De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido

From the book’s death to the e-book. Format changes, crisis of meaning

Autores/as

  • Sergio Pérez Alvarez Universidad Manuela Beltrán

Palabras clave:

e-book, muerte del libro, Derrida, McLuhan, lectura y escritura en la Internet (es).

Biografía del autor/a

Sergio Pérez Alvarez, Universidad Manuela Beltrán

Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia  y Magíster en Filosofía de la Universidad de los Andes (Colombia). Editor y profesor universitario. En la actualidad me desempeño como profesor de planta de la Universidad Manuela Beltrán.

Referencias

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Pérez Alvarez, S. (2015). De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido. Enunciación, 20(1), 151–161. https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2015.1.a11

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[1]
Pérez Alvarez, S. 2015. De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido. Enunciación. 20, 1 (ene. 2015), 151–161. DOI:https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2015.1.a11.

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(1)
Pérez Alvarez, S. De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido. Enunciación 2015, 20, 151-161.

ABNT

PÉREZ ALVAREZ, Sergio. De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido. Enunciación, [S. l.], v. 20, n. 1, p. 151–161, 2015. DOI: 10.14483/udistrital.jour.enunc.2015.1.a11. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/8508. Acesso em: 28 mar. 2024.

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Pérez Alvarez, Sergio. 2015. «De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido». Enunciación 20 (1):151-61. https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2015.1.a11.

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Pérez Alvarez, S. (2015) «De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido», Enunciación, 20(1), pp. 151–161. doi: 10.14483/udistrital.jour.enunc.2015.1.a11.

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S. Pérez Alvarez, «De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido», Enunciación, vol. 20, n.º 1, pp. 151–161, ene. 2015.

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Pérez Alvarez, Sergio. «De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido». Enunciación, vol. 20, n.º 1, enero de 2015, pp. 151-6, doi:10.14483/udistrital.jour.enunc.2015.1.a11.

Turabian

Pérez Alvarez, Sergio. «De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido». Enunciación 20, no. 1 (enero 1, 2015): 151–161. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/8508.

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1.
Pérez Alvarez S. De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido. Enunciación [Internet]. 1 de enero de 2015 [citado 28 de marzo de 2024];20(1):151-6. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/8508

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De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido1

From the book’s death to the e-book. Format changes, crisis of meaning

Sergio Pérez Álvarez2

Cómo citar este artículo: Pérez, S. (2015). De la muerte del libro al e-book. Cambios de formato, crisis de sentido. Enunciación, 20(1), pp. 151-161.

Recibido: 20-abril-2015 / Aprobado: 25-mayo-2015


1 Esta reflexión es fruto de una serie de discusiones en el Grupo de Investigación Comunicación Dialógica y Democracia, dirigido por el profesor Daniel Beltrán en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Una primera versión fue compartida en el evento “Medios en escenarios digitales: transformaciones sociales y culturales”, desarrollado durante la III Semana Universitaria de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, que tuvo lugar en octubre del año 2014.

2 Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia y Magíster en Filosofía de la Universidad de los Andes. En la actualidad adelanta estudios de Doctorado en Literatura en la Universidad de Antioquia con una investigación en torno a la historia del libro en Colombia. Correo electrónico: sealpez@googlemail.com


Este texto reflexiona sobre la “muerte del libro” y explora cómo esta metáfora aparece desde la misma génesis del libro y se actualiza ante nuevas "amenazas" ahora representadas por la Internet. Frente a la mirada apocalíptica según la cual la desaparición del libro es un camino inminente en el futuro cercano, y la de quienes encuentran muy apresurado anunciar el fin del libro y más bien advierten su saludable situación, se propone la idea según la cual sí existe una crisis del libro, pero esta no es una crisis en el formato, como a menudo se reduce, sino una crisis en el significado de los textos y en nuestra manera de leerlos. Retomando autores clásicos en la discusión, como McLuhan, Derrida, Chartier, se plantea que el libro digital propone una nueva perspectiva sobre la lectura y el significado que empieza a estudiarse con prolijidad en sus dimensiones y problemáticas desde las humanidades.

Cuando Marshall McLuhan anunció en su Galaxia de Gutenberg (1969) la inexorable desaparición del libro y, por extensión, de la escritura como fundamento de la cultura, su tono profético resultó algo exagerado, apocalíptico, por decir lo menos. Ya entrado el siglo XXI, el tiempo solo le daría la razón en parte. Johannes Gutenberg (1398-1468) empezó de manera clandestina la industria de la imprenta en medio de una álgida discusión en su época acerca de la baja calidad de muchos de los manuscritos a consecuencia de la alta demanda de un público universitario en aumento. Como era de esperarse, los amanuenses pronto culparon a la máquina de que aminoraba la calidad de los libros junto a los costos, promocionando la venta de las versiones originales. Federico Andahazi en el Libro de los placeres prohibidos (2013), en clave de novela policíaca, dibuja la personalidad del versátil inventor de la máquina para falsificar manuscritos, que en complicidad con un banquero y un artesano fragua una estafa que cambiaría la manera de transmitir y recibir información. A Gutenberg lo acusan de matar el libro, de afectar su carácter sagrado, pues el libro tenía que ser manuscrito y no podía concebirse impreso. El riesgo de publicar las obras del Índex prohibido de la Iglesia Católica le valieron varios juicios legales, único testimonio de su vida real; sabemos que su esposa lo abandonó para montar su propia imprenta y proyectar el próspero negocio que inauguró su marido. Lo cierto es que el primer responsable de “matar el libro” tiene hoy la reputación de ser uno de los principales inventores del mundo moderno.3

Siglos después del invento de Gutenberg, Diderot (1763) escribiría una epístola dirigida a las autoridades francesas para mantener el control de la producción extranjera y preservar los derechos de autor en una nueva generación de intelectuales que aspiraba a no depender más de una institución universitaria cada vez más escolástica y retardataria, o al vaivén del criterio de un mecenas de turno.4 Además del deseo de los autores de vivir de sus propias obras, que iba a significar la aparición de la figura del escritor moderno, la amenaza resaltada por el enciclopedista sobre la industria editorial en su época revela la importancia de un grupo de lectores emergente cuyo número empieza a superar al exclusivo público asociado a las aulas universitarias. Si bien se seguían publicando con prolijidad obras religiosas o de profesores consagrados, cargadas de un aura de autoridad que tardaría muchos años en debilitarse, también se imprimirían poco a poco, con tirajes cada vez más grandes, obras “populares”, textos que narraban la vida cotidiana de hombres comunes y corrientes, novelas folletinescas sobre historias de amor, sensiblerías despreciadas por eclesiásticos que no guardaban oportunidad de tildarlas de pueriles y poco profundas, “asunto de mujeres y de niños” que, sin embargo, eran leídas con entusiasmo por un rango más amplio de lectores, muchos de los cuales participarían en la revolución civil unos años más tarde. El libro impreso alcanzaba poco a poco un prestigio que se empezaba a considerar necesario, a pesar de las prevenciones de un sector “culto”, asociado por lo general a una élite económica, frente a las nuevas publicaciones orientadas al “público”.

Théopille Gautier, un prestigioso novelista francés admirado en los reservados círculos parisinos de comienzos de siglo XIX, declaraba en el epílogo de su novela Mademoisselle de Maupin (1834) que el periódico mataría al libro, como el libro mató a su vez a la arquitectura. La rapidez de lo impreso, la intrepidez de una prosa neutra, accesible a todo el mundo, desplazaba al tomo pesado, cargado muchas veces de una erudición que obstaculizaba al poco informado, cuando no agotaba desde el principio al lector al pensar en las horas que le tomaría descubrir el final de la historia, en un momento en el que la realidad se iba convirtiendo poco a poco en una sentencia: “el tiempo es oro”. La denuncia de Gautier insistía en la inutilidad de un objeto para una gran mayoría que colmaba sus ansias de novedad con la noticia de la mañana que lo indignaba hasta que al día siguiente aparecía una nueva. Si bien reconocía cómo se mantenía la admiración por el impreso en círculos de religiosos devotos, y en unos cuantos civiles que ponían ahora su fe en las ideas, sus horas ya estaban contadas. Su colega inglés H. G. Wells, experto en pronosticar pesadillas mediante ensoñaciones futurísticas, en 1899 va más allá en su libro por entregas When the Sleeper Awakes, donde narra la vida de un hombre que se levanta 200 años después en la ciudad de Londres totalmente transformada y en la cual los libros han desaparecido por completo. En su reemplazo, el lector dispone de un sombrero con audífonos especiales que transmite directamente al cerebro y traduce en imágenes y sonidos la información que antes obteníamos en horas en ese antiguo adminículo integrado por hojas, coleccionado en un museo como una inexplicable curiosidad. Huxley, haciendo eco de Wells, en Un mundo feliz (1936), habla también de un mecanismo hipnótico en remplazo de la lectura de los libros, por el cual las ideas son absorbidas a través de sueños configurados por hombres que nos traducen los complejos significados de la inteligencia de un autor, con más profundidad que la que por sí solos podríamos conseguir.

La ciencia ficción en general ha sido especialmente atenta a pronosticar el fin del libro.5 El visionario Louis-Sébastien Mercier en 1913 predijo, por ejemplo, que en 2440 todos los libros de la biblioteca británica se condensarían en un solo volumen. Una especie de alquimista del futuro, de acuerdo con Mercier, estaría en capacidad de extraer la esencia de cientos de volúmenes e incluirlo en un pequeño duodécimo de tamaño, algo así de grande como un iPad o un iPod. Ray Bradbury representaría en su célebre Fahrenheit 451 la quema de los libros como fin en sí mismo, sin mostrar contemplaciones sobre su peligrosidad para el futuro y la necesidad de reemplazarlo por un objeto menos volátil. 1984 de Orwell comienza con la compra de un “thick, quarto-sized blank book with a red back and a marbled cover” que califica de una posesión comprometedora. Incluso en la más cinematográfica de las novelas, La naranja mecánica, comienza y finaliza en una librería pública (Price, 2012). No podría olvidarse en este recuento el extraordinario Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino (1979), donde nos cuenta la historia de Irnerio, quien no lee libros e incluso se siente orgulloso de ello, pues para este personaje “durante toda la vida seguimos esclavos de todos los chismes escritos que nos ponen delante de los ojos” (p. 60). Podrían citarse así varias fuentes y testimonios de quienes no solo han pronosticado la desaparición del libro, sino que han puesto en evidencia la crisis de esta forma tecnológica, en una nueva era llena de cables subterráneos y wireless.

El fantasma de la muerte del libro no es exclusivo de los escritores europeos, quienes en todo caso han estado más familiarizados con este invento y se han encargado de universalizar y evangelizar sobre su importancia en todos los rincones del globo. En Colombia, para no ir muy lejos, una queja frecuente y en plena vigencia se puede rastrear desde la misma aparición de la imprenta, traída tardíamente en 1738 por los jesuitas, acerca de la falta de lectores de libros y el reclamo de que los pocos que existen son lectores de periódicos o de chismes de revista de variedades. La queja sobre la indiferencia de los lectores frente a los libros aparece en los editoriales de Manuel del Socorro Rodríguez en su Papel periódico ilustrado (1791), pero se repite casi sin variaciones en Vergara y Vergara, Sanín Cano y Germán Arciniegas, así como en escritores más recientes como Jorge Gaitán Durán, Gabriel García Márquez y William Ospina.6 La imprenta, es importante recordar, tuvo repercusiones en nuestro movimiento de independencia, si consideramos el papel de la impresión de la traducción de los Derechos del hombre por parte de Nariño, que sin duda contribuyó a animar el espíritu crítico de los criollos, aunque pocos ejemplares impresos sobrevivieron al holocausto al que en vano tuvo que someter el editor a su empresa días después de imprimirla. La influencia de los libros prohibidos que mellan los proyectos regeneristas que de cuando en vez nos azotan, son quemados con risas inquisidoras, superiores, por los temerosos “procuradores” de la inteligencia, aunque su persistencia se hace evidente en la popularidad de autores como Vargas Vila, Barba Jacob y Fernando Vallejo, que se han vuelto populares, entre otras cosas, por su carácter subversivo y crítico frente al canon conservador, propio de los manuales escolares de literatura colombiana.

Cuando McLuhan en una separata de la revista Life de abril de 1962 escribe sobre el fin del magisterio del libro le introduce nuevos enemigos a un objeto que los ha cultivado desde siempre. Al periódico, el cine y los totalitarismos políticos ahora podía sumarles la radio, la televisión y el show business en que se convirtió todo el espacio público desde el siglo pasado. Nuevos medios masivos de comunicación como los celulares, los videojuegos, el whatsapp y, desde luego, la Internet, son entonces las nuevas amenazas. El libro ha cortejado su muerte desde el principio y ha tenido diversos cambios a lo largo de su historia, vinculados de manera estrecha a las transformaciones en la técnica. Los nuevos anuncios de la crisis de la edición, de la falta de lectura, del cierre de librerías, entre otras, objeto de alarma de la prensa actual, recuerdan la crisis de librerías en París de comienzos del siglo XIX, que dio lugar al libro de bolsillo, o la del XVIII, que dio paso al libro popular, o la del XVII, que permitió la entrada al libro ilustrado (Chartier, 2007). Los epitafios anticipados sobre el libro ya han sido pronunciados varias veces, así que no parece haber novedad alguna. La era electrónica, al decir de McLuhan, significará cambios, pero no ha sido el fin del libro o la muerte de la escritura. Después de 50 años de su anuncio, pareció otro enterramiento prematuro, pues este objeto, para decirlo con la frase recurrente de Umberto Eco, es un invento tan especial como el de la cuchara; es decir, insustituible. Quienes defienden la eternidad del libro (al que se siguen casi siempre el gesto y la alusión al olor de las páginas, a la sensibilidad de los dedos, el valor insustituible del objeto) alegan que nunca antes en la historia se habían producido, consumido y vendido tantos libros, para lo cual tienen a la mano evidencia en cifras. Y es cierto que nunca antes se habían consumido y editado tantos libros. Un país como España, de unos 60 millones de habitantes, llegó a producir cerca de 57 mil nuevos títulos en el 2013, un año considerado de crisis editorial (INE, 2014).

Ahora bien, si el sentido histórico lleva a cuidar las anticipaciones apresuradas y a ver de qué manera las nuevas tecnologías se van integrando a un medio en el cual el libro ha conservado de momento su reinado, también invitan a poner en sospecha las grandes transformaciones anunciadas por el e-book, que viene a proyectarse como su sustituto. Para comenzar, habría que advertir que el libro electrónico es hasta ahora la derivación de un “invento”. Un e-book, un libro en plataforma digital, es simplemente un libro al que el viento no le mueven las hojas, como dice el escritor Fernando Vallejo. Los millones de libros vendidos por Amazon, que en 2012 superaba la venta de libros impresos, motivo de alarma entre los editores (fue el tema escogido para la feria de Frankfurt en ese año), siguen conservando la linealidad inalienable a su existencia y la característica fundamental de su materialidad. Roger Chartier (1996), célebre historiador del libro, ha estudiado el significado del cambio del códice, un rollo en donde se compilaba la obra de un autor, al volumen, con lomo, y por tanto que abre la posibilidad de numerar las páginas, de realizar índices, de encontrar la cita textual exacta y referenciarla. El libro de bolsillo, por su parte, más portable que el gran libro impreso y más barato que el libro de lujo donde se publicaba la mayoría de las obras —y que siguió siendo caro para un sector amplio de lectores—, permitió abrir la posibilidad a nuevos lectores y con ello a nuevos temas. Pero pese a estas variaciones considerables, en este magnífico invento, la consecución de signos ha permanecido invariable desde su origen; bien como se ordene, se administre —los futuristas renegaban con los editores sobre la imposibilidad de jugar con el tamaño de las letras en sus poemas y superponer textos, presagiando lo que hoy se conoce como literatura interactiva—, o por más que se quiera jugar a la rayuela, solo hay un camino que lleva de un lugar a otro lado del texto. Las palabras escritas organizan, excluyen, son su fatalidad.

En este sentido, la invención del e-book radica en la capacidad de brindar una nueva plataforma de lectura, de abrir una nueva experiencia para recibir información, de plantear una nueva dimensión sensorial, de crear otras condiciones para leer, pero sigue conservando el principio esencial de su materialidad. No ha cambiado en mucho. Se sigue leyendo de derecha a izquierda para los libros escritos en lenguas habladas en Occidente y el desplazamiento, aunque en digital, es análogo a la forma impresa tradicional. Incluso existen muchas plataformas digitales cuya intención es imitar la impresión del formato en papel y por eso emulan el ruido al pasar las páginas, obedecen a la misma distribución y al sentido de los índices y de las tablas de contenido, así que si bien abren la posibilidad de desplazarse más rápido mediante un clic, conservan el mismo principio de su organización. De hecho, la mayoría de los formatos digitales conocidos como e-books no modifican la información de un libro y se limitan a permitir un mejor acceso a través de la Red y facilitar la portabilidad en computadores, tabletas, dispositivos móviles, a los cuales se les considera el fundamento de la revolución digital de ahora.7

También valdría la pena advertir algunos de los lugares comunes en los cuales se coincide en relación con el aparente beneficio que propone el medio digital sobre la versión en papel. Uno de ellos es el de mejorar la conservación de la información. Parece suficiente el hecho de que ocupa menos espacio y permite una mejor administración. Pero vale la pena estimar que en la Biblioteca Nacional de Colombia existe solo un par de incunables (incunables son los primeros libros impresos por el invento de Gutenberg, es decir, hace por lo menos seis centurias). Protegidos, accesibles a unos cuantos investigadores o bibliotecarios curiosos, aún se pueden leer, descifrar sus letras enredadas, imitadoras de las caligrafías de los manuscritos, y ver sus páginas enmarcadas en arabescos que nos permiten imaginar cómo se confeccionaban página a página. Por contraste, cualquiera de nosotros ha maldecido alguna vez debido a una información refundida en un disco duro, que por cierto el técnico de computadores afirma que es inservible al cabo de unos cuantos años. Hasta ahora es muy difícil proyectar una superioridad de la hoja electrónica sobre el papel, al menos en cuanto a la preservación de la información. La desventaja por el momento es para el soporte digital: no lleva 20 años de desarrollo y aunque parece tener ganas de absorber al mundo, todo finge desaparecer con el mismo ritmo vertiginoso. A esto habría que añadir que la información que se ve sobre la pantalla en la Internet es fantasmal, es una visión, no nos pertenece, solo permite el acceso un operador, dueño del servidor donde se encuentra. Incluso aquellos mensajes íntimos, personales, que solo tienen interés para nosotros, no están a nuestra disposición, a nuestro arbitrio, están en un servidor ajeno que al final resulta ser el dueño de nuestra propia información.8

A la idea, de origen sospechoso, sobre la mejor “conservación” de la información del medio digital al análogo, habría que añadir la idea según la cual en la Internet está “toda” la información: así de taxativo. Se registra el número de la búsqueda de resultados de una palabra en la plataforma Google para comprobarlo. Por ejemplo “libro”, para ponernos monotemáticos, registra 46.000.000 de entradas. Pero basta avanzar varias páginas para ver cómo empiezan a repetirse los textos, cómo se van agotando las posibilidades, y de no encontrar otra forma de buscar la información —una palabra más específica siempre conviene—, se verá cómo la búsqueda se vuelve estéril. Las bibliotecas siguen siendo la memoria viva de la humanidad y son el testimonio del paso de los hombres por este planeta. Más del 80% de la Biblioteca Británica aún no se ha digitalizado y la tarea es tan gigantesca que faltan aún muchos años para completarla —si es que no aparece otro invento tecnológico para revolucionarlo todo—. El más paradigmático de los intentos de digitalización lo está haciendo Robert Darnton con el proyecto de la Biblioteca Digital Americana, sistematizando textos y páginas dispersas de autores del siglo XVII y XVIII, que incluso solo estaban en posesión de una biblioteca especializada en una sola universidad o eran desconocidas. Un proyecto inaugurado en el año 2012 y del que aún se espera sus consecuencias. En el caso de los libros nuevos, todo parecería indicar que la Internet es un lugar que permite su fácil acceso. Pero en razón de las restricciones de las editoriales y la defensa de “los derechos de autor”, incluso muchas de las novedades con más reconocimiento no llegan a la Internet, y los pocos disponibles llegan a través de fragmentos. La Internet parece ser un saco inagotable, pero en realidad está roto en el fondo; es como una piñata de niños, llena de rellenos y escasos juguetes valiosos; en este caso, el relleno es pornografía y retazos de texto. El concepto de deep web, muy de moda en nuestros días, nos recuerda que el 80% de la web está inactiva, no se usa y poco se explora. Y como la hipnosis de Huxley, algunos creen que lo provisto por la red de computadores es suficiente para satisfacer las necesidades de información, cuando en el fondo es otra selección limitada en la cual aparenta estar todo el mundo.

De esta manera, habría que admitir, por un lado, que la llamada “muerte del libro”, más que una realidad fáctica, se trata de una metáfora: la atraviesa desde su origen y revela su importancia para una sociedad en cuanto memoria y experiencia de pensamiento. Desde quienes avizoraban cómo el impreso iba significar la muerte del libro en su carácter original y en su reproducción masiva, pasando por quienes juzgaban el libro de bolsillo como un atentado contra la seriedad del contenido, o los que proponían al periódico y luego al cine como una estocada a una tradición milenaria, la idea de la “muerte del libro” se ha escuchado en repetidas ocasiones. La alarma de los últimos años frente al fin próximo del impreso es eso, una alama, pues el reinado del libro sigue vigente y el e-book puede considerarse solo una más de la cadena de sus transformaciones. La preocupación debería existir más bien cuando no se hable de su muerte, cuando no se recuerde porque son una compañía invaluable. Es decir, cuando en realidad desaparezcan. Así mismo, por otro lado, conviene ser cautos en cuanto a los “avances” del llamado libro electrónico. En un principio, el e-book ofrecía una desventaja al no poderse rayar o subrayar sus apartados; hoy los avances tecnológicos superan esta situación. Antes su disponibilidad era limitada; hoy por lo general los libros se publican en ambas versiones. Evitan el desplazamiento a la librería, están disponibles de inmediato; son fáciles de enviar hasta muy lejos. Pero aún pocos afirman convencidos que se llevarían su Kindle como compañía a una isla desierta, pues es frágil y flexible, más volátil que el impreso, más áureo; se apagan y desaparecen. De acuerdo con el editor de una prestigiosa editorial y librería alemana, los e-book por ahora podrían evaluarse mejor en términos de reconfiguración del mercado del libro aprovechando las nuevas realidades tecnológicas, que como una modificación de criterios estéticos o de cambios bruscos en los contenidos.

Sin embargo, lo interesante del desafío del teórico canadiense no es reciclar una metáfora gastada, o evidenciar la pobreza de los nuevos medios, en una suerte de nostalgia por una tradición cada vez más infrecuente: la situación de tener que enfrentarnos en soledad a pensar. Como lo ilustra uno de los principales intérpretes de McLuhan, Paul Levinson (2001), más que ver a McLuhan como una especie de Nostradamus capaz de pronosticar el desastre, se debe revisar su análisis como fruto de un pensamiento creativo con una especial habilidad para identificar la metamorfosis que va ocurriendo con la entrada de las tecnologías digitales. Así pues, su logro radica, antes que en hacer una denuncia sobre una situación coyuntural de su época, en mostrar precisamente que las formas del texto están ligadas a los significados, y los cambios en las formas, por consiguiente, cambian los significados de los textos. Esta idea es expresada años después por Don McKenzie (1985), profesor de Bibliografía en la Universidad de Oxford, quien, después de hacer un estudio minucioso en las imprentas en Cambridge donde se publicaban los libros de Shakespeare en el siglo XVI, encuentra que las convenciones tipográficas, la disposición de los textos, las imágenes incluidas, entre otros aspectos formales, son fundamentales para entender el significado de los textos, pues es allí donde descansa su función expresiva. Todo texto sin importar su naturaleza, afirma McKenzie, se encuentra en una forma material determinada que incide en su significado y en el modo como los lectores lo interpretan. Detrás de la conocida fórmula de McLuhan “el medio es el mensaje” se percibe la sinergia entre la forma y contenido que ponen de relieve la sociología del texto y los nuevos estudios sobre la historia del libro.9

Sin duda, los cambios del libro, del códice al volumen, del volumen al libro de bolsillo, y del impreso al e-book han llevado a una transformación paulatina de las categorías de autor, lector, escritor, editor, impresor y, en general, de todos los agentes involucrados en el proceso de comunicación de las ideas a través del impreso (ahora el entorno digital), que han dado lugar a un cambio de los significados atribuidos a los mismos textos. Platón, para apelar a un ejemplo paradigmático, ha sido leído en códice, volumen y ahora en plataforma digital. Y el Platón que leemos no es el mismo que leyó Plotino, o Erasmo o Heidegger, sino es el recubierto con significados nuevos, con un tejido intertextual distinto, con un tono de voz diferente. Es decir, Platón escribe como un contemporáneo. Y lo es porque el libro ha sido alimentado por una larga tradición que lo ha convertido en un clásico, y también porque el Platón que conseguimos en la librería o vía Internet ha sido editado y actualizado de acuerdo con las expectativas proyectadas hacia el lector vivo. Cuenta, por ejemplo, en sus mejores atavíos, con una introducción que lo vincula a los debates contemporáneos, o propone unas notas, índices, bibliografía, entre otros aspectos que rodean y hacen parte del texto y lo configuran como una obra distinta a la que incluso imaginaría el propio autor. Incluso cuando aparece desteñido y con frases para dummies nos revela algo de nosotros mismos como lectores contemporáneos. El hecho de que los lectores de hoy están invitados a participar activamente en la construcción del sentido del texto abriendo espacios directos en las plataformas digitales; la idea de que la publicación o impresión se ha transformado (imprimimos ahora oprimiendo un solo clic); y la circunstancias con las cuales han variado, además del autor, las nociones de libro y obra, sin duda han venido transformando la manera como leemos los textos y los interpretamos. Cuando McLuhan menciona la muerte del libro, en realidad está abriendo paso al problema de la construcción de significados a partir de la emergencia de los nuevos inventos tecnológicos más a que un simple cambio de formato más versátil y portable que el anterior. Aunque habría que aceptar que el teórico canadiense es pesimista con el proceso, la transformación implica desafíos que a todos nos conciernen. Para aproximarse a la manera como estos cambios operados en el impreso han derivado en otros problemas, vale la pena recordar que pocos años después del polémico libro de McLuhan, Jaques Derrida en 1968 escribiría un capítulo en su reconocido estudio Gramatología denominado “El fin del libro y el comienzo de la escritura”, que pone en evidencia cómo la discusión no se encuentra aislada sino que más bien vehicula los desafíos que empezaron a tejerse con el nuevo entorno tecnológico. Se trata del segundo capítulo del estudio del filósofo francés, y en él introduce, en sus términos, la discusión acerca del “logocentrismo” y la “crisis de la metafísica”. Con la muerte del libro, Derrida piensa la muerte de un periodo, de una civilización. La civilización del libro se remonta para el autor a los racionalistas medievales que escribían acerca del “libro de la naturaleza” y con esta metáfora entendían el mundo material como revelación análoga de la escritura. El libro se afinca en el centro de una concepción metafísica que atraviesa todo el pensamiento occidental: la concepción de la existencia como un texto que puede ser descifrado, un texto con un significado ya establecido, bloqueado a algo fuera del lenguaje. “La idea del libro es la idea de totalidad” afirma Derrida, a lo que sigue “[el libro] es la enciclopédica protección contra la disrupción de la escritura, contra su aforística energía, contra la difference en general”. Esa idea de unidad, de sentido como una totalidad cerrada, conservada entre carátula y carátula, es la que declara finalizada. Ahora desconfiamos de la literalidad del texto, entramos con sospecha a las palabras escritas, desafiamos la autoridad al punto que queremos eliminar la misma categoría de autor, y la idea de totalidad como unidad ya no es suficiente. La época de los “grandes” autores, de los tratados en los cuales toda la ciencia puede sintetizarse, de la enciclopedia como el libro capaz de sintetizar todo el conocimiento en su carácter definitivo, es la que el filósofo ha querido clausurar, abriendo paso al fragmento, a la crisis de las palabras, a la reescritura permanente: el redoble de las campanas de la metafísica occidental que pretende hacer Derrida es el redoble de la muerte de una época cuyo destino ha dejado de estar escrito de antemano.

Este no es lugar apropiado para abordar las complejas ideas de Derrida, pero como un atrevido atajo a sus argumentos, muy cerca al filósofo francés, pueden recordarse las palabras de un escritor que siempre combina bien al hablar de libros y laberintos y que pensaba el paraíso como una biblioteca. Borges, en la primera de sus charlas en la Universidad de Austin en 1971 que intituló “El libro”, afirma:

Un libro es más que una estructura verbal o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que pone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que dejan en su memoria. Ese diálogo es infinito; las palabras amica silantiae lunae significan ahora la luna íntima, silenciosa y luciente, y en la Eneida significaron el interlunio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya… La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída. Si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil (citado por Chartier, 2007, p. 123).

Estas palabras insisten en la concepción de un libro como obra abierta y no simplemente como la verdad fijada por la escritura. El libro dejó de convertirse en una unidad independiente para ser un centro de relaciones, un punto nodal del rizoma que dibujarían Deleuze y Guattari (1991) para el pensamiento contemporáneo. El libro ya no representa el fin de un camino, el que fija la escritura y establece la Verdad, sino la remisión infinita de significados. En vez de camino, el libro se convirtió en laberinto: y el problema con el laberinto no es no encontrar la salida, sino no perderse. Se declara la muerte de la linealidad del signo y de la organización de origen teológico de la ley causa y efecto como principio fundamental del pensar. “Se trata menos de confiar —afirma Derrida— a la envoltura del libro las escrituras inéditas que de leer lo que, en los volúmenes, está escrito entre líneas (…) Puesto que comenzamos a escribir de manera diferente, debemos de leer de manera diferente”. La originalidad e importancia de la revolución digital consiste entonces, como advierte Chartier (2007), en que el lector contemporáneo ya no está atado a todas las herencias que lo vinculaban al libro unitario; la textualidad digital al no utilizar la imprenta y, a su vez, ser ajena también a la materialidad del códex elude la experiencia de unidad conservada por la forma en la cual accedíamos al objeto. El tener la posibilidad de acceder en la forma inmaterial del espacio virtual no es solo un cambio al cual debemos acostumbrarnos, sino que lleva a desviar el objetivo de buscar el libro en el cual se encuentre la respuesta o verdad, por el de más bien encontrar el camino para navegar entre cientos de libros, en ese espacio desconocido de escalas de bits que deja a la imagen el poder de representar la dimensión de las cosas. Ya no podemos conformarnos sino con la biblioteca: el tejido de textos y unidades que provocan la incertidumbre y abren el mundo complejo. O lo que han llamado con la nueva revolución digital abierta por la Internet, el hipertexto. Todo texto se ha convertido en hipertexto.

Esta noción de hipertexto, explorada con entusiasmo por varios autores en las últimas décadas, es el punto nodal para la comprensión sobre las nuevas experiencias en la relación con los textos a partir de la Internet.10 Entre las múltiples miradas, la acepción presentada por el reconocido autor Pierre Lévy (1999) en su análisis sobre la virtualización introduce el concepto de hipertexto para subrayar los nuevos desafíos sobre cómo circula la información en las nuevas plataformas tecnológicas, los cuales, vuelve a insistir, son hasta cierto punto irreversibles. De alguna manera, las exigencias planteadas al lector frente al libro ahora son distintas a las que tenía el lector antes de la aparición del hipertexto. Su conclusión es que los modos de leer han ido cambiando en paralelo con las transformaciones del formato en el sentido de demandar una relación abierta con la información que ya no se encuentra cerrada a la propia literalidad del texto como en el libro impreso. Esto no quiere decir que simplemente estamos ante un reemplazo de una práctica de lectura por otra y que ahora debemos acogernos sin resistencia a un nuevo modelo hipertextual, es decir, de la lectura detenida y filológica exigida en el libro impreso a la lectura hipertextual.11 En realidad, hipertexto alude a ese juego de relaciones mutuas y necesarias que estamos obligados a hacer entre los diferentes textos que encontramos en nuestra experiencia y con ello a la necesidad fragmentada y abierta de la construcción compartida del sentido de un texto: el hipertexto, como la relación múltiple que supone, exige la participación activa ya no solo del autor, sino sobre todo del lector. Frente a la obra, la invitación es la respuesta. Con hipertexto, Lévy hace referencia a un fenómeno, ya sugerido por Derrida, que pone como centro de su reflexión la idea según la cual “desde el hipertexto toda lectura es una escritura”. El hipertexto es una invitación a participar de la escritura, toda lectura se convirtió en una necesaria reescritura de textos.

El hipertexto supone la lectura con base en esa estructura rizomática propia del pensamiento contemporáneo, sin que esto implique clausura de la lectura crítica y detenida, así como de la obligación de acercarse a los textos cuidando de no usarlos como pre-textos, sino más bien lo contrario. Para quienes hemos tenido oportunidad de enriquecernos en el contacto con los libros impresos desearíamos que nuestros hijos no se privaran de ese fecundo placer. Nos aterra, como piensa Chris Hedges (2009), que pasemos del alfabetismo al triunfo del espectáculo. Roger Chartier (2007) observa que la llamada revolución digital es “al mismo tiempo una revolución de la modalidad técnica de la reproducción de lo escrito, una revolución de la percepción de las entidades textuales y una revolución de las estructuras y formas fundamentales de la cultura escrita”. Los cambios y las transformaciones que hasta ahora empezamos a detectar están por supuesto llenos de luces y sombras. Los cambios no operan de inmediato, sino que se van haciendo de manera paulatina y hasta cierto punto progresiva. Si bien, siguiendo al mismo Chartier, “gracias a la digitalización el texto y la lectura conocen un nuevo auge y una profunda mutación”, también es claro, como han advertido varios humanistas resistentes al cambio, la lectura crítica, el ejercicio interpretativo, se convierte en cada vez más indispensable y cada vez más extraño (Vargas Llosa 2012). Lo cierto es que la lectura ha dejado de ser un ejercicio de desciframiento de signos para ser una puerta a la escritura: esta revolución es el desafío principal que exige otros grados de alfabetización y unos propósitos educativos distintos. Como advierte Darnton (2002), el tema de la crisis del libro en los últimos años ha pasado así por tres etapas: una fase inicial de entusiasmo utópico, en donde se creía en la posibilidad de armar un espacio electrónico, arrojarlo todo en él y dejar que los lectores se las averiguaran solos; un periodo de desilusión, en el que se consideraba que nadie quería leer un libro ni lidiar con montones de impresiones, y por tanto el libro digital era una solución a los problemas de conservación de la información; y una nueva tendencia hacia el pragmatismo cuando nos enfrentamos a la posibilidad de complementar el libro tradicional con publicaciones electrónicas específicamente diseñadas para ciertos propósitos y ciertos públicos.

En un estudio posterior de Derrida, “El libro por venir” (2003), el filósofo francés cambia el tono de despedida de su anterior estudio para pensar en una reflexión sobre el presente que se proyecta hacia el futuro. Allí deja en evidencia, entre muchos elementos que de nuevo son imposibles de sintetizar en breve, cómo las nuevas tecnologías implican una configuración nueva de la idea de libro y manifiesta, en cambio de cancelar su inscripción, la supervivencia sin fin de libro como unidad, aunque plantea una unidad distinta. Derrida cree que el libro no va a desaparecer en el mundo de las transmisiones telemáticas inmateriales, sino que siempre será oportuno y necesario frente a las industrias culturales que reducen la cultura a una mercancía (2003, p. 37). Pero reafirma al mismo tiempo la necesidad de pensar una materialidad dinámica, “con o sin pantalla”, capaz de reiterar nuestra diferencia, nuestra búsqueda de sentido. Entonces, ¿qué es un libro? Esta pregunta no queda definida y clausurada, sino que implica una serie de cuestiones que, siguiendo a Derrida, pasan por la pregunta por la escritura, el modo de inscripción, de producción y de reproducción, de la obra y la puesta en marcha, del soporte, la economía del mercado, del almacenamiento, el derecho, la política, etc. (p. 28). La pregunta por el libro es la pregunta por la configuración de una totalidad de la cual es imposible desprenderse, ya que está detrás de la configuración del sujeto, de realidad, y que implica necesariamente la misma idea de hombre. Puede que ya no nos llevemos a la playa el libro impreso sino el Kindle, o que prefiramos en algún momento el olor de las pantallas al de las hojas. Puede que podamos descartar el libro como prefiguración de sentido y adoptemos con entusiasmo la prometida revolución digital aún en curso. Pero es claro que no podemos abandonar la misma búsqueda de sentido. Incluso el libro se hace aún más indispensable hoy cuando la búsqueda se hace más difícil e inesperada. Estamos frente a un cambio que se ha dado en forma paulatina, transitoria, como ocurren los grandes cambios; el mismo McLuhan lo ha previsto al llamar la atención por su anuncio de la era electrónica que no es una revolución en los formatos, sino y sobre todo una renovación epistemológica, es decir, en los conceptos y en los significados, una transformación en nuestra manera de leer y por tanto de comprendernos a nosotros y nuestro entorno compartido.


Notas a pie de página

3 Sobre la muerte del libro y la influencia de Gutenberg se han desarrollado cientos de investigaciones. Entre ellas se puede destacar el trabajo emblemático de Elisabeth Eisenstein The Printed Revolution in Early Modern Europe (1983) y el reciente trabajo de Martin Lyons Historia de la lectura y la escritura en el mundo occidental (2012), que sigue las tesis elaboradas por Roger Chartier y Guillemo Cavallo en torno a las transformaciones en los procesos de la escritura y la lectura derivadas de los avances tecnológicos. Estos trabajos han servido de referencia para el resumen que viene a continuación sobre los cambios operados en los formatos.

4 En relación con la aparición de nuevos lectores y autores en el tiempo en el cual escribe la epístola Diderot y un análisis sobre su influencia, léase el estudio preliminar de Roger Chartier “Introducción a la Carta sobre el comercio de libros” (2003).

5 Un resumen semejante sobre la presencia de la “metáfora de la muerte del libro” en la literatura, con especial énfasis en la tradición inglesa y anglosajona, puede leerse en Price (2012). A partir de la descripción de este autor, puede verse cómo la metáfora de la “muerte del libro” atraviesa la literatura casi haciendo parte del propio proceso metaficcional en el cual acontece el fenómeno literario. Es decir, la literatura es una reflexión en sí misma de la literatura (el ejemplo paradigmático sigue siendo el Quijote), y su vinculación con el libro, en cuanto formato pero también como experiencia de 6

6 El eco sobre la falta de hábitos de lectura en Colombia, disperso en numerosos comentarios de varios intelectuales como los mencionados (valdría la pena hacer una arqueología para el caso colombiano), también se justifica a partir de investigaciones académicas como las adelantadas por la Cerlac (2012), según la cual, mientras en países como Argentina y México el promedio de lectura de libros por persona es alrededor de 5 a 6 libros por año, en Colombia es solo de 2 libros.

7 Una mirada crítica sobre el uso y aplicación de la Internet, en donde se evalúan algunas mitologías sobre este nuevo invento tecnológico, puede rastrearse en el trabajo de Burbules, Educación: riesgos y promesas de las nuevas tecnologías (2001).

8 Esta perspectiva sobre la superioridad en la conservación de la información de la hoja en papel sobre la hoja digital también es sostenida por el conocido editor Conrado Zuluaga (2009). En relación con las dimensiones políticas sobre los derechos de autor en la era de la Internet conviene revisar la polémica en torno al proyecto de Google Books y su irrupción en la ecología editorial (cfr. García Marco, 2008).

9 Para profundizar en las múltiples interpretaciones del conocido eslogan de McLuhan véase Strate (2011), quien aborda su significado en las relaciones con otros conceptos elaborados por el autor y analiza las polémicas y confusiones que ha despertado las ideas del teórico canadiense. Strate encuentra que esta idea ilustra la manera como las nuevas tecnologías han afectado nuestras maneras de percibir, de pensar y nuestra propia cultura, a las cuales se encuentra vinculada de manera estrecha la Internet y la cual a menudo se tiende a desconocer. En relación con la Internet, el estudio de Alejando Piscitelli Internet: la imprenta del siglo XXI (2005) también cuestiona el “determinismo tecnológico” de algunos intérpretes de la llamada escuela de Toronto, entre quienes se destaca el mismo McLuhan, y observa esa relación dialéctica entre el medio y el sujeto: los medios modelan sin duda al sujeto, pero el sujeto es quien transforma a los medios.

10 Un estudio que, con casi dos décadas, muestra las principales transformaciones provocadas por las nuevas realidades textuales promovidas por la Internet es el trabajo de Carlos Moreno Literatura e hipertexto: de la cultura manuscrita a la cultura electrónica (1998).

11 Como explica el estudio de Lugo (2005), leer hipertextos no es tanto una nueva manera de leer como una nueva experiencia. El lector sigue construyendo el significado a partir de sus conocimientos previos, pero el soporte y la presentación del texto son las que dan origen a nuevas formas de acceder y de enfrentarse a la información. “Leer en Internet implica una nueva y particular forma de selección de la información que resulta más o menos exitosa en función de la postura y la actitud y de la especificidad de los objetivos del lector, de su capacidad para mantener el control de sus búsquedas, de su capacidad para utilizar su conocimiento previo para poder elegir entre todas las alternativas posibles que le presenta este sistema, así como del grado de experiencia que el lector tenga con el medio, del conocimiento de su estructura y de las estrategias aplicadas para regular dicho proceso” (En línea)


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