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https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a10Publicado:
01-01-2014Número:
Vol. 19 Núm. 1 (2014): Lectura y escritura (Ene-Jun)Sección:
Revisión de temaLa lectura como escritura: una mirada de Borges desde Derrida
Palabras clave:
interpretación, deconstrucción, significado, lenguaje, diseminación (es).Descargas
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La lectura como escritura: una mirada de Borges desde Derrida
Reading and Writing: a Look of Borges from Derrida
Silvia Hamui Sutton1
Cómo citar este artículo: Hamui, S. (2014). La lectura como escritura: una mirada de Borges desde Derrida. Enunciación, 19(1), 135-144.
Recibido: 22-abril-2014 / Aprobado: 24-julio-2014
1 Doctora en letras con orientación en literatura comparada, mención honorífica; profesora de asignatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Iberoamericana; miembro del Sistema Nacional de Investigadores Conacyt. Correo electrónico: silviahamui@hotmail.com
Resumen
La escritura, en la concepción de Derrida es la marca del vacío que nos deja en la incertidumbre, es decir, en sentidos provisionales que terminan por disolverse una y otra vez. El lenguaje deja de ser solo referencial y, con ello, trascendental: no hay verdad ni significado unívoco, más bien se disemina dejando huellas, huecos entre el lenguaje y su significación. De esta manera, el objetivo de este trabajo es abarcar algunos conceptos relacionados con la interpretación desde la perspectiva de la “deconstrucción” de Derrida, y analizarlos en torno a algunos pasajes del cuento de Borges: “Pierre Menard, autor del Quijote”, de tal manera que se evidencie lo inaprehensible del lenguaje y el carácter resbaladizo que produce el texto en el lector.
Palabras clave: interpretación, deconstrucción, significado, lenguaje, diseminación
Abstract
Writing, in Derrida’s conception, is the mark of emptiness that leaves us in uncertainty, i.e., in provisional meanings which eventually dissolve again and again. Language is no longer only referential and thus, transcendental: there is no truth nor univocal meaning; rather, it spreads leaving traces, gaps between language and meaning. Thus, the aim of this work is to cover some concepts related to interpretation from Derrida’s perspective of “deconstruction”, and analyze them to passages in the short story by Borges, “Pierre Menard, Author of the Quixote”, so that it the inapprehensible language and the slipperiness nature that generates the text on the reader become evident.
Keywords: interpretation, deconstruction, meaning, language, dissemination
Introducción
Cuanto mayor presión pongamos en un texto para interpretarlo o descodificarlo, tanto mayor es la indeterminación que se presenta
Geoffrey Hartman
Leer e interpretar implican, ante todo, un “desplazamiento”, un “ponerse en marcha”. Recorrer el texto es atravesar y detenerse en sus diferentes etapas. La lectura es un ritual iniciático de búsqueda y encuentro para aproximarse a una verdad, a lo que está entre las palabras. Pero hablar de verdad ya nos adentra en una encrucijada, pues como menciona Derrida:
Desde el momento en que es o en que tiene límites, los suyos, y suponiendo que conozca —como suele decirse— unos límites, ‘verdad’ sería una determinada relación con lo que (la) termina o determina. (Derrida, 1998, p.16)
Al plantear la noción de frontera se percibe no solo lo intrínseco, sino también lo que hay “afuera de ella”, no podemos aprehender el nombre-concepto sin un referente de contraste, por mínimo que sea. La delimitación implica un margen que diferencia lo exterior de lo interior, lo real de lo irreal, en fin, la verdad de la falsedad. En estos términos, las definiciones son momentáneas: fluyen entre fragmentos que de pronto toman forma y luego se disuelven. Entonces si la verdad implica su oposición o disparidad, ¿cómo se considera absoluta si la misma locución implica variaciones? La paradoja es que los márgenes, al mismo tiempo que contienen, disuelven los términos. En un primer momento de la lectura ubicamos el “exterior”: su materialidad, su relación con el entorno, con el clima, la luz, etcétera. Por otro lado, dentro del territorio textual (diferenciado) nos enfrentamos a obstáculos que hay que resolver. El espacio diegé- tico presenta choques de acción que confrontan a los lectores a indeterminaciones y que provocan reacciones que re-inventan la historia conforme avanzamos en la lectura. La interpretación es un abismo que plantea puntos de crisis, aporías que abren encrucijadas de sentido. Cada palabra desencadena en el relato un mundo de relaciones que nos conducen a diferentes perspectivas e ideas. Así, nos enfrentamos a varios cuestionamientos: ¿es la palabra un universo cerrado?, ¿su sentido está fijado de antemano?, ¿el significado está dado por el emisor-autor o por el receptor-lector?, ¿es la astucia de este quien posibilita el sentido del texto?, ¿es posible conciliar las múltiples posibilidades de interpretación que se encargan de deshebrar el texto?, ¿cómo se evalúa una interpretación sobre otra?
Al emprender el sendero de la lectura se abren puertas que motivan el interés por penetrar en el laberinto de riesgos e incertidumbres de las palabras. La interpretación motiva la movilidad del texto, la de- construcción, la derivación, la elección, la relación con otros textos, objetos y motivos; implica ecos del pasado, vínculos con el presente, afinidades con la vida, la historia, en fin, la interpretación nos hunde en el desprendimiento del “centro” para ser “otro”.
Desde esta mirada, la lectura es un acto de re-escritura, es decir, se crea un texto “nuevo” en el momento de interpretar. En otras palabras: se escribe lo que se lee en una reinvención constante de escritura múltiple. Las paradojas surgen al considerar los márgenes: lo uno y lo múltiple, lo inmediato y lo trascendente, la continuidad y la discontinuidad, ¿el texto es una totalidad o una secuencia de fragmentos autónomos en constante interacción? La equivalencia inmediata entre significado y significante resulta poco aprehensible, pues la palabra tiene sentido no solo en función de sus límites internos, sino también de su circunstancia. Por ello, se rompe lo “absoluto”, se lanza fuera de sí, pero sin dejar su referente primero.
El objetivo de este trabajo, por tanto, es abarcar algunos conceptos relacionados con la interpretación desde la perspectiva de la deconstrucción, y analizarlos en torno a algunos pasajes del cuento de Borges “Pierre Menard, autor del Quijote”, de tal manera que se evidencie el desplazamiento de sentido que produce el texto en el lector a partir de las palabras.
La lectura como escritura
Generalmente utilizamos el término “deconstrucción” para referirnos a un desmontaje textual. Pero más que método, es una estrategia intencional que aplicamos a la narración al detenernos en su lenguaje y su sentido.
Escribir sobre otra escritura, en el acto deconstructivo, es escribir con esa escritura: acompañarla en sus pliegues conceptuales y de producción, en su estructura, en sus márgenes, en sus puntos ciegos, en su claridad, estando, así, envuelto con y al mismo tiempo, buscándose la diferenciación de… (García Masip, 2007, p.16)
La diversidad de posibilidades de sentido se abre a múltiples enfoques, cada uno con una nueva oportunidad de bifurcarse o diferenciarse. La deconstrucción des-une las palabras y las cosas para rearmarlas de otra forma.
Un significado no es más que un significante colocado en una posición determinada por otros significantes. La distinción habitual entre significante y significado con la que habitualmente comprendemos el signo queda así trastocada y, sin embargo, no podemos decidir que prescindimos del concepto ‘signo’ porque, al hacerlo, nos privaríamos de medios para comprender la traducción. (Derrida, 1977, p.31)
El lenguaje, sin embargo, posee la cualidad de identificar, de concretar, es arbitrario y convencional, pero también crea mundos y modela conciencias: aprisiona al nombre entre sus bordes, y a su vez, los trasciende… Su carácter inasible nos atrapa conforme se escapa dejando al lector en la incertidumbre de su significado. Nos aproximamos siempre a las palabras, más nunca alcanzamos a aprehenderlas por completo debido a su afán de disolverse. Esta ambivalencia no resuelta genera otras dudas que ponen en entredicho el sentido. El llamado “sentido” también es puesto en duda: ¿sentido de qué?, ¿de quién? Los límites del “sentido” implican el abismo irresoluto frente al “sin-sentido” o al “otro sentido”, dejándonos entre una “verdad” oscilante, contradictoria. La fugacidad del lenguaje enloquece, pero así funciona el proceso de interpretación que se enfrenta al silencio que existe entre los signos. La escritura se convierte en huella:
Para la deconstrucción, la única realidad que enfrenta el lector es la superficie del texto, su ‘escenificación’ en la hoja en blanco: sus márgenes, los blancos de ecos mallarmeanos, el tamaño de las letras, etcétera. Pero de principio hay una negación del significado profundo o verdadero de estas marcas textuales, en tanto no se acepta la existencia de una marca original. (Cohen, 2009, p.14)
En la interpretación desaparece el punto de partida, el desplazamiento en el lenguaje brinda el mismo valor a cualquier “principio” de manera arbitraria, porque los límites solo se consideran en función de la differánce, que implica fragmentación, contraste, perspectiva: “la deconstrucción pretende hablar desde el desarraigo, desde un no lugar que, en última instancia, no es sino silencio y abismo” (Cohen, 2009, p.15).
Así, la interpretación da lugar a una infinitud de textos cuya intención es colmar las fisuras de sentido. “La escritura que genera escritura o la letra a la que se pretende despojar de sus sentidos convencionales para explorar dimensiones vírgenes responden, a pesar de sus diferencias, a un mismo reto” (Cohen, 2009, p.17). Los nombres se despojan de su significado directo y único, se anulan en su anhelo por significar. Así, el intérprete se adentra en las ausencias que existen entre los signos: la differánce, en términos de Derrida, es el juego que hace posible la con- ceptualización, pero al mismo tiempo, es esa huella que queda en el intento.
Lo que se escribe differánce será así el movimiento de juego que ‘produce’, por lo que no es simplemente una actividad, estas diferencias, estos efectos de diferencia. Esto no quiere decir que la di- fferánce que produce las diferencias esté antes que ellas en un presente simple y en sí mismo inmodificado, in-diferente. La differánce es el ‘origen’ no-pleno, no-simple, el origen estructurado y differánt de las diferencias. El nombre ‘origen’, por lo tanto, ya no le conviene. (Derrida, 1989, p.47)
En “Pierre Menard, autor del Quijote” Borges incursiona en las posibilidades de sentido en la obra de Cervantes y en el comportamiento de la interpretación, poniendo en duda tanto la intención del autor, como el papel del lector. El autor-personaje se pierde entre los mismos lectores, es decir, el narrador lee a Menard en una carta que le es enviada, y el mismo Menard lee a Cervantes que, a su vez, lee historias de caballería […].
En el Quijote, por otro lado, desde la perspectiva diegética se discute la autoría con un tal Cide Hame- te Benengeli, que es suplantado por un traductor morisco. El resultado es la ambigüedad y el borramiento del autor, además de la indiferenciación entre ficción y realidad. Desde esta mirada, nos adentramos en una serie de inversiones en las que la representación (derivación) es previa a su “fuente”. Observamos cómo, en el cuento de Borges, el mismo Cervantes puede ser creado como personaje por Menard:
Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Este, naturalmente, se negó a esa facilidad). (Borges, 1987, pp.40-41)
Advertimos cómo se plantean las posibilidades de la interpretación que recaen en el lector, que, a su vez, es el escritor mismo, tal como menciona Ge- nette: “Pierre Menard es el autor del Quijote por el hecho de que todo lector lo es”, es decir, es el intérprete quien los significa. El teórico menciona que: “el sentido de los libros está delante de ellos y no detrás: está en nosotros” y agrega, “la literatura, según Bor- ges, no es un sentido totalmente acabado, una revelación que tenemos que recibir, es un conjunto de formas que esperan su sentido, es “la inminencia de una revelación que no se produce” y que cada uno debe producir por sí mismo” (Dapia, 1993, p.1).
Desde la perspectiva de Derrida, el sentido se explica en la relación con otros significantes, es decir, en lo inaprehensible de las palabras que se desplazan constantemente implicando la mencionada differánce:
La differánce (es) un origen que no puede tornarse presente porque siempre se divide, se fisura, se retrasa, se atrasa, se remarca. Es lo que no se puede presentar, es la estrategia que permite que las diferencias existan; pero no es ni la ausencia ni la presencia. (García Masip, 2007, p.51)
Pierre Menard es un oscuro escritor francés que escribe en el siglo XX los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote, y un fragmento del capítulo veintidós.2 En el momento de la lectura se convierte también en autor de manera indiferenciada, ya que al entender el texto se interpreta y se pone en funcionamiento una serie de referentes no siempre identificados. Su propuesta era la elaboración de el Quijote (no otro Quijote). El método, nos dice el narrador, no implicaba copiarlo, ni transcribirlo mecánicamente del original, sino “producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes” (Borges, 1987, pp.39-40). El primer método, consistía en ser el mismo Cervantes y, para ello, practicó la identificación biográfica (para ser el mismo autor), empresa que con tono irónico descarta Menard por fácil e imposible:
Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. (Borges, 1987, p.40)
Entonces incursiona en otra pretensión: “seguir siendo Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard”. Aquí nos detenemos en el proceso de re-escritura permanente: como se dijo, la lectura puede preceder a la escritura según la perspectiva y la intención. Menard nos dice, en voz del narrador: “puedo premeditar su escritura [del Quijote], puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología” (Borges, 1987, p.42), es decir, se enfrenta a los abismos de los signos en que los huecos entre ellos transforman el mismo texto en nuevas formas de entenderlo. Su interpretación, por tanto está marcada por la imposibilidad de aprehender el sentido de Cervantes que está imbuido de nociones e ideas contextuales, no obstante el texto de uno es idéntico al del otro. Es notable cómo Menard se enfrenta a la differánce derridiana que
[…] no es simplemente una fuerza o conjunto de fuerzas (sin la cual ellas no podrían existir). La differánce (es) el polémos, la discordia de las fuerzas; o todavía más, es la diferencia diferida (temporización) y en diferendo (espaciamiento) en el juego de las fuerzas. Por lo tanto es la ‘actividad’ (temporizante y espaciante) que permite marcar las fuerzas —trazar, graficar, fisurar, dividir, etcétera. —; suplirlas (suplementarlas) o injertarlas, como diferencias de fuerzas reenviándose unas a las otras. (García Masip, 2007, 52)
Menard se enfrenta a un despliegue de fragmentos de sentido que se disuelven como la memoria: “Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito” (Borges, 1987, p.42). El texto es una disposición de residuos sin origen: se pueden intuir deslumbres de cuerpos desaparecidos, pero siempre incompletos: “El texto como constelación remite únicamente a la trama de las interpretaciones que emerge en los márgenes de la referencia imposible a sus objetos” (Mier, 2009, p.207).
En el proceso de interpretación, el lenguaje sufre un extrañamiento, es decir, una transformación de identidad y significado. Esto es, surge una lucha entre las posibilidades de sentido que no llegan a definirse. Lo que enfrenta el intérprete es un punto inmaterial en el que, al mismo tiempo que suceden las incertidumbres, existe una tendencia a la significación, lo que implica deambular por las múltiples derivaciones entre los signos. Nos enfrentamos a un juego de resonancias en el que nada se define del todo, siempre quedan huecos que rellenar, argumentos que discutir o palabras que definir en el contexto del texto. Menard se enfrenta a las voces, las reminiscencias, los paradigmas, pre-juicios, acentos y tonalidades que interfieren en su intención de crear el Quijote.
Según los conceptos derridianos, el lector confronta vacíos que no encuentran inscripción en el texto, marcan el silencio. Esa posición implica un desplazamiento de sentido que rechaza precisamente la misma significación. “Toda posición es entonces ‘posiciones’: también ‘escenas, actos, figuras de diseminación’” (Mier, 2009, p.211).
Por otro lado, la carta ya implica texto diferido dentro del texto, re-interpretación en otro contexto, es decir, la dispersión de la narración en otras posibilidades de sentidos; podemos leer en palabras del narrador:
‘Mi empresa no es difícil’, esencialmente leo en otro lugar de la carta. ‘Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo’. ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —-todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? (Borges, 1987, p.41)
Los capítulos, menciona el narrador, “de Cervantes y de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)” (Borges, 1987, p.44). Constatamos que, aunque son idénticos no son una copia, están implicadas las posiciones del intérprete, que, además de Menard, nos incluye a nosotros los lectores que re-escribimos o reinterpretamos de nuevo el texto. Desde esta mirada, las relaciones que se generan con otros significantes son las que modifican el sentido.
El Quijote de Menard y el de Cervantes están permeados por su circunstancia histórica, por la mentalidad de la época: el texto se entiende según los códigos colectivos del contexto histórico, así cada propuesta (mediada por las características propias del tiempo y el espacio) cambia el texto. Para Derrida siempre estamos en el contexto. “La lógica de la huella, que remite al significante y así sucesivamente, impide la hipótesis de un ‘fuera de contexto’” (Derrida, 1990, p.67). Al analizar una de las disyuntivas que enfrenta Menard vislumbramos que su empresa no es cuestión de sustitución, de modificar la ubicación del personaje dentro de una misma estructura para que los actores se enfrenten a condiciones distintas; tampoco se trata de la identificación absoluta con el autor original, sino plantear la diferencia en la recepción, por ello, las palabras del Quijote de Cervantes y de Menard son las mismas.
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Nova- lis —el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, solo aptos —decía— para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. (Borges, 1987, p.39)
EsinteresantevercómoBorges nos involucra, a loslectoresdelsigloXXI, comoescritores (intérpretes) de la lecturaore-lectura, talcual lo haceMenard, esdecir, quedesde el título se suscita un desfasamiento de sentido en la dislocación de losparadigmasestablecidos (en losque la mencióndelQuijoteestárelacionadadirectamente con Mi- guel de Cervantesyconstituye un pilarliterario en nuestraépoca) y el nombredelautor (ficcional) deltítulodelcuento (Pierre Menard, queesdesconocido). Sabemosquelasnocionesyvalores de la época de Cervantes se ponen en dudadesde la miradadellector-autor (Menard) ymásaúndesdenuestrosiglo; en estesentido, la lógicaocomprensiónestablecidas se tambalean, comomenciona Silvia G. Dapia:
Así, por ejemplo, vimos que la expresión presente en el Quijote, ‘la verdad, cuya madre es la historia,’ leída desde la perspectiva de 1939, para Borges es un eco de William James; a nosotros, en 1993, nos remite, en cambio, a Hyden White: en su esfuerzo por reconstruir ‘lo que sucedió’, el historiador debe, inevitablemente, llenar los blancos de su material informativo con inferencias y especulaciones, inventando así los hechos antes que describirlos. (S.f. p.2)
Para cada lector del Quijote en la época actual, las relaciones que se generan para significar el texto son muy distintas a las anteriores, incluso a la misma crítica citada (de 1993). Es evidente en este ejemplo que el texto se considera en función de las conexiones que genera, las circunstancias que lo sostienen y las convergencias que ocurren en el momento de interpretar.
La concepción de “la verdad” es otro vacío que desfasa el significado. Observamos que en el Quijote de Cervantes, siglo XVII, dice “la verdad, cuya madre es la historia”, con la intención de alabanza retórica de esta; en la percepción actual, resulta en cierto modo una falacia, pues la historia se construye a partir de diferentes perspectivas, testimonios que plantean varios acercamientos: en cierta medida, la subjetividad, los pre-juicios, la experiencia (etcétera) entra en juego y, con ella, la invención (de la verdad) que remite a la ficción. Para “Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad, sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió” (Borges, 1987, p.45). Así, la obra es concebida con características propias de su contexto y con las peculiaridades de su(s) autor(es); pero en la lectura surge un anacronismo que implica otra visión del texto y, por ende, una imposibilidad de aprehenderlo.
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. (Borges, 1987, p.41)
El narrador del Quijote de Menard plantea una serie de eventos, situaciones, casualidades registradas en su época, en contraste con la mentalidad del siglo XVII, pues:
opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como ‘realidad’ la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. (Borges, 1987, p.43)
“Derrida no suprime el orden de la historia, rechaza la imagen de la historia con un sentido” (Mier, 2009, p.234). La idea de que “la historia es la huella de un gesto inaccesible, la pura expresión de un deseo de un signo capaz de señalar un objeto extinguido, confiriéndole la plenitud de un sentido” nos vuelve a la idea del espacio entre los signos, es decir, la differánce.
Es interesante, de nuevo, cómo se difumina la verdad en las múltiples interpretaciones. El narrador de Menard menciona:
Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Borges, 1987, pp.43-44)
La cita confirma la indeterminación, es decir, el sentido unívoco se nos escapa de las manos evitando la clausura. Pero no hay que ubicar la deconstrucción con nociones negativas (de destrucción y caos), sino más bien inscribirla dentro del “espaciamiento” que “se abre entre (produce) lo diferente, en la fisura que separa el concepto de sentido y el de sinsentido. En ese resplandor equívoco y móvil que separa un término de su negación, se inscribe el trazo de una errancia laberíntica” (Mier, 2009, p.235). En las interpretaciones citadas del texto de Borges, lo que manifiestan son rastros de otros textos, trazos fragmentados que intentan construir contornos, límites, aunque siempre incompletos, desplazados.
Además, otra forma de relativizar el sentido es la fragmentación amplificada de la narración. De acuerdo con las palabras seleccionadas para la descripción, la sintaxis, las figuras retóricas, etcétera, se modifica la percepción. El estilo involucra múltiples aspectos ideológicos; en Menard, nos dice el narrador, se pone en duda: “También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época” (Borges, 1987, p.45). En cada detalle hay un sentido que marca su peculiaridad. Así, el tono del mensaje —extranjero— ya implica pre-juicios, valoraciones y condiciones para ser entendido en su expresión. De la misma manera, cada gesto, cada movimiento corporal, la sonoridad o la particularidad de la voz son elementos fragmentados que intervienen en el sentido de la expresión. De esta manera, los abismos se multiplican en verdades parciales, mínimas, momentáneas: “El gesto no sucede a lo prescrito por un texto es por sí mismo un texto corporal que augura la existencia de otra escritura” (Mier, 2009, p.245).
El desplazamiento de sentido deshebra también a la materia verbal, que deja de ser lo que es, para ser otra que tiende a disolverse también en otro significante. El origen, como se mencionó, ya no se identifica como punto de partida, ya no hay linealidad en los devenires, solo elecciones impensadas acordes con la situación. La interpretación es un juego de desplazamientos en el orden de lo textual que opera inversiones, interrogaciones, “la propia composición de la palabra instala un vacío en el signo que lo obliga a abandonarse incesantemente a la deriva de un juego de significaciones” (Mier, 2009, p.240). Entre la lectura y la escritura se alimentan simultáneamente en la búsqueda de sentido, provocando falsos paralelismos o analogías supuestas que inventan una nueva trama fantasma.
Una última aplicación de la diseminación es la “traducción” que es una forma de interpretación. De nuevo, el lector se convierte en autor en tanto busca, entre todas las posibilidades contenidas en determinado universo, una palabra y no otra para intentar proponer el mismo sentido. Así, en la traducción hay un diálogo entre las palabras y sus significados que se ven envueltos de intenciones, ideologías, posiciones políticas, situaciones y condiciones particulares del traductor. En cada traducción entra en juego una serie de resistencias para llegar a una verdad, para poder aprehender lo que el discurso “fuente” transmite, es decir, la perspectiva del intérprete entra en disyuntivas que, necesariamente, lo llevan a crear otro texto.
Lo que damos por sentado son exteriores del discurso explícito y que la efectividad del propio discurso descansa precisamente en su capacidad de mantener al margen todos los supuestos que arrastra. Hoy sabemos que muchas veces lo que nos convence es precisamente, lo que no se dice, lo que, desde su silencio, habla. Y esa exterioridad: ese afuera, no es independiente del lenguaje y de los acuerdos tácitos que negocia cada cultura, acuerdos que tienen a su vez una naturaleza histórica y cuya transformación es función de conversaciones, debates y, fundamentalmente, traducciones. (Arnau, 2008 p.161)
Así, lo que no está dicho implica un posible sentido sin certezas, pues aunque las palabras orienten a cierta significación directa, existe entre líneas una intención que fluye en varias direcciones. Por ello, como menciona De Man, es imposible traducir, es decir, aterrizar en una sola definición lo que se traduce. Lo intraducible es paradójicamente lo que se traduce. Al pasar un texto a otra posibilidad de entendimiento, a otra lengua, se pone en movimiento el “original”, que a su vez, se torna vulnerable. El texto se empieza a desintegrar, a fragmentar, como menciona De Man refiriéndose a Benjamin: “Este movimiento del original es un vagabundeo, una errance, un tipo de exilio permanente, […] pero no es en realidad un exilio, pues no hay patria, no hay nada de lo que de donde pudiera ser exiliado” (Mier, 2009, p.291).
Es evidente que el texto se rompe en pedazos que se vuelven a romper en nuevas porciones. Pero lo que hay que tomar en cuenta es que el mismo punto de partida ya era fragmentario, es decir, no existe un original, un centro desde donde expliquemos las derivaciones posteriores. El mismo De Man explica: “El significado siempre es desplazado con respecto al significado que idealmente intentaba: este significado nunca se alcanza” (Paul de Man, 2009, p.290). En el proceso de traducción se inmiscuye la duda, Benjamin, siguiendo a De Man,
[…] enfoca la cuestión en términos de la aporía entre libertad y fidelidad […] ¿debe la traducción ser fiel o debe ser libre? En bien a la pertinencia idiomáti- ca del lenguaje que es blanco, debe ser libre; por otra parte, tiene que ser fiel, hasta cierto punto, al original. La traducción fiel, que siempre es literal ¿cómo puede ser también libre? Solo puede ser libre si revela la inestabilidad del original, y si revela esa inestabilidad como la tensión lingüística entre tropo y significado. (de Man, 2009, pp.290-291)
En “El Quijote de Pierre Menard”, el personaje se envuelve en disyuntivas al intentar aterrizar un sentido, el intérprete crea el texto en la traducción, pues la derivación es otro fragmento que tiene la posibilidad de seguir bifurcándose. En este sentido, se asemeja a la crítica en tanto cruza los límites del punto de partida motivando la escritura de la escritura, incluso, superando a su texto predecesor. La traducción es un género literario, pues creación y traducción son inextricables: esta se convierte en “original” y transforma a su vez el “original” en traducción de la traducción. Tanto la interpretación como la traducción pone a su “fuente” en perspectiva y la re-contextualiza con otra mirada. Aquí nos preguntamos: ¿por qué el escrito “derivado” no puede ser la misma “fuente” de otras traducciones o interpretaciones? Los elementos especulativos en la crítica construyen su propio universo de sentido, sus propios poderes textuales que atrapan más allá de su referencia “primera”. Así, la derivación se vuelve un nuevo punto de partida.
[Menard] acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas. [3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. (Borges, 1987, p.45)
Lo que sacamos en claro es que no existe un texto, sino un encadenamiento de fragmentos interminables de interpretaciones que no tienen ni comienzo ni fin. El intento por categorizar en épocas, géneros, estilos, etcétera, es un artificio ilusorio de control. Así, el acto de lectura es en sí mismo interpretación que, a su vez, es escritura. El valor de una sobre otra se disuelve en perspectivas y enfoques: la crítica misma es creación literaria. Descubrir las escrituras que subyacen como fantasmas entre lo literal desprende la autoría del texto: la noción de autor desaparece entre la red de correspondencias que están enredadas en los huecos de las palabras. En este sentido, la identidad se difumina, así como el origen y el mismo concepto de libro. La escritura, así, es un plagio que, al propagarse, redistribuye el sentido con nuevos enfoques, es decir, con una lógica alternativa. Así, según Derrida, “la escritura es el acto de cruzar los límites del texto, de hacerlos indeterminados […]” (Hartman, 2009, p.318). Cada vocablo escrito, cada presencia, por tanto, está mediado, influenciado o contemplado por infinitas ideas, corrientes y mentalidades que pueden ser evidentes o no. La lectura implica la exégesis no lineal, pues recurre a referentes dependientes del contexto y del mismo crítico. No obstante, sabemos que existe una interdependencia entre el texto “original” y el del “traductor” o “intérprete” que se apoyan mutuamente, así como los sub-textos que coadyuvan de manera paralela a ambos, lo que nos conduce al abismo: ni el mismo “autor” tiene claras las referencias que cargan sus palabras. La sutileza de las presencias parece que se funden sin diferenciarse.
Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será. (Borges, 1987, p.46)
Para concluir, podemos confirmar que la noción de “texto” se torna sospechosa, pues resulta un fragmento diseminado de otros referentes. En el cuento de Borges, al enfrentarnos a la interpretación que realiza Menard del Quijote, está poniendo en funcionamiento la elección, la exclusión, la inclusión y transcendencia del Quijote de Cervantes en otro contexto y, por tanto, en otras cosmovisiones, no obstante las palabras sigan siendo idénticas. La perspectiva cambia y con ella, el sentido: el énfasis no está ya en las palabras, sino en el lector que interpreta según sus pre-juicios y su época. La crítica, por ello, ya no está subordinada a la obra “fuente”, sino es creación en sí misma. Las palabras se deslizan entre posibilidades de interpretación. Así, el acto de lectura es un acto de escritura. La traducción, como otra interpretación revela la oposición de dos órdenes ajenos que se deconstruyen, tanto en el punto “origen” como en el derivado, dejándonos en la incertidumbre, flotando en la inestabilidad de lo que “no se dice” del texto. La deconstrucción pretende hablarnos “fuera” de los márgenes, en las ausencias y el silencio, no para plantear respuestas, sino para motivar más preguntas. En realidad, se diversifica la verdad desde el exilio enfrentando varias alternativas de sentido y sin-sentido, de interpretaciones y escrituras que dejan siempre un hueco de incertidumbre, una nebulosidad imposible de definir.
Notas a pie de página
2 Es interesante detenernos en las temáticas de estos capítulos de Cervan- tes, que no son arbitrarias. Santiago Juan-Navarro menciona que: “El primer fragmento citado por el comentarista es el capítulo noveno de la primera parte. Un capítulo cargado de sugerencias, ya que en este punto Cervantes introduce la figura del narrador ficticio Cide Hamete Benengeli, y con él todo un entramado estructural en el que la voz autorial se difumina hasta desaparecer por completo. […] se nos presenta un segundo narrador cuya historia es incluida por un traductor morisco para compensar la ‘sequedad’ de la narración de Benengeli. Esta narración se intercala en medio de la historia del Quijote y Sancho recogida por el cronista árabe, el cual es, a su vez, traducido por el mencionado morisco, cuya obra edita el llamado “autor segundo” de quien el lector deduce un autor implícito. Todo ello como resultado del encuentro de la obra de un tal Miguel de Cervantes con un lector potencial. […] La importancia del capítulo IX del Quijote reside en que en él se cuestiona por primera vez la autoría de Cervantes como creador del Quijote, algo que se repetirá a lo largo de la novela […]. El capítulo trigésimo del Quijote […] se trata del “Discurso de las armas y las letras”. En este pasaje de Cervantes hace un panegírico del hombre de las armas en detrimento del humanista […]. El capítulo XXII de la primera parte relata la aventura de los galeotes cuyo protagonista es Ginés de Pasamonte, autor de la vida de Ginés de Pasamonte, un nuevo ejemplo de autorreferencialidad en el que los personajes, autores de una ficción que no es ni más ni menos que la historia o la ficción de sus propias vidas, de sus propias realidades.” (Juan-Navarro, pp.105-106).
Referencias
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