DOI:
https://doi.org/10.14483/22486798.2455Publicado:
01-01-2001Número:
Vol. 6 Núm. 1 (2001): El papel del lenguaje en los procesos de la representación, la interacción social y la recreación de la realidadSección:
Producciones LiterariasJuego de muñecas
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Producciones literarias
Enunciación, 2001-00-00 nro:6 pág:124-126
Juego de muñecas
Jairo Mercado Romero
A Roberto Montes Mathiéu
La casa parecía un palomar, con sus paredes de madera, su pretil sombreado en las tardes, su techo de cinc plateado y Nury asomada a la ventana como una paloma prisionera. La casa de nosotros quedaba al frente de la suya y cuando volvíamos de la escuela, con José mi hermano mayor me echaba a jugar a las canicas en el frente de su casa. Ella sentada en su ventana toda compuesta, sin levantarse de su sitio, alargando el cuello seguía con sus ojos la trayectoria de las bolas de cristal sobre la superficie del corredor, y sentía que ella también se emocionaba cuando me veía disparar con la uña las de José y caían una a una en el hoyo, que la mano del tiempo y los muchachos habíamos hecho en las costuras del cemento.
Mamá nos dijo una vez que Nury era una de esas niñas hechas; para ser vistas y no para ser tocadas, que no era para verle la linda cara de arcángel de cerca sino de lejos, porque sufría de una enfermedad sin remedio. No podía andar mucho porque se fatigaba. La sentaban al sol en una banca del patio muy temprano y cuando el sol ardía como una brasa en la mitad de cielo, se refugiaba en su cuarto. No podía cogerla el sereno de la prima noche y tampoco acostumbraba bañarse bajo la lluvia como los demás niños de la barriada. De repente, mientras miraba lela a la muchachada del vecindario saltando el velillo o las rayas cuadradas de la pamplona en la calle de arena, jugando al bate, corriendo a la tienda detrás de sus aros de hierro o de llantas de carro, la mamá la separaba de la ventana: quítate de ahí, antes de que lleguen las brisas, le imploraba.
A Nury la trajeron una tarde de Barranquilla y la mamá le explicaba a las gentes que se acercaban a enterarse de primera mano de la novedad de su hija, que el clima y los ruidos de la ciudad y los vientos que soplan del mar las noches de diciembre le afectaban los pulmones enfermos. Por el día el calor del sol le quitaba la respiración y de noche los accesos de tos no la dejaban dormir. Nunca salía a la calle y nunca la visitaban los otros niños. A veces jugaba sola con sus muñecos en la penumbra de la sala y nosotros la observábamos desde el corredor a través de la puerta entreabierta. Disponía los juguetes en una casa imaginaria: los muebles de la sala, la mesa del comedor con su mantel y sus sillas, el refrigerador de donde sacaba helados de mentira y se los daba a comer a sus muñecos, la estufa para preparar los almuerzos y la cama de matrimonio en la que acostaba a Pepe encima de Nora porque ella decía que eran marido y mujer y las cunas donde dormían Torio y Natalia que eran los hijos. Natalia se reía cuando la ponían a caminar y lloraba cuando la acostaban, abría y cerraba los ojos, tomaba tetero como los niños de verdad y se mojaba en los pañales delante de nosotros. Otra de las muñecas era negra, de celuloide, y se llamaba Bienvenida y Bienvenida era la que cocinaba y Nury le daba nalgadas y la regañaba porque era desobediente y se demoraba en hacer los mandados.
A mí me intrigaba saber eso de cómo era que Natalia se mojaba en los pañales y me devolví corriendo a la casa y les informé a mis hermanas Catalina, Mariluz y Josefina. Y ellas no me creyeron y les alzaron las faldas y les bajaron los morunos a las muñecas de trapo, rellenadas de sobrantes de telas que mamá les hacía y lo que había en la unión de las piernas era un refuerzo de costura. Ahí mismo nos asomamos a la sala de Nury y ella misma desvistió a Natalia en nuestra presencia y nos mostró cómo era que abría y cerraba los ojos; nos señaló el mecanismo que llevaba en la espalda y que había que oprimir para que la muñeca se riera mientras caminaba y llorara cuando la acostaban. A la vez que nos enseñó cómo era que el líquido que le ponía en el tetero descendía por un tubo hasta el orificio que estaba abajo cubierto por los pañales. Nunca me he sentido tan decepcionado de algo como esa mañana. En cambio mis hermanas aborrecieron sus muñecas de trapo y alborotaron la casa con la idea de que mamá tenía que comprarles a cada una en Barranquilla una muñeca de celuloide, que diera pasito, que cerrara y abriera los ojos también, que riera y que llorara y que además dijera papá y mamá.
En ocasiones pasaban días enteros con sus noches y pasaban semanas y Nury no se sentaba en el apoyo de la ventana ni se abría el ancho portón de la entrada de su casa. Me hacían falta su cara de arcángel, su boca diminuta, sus labios que casi no despegaba cuando hablaba, sus ojos de un vago celeste y su mata de pelo castaño con fulgores dorados. Desde el patio de nuestra casa miraba su patio y solamente veía el tanque de concreto del aljibe la alberca, el mamón frondoso pegado a la cerca, en medio del patio el palo de grosellas y en el extremo de allá el de totumo y los cayitos de geranios y azucena a la sombra ruidosa de pájaros del naranjuelo.
Entonces le dije a José que tocáramos a la puerta de su casa y él me dijo que era mejor que un día de esos le mandáramos telegramas como los papelitos perforados que poníamos en el hilo de las cometas. Sucede que mi hermano y yo con papel crespón y de estraza, maguey, varitas de palma, engrudo y desperdicios de tela fabricábamos barriletes, panderos, cometas, globos, aviones y pájaras y los echábamos a volar bien altos y nos gustaba que zumbaran en el viento de agosto. En la punta del hilo, abajo, les metíamos trocitos de papel y los trocitos de papel ascendían hasta el extremo de arriba, y al contacto con el viento el papel sonaba rum, rum, rum, rum, y con los demás niños apostábamos al que sonara más fuerte. Pero me aclaró que no eran la misma cosa, porque a los telegramas de Nury les teníamos que escribir pensamientos.
Durante ese tiempo por más que echaba cabeza y echaba cabeza no podía descifrar el misterio de la telegrafía. Varias veces había v. isto al telegrafista con su visera sobre la frente y los ojos y los dedos puestos en un martillito de metal, y todo el tiempo el taqui taqui del martilleo resonando en las paredes de la oficina, y luego tecleaba en una vieja máquina de escribir y de una vez depositaba una hoja de papel en un sobre y el mensajero llevaba el telegrama de casa en casa en una bicicleta. Y yo me pasaba horas enteras mirando para arriba, sentado en el corredor de mi casa, mirando los cables del telégrafo, y yo le contaba a José: me he pasado toda la mañana esperando ver pasar los telegramas por el alambre y todavía no ha pasado el primero. Y José se quería morir de la risa y me decía que los telegramas no vienen por fuera sino por dentro de la línea. Y ahí sí que entendía menos, y le digo que eso no puede ser.
Uno de esos días tomó una madeja de hilo bien grueso de la máquina de coser de mamá y la fue desenrollando desde los bolillos de madera de nuestra ventana y le dio la vuelta por un barrote del ventanal de hierro del dormitorio de Nury. Antes de acostarnos José me dijo que le escribiéramos un telegrama y yo escribí de corrido: tu casa es un palomar y tú eres una paloma prisionera. Perforamos la hoja de papel y la atravesamos en el hilo. De inmediato hicimos un nudo con las dos puntas y procedimos a la operación de tirar de la cuerda hasta que el telegrama quedó ondeando como una bandera en la ventana de Nury.
Al día siguiente lo primero que hicimos al levantarnos fue mirar la ventana de Nury y el telegrama no estaba. El telegrama no estaba, pero la casa permanecía cerrada. José entonces escribió otro que yo había pensado: Pepe y Nora son de mentira, Natalia y Toño son de mentira, Bienvenida también es de mentira. La única muñeca de verdad eres tú. Madrugamos y el telégrama tampoco estaba. Después le mandamos uno escrito de mi puño y letra que decía: en el cielo está Dios y están todos los santos y está la Virgen con el niño Jesús y están los ángeles, pero en el cielo de tus ojos estoy yo.
En el momento en que salimos a la calle camino de la escuela miramos para la casa de Nury. Nury con el papel en la mano pero sin leerlo pasaba de su alcoba a la sala recitando con el rostro encendido de alegría las palabras que yo había escrito para ella. Oía y lo que oía no podía creerlo. Me sentía dueño de un poder. Dueño de un poder que antes no había conocido y que no adivinaba en qué cónsistía. Mis palabras eran como piedras de fuego, o algo así pensaba. Una piedra que arrojas y atraviesa paredes y traspasa sin romper el pecho de cristal de una niña. Por supuesto, yo también era un niño, incluso menor que ella. Tan pequeño como para entender el nombre del desasosiego en que me consumía. Aunque lo suficientemente grande como para adivinar que ese desasosiego de agonía y de júbilo era lo más parecido a la muerte. En todo caso, antes de Nury la vida era lo que no era. Yo había estado encerrado como la crisálida en su capullo. Encerrado en mi adentro. Ensimismado, como se dice. Y fueron las palabras de mis telegramas y el fulgor de sus ojos los que me sacaron de mí. Después, ya lo único que existía era su presencia y mis palabras volando como mariposas a incendiarse en la luz de su cuerpo.
De todas maneras, la casa estaba ahí como un palomar con sus paredes de madera, la misma casa de techo de cinc volado reverberando bajo el cielo, pero con sus puertas abiertas de par en par y dentro de la casa Nury con sus pasos casi aéreos y su cara más radiante que el sol, cuyas luces entraban como una canción por su ventana. Esa misma mañana, sin embargo, como si la vida en prueba de que en este mundo no hay felicidad completa, en mi propia presencia, Nury mirándome y a la vez tocándole el hombro a José, le dijo: gracias por tus telegramas.
Con el tiempo Nury nos invitó a jugar en su casa. Su mamá aprobaba esos juegos. Nos instalábamos en el patio en donde hacíamos vacas, toros y terneros con los totumos. Con palitos les perforábamos las patas, los rabos y los cuernos con desechos de madera y pedazos de tablas y latas empezamos a construir una casa para que ella jugara con sus muñecos y con estacas y alambres levantamos el corral del ganado. Le enseñamos a reconocer el nombre de los pájaros que bajaban a picotear los naranjuelos y las grosellas, por el canto y el color del plumaje. Le enseñamos a fabricar barcos de papel y los echábamos a navegar, en la alberca. Recuerdo que le enseñamos un juego que se jugaba de dos en dos, un hombre y una mujer. Consiste en que la pareja se coloca frente a frente con las manos en la cintura y de un momento a otro recita en voz alta: Pollito tienen ustedes. Y el hombre replica, ya come arroz, y salta hacia adelante como buscando con el centro de su cuerpo el centro del cuerpo de la mujer. Entonces ella salta hacia atrás evitando que le caiga encima el cuerpo del hombre. El hombre vuelve a saltar como tratando de empujada con la cintura, diciendo, y hasta que te pico, mientras ella sacando el cuerpo otra vez, contesta: hasta que no. Así el uno pronuncia saltando, hasta que te pruebo y la otra salta contestando: hasta que no. Y en eso nada más consiste el juego, en recitar el hombre, hasta que te pico, hasta que te pruebo, y recitar ella siempre, hasta que no. Al fin, la pareja de saltadores termina rodando por el suelo, enredada a veces, jadeando de cansancio y de risa. Recuerdo, entre otras cosas, que Nury prefería jugar al pollito conmigo que con José.
También jugamos cierta vez al papá y a la mamá. Sucede que cuando estuvo la casa terminada Nury nos dijo: yo soy la mamá, de modo que a uno de ustedes le toca hacer de papá y al otro de hijo, y enseguida me ordenó con tono maternal que fuera por grosellas y que cortara un ramo de azucenas y geranios para decorar la nueva casa por dentro y que de regreso recogiera el ganado en el corral. Me detuve más del tiempo indispensable recorriendo el paisaje del patio y me tiré por ahí desolado sin ganas de nada y decidí que nunca volvería a jugar con ellos, ni con nadie, nunca jamás para siempre, que no iba a bajar las frutas de los árboles y que no iba a recoger flores ni a meter las vacas en el corral. A decirles eso me levanté y fui hasta l puerta de la casa de las muñecas de Nury. Estaban tendidos en el suelo, José reposando sobre Nury, los dos quietos, silenciosos, lo mismo que Pepe y Nora, en la cama de su dormitorio de mentira.
Pero mamá a pesar de todo tenía razón: Nury no era para tocar sino para ver, para ver de lejos y fue de cerca. Y el asunto es que en lo referido a esta recomendación yo le hacía caso a ella y José en cambio nó. Se le echó encima con todo el peso de su cuerpo y fue eso en mi sentir lo que empeoró su enfermedad. Porque la muchacha cada vez languidecía más. Había días enteros en que no se levantaba de su lecho de enferma y eran menos frecuentes sus apariciones en el vano de la ventana. Llegué a pensar en ocasiones que si no la retuviera el peso de sus aflicciones, en cualquier momento la hubiéramos vista ascender por el cielo de la calle. Sufría mucho y nosotros -digo nosotros, pero ahora no estoy seguro- también sufríamos. Y lo mejor para todos era el reposo de su buena alma.
Confienso que no albergaba rencor en mi corazón. Al contrario, era compasión lo que ella me inspiraba. En mis oraciones de antes de acostarme rezaba mucho porque Dios la acogiera cuanto antes en su santó reino. Estoy convencido de que no había oculta ninguna intención torcida detrás de este anhelo inocente, aunque no podía apartar de mi memoria ni soportar mi corazón la imagen aquella del cuerpecito de Nury debajo de José en la casa de muñecas. No entendía entonces ni aún entiendo el sentido de esto. Es otro misterio que algún día tengo que esclarecer. La mañana en que el padre vino a administrarle los santos óleos sentí que el cielo escuchaba mis súplicas.
En su traje de seda clara era ni más ni menos una paloma dormida en el fondo del ataúd blanco que se parecía al palomar de su casa. Llevaba puestos unos zapatos de color nacarado, como si nunca sus pies hubieran pisado las inmundicias terrestres. Al lado de su cuerpo descansaba un cofre con su llavecita dorada puesta en la chapa. Una intensa sombra azul le circundaba los ojos y los rizos del pelo le dibujaban una aureola de oro en la cabeza. La muerte le había afilado con esmero las manitos que ahora retenían un manojo de rosas. En una pausa de su triste quehacer, su mamá nos reveló que había sido la voluntad de Nury que sus muñecas quedaran en manos de Josefina, Catalina y Mariluz y que, además, le depositaran en un cofre los papeles que José y yo habíamos escrito. De pronto se detuvo, nos tomó de las manos y dirigiéndose a mi, nos dijo: gracias por tus telegramas.
Un grupo de niños del vecindario llevamos en hombros al cementerio su cuerpo, que pesaba menos que el cadáver de una paloma. No le pregunté entonces a mi hermano, ni nunca después, qué sentía cuando los terrones que íbamos arrojando al fondo de la tumba iban como silenciando las palabras de los telegramas y apagando el esplendor de su cuerpo en la tiniebla del ataúd.
Desde ese día creo haber reparado en el rostro de todas las mujeres que he visto desfilar por las calles que he recorrido y no he vuelto a ver en ninguna la imagen de Nury. En ocasiones me he encontrado con ojos así de azules, pero sus miradas no son tan celestiales ni reposadas como las de ella. También he conocido niñas que hablan con la boca plegada apenas moviendo los labios como ella, pero no hay uña sola que tenga el embrujo de Nury cuando callaba. En ocasiones en que he ido distraído por una acera, de pronto percibo en la distancia la silueta elástica de un cuerpo casi infantil y unos rizos, entre oro y bronce, flotando sobre unos hombros airosos. Apresuro el paso y ocurre que me doy de manos a boca con una cara y unos ojos vulgares. Y a menudo me pasa que su figura se diluye como un espejismo en la muchdumbre.
Después de Nury la vida es lo que no es. Todos estos años he estado tentado de entreabrir con José esa puerta clausurada del jardín de la infancia. No me atrevo a pensar qué diría. A lo mejor tiene una imagen nebulosa de esos días. O tal vez evocará con intensidad cierta semblanza de esa joven que ya no retiene la memoria. Quizás guardará algún rencor con la vida que abatió esa avecilla en pleno vuelo. A lo mejor.
El poblado persiste ahí erguido contra el abandono. Y en el poblado la calle y en la calle el tenaz caserón de madera con su elevada techumbre de cinc y su forma de palomar sobresaliendo entre las casas uniformes de la barriada. Al parecer una obstinada voluntad de vivir persevera en las cosas. No obstante, nada puede contra la muerte, cuyo soplo arrasó la lumbre de aquella vida temprana y la materia de sus juguetes y, finalmente, extinguirá el fuego de estas palabras. De mí sé decir que Nury seguirá siendo por siempre una niña en el corazón. Llevaré intacto en el recuerdo el brillo de su piel, el maguey como de oro espolvoreado de sus cabellos, el azul matinal y tranquilo de su mirada y el perenne aire infantil de sus muñecos. Aunque sé que fue el principio y el fin del amor, sé también que Nury es el espejo y la vara con que comparo las figuras femeninas que a menudo cruzan por mis ojos perplejos. Ninguna en el mundo como ella, mansa, lejana allá, inalcanzable. Aunque sé que nunca he de hallarla la seguiré buscando, sin embargo. Sólo Dios sabe cómo hace sus cosas.
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