DOI:
https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.c14.2012.1.a10Publicado:
2012-09-13Número:
Vol. 6 Núm. 8 (2012): La cuestión estética y la(s) estética(s) en cuestiónSección:
Sección TransversalElogio del aburrimiento
In praise of boredom
Palabras clave:
Cinema, theater, opera, boredom, extension (en).Palabras clave:
Cine, teatro, ópera, aburrimiento, extensión (es).Descargas
Referencias
Abad Faciolince, Héctor (2007). Las formas de la pereza. Bogotá: Aguilar.
Aristote (1990). Poetique, traduit par: J. Hardy. Paris: Les Belles Lettres.
Baer, Harry (1986). Ya dormiré cuando esté muerto. Barcelona: Seix Barral.
Baldry, H.C. Le Théâtre Tragique et les Grecs (Préface de Pierre Vidal-Naquet).
Bolaño, Roberto (2007). 2666. Barcelona: Anagrama.
Brook, Peter (1991). Le diable c’est l’ennui. Paris:Editions Act-Sud.
Buñuel, Luis (1988). Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés.
Eisenstein , S.M. (1974): El sentido del cine. Buenos Aires: Siglo XXI S.A.
Hayman, Ronald (1984). Fassbinder. Barcelona: Ultramar
Editores.
Joyce, James (1976). Ulysses. UK: Penguin Books
Lezama Lima, José (1968). Paradiso. Ediciones de la Flor.
Maspero (1971). La Découverte.
Moldoveanu, Mihail (2001). Composición, luz y coloren el Teatro de Robert Wilson. Barcelona: Lunwerg Editores.
Pavis, Patrice (1987). Dictionnaire du Théâtre. Messidor. Paris: Ed.
Sciences Sociales.
Ruiz, Raúl (2000). Poética del cine. Chile: Editorial Sudamericana, Biblioteca Transversal.
Théâtre Aujourd’hui No. 1 (1992): La Tragédie Grecque. Les Atrides au Théâtre du Soleil. Paris: CNDP.
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ELOGIO DEL ABURRIMIENTO
Artículo de reflexión
Sandro Romero Rey
Universidad Distrital Francisco José de Caldas / romerosandro@yahoo.com Sandro Romero Rey nació en Cali (Colombia). Hizo estudios teatrales en la Escuela de Bellas Artes de Cali. Maestría (D.E.A.) en Artes Escénicas de la Université de Paris VIII (1992). Actual profesor de planta del programa de Artes Escénicas de la Facultad de Artes (ASAB) de la Universidad Francisco José de Caldas de Bogotá. Profesor invitado de la especialización en televisión de la Universidad Javeriana y de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional. Entre sus publicaciones se destacan: Oraciones a una película virgen (novela, Planeta, 1993), Las ceremonias del deseo (cuentos, IDCT, 2004), Nuestra Señora de los Remedios y El purgatorio de Margarita Laverde (teatro, IDCT, 2004), Mick Jagger: el rock suena, piedras trae (biografía, Panamericana, 2004). Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego (ensayo, Norma, 2007), Clock Around the Rock (crónicas, Aguilar, 2008) y Gineceo y Quiproquo (teatro, Universidad Distrital, 2009).
RESUMEN
Este texto reflexiona acerca de la profundidad en la extensión. A través de un viaje por los laberintos de la densidad, el autor se sumerge en las convenciones temporales en las obras de arte. Teatro, cine, danza, ópera, compiten en una abierta y desigual batalla contra lo efímero, lo inmediato, lo breve, lo publicitario y lo conciso.
PALABRAS CLAVE
Cine, teatro, ópera, aburrimiento, extensión
IN PRAISE OF BOREDOM
ABSTRACT
This text reflects upon the depth in extension. Through a journey in the labyrinths of density, the author dives into the time conventions of works of art. Theatre, film, dance, opera, compete in an open and unequal battle against the ephemeral, the immediate, the brief, the propagandistic and the concise.
KEYWORDS
Cinema, theater, opera, boredom, extension
ÉLOGE DE L´ENNUI
RÉSUMÉ
Ce texte propose une réflexion à propos de la profondeur dans l’extension. Au travers d´un périple dans les labyrinthes de la densité, l´auteur s’immerge dans les conventions temporelles des oeuvres d´art. Théâtre, cinéma, danse, opéra entrent en compétition dans une bataille ouverte et inégale contre l´éphémère, l´immédiat, le bref, le publicitaire et le concis.
MOTS CLÉS
Cinéma, théâtre, opéra, ennui, extension
ELOGIO DA CHATICE
RESUMO
Este texto reflexiona sobre a profundidade na extensão. Através de uma viagem pelos labirintos da densidade, o autor se submerge nas convenções temporais das obras de arte. O teatro, o cinema, a dança, e a ópera, competem numa aberta e desigual batalha contra o efêmero, o imediato, o breve, o publicitário e o conciso.
PALAVRAS-CHAVE
Cinema, teatro, ópera, chatice, extensão Cinema seats.
SAIJUITA RIGSICHI PISIYACHISKA
Kai kilkaska iuiachirrimi imasa jundu achkaiachinga. Llasa ñambikunata ialispa, ñitirrimi rrurradurrkunamanda rrimaspa. Teatro, Kauagrridirru, muiurri, opera, makanaku, uagtanaku mailla auantaskaua, chiurralla ialiiua, chi urrallaua, katuiua, chipi kadurua.
RIMAYKUNA NIY
kauagrridirru, teatro, ópera, saijui, achkaiachi
Recibido el 18/03/2011 Aceptado el 13/12/2011
Metafísica de la jartera
El actor británico George Sanders dejó una nota antes de suicidarse en Barcelona, en 1972, donde decía: “Querido Mundo: Me voy, porque estoy aburrido. Siento que ya he vivido bastante. Te dejo con tus preocupaciones en esta dulce cisterna.”. No sé si me estoy inventando la frase, ahora que está de moda inventarse lo que otros escribieron o dijeron. Pero funciona para lo que estoy tratando de decir desde hace varios días: el aburrimiento no debe ser estigmatizado. El aburrimiento también puede ayudar a dar el gran salto, como en el caso de George Sanders.
Hay que evitar el miedo a la densidad, al sopor, al aletargamiento. Es evidente que el aburrimiento es una medida de tiempo. Y contra él pelean los artistas desde tiempos inmemoriales. “Se puede hacer de todo, salvo ser aburridos”, decía don Luis Buñuel en Mi último suspiro, refiriéndose a lo que se puede o no hacer en el mundo del cine. Y Peter Brook titula, sin ir más lejos, uno de sus textos esenciales acerca del teatro: Le diable c’est l’ennui. En otras palabras, que el demonio de la creación artística se encuentra en no lograr una conexión con el espectador, con el público, con la otra parte de la media naranja. No sé si esta colección de citas estigmatizantes me ayude a sacarle partido a lo insoportable, pero me temo que el problema del arte, entendido como fenómeno de seducción, necesita de este tipo de digresiones para poder llegar a algún sitio, si es que se quiere llegar a algún lado cuando se pinta, se compone, se escribe, se filma o se juega sobre un escenario. Todo esto me preocupa, porque el asunto tiene que ver con el tema de la recepción de las obras artísticas en nuestro tiempo, en esta época donde el mundo se mide a ritmo de zapping, de información de titulares y de un prejuicio casi visceral contra la prolongada contemplación o la fría calma. George Sanders se tragó los barbitúricos finales, a pesar de consultar al mismo tiempo a siete siquiatras. La vida se le hacía demasiado larga.
Para muchos, el arte, como la vida para George Sanders, no debe prolongarse demasiado. Pero no siempre ha sido así. Si nos ponemos a hacer cuentas, la representación de las tragedias griegas en el siglo V antes de Cristo duraba todo un día. Del amanecer a la puesta del sol. Tres tragedias y un drama satírico “de corta duración” (¿qué es corto?, ¿qué es largo?) conformaban el conjunto de la puesta en escena de las obras de los clásicos y, al parecer, nadie se quejaba por la “extensión” de las mismas. Se dice que el público asistía de manera masiva a dichas representaciones y el entusiasmo por el teatro se confundía con el entusiasmo por las gestas deportivas. Nadie puede asegurarlo, pero no es muy difícil suponer que la duración de, digamos, La Orestiada (de la cual se conservan las tres tragedias pero ha desaparecido el drama satírico respectivo), era notablemente distinta a la que podría tener el lanzamiento de jabalina o el entrelazamiento de cuerpos en la lucha olímpica. De lo que podemos inferir que los tiempos del arte siempre han sido distintos a los tiempos de la vida, porque el arte no imita la vida sino que, por el contrario, la mide con su propio cronómetro. Ahora bien: las horas que invertimos en la lectura de una novela nunca serán iguales a los escasos segundos que invertimos en la contemplación de una obra en un museo. El tiempo no es el mismo en las leyes del arte. Salvo que alguien esté realizando una copia ex-profeso de algún clásico (creo que pocos se tomarán el trabajo de reproducir una instalación), nadie observa o llora frente a un cuadro, una escultura o un ánfora, por un intervalo mayor a un minuto. Sin embargo, por estos días en Bogotá ha vuelto la discusión acerca del tempo de una obra en una galería de arte gracias a (o por culpa de) la exposición Warhol en el Edificio del Banco de la República, con su extensión “cinematográfica” en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, donde se proyectan algunos de sus míticos films. “Esas películas son insoportables”, me dijo, indignado, un amigo.
“Pero, ¿por qué te gustan?”, me suplicaba una respuesta una amiga que quería “pasar un buen rato” en un museo. En apariencia, no es lo mismo ver las serigrafías de las latas de sopas Campbell o el retrato de Mao, que sentarse frente a la serie de besos o los retratos filmados de los amigos de la troupe warholiana, puesto que la ilusión del movimiento nos daña el caminado. Las películas del director estadounidense son “insoportables” porque carecen, a propósito, de aquello que Aristóteles consideraba condición sine qua non para las tragedias clásicas. Esto es, una estructura dramática que se fundamente en la triada: planteamiento — conflicto — desenlace. Los filmes de Warhol serían detestables, según el canon aristotélico, porque no “cuentan” una historia dentro de estos parámetros. Las ocho horas y cinco minutos de Empire, donde vemos, estática, la punta del edificio Empire State, ¿cómo debemos enfrentarlas? ¿Cuál es la diferencia entre la imagen de la sala de mi apartamento grabada con una cámara de H8 durante toda una noche y el prepucio del Imperio? Si nos atenemos a la justificación que Marcel Duchamp hace de los ready-mades, todo es una obra de arte, siempre y cuando el artista se lo proponga. Es decir, necesitamos de la noción de quien lo gesta, la ubicación en el espacio y la reflexión sobre el mismo, para que una rueda de bicicleta ya no sirva como instrumento de locomoción, sino como objeto de traviesa contemplación. Y volvemos a lo mismo. El artista plástico no esgrime el aburrimiento como un arma de provocación, simplemente porque el público, ese impaciente enemigo, tiene la entera libertad de largarse del lugar donde se exhibe una obra que no es de su agrado.
En el teatro, en el cine, el asunto es a otro precio. Trabajamos con el tiempo de quien mira. Supongo que esa es la diferencia entre las obras que el video-artista José Alejandro Restrepo exhibe con mucho éxito en museos y galerías, frente a los trabajos que ha presentado en espacios concebidos para las artes escénicas. Me atrevería a decir que en este último caso el tiempo trabaja en contra del artista. Y él lo asume, arriesgándose al rechazo o, simplemente, al desencanto. Hoy por hoy, quienes dirigimos teatro, cine o televisión, desde una perspectiva, digamos, aristotélica, nos enredamos en el problema de la seducción de quien mira. Raúl Ruiz, el artista y director chileno, lo definía, palabras más, palabras menos, como “la dictadura del conflicto central”. Esto es: alguien quiere algo y alguien se lo impide. A través de una serie de “nudos” narrativos, se construye el conflicto central. La batalla de un constructor de historias sería la de edificar, de manera equilibrada, con una progresión de situaciones intensas, la sensata estructura de una emoción. Para que ello suceda, habría que enaltecer los lugares comunes aristotélicos y mantener en delicada proporción la otra triada sagrada: la unidad de lugar, la Cinema...
unidad de tiempo y la unidad de acción. Hoy por hoy, dicha convención de tres se ha ido diluyendo. Nadie guarda respeto por la unidad de lugar (mucho menos en el cine: está casi prohibido respetarla), la unidad de acción decidieron violarla desde los tiempos de Shakespeare, pero la unidad de tiempo se mantiene allí, en el territorio sagrado de los límites. Una vez más, los límites contra el diablo del aburrimiento. Sin embargo, el mismo Peter Brook, responsable de la frase, se encargó de relativizarla con su inmensa versión teatral de nueve horas del Mahabharata, de la que nadie, que yo sepa, se ha quejado. ¿Qué determina entonces el aburrimiento en el Arte? No voy a repetir lo ya dicho por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en su texto titulado Las formas de la pereza, puesto que su ensayo apunta hacia otro tipo de urgencias, casi todas orientadas hacia el problema de la creación en la literatura. Voy a referirme al problema del tiempo en la creación artística que tiene que ver con el fenómeno de la representación. Y, por extensión, a la dramaturgia. A esa convención que, en apariencia, rige las 120 o más horas que constituyen el cuerpo de la telenovela Café: con aroma de mujer o las 15 horas y media de la monumental Berlin Alexanderplatz de Rainer Werner Fassbinder.
Fascinación por lo que no se acaba
Yo recuerdo que vi la película de Fassbinder en París, a comienzos de los años noventa, en dos sesiones de casi ocho horas cada una, en la Cinemateca Francesa del Palacio de Tokio. A su director lo había conocido, diez años atrás, en las volcánicas rumbas del Festival de Cine de Cartagena. Fassbinder todo parecía, menos el director de una obra contemplativa y densa. Pero hay un abismo entre el Fassbinder realizador y el Fassbinder director de 43 largometrajes y otra buena cantidad de obras de teatro. Con Fassbinder era muy difícil hablar. Pero yo no encuentro dificultad en sus películas. Al contrario. Adoro su intención casi suicida por desbaratarle la paciencia al espectador. En películas como Rio das Mortes (que casi me cuesta un matrimonio) o la insoportable ¿Por qué se enloquece el señor R.? hay un desdeño pertinaz, una obstinación por lo feo y lo desagradable, tan grande, que uno se atrevería a decir que el director quiere, a toda costa, que el espectador lo crucifique. Pero creo que en esa posición tropelera radica la importancia del cine de Fassbinder. Y el de un arte que pretende ir a contracorriente del orden establecido, de las normas convencionales de la felicidad.
Así como Cortázar hablaba de un “lector-hembra”, a través de su alter-ego Morelli, en sus delirios críticos de Rayuela, así mismo hay un espectador perezoso que no quiere ni películas ni obras de teatro que lo sumerjan en la piscina del aburrimiento. “Yo no me quiero aburrir”, se repite para sus adentros. Y, cuando no puede más, se larga. Como el lector que cierra el Ulysses de Joyce o el Paradiso de Lezama Lima cuando la tabla de salvación aristotélica no hace su aparición apaciguante. Por los días en que descubrí el Berlin Alexanderplatz de Fassbinder, también descubrí las 12 horas y 40 minutos de Out 1, la comedia humana de Jacques Rivette, film que resume y magnifica toda la experiencia del cine francés de la pos-Nueva Ola. La proyección de esta película inolvidable se hizo, al contrario de la del director alemán, de un solo impulso. Como las trilogías de la tragedia griega. Desde el alba hasta la puesta del sol. Al salir de la sala, alucinado, adicto, poseído, uno no evita, por supuesto, la reflexión acerca de porqué se siente atracción hacia la “tortura” de las obras-río.
“El cine se hizo para divertirse”, me dijo una amiga, visiblemente furiosa. “Y la diversión no puede durar más de tres horas”. ¿Por qué no? ¿Por qué la diversión no puede durar 12 horas y 40 minutos? ¿O 15 horas y media? ¿Corremos el riesgo de suicidarnos, como George Sanders? ¿Por qué la satisfacción radica en el entusiasmo de la ejaculatio precox? Me fustigo ante la idea de que hay una suerte de esnobismo intelectual en el hecho de “mantenerse en pie” en las seis horas de Einstein on The Beach de Bob Wilson/Philip Glass o durante las doce horas de la representación de Les Atrides del Théâtre du Soleil de Ariane Mnouchkine. Me pregunto qué se consigue con este tipo de retos contra la paciencia. El asunto va más allá, mucho más allá. Y no tiene nada qué ver con la simple chicanería de privilegiar lo exótico. Pienso que la reflexión tiene que apuntar directamente hacia una batalla abierta, profunda, sin vergüenza, contra el miedo a estarse quieto. Los espectadores iniciados que año tras año acuden al Festival de Bayreuth a presenciar las quince horas de la tetralogía operática El anillo del Nibelungo de Richard Wagner saben que una de sus virtudes, de su poderosa catarsis, radica en la necesidad contemplativa de su extensión. Wagner nunca pensó en grabaciones ni mucho menos en registros en video. La experiencia necesaria de vivir en el interior del Anillo tiene que ver con la simulación de la vida. Esto es, con el ejercicio de la prolongación indeterminada del tiempo. La brevedad, lo adivinamos en Borges, es un ejercicio de concreción. La extensión, por el contrario, es un reto contra lo imposible.
Casi nunca se consigue la comunión entre el público masivo y la larga noche de la creación. Pero cuando el milagro irrumpe, es una experiencia descomunal, porque nos sentimos complacidos ad aeternum. Son esos extraños momentos en el arte de los cuales uno no se quiere desprender nunca. O, en otras palabras, cuando uno no quiere salirse de la sala, porque la sala es el mundo. Tengo un amigo, director de cine para más señas, que adora las películas de larguísimo aliento (le encantan, como a mí, las maratones de seis películas diarias en los festivales de cine) pero que se rebela ante la posibilidad de tener que leer libros como el 2666 de Roberto Bolaño. “Te aseguro que no volverás a ser el mismo”, le digo, tratando de convencerlo. “Prefiero morir sin cambiar”, me responde. Y no le quita la envoltura plástica al mamotreto. Supongo que todo tiene que ver, de alguna manera, con eso que se ha dado a llamar “el gusto adquirido”, el cual nos instala en lo conocido y preferimos, a todas luces, donde jugamos de local. Mi hijo, para no ir más lejos y seguir coqueteando con los anillos, se ha visto decenas de veces las tres películas de The Lord of the Rings, en todas sus versiones extendidas, pero me temo que no se soporte ni diez minutos del Preludio de El oro del Rhin. Lo mismo le sucedería, de manera inversa, a mi amigo cinéfilo Enrique Ortiga, quien hacía traducción simultánea durante las siete horas de proyección de la película de Syberberg sobre Hitler. Mi amigo Quique ama el cine alemán, pero supongo que detesta al Señor de los Anillos, con todos sus orificios. Ambos casos, guardadas las debidas distancias, nos conducen justamente al mismo asunto: la extensión está determinada por la medida del tiempo de quien lo mira. La vida ha sido demasiado larga para George Sanders. Para mí, la experiencia fascinante de reconocer su presencia en el cine, resulta siendo demasiado breve.
Ars longa, vita brevis
La vida breve es una extensa novela escrita por Juan Carlos Onetti en 1950. La leí en dos noches, cuando era un adolescente entusiasmado con la literatura latinoamericana. Hace poco, la volví a exprimir de una sentada y traté de contagiar a varios amigos con los hechizos del uruguayo. Nadie me hizo caso. “Muy larga”, me dijeron unos. “Confusa”, me alegaron otros. Yo, guardé silencio. Pienso que los libros no son largos ni cortos, sino la capacidad del cerebro de quienes los ingieren. Pero, por lo visto, en nuestra época hay que salir rápido del problema. En Colombia, paraíso de la brevedad, desde donde escribo, pareciese como si lo importante fuese lo urgente. Es decir, la noticia, lo que viene y se va. “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, dicen que dijo Neil Armstrong cuando avanzó sobre la Luna. Aquí, sólo vivimos de los pequeños pasos, porque son firmes y seguros, antes que del riesgo de los grandes saltos, de donde podemos salir desnucados. Al contrario de George Sanders, la vida se nos antoja demasiado corta como para “perder el tiempo” en asuntos demasiado largos. En mi caso, el tema lo mido de manera inversa: la vida es demasiado corta como para sumergirnos en experiencias de la creación demasiado breves. Hay que saber encontrar el encanto de la extensión porque, justamente, en las largas experiencias creativas el aburrimiento forma parte de la misma obra de arte y lo que antes se consideraba un demonio, ahora puede representar una nueva forma de fascinación. Hoy por hoy, creo que necesitamos del ejercicio de la extensión, como una manera de no complacer al público.
El diablo no es el aburrimiento sino el público que se aburre. Es importante aprender a crear un tempo para los espectáculos en vivo, como es necesario el tiempo dilatado de la lectura para que ésta tenga frutos. “Me gustó tu montaje teatral de Pharmakon porque solo duraba una hora”, me dijo un director de culebrones de televisión los cuales, como Café: con aroma de mujer, duran más de 120 horas. ¿Por qué las telenovelas pueden durar seis meses mientras que las obras de teatro solo pueden prolongarse por una hora? ¿Porque las telenovelas tienen comerciales? ¿Porque podemos dormir en el interregno? Es posible. Lo cierto es que la extensión de una representación en vivo no debe ser medida por la capacidad de aguante del público, sino por “la medida de lo posible” que, en otras palabras, quiere decir que una experiencia escénica dura lo que dura, no solo su impulso, sino las consecuencias del mismo. El espectador aprenderá a instalarse en ella, incluso cuando sabe, a ciencia cierta, que la obra de arte ha sido concebida para desesperarlo, como en el caso de los films de Andy Warhol. Pero, entiéndase bien, no estoy abogando por una reivindicación mecánica de la extensión de las obras de arte. Es bien sabido que una mala pieza de teatro de quince minutos puede ser mucho más desesperante que una obra maestra de dieciocho horas. El asunto sería saber reflexionar acerca de lo que determina que una pieza de teatro (o de danza, o una película, no importa) merezca el calificativo de “mala”. No podemos determinarlo de manera general, puesto que, como se sabe, cada regla tiene su excepción y no es lo mismo “la maldad” de un grupo profesional a “la maldad” de un grupo de aficionados. Allí entraríamos en otro territorio, donde el aburrimiento cumpliría otra función (o mejor: estaría condenado) y, en ese caso, estaríamos dándole plenamente la razón a George Sanders. A donde quiero llegar es a establecer que nuestra época no puede imponernos ritmos de brevedad para hacerles el favor a los espectadores de que se sientan cómodos. Nadie debe hacer obras para “llegarle” al público. El público debe ir a las obras, como se va a la iglesia o a los partidos de fútbol.
Es decir, con la grata obligación de correr riesgos, incluso el del aburrimiento. Hace algunos años murió un primo mío, Bernardo Romero Pereiro, quien se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana a escribir historias para la televisión que no fueran a aburrir a los televidentes. Hoy, me estoy levantando a la misma hora para escribir un artículo en el que les pido el favor a los lectores de que se aburran, a sabiendas de que el Arte volverá virtud lo que antes era infierno. Otro suicida, Andrés Caicedo, antes de seguir el camino de George Sanders, en la única entrevista que dio para la televisión, consideraba que en la literatura “cantidad ya no es calidad”. La frase no puede considerarse norma, puesto que una larguísima experiencia de lectura puede ser tan estimulante como la brevedad de un hai-ku. En Colombia se ha puesto en boga un viejo chiste en el que se dice que una película era “larga, pero mala”. Estoy intentando decir que tenemos que aprender a descubrir las obras “largas, pero buenas”, así como los espectadores de la tragedia griega encontraban en la extensión, a través del terror y la piedad, el camino hacia la catarsis. Por supuesto que soy consciente de que no voy a convencer a nadie, pero el hecho de que lleguen hasta el final de estas líneas me anota un punto a mi favor. De lo contrario, creo que voy a tener que pedirles a los editores de esta revista que me concedan un espacio extra, antes de que me vea obligado a tomar una dosis extendida de barbitúricos. “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”, reza una frase de Baudelaire que sirve de epígrafe a 2666, la novela citada de Roberto Bolaño. Y sí. Es posible que el libro de Bioy Casares sobre Borges, la biografía de Samuel Johnson por James Boswell, la versión completa de Intolerancia de Griffith o la de Avaricia de Stroheim, I La Galígo de Bob Wilson o las obras de Hélène Cixous sean, evidentemente, “oasis de horror” en el “desierto de aburrimiento” que es la vida. Pero es preferible un oasis donde podamos ser presas del pánico, a un desesperante desierto de calor humano en que la felicidad sea tanta, que podremos fatigarnos ante la máscara de la dicha. ¿Será que estoy empezando a aburrirme?
Referencias
- Abad Faciolince, Héctor (2007). Las formas de la pereza. Bogotá: Aguilar.
- Aristote (1990). Poetique, traduit par: J. Hardy. Paris: Les Belles Lettres.
- Baer, Harry (1986). Ya dormiré cuando esté muerto. Barcelona: Seix Barral. Baldry, H.C. Le Théâtre Tragique et les Grecs (Préface de Pierre Vidal-Naquet).
- Bolaño, Roberto (2007). 2666. Barcelona: Anagrama. Brook, Peter (1991). Le diable c’est l’ennui. Paris: Editions Act-Sud.
- Buñuel, Luis (1988). Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés.
- Eisenstein , S.M. (1974): El sentido del cine. Buenos Aires: Siglo XXI S.A.
- Hayman, Ronald (1984). Fassbinder. Barcelona: Ultramar Editores.
- Joyce, James (1976). Ulysses. UK: Penguin Books
- Lezama Lima, José (1968). Paradiso. Ediciones de la Flor.
- Maspero (1971). La Découverte.
- Moldoveanu, Mihail (2001). Composición, luz y color en el Teatro de Robert Wilson. Barcelona: Lunwerg Editores.
- Pavis, Patrice (1987). Dictionnaire du Théâtre. Messidor. Paris: Ed. Sciences Sociales.
- Ruiz, Raúl (2000). Poética del cine. Chile: Editorial Sudamericana, Biblioteca Transversal.
- Théâtre Aujourd’hui No. 1 (1992): La Tragédie Grecque. Les Atrides au Théâtre du Soleil. Paris: CNDP.
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