DOI:
https://doi.org/10.14483/21450706.11082Publicado:
2016-10-21Número:
Vol. 11 Núm. 19 (2016): El arte del conflictoSección:
EditorialEl arte del conflicto
Palabras clave:
arte, conflicto (es).Descargas
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EL ARTE DEL CONFLICTO
A poco menos de un mes de la realización del plebiscito en que el país debe ratificar o rechazar los acuerdos de paz firmados entre el gobierno y las FARC, presentamos la primera de dos ediciones de Calle 14 dedicadas al tema de “Arte y Conflicto”. Desde la “trinchera” del arte hemos hablado y obrado en torno al conflicto en Colombia. El arte y los artistas han estado presentes, y su participación ha sido tenida en cuenta con mayor o menor importancia según los casos. En la actual coyuntura afirmamos que la visión del arte debe aportar a la reconstrucción de la sociedad, pero su aporte real no puede consistir en acompañar la fiesta. Desde el arte se ve un mundo y sus diseños se soportan en un conocimiento que la sociedad ha de reconocer, como ha de reconocer el aporte de las ciencias, para lograr un modelo a la medida de los seres humanos, sensibles, razonables, creativos.
Ya Luis Vargas Tejada, el dramaturgo conspirador, había creado en los inicios de la república una imagen dramática de la agonía de la gran Colombia con su obra póstuma “Doraminta”, escrita desde la “cueva de la resignación”, donde permaneció cerca de un año ocultándose de la justicia por su participación en el atentado septembrino contra la vida de Bolívar. Pero la imagen visual del periodo de la independencia la construyó José María Espinoza, el “abanderado de Nariño”, con el registro pictórico de los próceres y sus batallas, indispensable a la hora de pensar la nación. No menos ocurrió con la música, que se ejecutó en campos, iglesias y salones, acompañando los ejércitos, celebrando sus acuerdos o criticando sus acciones. A lo largo de nuestra historia republicana el arte ha tenido presencia en los procesos sociales. Hoy reclamamos como un derecho, pero también como nuestro deber, un espacio para el arte en el mundo que se aproxima y respeto para las visiones que desde allí se plantean.
El conflicto no solo se piensa desde las artes, forma parte integral de sus estructuras. En ese sentido puede ser pertinente explorar algunas relaciones significativas entre el conflicto como eje de lo dramático y el conflicto como patrón de convivencia en Colombia.
En la arquitectura dramática la muerte ocupa un lugar privilegiado pues afirma con energía los valores del protagonista o los de su contrario, asevera la realidad del drama, su profundidad. Luego del agón, de la lucha definitiva, la muerte es frecuente como desenlace conclusivo, como mecanismo de cierre. También es importante como antecedente o condición de la fábula, como resorte del conflicto o como circunstancia que determina la trama desde las características de los personajes o desde el contexto de la acción.
El teatro colombiano no es una excepción; durante la segunda mitad del siglo XX la muerte como forma de cierre es un procedimiento común y no solo una opción para terminar el relato. En particular la muerte violenta caracteriza, según algunas opiniones calificadas, buena parte de nuestro teatro. “Algo debe morir”, parece haber sido un motivo compartido por una generación de teatreros y aunque esto no sea más que un balance arbitrario, baste mencionar algunos títulos para argumentarlo como una presencia significativa: “Soldados”, “Guadalupe años sin cuenta”, “La agonía del difunto”, “La orgía”, “El sol subterráneo”, entre otros que sería posible rastrear y contrastar con distintas épocas y teatros, en los que la trama parte, gira o llega a la muerte.
Recibido: 19 de octubre de 2016; Aceptado: 20 de octubre de 2016
El arte del conflicto
A poco menos de un mes de la realización del plebiscito en que el país debe ratificar o rechazar los acuerdos de paz firmados entre el gobierno y las FARC, presentamos la primera de dos ediciones de Calle 14 dedicadas al tema de “Arte y Conflicto”. Desde la “trinchera” del arte hemos hablado y obrado en torno al conflicto en Colombia. El arte y los artistas han estado presentes, y su participación ha sido tenida en cuenta con mayor o menor importancia según los casos. En la actual coyuntura afirmamos que la visión del arte debe aportar a la reconstrucción de la sociedad, pero su aporte real no puede consistir en acompañar la fiesta. Desde el arte se ve un mundo y sus diseños se soportan en un conocimiento que la sociedad ha de reconocer, como ha de reconocer el aporte de las ciencias, para lograr un modelo a la medida de los seres humanos, sensibles, razonables, creativos.
Ya Luis Vargas Tejada, el dramaturgo conspirador, había creado en los inicios de la república una imagen dramática de la agonía de la gran Colombia con su obra póstuma “Doraminta”, escrita desde la “cueva de la resignación”, donde permaneció cerca de un año ocultándose de la justicia por su participación en el atentado septembrino contra la vida de Bolívar. Pero la imagen visual del periodo de la independencia la construyó José María Espinoza, el “abanderado de Nariño”, con el registro pictórico de los próceres y sus batallas, indispensable a la hora de pensar la nación. No menos ocurrió con la música, que se ejecutó en campos, iglesias y salones, acompañando los ejércitos, celebrando sus acuerdos o criticando sus acciones. A lo largo de nuestra historia republicana el arte ha tenido presencia en los procesos sociales. Hoy reclamamos como un derecho, pero también como nuestro deber, un espacio para el arte en el mundo que se aproxima y respeto para las visiones que desde allí se plantean.
El conflicto no solo se piensa desde las artes, forma parte integral de sus estructuras. En ese sentido puede ser pertinente explorar algunas relaciones significativas entre el conflicto como eje de lo dramático y el conflicto como patrón de convivencia en Colombia.
En la arquitectura dramática la muerte ocupa un lugar privilegiado pues afirma con energía los valores del protagonista o los de su contrario, asevera la realidad del drama, su profundidad. Luego del agón, de la lucha definitiva, la muerte es frecuente como desenlace conclusivo, como mecanismo de cierre. También es importante como antecedente o condición de la fábula, como resorte del conflicto o como circunstancia que determina la trama desde las características de los personajes o desde el contexto de la acción.
El teatro colombiano no es una excepción; durante la segunda mitad del siglo XX la muerte como forma de cierre es un procedimiento común y no solo una opción para terminar el relato. En particular la muerte violenta caracteriza, según algunas opiniones calificadas, buena parte de nuestro teatro. “Algo debe morir”, parece haber sido un motivo compartido por una generación de teatreros y aunque esto no sea más que un balance arbitrario, baste mencionar algunos títulos para argumentarlo como una presencia significativa: “Soldados”, “Guadalupe años sin cuenta”, “La agonía del difunto”, “La orgía”, “El sol subterráneo”, entre otros que sería posible rastrear y contrastar con distintas épocas y teatros, en los que la trama parte, gira o llega a la muerte.
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