humanidad, olvidando por completo la experiencia de convivencia con el otro. Una vez arraigada esta soledad en la vida humana, emergen nuevas formas de organización que se presentan dispersas, variables y móviles. Estas posibilidades son un tipo de desorganización menos jerárquicas y con posturas antisistémicas, pues están permanentemente expuestos a interacciones, interferencias e invasiones del medio en el que se desenvuelven, además, su foco de interés no está en reproducirse como sistemas.
Así, las Estéticas de la Emergencia están más interesadas en conocer las reglas del juego social que en el dominio técnico de la obra artística, se vinculan al universo del arte de tal manera que intentan traer afirmación a su público, atrayéndolo y manteniéndolo activo en el tejido que ofrece. Este surgimiento de nuevas estéticas se presenta como la posibilidad de enfrentar el agotamiento del paradigma moderno y se expone como “la capacidad de las artes para proponerse como lugar de cuestionamiento de las insuficiencias y potencialidades de la vida común en un determinado mundo histórico” (Laddaga, 2006, p. 8). Son, por tanto, estéticas que se insertan en la vida como salida a una crisis colectiva que es necesario construir desde unas “Ecologías Culturales” (Laddaga, 2006).
Finalmente, tenemos las artes comunitarias. Es difícil definir esta denominación, ya que puede incluir prácticas institucionales que apoyan a diferentes grupos humanos llamados comunidades, y también puede ser un proyecto artístico que involucre a grupos de personas. El “Arte Comunitario” también puede referirse a un tipo de animación cultural o a prácticas como el desarrollo cultural comunitario, el desarrollo cultural apoyado por las artes o el desarrollo comunitario apoyado por el arte. Su promoción puede estar dada por instituciones o, por el contrario, puede surgir de artistas o grupos humanos (Palacios, 2009). Este término también puede implicar diferentes disciplinas artísticas como la plástica, las artes visuales, la danza, las artes escénicas, etc., e incluso puede referirse a expresiones artísticas de identidad cultural de los pueblos.En cualquier caso, las diferentes aproximaciones al arte comunitario tienen en común la idea de la creatividad como una verdadera fuerza transformadora de la sociedad. El arte comunitario, por lo tanto, pertenece a un grupo de prácticas que buscan comprometerse directamente con el contexto social, yendo más allá de sus beneficios estéticos e interesándose por mejorar los contextos sociales en los quese desarrollan. Más que eso, las artes comunitarias buscan la participación activa de grupos humanos para la realización de obras (Palacios, 2009).El arte comunitario surge así en una coyuntura en la que los artistas necesitan escapar de las estructuras y espacios institucionales destinados al arte que depositan en los objetos artísticos. La gran dosis de idealismo que envuelve este tipo de prácticas lleva a los artistas a alejarse de la realidad circundante, en un universo lejano e imaginario. Por ello, las propuestas comunitarias están en la perspectiva de ser conectoras de presencias y transformadoras de realidades más cercanas, en perspectiva de la construcción de otros mundos posibles.
De esta forma, son procesos encaminados a concretar transformaciones sociales y ampliar el campo de la creación artística a las estrategias de los colectivos con los que trabajan los artistas. Una característica del Arte Comunitario, en este sentido, es su ambición política y cultural de largo plazo, como herramienta social y objeto de enseñanza, generalmente con grupos sociales marginales y sus necesidades (Palacios, 2009). En estos escenarios, el artista debe apoyarse en la comunidad de manera efectiva, además, no es posible separar las prácticas del arte comunitario desde una perspectiva alineada con el desarrollo humano, la educación y la emancipación social, porque “si algo es el arte comunitario, es la manifestación de una ideología” (Morgan, 1995, p. 18).Todas las prácticas artísticas mencionadas abren, por tanto, múltiples escenarios que representan nuevos desafíos para su comprensión y también contienen dilemas y contradicciones. Como ya mencioné, estas prácticas estéticas surgen de factores como el cansancio de los artistas de estar atados a los intereses y lineamientos de las instituciones que pretenden representar el campo artístico, sin embargo, también son cooptadas por las propias instituciones y readaptadas al mercado, que se flexibiliza y abre estrategias como laboratorio artístico, artistas en residencia, prácticas artísticas en el lugar, etc.; así, se reabsorben y se vuelven muy funcionales para el mercado capitalista.
La mayoría de las prácticas que emergen como una oposición crítica a los modos de hacer que sustentan el arte hegemónico, se realizan como una revisión de la mirada moderna/colonial, y se desarrollan en oposición a ella. Sin embargo, estas prácticas suelen acceder a la lógica del desarrollo centroeuropeo, desconectadas de los contextos socioculturales, raciales y de género. No se trata de evitar realizar este tipo de prácticas, la idea es no perder de vista cuáles regímenes reproducimos, con qué imaginarios preconstruidos accedemos a las comunidades, cuál es nuestro papel frente a los demás y cuáles son los elementos que constituyen nuestra mirada.
Complejidades en las estéticas colaborativas
Frente a estas realidades, muchos artistas optan por centrarse en la poética de las prácticas humanas en relación, sin embargo, muchas veces acceden a este territorio con ideas preconcebidas a partir de la hipótesis de que las comunidades son cognoscibles (Williams, 1997), ofreciendo soluciones anticipadas a partir de lo que se imagina que sucede en estos lugares. por tanto, el acceso a estos territorios nace de la subjetividad individual separada de la subjetividad colectiva, la cual aísla lo artístico, liberándolo de responsabilidades éticas (Valencia Cardona, 2015); como efecto de esto
el significado y el valor estético son el resultado de la desagregación de forma y función, de la realidad ontológica del objeto y sus usos, con el resultado lógico de la desarticulación de la práctica estética de la totalidad de la vida social (Valencia Cardona, 2015, p. 82).
Gran cantidad de prácticas estéticas que incluyen la experiencia de la comunidad, mantienen una separación de la subjetividad del artista con la comunidad que desea “corregir” o “transformar”. En este sentido, los procesos desarrollados se convierten en proyectos en los que los artistas asumen el papel de salvadores de una humanidad en crisis, desconociendo las potencias y poderes dispersos e invisibles que poseen las comunidades a las que acceden.
Las últimas décadas se han caracterizado por el surgimiento de diversas comunidades no hegemónicas, como los colectivos feministas, comunidad LGTBI, grupos de inmigrantes, grupos indígenas, organizaciones de personas sin techo, asociaciones de víctimas, etc. Esta emergencia de otras comunidades se ha traducido en una importante presencia del arte como medio de visibilización y reivindicación de sus causas, y también como mecanismo que ha utilizado estos escenarios en busca de material para resaltar la sensibilidad individual de los artistas y posicionarlos dentro de sistemas artísticos hegemónicos.
Por ello, es importante cuestionar los beneficios o impactos reales de las prácticas artísticas colaborativas, sobre todo si se tiene en cuenta que muchas de ellas cuentan con aportes de dinero público (Palacios, 2009).Observando este panorama, es necesario comprender que las prácticas artísticas que involucran a las comunidades son aún territorios en construcción muy dinámicos, que requieren de sólidas posturas éticas y una permanente revisión crítica de la propia práctica. De este modo, “este tipo de procesos tiene más posibilidades de constituirse en un interlocutor sólido para el artista y así garantizar un proyecto artístico construido sobre un verdadero diálogo bidireccional y alejado de malentendidos, mistificaciones o instrumentalizaciones” (Palacios, 2009, p. 208). Cuando realizamos estas prácticas, es preciso alejarnos de una mirada prefabricada, de una verdad que orienta, aprueba y pretende multiplicarse a través de las personas que integran las comunidades. Superar la idea de comunidad como un paquete de sujetos colectivos estables y cuestionar los estereotipos que subyacen en nuestra visión sobre las comunidades.
En ese sentido, emprender la tarea de desmantelar la postura colonial en nuestras acciones es un paso necesario para abordar prácticas estéticas con comunidades. Además, es relevante decodificar el punto de vista privilegiado para acceder a una mirada ética en sintonía con el ser/hacer colectivo, sustentada en acciones sin jerarquías ni controles por parte de ningún miembro del grupo. Esto debe hacerse con miras a acceder a estos territorios, donde lo esencial está en las “dinámicas sociales de circulación de los imaginarios y sensibilidades de las personas” (Valencia Cardona, 2015, p. 95).La experiencia que he tenido con este tipo de procesos me hace pensar que en el contexto colombiano hay una particularidad en la forma en que abordamos estas prácticas. Existen miles de versiones sobre esta tierra, las cuales emanan de la forma en que cada uno experimenta el territorio; los procesos colaborativos suceden de manera espontánea. Son una expresión de la cultura, que aprendemos desde nuestra infancia y forman parte de la vida cotidiana. Paradójicamente, a pesar de ser un país con un alto índice de violencia, ha logrado desarrollar contramedidas a esta realidad basadas en la solidaridad y el cuidado. Así, es precisamente este conocimiento disperso en pequeñas acciones humanas lo que nutre un proceso colaborativo.
Todas estas observaciones pretenden profundizar en el compromiso que tenemos cuando nos acercamos a un proceso colaborativo, no solo la aplicación de prácticas con métodos colaborativos es suficiente para reestructurar nuestros hábitos individualizados: “Necesitamos cultivar el yo relacional y compasivo tan consistentemente como cultivamos, en largos años de pensamiento abstracto, la mente estructurada para la neutralidad científica y estética” (Gablik, 1995, p. 11). Cambiar el paradigma de la individualidad requiere un proceso complejo y profundo, que pasa de cambiar nuestro enfoque de lo que sucede dentro de nosotros a lo que sucede entre nosotros.
Nos queda tarea por hacer, las prácticas artísticas que promueven colaboraciones y relaciones lejos de estar en crisis tienen un amplio horizonte de acción, porque de hecho tienen sobre sus hombros la responsabilidad de trabajar desde los universos de sentido de la humanidad, único lugar posible para el inicio del cambio de paradigma. Ir más allá de la idea de que cualquier tipo de conexión, relación con la colaboración que se hace en el arte es automáticamente un gran aporte, y enfocarse en acciones con una perspectiva eco-colaborativa con una profunda ética de las relaciones para la construcción de significados más acordes con nuestra existencia.
Sin duda, todas estas palabras necesitan un lugar para tornarse realidad. El sentimiento de no existencia que señalé al inicio de este texto y la historia de la invisibilidad tienen su reverso. Nuestra existencia tiene dos historias paralelas: la que circula en la superficie, hija del drama contemporáneo, y la otra casi siempre oculta, hija de la historia perdida que se resiste a desaparecer. Esta doble condición es nuestro lugar y es desde allí que nuestros ojos perciben un espectro posiblemente ampliado del paisaje. Una vez iniciado el tránsito, el desplazamiento suele ser doloroso, ya que desaprender nuestra propia existencia nos deja vulnerables. Es al borde de la fragilidad, sin embargo, que nacen otras poéticas, sin miedo al fracaso, pues ya no hay trofeos, ni patrones que copiar porque ya no hay modelos. Estas nuevas prácticas, por tanto, son las que nacen desde dentro. Son los saberes difundidos en la vida cotidiana son las poéticas de las comunidades hablando a través de muchas voces.
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