DOI:

https://doi.org/10.14483/21450706.1183

Publicado:

2007-01-03

Número:

Vol. 1 Núm. 1 (2007): El autor y la autoría

Sección:

Sección Transversal

Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro

Dramaturgy in the academy: inside the theater within the theater

Autores/as

  • Sandro Romero Rey

Palabras clave:

Dramaturgia, actor, clásicos, formación, academia (es).

Palabras clave:

Dramaturgy, actor, classics, training, academy (en).

Referencias

Aristófanes: las once comedias. traducción: Ángel ma. Garibay. editorial Porrúa, méxico-Buenos aires, 1975.

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Cómo citar

APA

Romero Rey, S. (2007). Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro. Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, 1(1), 102–110. https://doi.org/10.14483/21450706.1183

ACM

[1]
Romero Rey, S. 2007. Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro. Calle 14 revista de investigación en el campo del arte. 1, 1 (ene. 2007), 102–110. DOI:https://doi.org/10.14483/21450706.1183.

ACS

(1)
Romero Rey, S. Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro. calle 14 rev. investig. campo arte 2007, 1, 102-110.

ABNT

ROMERO REY, Sandro. Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro. Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, [S. l.], v. 1, n. 1, p. 102–110, 2007. DOI: 10.14483/21450706.1183. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/1183. Acesso em: 7 oct. 2024.

Chicago

Romero Rey, Sandro. 2007. «Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte 1 (1):102-10. https://doi.org/10.14483/21450706.1183.

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Romero Rey, S. (2007) «Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro», Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, 1(1), pp. 102–110. doi: 10.14483/21450706.1183.

IEEE

[1]
S. Romero Rey, «Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro», calle 14 rev. investig. campo arte, vol. 1, n.º 1, pp. 102–110, ene. 2007.

MLA

Romero Rey, Sandro. «Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte, vol. 1, n.º 1, enero de 2007, pp. 102-10, doi:10.14483/21450706.1183.

Turabian

Romero Rey, Sandro. «Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro». Calle 14 revista de investigación en el campo del arte 1, no. 1 (enero 3, 2007): 102–110. Accedido octubre 7, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/1183.

Vancouver

1.
Romero Rey S. Dramaturgia en la academia: al interior de teatro dentro del teatro. calle 14 rev. investig. campo arte [Internet]. 3 de enero de 2007 [citado 7 de octubre de 2024];1(1):102-10. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/1183

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Dramaturgia en la academia al interior del teatro Dentro del teatro

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Dramaturgia en la academia al interior del teatro Dentro del teatro

Sandro Romero Rey*

Resumen

Una reflexión acerca del trabajo de los estudiantes de actuación en dos momentos diferentes de la formación teatral en Bogotá. La primera experiencia se desarrolló en la desaparecida Escuela Nacional de Arte Dramático de Bogotá. A partir de los textos sobre mujeres de las comedias del dramaturgo griego Aristófanes, se construyó un nuevo texto titulado “Gineceo”, en el cual se reflexionaba sobre las posibilidades de un acercamiento contemporáneo a los textos clásicos. De igual manera, en el año 2006, los alumnos de actuación de cuarto año del Programa de Artes Escénicas de la Facultad de Artes-ASAB, se introducen en el universo de las dieciocho comedias de Shakespeare y, aportan, a través de conceptos de la “dramaturgia de actor”, un nuevo texto titulado “Gineceo”. Dos experiencias, siguiendo la guía del maestro Sandro Romero Rey.
Palabras clave: Dramaturgia, actor, clásicos, formación, academia.


Abstract

A reflection about drama art students’ work in two different moments of the Bogotá Drama Education.The first experience was developed in the vanished “Escuela Nacional de Arte Dramático de Bogotá”. From the texts about women of the Greek Aristofenes, it was constructed a new text named “Gineco” in which it sis possible to get closer with contemporary approach to classic texts. In the same way, in 2006, the tour year drama art students of “Programa de Artes Escénicas de la facultad de Artes ASAB”, are involved in the universe of eighteen Shakespeare’s comedies and contribute through the concept of the “dramaturgia del actor”, and a new text named “Gineco”. Two experiences following the guide of Sandro Romero Rey Profesor.
Key words: Dramaturgy, art, actor, classic, formation, academyformation


*(Cali, 1959). Escritor y director de teatro. Docente en artes escénicas, vinculado a la Academia Superior de Artes de Bogotá desde 1994. Realizó sus estudios teatrales en la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal. Se especializó en la Universidad de Paris VIII (Francia, 1992) con su memoria de D.E.A. “L’objectif et le masque: la tragédie grecque à l’écran”. En 1998 hizo estudios de dirección en Londres. Ganador de varios premios nacionales de teatro y literatura. Premio Residencias Artísticas Colombia-México, gracias al cual escribió la obra El purgatorio de Margarita Laverde. (IDCT, 2004). Entre sus publicaciones se destacan: El Teatro Municipal de Cali: escenario de acontecimientos (Alcaldía de Cali, 1987) Oraciones a una película virgen (Novela, Planeta 1993), Julio Garavito: de Colombia a la Luna (Novela, Colciencias, 1999), Las ceremonias del deseo (Premio Nacional de Cuento, 2004), Dramaturgos en la ASAB (contiene su obra Nuestra Señora de los Remedios, 2004), Mick Jagger: el rock suena, piedras trae (biografía, Panamericana, 2004), Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego (Ensayo, Norma, 2007). Director de más de cincuenta puestas en escena. Entre las obras de su propia dramaturgia han sido montadas El aire, Última noche en la tierra, Nuestra Señora de los Remedios, El purgatorio de Margarita Laverde, Mentiras ejemplares, El infinito sin estrellas, Fatum, Gineceo, Quiproquo, entre otras. Ha sido, a su vez, realizador de radio, cine y televisión. Se destacan sus documentales El Teatro La Candelaria: recreación colectiva (2006) y Sonido bestial (en postproducción)


Foto/Carlos Mario Lema, ¡Que viva Andrés Caicedo!, 2007

Génesis

En 1987, entré como profesor de actuación y montaje a la desaparecida Escuela Nacional de Arte Dramático de Bogotá. Venía de Cali, me había graduado en la Escuela Departamental de Teatro de Bellas Artes de esta ciudad, donde había sido alumno de muchos maestros inolvidables, entre ellos Ana Ruth Velasco, Miguel Mondragón, Vicky Hernández, Julián Romeo, Alejandro Buenaventura. Desde mis precoces incursiones en el mundo de las tablas, sabía que mi deseo no era sólo el de pararme en un escenario a decir los textos de otros, sino a buscar las herramientas para construir mis propias palabras, para que fuesen dichas por unos actores, dentro de una puesta en escena. Lo hice como estudiante y luego lo continué como profesor.

Sí. Me había paseado de Esquilo a Brecht, de Plauto a Oswaldo Dragún, de Shakespeare a Enrique Buenaventura. Disfrutaba mucho del oficio del actor, pero, poco a poco, me fui interesando mucho más por dirigir el equipo desde la banca, no jugando el partido, sino equivocándome como un espectador atento. De la dirección a la dramaturgia no hubo sino un paso. Ya había escrito una ingenua obra futurista cuando tenía doce años y, a partir de ese momento, no me detuve. Me interesaba la costura de la creación, reflexionar sobre su secreto sistema circulatorio. A lo largo de mi vida, he combinado, sinvergüenza sin vergüenza, la narrativa con el teatro, el cine con la televisión, la radio con la música.

En todas estas disciplinas me siento a gusto y me encanta buscar con ellas posibilidades combinatorias de resultados siempre ilimitados. Y dentro de mis juegos creativos siempre he estado permeado o, mejor, estimulado, por los procesos pedagógicos y formativos. Pero la escuela, la academia, nunca ha podido ser para mí un lugar estático, donde se reproducen modelos. Por el contrario, pienso que los modelos siempre deben ser puntos de partida para estimular el proceso indefinido de la construcción de imaginarios artísticos por parte de maestros y discípulos. Creo, entonces que uno se encuentra ante un dilema permanente: ¿Cómo respetar la tradición y, al mismo tiempo, convertirla en un instrumento dinámico de la contemporaneidad? ¿Se puede ser creador cuando se reproducen textos de otras épocas, otras culturas, de otros? ¿Un dramaturgo, un director, un pedagogo interpreta, produce, reproduce, o crea?

Cuando entré como profesor a la Academia Superior de Artes de Bogotá, el coordinador del programa de Artes Escénicas, el director polaco Pavel Nowicki, insistía en que uno no debería mezclar su propia estética en la enseñanza hacia los alumnos. Es decir, debería partir de la ortodoxia, para que luego el estudiante, una vez aprendidas las herramientas convencionales, siguiese su propio camino.

Creo que estuve siempre de acuerdo con Pavel, pero mi corazón, en lo más profundo, se resistía a la idea de limitarse a las convenciones. Y lo veía en la práctica. Los estudiantes de artes escénicas se paseaban, durante cuatro años por todos los paisajes tradicionales de la historia del teatro y, cuando llegaban a quinto año, en sus montajes de grado, se estrellaban contra la realidad del mundo, tratando de ser “contemporáneos”.

Foto/Carlos Mario Lema, ¡Que viva Andrés Caicedo!, 2007

Al mismo tiempo, tenía el otro lado de la moneda. En Dinamarca, por ejemplo, había tenido experiencias en escuelas donde se sumergía a los estudiantes en disciplinas creativas sobre las tablas que prácticamente prescindían del texto dramático convencional para, desde un primer año, apostarle a una suerte de “dramaturgia del actor”, más allá de cualquier acercamiento a la tradición. Creo que ambos caminos tienen sus virtudes, pero de la misma forma, tienen riesgos, en particular si se asumen mecánicamente en nuestro medio.

Colombia es un país sin tradición teatral. Colombia es un país sin tradición en la pedagogía de las artes. Colombia es un país donde la enseñanza de las artes escénicas se ha hecho a tumbos y casarse con uno u otro modelo tiene como riesgo que excluyamos al alumno de abrir el espectro de su conocimiento dentro de límites cada vez más amplios. De alguna manera, por esta razón, he unido, en distintos momentos de mi vida pedagógica en el mundo del teatro, estas preocupaciones en actividades prácticas concretas.

En los cuatro años en que fui profesor en la Escuela Nacional de Arte Dramático, escribí los textos titulados Fatum, Gineceo, Timón de Atenas y Actos fallidos. Todos ellos eran versiones de grandes clásicos del teatro universal (Fatum a partir de los trágicos griegos, Gineceo alrededor de las comedias de Aristófanes, Timón de Atenas una versión para cuatro actores del drama de Shakespeare, Actos fallidos variaciones alrededor de dos autos sacramentales de Calderón de la Barca) construidas a partir de las reflexiones y las tareas concretas que iban saliendo con los estudiantes. También escribí los monólogos Una actriz se prepara, Vía cerrada y Querida mamá, basándonos en textos representativos del teatro y la poesía.

Los alumnos de la ENAD se formaban para ser actores. Durante el tiempo que estuve, entre 1987 y 1990, en el primer año, aparte de sus materias básicas de técnica vocal y técnica corporal, de historia del teatro y de semiótica, los estudiantes hacían un trabajo preparatorio, a nivel técnico, de acuerdo a los intereses de sus maestros. Recuerdo que, cuando yo entré, estaban entre los profesores Heidi y Rolf Abderhalden, fundadores de Mapa Teatro. Ellos hicieron una experiencia muy interesante de “encuesta dramática” con los alumnos que, un año después, tendría bajo mi responsabilidad. En segundo año, dictaba sus clases el maestro Ricardo Sarmiento, recién llegado de Italia, quien se concentró en sus prácticas sobre el círculo neutro, a partir de textos de Ibsen. En tercer año, yo debía concentrarme en la puesta en escena de una tragedia clásica. En cuarto, último año, los alumnos deberían realizar un monólogo, como trabajo de grado. En esa ocasión, me encargué de la puesta en escena de cuatro de ellos y les propuse que hiciéramos la dramaturgia de los mismos.

Ricardo Sarmiento se encargó de dos monólogos más. Yo trabajé con los actores Lucho Hurtado, María Fernanda Velosa, Orlando Valenzuela y Adriana Cantor.

En esos momentos del trabajo actoral, para los estudiantes de una escuela, su preocupación central gira en torno a cómo articular lo aprendido en la academia con su experiencia personal. De hecho, su preocupación fundamental gira en torno a descubrir si, en efecto, su experiencia personal cabe dentro del teatro. En esa época, yo coqueteaba con mis veintiocho años y me sentía trabajando con los alumnos como con mis contemporáneos. De hecho, teníamos muchas preocupaciones comunes. Por esta razón, le propuse a los monologantes que convirtiéramos parte de sus preocupaciones en texto para el trabajo de puesta en escena. Así, con Lucho Hurtado, quien estaba interesado en el mundo de las drogas, el rock apocalíptico, los poetas malditos y la marginalidad, hicimos una obra, que titulamos Vía cerrada, en la que un personaje, encerrado en un mundo oscuro y rodeado de colillas, recitaba textos de Rimbaud, Baudelaire, y Darío Lemos, mezclado con las melodías agónicas del Cocksucker blues de los Rolling Stones y uno que otro tema de la movida madrileña. Con María Fernanda Velosa la guié para que exorcizara distintos fantasmas femeninos que ella decidió titular Querida mamá. Con Orlando Valenzuela hicimos una versión, adaptada a sus propias circunstancias actorales, de la obra Las manos de Eurídice de Pedro Bloch. Con Adriana Cantor, la experiencia fue muy particular pues ella, pendenciera, coqueta e insegura, me dijo que había leído diez monólogos femeninos y no sabía cuál trabajar. Yo le propuse que construyéramos una historia en la que una mujer tenía que montar un monólogo por alguna circunstancia particular y no sabía por cuál decidirse. El resultado fue una obra que titulamos Una actriz se prepara, “cambiándole el sexo” a uno de los célebres libros de Constantin Stanislavski. En ella, una muchacha, entre sueños y pesadillas, debe ensayar un texto teatral para aplicar a una beca e irse a Alemania Oriental, pues su novio, comprometido en política, ha desaparecido y ella teme por su vida. En medio de los nervios por ser detenida, la joven actriz ensaya textos de Shakespeare, de Strindberg, de Heiner Müller, de Brecht y de Eurípides. Al final, ella enloquece al darse cuenta de que su compañero la ha traicionado, y termina mezclando textos de unos y otros.

Foto/Carlos Mario Lema, ¡Que viva Andrés Caicedo!, 2007

Al mismo tiempo, mientras trabajaba en los monólogos, tenía que dedicarme al estudio de la tragedia clásica griega con tres estudiantes de actuación de tercer año. Siempre el problema que se tiene cuando se va a montar una obra clásica con jóvenes alumnos de una escuela de teatro es el problema numérico y la juventud. Es decepcionante ver a muchachos que no pasan de la veintena “disfrazándose” de viejos para interpretar los personajes adultos de Chejov. En el caso de la tragedia griega, con un grupo de tres actores, no se podía explorar el universo del coro, ni había un texto que nos convenciera en su totalidad para las necesidades específicas de dichos estudiantes. Yo les propuse entonces que nos inventáramos una obra cuyo tema era la tragedia griega. Así nació Fatum.

Foto/Carlos Mario Lema, ¡Que viva Andrés Caicedo!, 2007

De Fatum a Gineceo

A partir de exploraciones en torno a distintos textos de Esquilo, Sófocles y Eurípides, construimos un texto en el que tres figuras inertes, en un espacio negro, con una tela roja y tres báculos, regresaban de la muerte, “guiados” por la música de Arvo Pärt y “recordando” los distintos fragmentos, como si fuesen los habitantes de un lugar sin tiempo, en el que debían persistir en la memoria perdida. El resultado fue una obra de gran aliento poético, que nos ayudó a enfrentarnos sin inhibiciones a unos textos en apariencia lejanos y sin nudos conectores, más que los técnicos, con el universo personal del grupo de actores. De este montaje han desaparecido las fotos y, hasta el momento, el texto insiste en esconderse en las cajas de mi pasado. Alguien decía que del teatro sólo quedan los afiches y los programas. De las ochenta tragedias de Esquilo sólo se conservan siete (bueno, ocho si contamos Les danaïdes que resucitó en Francia, gracias a Silviu Purcarete en 1996), de las ciento veinte de Sófocles otro septeto y del prolífico Eurípides no más de diecinueve. El resto es el silencio. Pero, lo más grave, no es el hecho de que desaparezcan los textos, sino que desaparezca para siempre la idea de los montajes. ¿Cómo era la puesta en escena de La orestiada? ¿Cómo voló por los aires el carro de fuego de Medea? ¿Vieron los espectadores atenienses la sangre de los ojos de Edipo? Todo desaparece. Y el teatro es un arte que nació para ser efímero y morir en su propia juventud. Fatum, al parecer, también ha desaparecido.

Quizás por esta razón la “resurrección” que propusimos de los textos griegos en Fatum era una manera de reflexionar sobre la condición de la mortalidad. El fatum, el destino, anuncia la lucha inexorable para que los hombres luchen contra las leyes de los dioses y sin embargo sucumban. En Fatum, la idea de la catarsis aristotélica estaba revisitada a través de la metáfora de la muerte.

Los hombres eran, son, en el texto, marionetas inocentes manipuladas por el capricho de sus creadores. Había que construir entonces un nuevo tipo de ritual, que se acercase a nosotros a través de un nuevo diseño de la dramaturgia y un dispositivo de la puesta en escena que trascendiese las máscaras, los coturnos, las tres puertas y la skene. Fatum fue, más que un viaje al pasado, una resurrección. En este caso, los tres actores eran una suerte de figuras sin tiempo, que se convertían alternativamente en Dionisos, en Tiresias, en Jasón o en Prometeo, para luego regresar al misterio y al silencio de su propia caverna interior. Esquilo, Sófocles y Eurípides se convirtieron en materia sensible para los actores, quienes los transformaron de acuerdo a sus necesidades de puesta en escena, sin irrespetar para nada el tono interior, fatal y sangriento, intenso y doloroso, de las tragedias que sirvieron de origen.

Un año después, tuve el gusto de trabajar con los nueve estudiantes (seis actrices, tres actores) que habían hecho su primer año con los hermanos Abderhalden. Esta vez, el programa pedía trabajar sobre las comedias de Aristófanes. “En los griegos está todo lo que viene después”, era mi insistencia. Al principio, la experiencia fue difícil, puesto que los alumnos tenían un vínculo muy estrecho con el método de Rolf y Heidi y me miraban como a David Bowie en El hombre que cayó a la Tierra. Poco a poco, el escepticismo se fue convirtiendo en complicidad creativa, una vez que tomamos el toro de Aristófanes por los cuernos y comenzamos a jugar con los textos a través de distintas improvisaciones. El desafío era encontrar el humor en unas obras tan alejadas en el tiempo. Poco a poco, nos dimos cuenta de que las luchas por conseguir la paz y la “guerra” entre los sexos que se encuentra en las distintas obras del dramaturgo griego tienen mucho más que un punto de contacto con nuestra época. Decidimos entonces concentrarnos en tres de las once comedias de Aristófanes en las que el tema del universo femenino es una constante. Las obras: Lisístrata, las Tesmoforias y La Asamblea de las Mujeres. Lisístrata y La Asamblea… las conocía bien, pues ya las había montado en Cali en precoces experiencias estudiantiles. Esta vez se trataba, sin embargo, de construir con actores de grandes recursos expresivos, un texto que lograse agrupar las tres historias y, al mismo tiempo, juguetear, de alguna forma, con la contemporaneidad. La obra se tituló finalmente GINECEO, bromeando un poco con el espacio al cual estaban destinadas en el hogar las mujeres en la antigua Grecia. El teatro convertido entonces en un “reservado” para representantes del sexo femenino.

Las historias de las obras eran muy divertidas: en Lisistrata, la heroína de la historia reúne a sus amigas y deciden no volver a tener relaciones con sus maridos hasta que éstos no firmen la paz. En La asamblea de las mujeres, Praxágora y un grupo de “damas” atenienses se toman el poder y deciden crear una sociedad igualitaria en las que las jóvenes no se pueden acostar con los hombres, hasta que éstos no hayan satisfecho sexualmente a las viejas. Y en Tesmoforias, el supuesto misógino Eurípides convence a su pariente Mnesíloco para que vaya a una reunión de féminas y convencerlas de que no lo maten, pues éstas consideran que el autor trágico las “desbarata” en sus obras. Tomando como punto de partida el lugar común de las reuniones femeninas, decodificamos las comedias, de tal manera que con las tres historias pudiésemos tener una sola, pero no de una forma mecánica, sino partiendo de un presente cercano a nosotros, en el que la atmósfera de la guerra se convirtiese en una pesadilla con la cual sueñan los personajes. La idea, una especie de “ronda” onírica, giraba en torno a unas mujeres que se despertaban de un sueño que, al mismo tiempo, resultaba ser otro sueño en el cual se vivían situaciones y, acto seguido, otro personaje se despertaba al interior del mismo y así, hasta un infinito controlable. Las obras de Aristófanes formaban parte de las ruinas del Tiempo. La guerra de Aristófanes era la guerra de las mujeres del presente. Las mujeres de hoy soñaban con las guerras de Aristófanes y Aristófanes soñaba con las mujeres del futuro. Todo este galimatías espacio-temporal lo unificamos plásticamente con la escenografía diseñada y construida por la artista Karen Lamassonne, así como el vestuario y las máscaras concebidas por el director de arte Ricardo Duque, quien trabajó con los actores en la confección de cada uno de sus aditamentos.

Tengo muy gratos recuerdos de ese montaje, en especial los juegos interpretativos entre Robinson Díaz (Mnesíloco) y Juan Carlos Giraldo (Eurípides); el baño turco con las máscaras fálicas y los anacronismos festivos sobre el escenario, donde los nueve actores vestidos de blanco se transformaban una y otra vez en la veintena de personajes que tenía la adaptación. Me encantó la temporada de estreno en el Teatro Libre de Bogotá y las funciones en la Sala Mallarino del Teatro Colón, donde una noche tuvimos que hacer milagros para “camuflar” un corto circuito en mitad de la función.

Ahora bien: en estos casos, ¿son “dramaturgos” los actores? La polémica estaba abierta. Para algunos maestros, el actor-estudiante debería trabajar sobre la estricta partitura de los textos originales. Ningún tipo de adaptación era posible. Las herramientas del estudiante eran su cuerpo y su voz, pero nunca su escritura. La experiencia de Fatum y Gineceo nos indicó lo contrario. La dramaturgia del actor servía para acercarnos a la verdad y a la riqueza de los textos, sin traicionarlos, sino reflexionado creativamente sobre ellos.

De alguna manera, la experiencia de Heiner Müller nos sirvió como tácito estímulo. Y lo pudimos mantener a flote, un año después, cuando con cuatro estudiantes hombres (no había más) de tercer año, realizamos la adaptación del Timón de Atenas de William Shakespeare, en la que concentramos toda la acción en las figuras de Timón, Apemanto, Flavio y Ventidio. En esta ocasión, los cuatro actores eran cuatro estatuas grises de un museo improbable, casi como figuras de un mausoleo sin tiempo, quienes daban vida a la historia del malogrado aristócrata. Los cinco actos se concentraban en un solo y extenso bloque de acciones en el que se compactaba el conflicto en el enfrentamiento entre Timón y el filósofo Apemanto. Un año de trabajo en un espacio vacío, creando las imágenes a partir de las figuras de los personajes. Los actores se convertían entonces en “creadores” de la puesta en escena, rediseñando las líneas dramatúrgicas de acuerdo al diseño que les proporcionaba la actuación. Los estudiantes, por consiguiente, partían del texto original de Shakespeare y luego se lo apropiaban a través de la adaptación, concebida para sus necesidades específicas.

Otro tipo de acercamiento dramatúrgico quise hacer con los estudiantes de actuación en 1990, cuando tomamos las obras El gran teatro del mundo y El gran mercado del mundo de don Pedro Calderón de la Barca y construimos sketches en verso, a partir de los arquetipos de cada uno de los respectivos autos sacramentales. Las alegorías de los textos de origen se convertían en metáforas de situaciones contemporáneas e incluso nos atrevimos a jugar con parábolas políticas en las que un dictador torturaba a sus subalternos con versos de Calderón. En este caso, los actores iban más allá de la partitura de origen, combinando las estrofas del Siglo de Oro en situaciones contemporáneas, donde había historias en las cuales los textos eran pretextos para jugar a la abierta invención de nuevas historias. ¿Traición? ¿Impostura? ¿Jugarretas?

De ninguna manera. La regla en todos y cada uno de los casos era el respeto del material de origen y el juego creativo consistía en aprender a mantener los parámetros iniciales hasta sus últimas consecuencias.

En 1993, luego de mi regreso de Europa, realicé una experiencia, de alguna manera similar, en un proyecto de intercambio pedagógico muy interesante entre la Escuela Nacional de Arte Dramático de Bogotá y la Nordisk Teaterskole de Arhus (Dinamarca). Siete actores colombianos, cuatro actores daneses y tres noruegos, un maestro peruano y un director colombiano nos encerramos durante varios meses a crear un espectáculo basado en el mito de Electra, tomando como referencia de nuevo a Esquilo, Sófocles, Eurípides, la ópera de Richard Strauss y algunos poemas del poeta Raúl Gómez Jattin. En una intensa torre de Babel creativa, estrenamos la obra Electra, que viajó por varias ciudades de Colombia y luego por seis ciudades de Dinamarca, para terminar en un Festival Internacional de Escuelas de Teatro.

Foto/Carlos Mario Lema, ¡Que viva Andrés Caicedo!, 2007

Aquí, el problema de la dramaturgia fue diferente. Y la relación con el público fue, por supuesto, diversa. Respetando la pluralidad de lenguas (español, inglés, danés, noruego), construimos la saga de los Atridas, de acuerdo a una relectura de los clásicos, de nuevo en espacio vacío, con trajes negros y elementos mínimos que tuvieran pluralidad de significados. Lo curioso es que lo que en Colombia parecía divertido y con travieso humor negro, en Dinamarca se veía profundamente trágico y trascendente.

Dos lecturas distintas, puesto que el público que entendía el español no entendía el danés y viceversa, de tal suerte que el espectáculo se convertía en un trabajo casi musical, onomatopéyico, donde las palabras no significaban por lo que decían sino por el tempo y la sonoridad que generaban.

Dentro del conjunto, nos apoyamos por la interpretación en vivo del Réquiem del compositor colombiano Antonio María Valencia, cantado por los actores dentro de un rigor fúnebre que le daba a los distintos cuadros de la obra (la los textos de La orestíada de Esquilo, la Electra de Sófocles, la Electra de Eurípides y Las moscas de Sastre que sirvieron como punto de partida. Electra fue una reconstrucción de un mito, a partir de elementos muy contemporáneos, los cuales le devolvían al espectáculo teatral sus raíces rituales, gracias al rigor actoral y a la polisemia de las lenguas.

Las razones de Quiproquo

Y llegamos a la Academia Superior de Artes de Bogotá. He estado vinculado a ella desde 1994. He trabajado indistintamente con muchos niveles y he montado varias obras: de Cocteau a Schnitzler, de John Ford a Brecht. En el 2004 estrené mi texto El purgatorio de Margarita Laverde, luego de unas Residencias Artísticas en la capital mexicana, como trabajo de grado con los estudiantes de último año. La obra estuvo durante dos años en repertorio, fue invitada al Festival Iberoamericano de Teatro y fue publicada en la colección de dramaturgia colombiana que lanzó la Universidad Distrital. En el 2006, se me invitó a dirigir de nuevo, esta vez con los estudiantes de cuarto año, quienes deben realizar, por primera vez, un texto completo para ser presentado en una temporada de mínimo diez funciones, ante el público de la ciudad. En esta ocasión, el grupo estaba compuesto por siete mujeres y cuatro hombres. En un principio, les propuse a los actores que empezáramos a estudiar (tanto en el papel como en el escenario) las comedias de William Shakespeare, la cuales son prácticamente desconocidas en nuestro medio. Leímos y analizamos las dieciocho obras: las llamadas comedias “felices”, las comedias “problemáticas” y los “romances”. Poco a poco, fuimos encontrando sus secretos puntos de contacto y su riqueza infinita, así como sus evidentes desafíos para ser puestas en escena hoy en día.

Durante seis meses, escogimos los distintos momentos de las comedias que pudiesen tejerse unos con otros. Los pusimos en escena y, en diciembre del 2006, los vimos, sin interrupciones, antes de salir al descanso de fin de año. En esa pausa, escribí Quiproquo. Los once personajes de la obra eran los once actores originales del grupo y se llaman, en el texto, como se llaman en la vida real. Sin embargo, en ningún momento quisimos hacer un trabajo “realista” o de chistes evidentes para el público cómplice de la Facultad de Artes Escénicas.

Por el contrario, el desafío era convertir a los actores - personajes en metáforas de un infierno creativo que se iba transformando, paulatinamente, en una pesadilla.

La obra muestra a un grupo de jóvenes que tienen que presentar, ante el público real, un espectáculo titulado Quiproquo que, por desgracia, no pueden hacer, puesto que siempre hay accidentes que lo impiden. El punto de partida era, valga la verdad, el sueño recurrente que tiene todo artista de las tablas pocas semanas antes del estreno de su trabajo: nada funciona. Sus pesadillas giran en torno a la imposibilidad de presentar un montaje tal cual como se ha ensayado. En el caso de muerte de Ifigenia, las profecías de Casandra, el asesinato de Agamenón, el sueño de Clitemnestra, las premoniciones del Coro - “One man down”-, el crimen de Orestes, el arrepentimiento de los hermanos, el horror de la destrucción…) una nueva dimensión, tan apocalíptica como las de Quiproquo, los actores tienen como “plan B” mostrar alguna de las comedias de Shakespeare que, supuestamente, conocen a la perfección, gracias al hecho de haberlas trabajado en su época de estudiantes de teatro.

Pero las comedias tampoco funcionan. Los accidentes se multiplican, hasta que, sin habérselo propuesto, terminan representando fragmentos de todas las obras “felices” del “Cisne del Avon”. Al final, se oye la voz del fantasma del propio Shakespeare, como una parodia del fantasma del padre de Hamlet, quien les da unos consejos finales inentendibles y los actores terminan “condenados” a permanecer sobre el escenario para siempre.

Para la puesta en escena, escribí un decálogo que los actores deberían seguir, dada la evidente dificultad que se presentaba para sacar adelante la obra. Quiproquo no podía ser representada por culpa de la desidia de los actores-personajes. Pero los actores reales no podían caer en la trampa de su propia representación. Por el contrario, el rigor para la puesta en escena de este texto, en apariencia anárquico, debería ser con un doble rigor. Y, como regla de hierro, los textos de Shakespeare deberían “brillar” a lo largo de la puesta en escena. Curiosamente, deberían ser actores que “dominan” sus recursos interpretativos pero, por accidentes fatales, no los pueden llevar a feliz término.

El núcleo central era la comedia y saber encontrar el humor, sin convertir la obra en un largo chiste de dos horas. Nos apoyamos en los espectáculos de Les Luthiers, en las películas existentes sobre las comedias o personajes de las mismas (vía Franco Zefirelli, Kenneth Branagh, Orson Welles, John Madden, Al Pacino, Paul Mazursky, entre otros) y, ante todo, en la poesía de los textos y en las aproximaciones al español que han hecho sus distintos traductores. Nadie sabe a ciencia cierta qué es Quiproquo. Nosotros tampoco. La respuesta la quisimos encontrar a través de la puesta en escena, pues la obra es un juego con el desastre posible que puede suceder en una representación teatral. Dicen que los dioses del teatro siempre ayudan a los actores cuando están frente al público. En el caso de Quiproquo, quisimos dejar a los once comediantes abandonados sobre la escena, sin el apoyo de nadie, penando por sacar adelante un desastre, mientras el público real debe reírse de su propia catástrofe.

La palabra “Quiproquo” se refiere a la confusión de un personaje por otro, materia típica de las comedias clásicas. En este caso, los espectadores saldrán de la sala sabiendo su significado, mientras se preguntan qué diablos querrá decir tan extraña palabra. Quién sabe hasta dónde nos lleve esta aventura creativa. Por lo pronto, la dramaturgia empieza en los textos, se desarrolla en el director, se concretiza en los actores y se materializa en el público. Sólo falta el silencio de los aplausos, para despertarnos de la pesadilla. Por supuesto, la puesta en escena los transformó, puesto que se trataba de una suerte de work in progress, sin límites reales. En ambas obras, espero, está el espíritu de Aristófanes y Shakespeare rondando en cada parlamento. Ojalá ambos textos sirvan como punto de partida para otros procesos creativos que a veces encuentran cerradas las puertas de la imaginación.

Decálogo de/para quiproquo

Privilegiar la palabra, la poesía y el sentido de los textos en todos los fragmentos utilizados de Shakespeare. Las imágenes, en estos segmentos deben estar en función de la palabra. Los actores no son “ellos mismos”. Se llaman igual, por razones prácticas, pero deben tener características individuales más allá de su propia realidad.

La obra es un ejercicio de clown y de velocidad. Debe ser muy rápida, representada con la urgencia de un desastre frente al público. Debe tener el vigor de un alegato.

Quiproquo no es una colección de escenas de Shakespeare. Es una obra para once actores. Las escenas de Shakespeare están al servicio de sus urgencias y no al revés.

Las soluciones fáciles de puesta en escena no están permitidas: están prohibidas.

Hay que multiplicar nuestra capacidad de síntesis. Tenemos que aprender a ser implacables y reducir la puesta en escena, estrictamente, para lo que la obra necesita.

Hay 19 líneas narrativas: las 18 comedias de Shakespeare y la línea de la historia de los actores. Si ésta no está clara, las demás tenderán a desbaratarse.

La obra no es sobre las 18 comedias de Shakespeare. Es sobre los obstáculos que deben saltar un grupo de actores para sacar adelante un espectáculo.

Las acotaciones son extensas y deben tomarse casi como una “guía” para la puesta en escena.

Es una obra sobre el caos y la indisciplina, que debe ser montada en orden y disciplinadamente. De lo contrario, nunca sabremos el significado de Quiproquo.


Bibliografía

Aristófanes: LAS ONCE COMEDIAS. Traducción: Angel Ma. Garibay. Editorial Porrúa, México-Buenos Aires, 1975.

Bloom, Harold: SHAKESPEARE: THE INVENTION OF HUMAN. Riverhead Books, a member of Penguin Puntam Inc. 1998.

Romero Rey, Sandro. GINECEO. (Libreto, inédito). 1988.

Romero Rey, Sandro: QUIPROQUO. (Libreto, inédito). 2007.

Shakespeare, William. OBRAS COMPLETAS (42 Tomos). Colección Shakespeare por escritores. Grupo Editorial Norma. 2000.

Varios. DIRECCIÓN ESCÉNICA. MEMORIAS DEL TALLER NACIONAL. Ediciones Colcultura, 1994.

Varios. TALLER NACIONAL DE CRÍTICA TEATRAL. MEMORIAS. Número especial Revista Gestus, 1995.

Varios. REVISTA “GESTUS”. Números 4 al 11. Revista de la Escuela Nacional de Arte Dramático. Ediciones Colcultura. Colombia, 1990-2000.

Varios. REVISTA ASAB. No.4-5. Academia Superior de Artes de Bogotá. Abril de 2004.


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