DOI:
https://doi.org/10.14483/22486798.18735Publicado:
22-02-2022Número:
Vol. 27 Núm. 1 (2022): Lenguaje, sociedad y escuela (Ene-Jun)Sección:
Literatura y otros lenguajesInfancias desplazadas en El mordisco de la medianoche de Francisco Leal Quevedo
Displaced Childhood in Francisco Leal Quevedo's El mordisco de la medianoche
Palabras clave:
literatura infantil, memoria reciente, desplazamiento, violencia, Colombia (es).Palabras clave:
children's literature, childhood, recent memory, displacement, violence, Colombia (en).Descargas
Referencias
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Recibido: 27 de octubre de 2021; Aceptado: 23 de diciembre de 2021
Resumen
En este artículo se propone una reflexión sobre la representación de la infancia desplazada en la literatura infantil y juvenil de las últimas décadas en Colombia; puntualmente, se revisa el caso del libro El mordisco de la medianoche de Francisco Leal Quevedo. El objetivo es estudiar, desde una perspectiva de investigación hermenéutico-comprensiva, la historia de la protagonista, Mile, una niña de La Guajira colombiana perteneciente a la comunidad wayúu, figura emblemática del desplazamiento, quien encarna el rol que involuntariamente asumen los niños en estos sucesos, forzada a verlo todo, escucharlo todo y guardar silencio. En el análisis se presenta la subjetividad de la niña de dos maneras: primero, como personaje fronterizo; segundo, como un continuum orgánico que se define por su relación con el mundo animal en cuanto prolongación de lo humano. Se concluye que el personaje infantil y femenino predestinado a la desaparición –por ser indígena, mujer y niña– resiste mediante una voz que se sostiene en el relato para enunciar la violencia y sobrevivir al desarraigo.
Palabras clave
literatura infantil, memoria reciente, desplazamiento, violencia, Colombia.Abstract
This article proposes a reflection on the representation of displaced childhood in the children and young people’s literature of recent decades in Colombia; specifically reviewing the case of the book El mordisco de la media noche by Francisco Leal Quevedo. The objective is to study, from a hermeneutical-comprehensive research perspective, the story of the protagonist, Mile, a girl from the Colombian Guajira belonging to the wayuú community, an emblematic character of displacement, who embodies the role that children involuntarily assume in these events, forced to see everything, hear everything, and be silent. In the analysis, the girl’s subjectivity is presented in two ways: first, as a border character; secondly, as an organic continuum that is defined by her relationship with the animal world as an extension of humanity. It is concluded that the child and female character predestined to disappear – as she is indigenous, a woman, and a girl– resists through a voice that is sustained in the story to enunciate the violence and survive her uprooting.
Keywords
children’s literature, childhood, recent memory, displacement, violence, Colombia.Introducción
El objetivo de este artículo es revisar, dentro del campo de la literatura infantil colombiana de las últimas décadas, la emergencia de una protagonista infantil que es simbólica porque encarna, en un mismo personaje, la narración de la violencia sistemática ejercida en un cuerpo infantil, femenino e indígena. Aquí el material narrativo cumple el rol de archivo de la memoria reciente; soporte estético que condensa en clave de ficción la historia de un país en el que se ha perpetuado y naturalizado la violencia.
El interés concreto es abordar dentro de un amplio corpus literario, que se ha dedicado a representar temas derivados de la violencia nacional, la historia particular de una niña de La Guajira colombiana perteneciente a la comunidad wayúu que, sin proponérselo, queda atrapada en una cadena de sucesos violentos. A través de su historia se amplían los sentidos y significados que rodean las infancias desarraigadas.
Me referiré puntualmente a El mordisco de la medianoche (2013), de Francisco Leal Quevedo, y desde este relato aludiré a la multiplicidad de historias que están agrupadas en la voz de la protagonista; niñas y niños que por situaciones disímiles han tenido que vivir el desplazamiento.
De este modo, después de revisar el lugar de la literatura infantil colombiana como archivo de las memorias de infancia reciente, propongo una reflexión del relato que hace énfasis en la niña narrada, figura emblemática y representación de los niños reales, cuyos movimientos geográficos subjetivos hablan tanto del espacio límite entre lo real y la ficción, como de ese lugar discursivo en el que los niños pelean su existencia y su reconocimiento en la categoría biopolítica de personas dignas.
Tesis y argumentos
La literatura infantil colombiana, archivo de las memorias de infancia recientes
El archivo es un receptáculo de la memoria, su existencia garantiza que la historia se conserve y se transmita. La cantidad de información que guarda y los relatos que de allí se desprenden hacen las veces de un soporte cultural que habla tanto de la gran historia de la humanidad (González, 2000), como de los detalles cotidianos e íntimos con los que cada ser humano llena de sentido su propio nombre (Lyotard, 2008).
Los trabajos narrativos e investigativos que se dedican a rescatar, conservar y recrear las voces infantiles se transforman en la documentación a la que recurren los estudiosos de este tema para profundizar y ampliar el campo conceptual en el que se circunscribe la niñez. Algunos de estos trabajos pasan a ser custodios de los hechos reales, a través de formatos como bitácoras y registros, en los que se consignan sucesos históricos o se conservan en su estado original, sin mediación adulta, las palabras de los niños; otros cumplen el papel de rescatar y resaltar experiencias, preservando, desde el ámbito estético y simbólico, el mundo de la fantasía y la imaginación que rodea a la infancia. Estas formas de registro son a su vez archivos donde se alojan, con diferentes fines, las voces. En otras palabras, son las casas, hogares que –desde el plano histórico, antropológico, psicológico o ficcional– hacen de los niños personajes autorizados para decir algo sobre la realidad.
Los archivos historiográficos en materia de infancia se convierten en casas que procuran conservar las vivencias y testimonios, como registros directos sin alteración ni mediación de terceros (Sosenski, 2016), para luego ser leídas y analizadas a la luz de teorías y paradigmas específicos. Las memorias de la infancia, por su parte, obedecen más a un esfuerzo de un adulto que rememora y vuelve a ese tono infantil, recreándola, para tratar de recuperar su historia (Carli, 2011). En este último caso, las voces son las estrategias del adulto que intenta recordar y conectarse con un sentimiento relacionado con la nostalgia y la añoranza, con un lugar de la verdad que tiene su morada en la psiquis, y que hace de la niñez “el anclaje obligado de todo devenir” (Arfuch, 2002, p. 151).
Desde esta perspectiva la literatura hace las veces de archivo cultural y soporte de la memoria reciente. Y los textos literarios en ese innegable vínculo literatura/sociedad (Sarlo y Altamirano, 2001) cumplen la función de visibilizar las historias de infancia enfrentadas a situaciones concretas para recrearlas mediante relatos ficticios que se nutren de las situaciones reales. Aquí las voces no necesariamente obedecen a las vivencias de un niño real, pero sí recogen y agrupan las historias de muchos niños que han atravesado la misma situación.
La literatura infantil colombiana, en este sentido, pasa a ser, además de una apuesta artística y estética, un soporte archivístico importante de la memoria reciente, y un nicho de investigación desde el cual abordar y comprender situaciones históricas y sociales complejas, en el caso de este artículo, el fenómeno de la violencia y el desplazamiento forzado.
Me refiero a memorias recientes porque se trata de un corpus literario que no evoca un pasado histórico, sino sucesos que aún hoy siguen afectando a la niñez, por lo cual no hay una distancia temporal que permita revisar la dimensión de lo sucedido, y es la misma contingencia la que lleva a los escritores a presentar estos cuerpos infantiles como protagonistas de sus historias.
Son varias las producciones de autores que han tomado las historias del desplazamiento forzado de la infancia en el país y las han llevado a la ficción novelada en los últimos años. De esta amplia producción, algunas de las que han tenido mayor y mejor recepción, por tratar de manera estética y directa el tema del desplazamiento, son: Mambrú perdió la guerra (2012), de Irene Vasco; La luna en los almendros (2013), de Gerardo Meneses; Eloísa y los bichos (2012), de Jairo Buitrago y Rafael Yockteng; El mordisco de la media noche (2013), de Francisco Leal Quevedo; Los agujeros negros (2005), de Yolanda Reyes; El gato y la madeja perdida (2013), de Francisco Montaña; El árbol triste (2009), de Triunfo Arciniegas, y Tengo miedo (2012), de Ivar da Coll.
En general, estos relatos hablan de la violencia del desplazamiento y la abordan como un tópico central que, como lo dicen Castaño y Valencia (2016), “está presente en la vida cotidiana también de maneras veladas” (p. 115). En su mayoría, estas narraciones evidencian, cada una con sus especificidades, tres tipos específicos de violencia, que son comunes a todas las infancias desplazadas: la violencia directa o inmediata, que es ejercida directamente contra el cuerpo humano; la violencia estructural, que no puede adjudicarse a una persona en particular porque “está organizada desde el sistema y es de difícil percepción” (Castaño y Valencia, 2016, p. 115), y la violencia cultural, que funciona a nivel simbólico y se manifiesta a través de ideas, normas o valores. Todas estas formas de violencia aparecen en medio de relatos en los que los autores logran resaltar lo íntimo y subjetivo de las vivencias personales de la niñez, que por lo general se difuminan y se pierden en medio de una violencia como la colombiana, que se ejerce de manera indiscriminada.
En este contexto, el caso de El mordisco de la medianoche es importante dentro del corpus mencionado, porque al ficcionalizar la infancia a través de Mile, la niña protagonista, se evidencia y pone en discusión el lugar de la niñez en la sociedad. En su historia, los hechos históricos reales y los sucesos novelados se fusionan en un relato que le permite al autor usar una voz infantil para decir algo de la niñez y, al mismo tiempo, enunciar sucesos que por otra vía serían difíciles de narrar debido a su complejidad política, social y humana.
Perspectiva metodológica
La perspectiva metodológica de esta reflexión es hermenéutico-comprensiva (Londoño y Castañeda, 2010), y toma como centro de estudio la representación de las infancias en soportes documentales de carácter literario. Aquí la base teórica implica el reconocimiento del niño como una singularidad, de la que se puede teorizar porque pertenece a un marco social más amplio denominado infancia, y a la evolución histórica, cultural y estética que dicho concepto alcanza, cuando pasó a reconocerse con su acepción en plural infancias; un devenir importante del concepto, porque le otorga un espacio de análisis propio a los que, por estar situados en una condición de vulnerabilidad como la del desplazamiento, quedan fuera de los paradigmas ya establecidos.
En este caso, el ejercicio hermenéutico posibilita aplicar un análisis teórico a estas infancias, mediante la lectura y comprensión de relatos en los que aparecen representadas. Con esta premisa, se entiende que los textos catalogados como literatura infantil y que se han dedicado a visibilizar el fenómeno del desplazamiento en Colombia manejan de fondo un relato similar; niños que se mueven en trayectos fronterizos, y en ese recuento de experiencias evidencian una subjetividad que se construye en el movimiento a través de la narración de sucesos traumáticos que se resisten a desaparecer de la memoria y que permanecen en las historias protagonizadas por figuras infantiles.
Discusión
El mordisco de la medianoche: la oscuridad de las infancias desplazadas
En el contexto de La Guajira, Francisco Leal Quevedo relata la historia de Mile, una niña indígena perteneciente a la etnia wayúu, que vive en una ranchería con su familia, conformada por veinte personas, entre padres, tíos, primos y la abuela. Ellos son los Uriana, apellido que identifica su clan, y habitan el desierto guajiro en “cuatro casas blancas, en medio de un gran solar” (Leal, 2013, p. 20). En la historia, la protagonista es testigo de un suceso de tráfico de armas, hecho que pone en peligro a toda la familia, quienes, después de un atentado, deben empezar un desplazamiento forzado hacia otra ciudad. Toda la historia está narrada a partir de los desplazamientos de Mile; primero, trayectos poéticos que describen su universo en el desierto, y luego, recorridos violentos que tienen que ver con la necesidad de huir para proteger la vida.
El libro en cuestión fue reconocido con el Premio de Literatura Infantil “El Barco de Vapor” y es un aporte para la literatura infantil colombiana, no solo porque retoma temas que antes no estaban en el universo de los niños, sino porque pone en diálogo el contexto de guerra en Colombia y el universo íntimo de una niña que, según el mismo autor, emergió como protagonista de su historia a partir de una experiencia personal. Fue un viaje a la alta Guajira el que desencadenó el relato. Dice Leal (2009) en el discurso que dio para recibir el galardón del Premio, que en 2008 realizó un viaje a ese lugar y que en el recorrido por el desierto la historia vino a él así:
Un nombre oído al azar de una chica guajira en el cabo de la Vela fue el detonante. Unos parajes exóticos con nombres extraños como el desierto de La Auyama, las rancherías que tercamente perduran en un clima extremo, el tren más largo del mundo con sus 148 negros vagones, una playa interminable y solitaria con un nombre sonoro de cocales llenas –Taroa–, cementerios blancos que producen reverencia, una vegetación escasa compuesta de trupíos y muchas manchas móviles: las cabras domadoras de riscos que están por todas partes... los ingredientes geográficos estaban completos. (p. 5)
El contexto geográfico fue el soporte de la ficción en la que nació Mile, la niña protagonista “unida a su desierto, anclada en él, casi como una lagartija” (Leal, 2009, p. 5). El autor imaginó a esta niña en específico porque, según él, ella “podía ser el símbolo del desarraigo límite” (Leal, 2009, p. 5) y en su recorrido se podía dibujar el drama del desplazamiento desde la perspectiva infantil. Su deseo era escribir una historia sobre el desplazamiento: “quería que los niños y jóvenes de mi país fueran sacudidos por ella. Por tanto, el protagonista debía ser un niño o una niña, que les permitiera identificarse” (Leal, 2009, p. 5).
Con esta historia, Leal se inscribe dentro de un grupo de escritores colombianos que han buscado otras maneras de representar la infancia en la literatura infantil, dándole voz a la niñez excluida por el sistema político; en el caso del personaje Mile, la de una persona pobre, indígena, mujer y, sobre todo, niña. Dice Leal que en los últimos cincuenta años en Colombia se ha ido gestando una nueva forma de representar la niñez, desmitificando la idea del niño como emblema nacional (Restrepo, 2010), que era lo que se proponía, por ejemplo, con la narrativa de Rafael Pombo (1833-1912), a quien se le conoce en el país como el poeta de los niños, pero además por dejar sentadas en la literatura unas bases morales y unas ideas pedagógicas de lo que se esperaba de la infancia en la nación a finales del siglo XIX e inicios del XX.
En contraposición, según Leal, en la entrevista realizada por Restrepo (2010), la literatura infantil reciente ha logrado “un abandono del denominado corral de la infancia” (párr. 5), un espacio simbólico que intenta atrapar al niño en esa idea adultocéntrica de lector infantil (Montes, 2002), ubicándola en escenarios diversos en los que deja de ser receptora vacía de discursos pedagógicos y morales, y se apropia de un lugar de enunciación que le permite narrar y protagonizar, en este caso, los avatares de un país que, por el fenómeno del desplazamiento violento, la deja expuesta a una muerte silenciosa.
Mile se sale de este corral de la infancia, es un personaje fronterizo, narrado a partir de desplazamientos que lentamente van mostrando un universo infantil, primero íntimo, solo conformado por su grupo familiar, su ranchería y el desierto, y luego, configurado por el caos de la violencia, el desarraigo y el extrañamiento. La descripción que hace Leal (2013) del universo infantil de Mile, antes del atentado, da cuenta de su identidad: “Mile nunca había salido de La Guajira y solo sabía que el resto del mundo era alijuna” (p. 9), palabra con la que los wayúu nombran a los forasteros, más específicamente a quien no es indígena y a todo lo que no se corresponda con la cosmogonía indígena. “Si su mundo eran las rancherías, el desierto, el mar, su escuela sobre el acantilado, ¿qué había más allá? (Leal, 2013, p. 9).
El universo de la niña es un espacio sin límites, ejemplo de lo que para los wayúu es el territorio; en su cosmovisión, la concepción de Estado moderno no existe, no hay fronteras, su nación es todo el desierto peninsular y su nacionalidad es su clan; es decir, su vínculo de sangre, en este caso los Uriana. Por eso todo lo que Mile conoce es su vida en el desierto, y a través de su interacción con ese ecosistema interpreta el mundo.
Las vivencias en ese contexto marcan su identidad de niña wayúu, en sus recorridos se puede establecer un diálogo con la nomadología, desde la perspectiva de Delueze y Guattari (2004) dado que la protagonista da cuenta de recorridos que se escapan de la esfera de control territorial, y al mismo tiempo representa una forma de vida en la que lo nómada y la figura infantil se fusionan en una especie de alianza conceptual, para sugerir que la infancia es un estado de constante desplazamiento. De ahí que su cotidianidad esté marcada por los trayectos que hace en bicicleta para ir a la escuela y las pausas contemplativas en medio del camino para observar un gran desierto rodeado de mar; “por donde mirara, siempre sus ojos encontraban el mar” (Leal, 2013, p. 26).
La diversidad geográfica del país hace que los contextos culturales cambien significativamente, fenómeno que influye en aspectos identitarios, como las costumbres, los hábitos y las tradiciones, por lo que ser niño en La Guajira es muy diferente a ser niño en el altiplano cundiboyacense, en los Llanos Orientales o en las ciudades céntricas del país. Sin embargo, cuando estas infancias están afectadas por el desplazamiento forzado, la violencia causada por el control de tierras y la pobreza extrema, sus historias se convierten en una sola, que cuentan siempre lo mismo: amenazas, desalojo, desplazamiento y desarraigo.
El personaje de Mile es el símbolo del desarraigo de tres maneras, como ya se dijo: es mujer, es niña y es indígena en un contexto político y social que, paulatinamente, ha ido excluyendo a La Guajira y alienándola de los espacios de participación a través de un sistema que los mantiene pobres y los deja expuestos a la muerte. En los últimos ocho años al menos 4770 menores murieron en esta región y las razones se atribuyen a problemas estructurales: falta de agua potable, escasez de alimentos, carencia de atención en salud y crisis fronterizas (Guerrero, 2018).
Este panorama no es aislado o eventual; en esta zona, los niños wayúu mueren todos los meses a causa del hambre, un asunto que, si bien está ligado a situaciones ambientales, también habla de un descuido voluntario del Estado. Por eso, ser niña indígena en La Guajira es un desafío a las leyes patriarcales que privilegian la atención de los niños en las zonas centrales e industrializadas, pero que dejan en última instancia a las poblaciones indígenas. De modo que su aparición en un relato infantil no es un asunto al azar, sino una forma de visibilizar esas infancias y hacerlas resistir discursivamente en un campo político que se niega a verlas.
Los wayúu han sido objeto de violencia de manera sistemática a lo largo de la historia en Colombia. Desde la época de la Colonia fueron segregados porque sus tierras desérticas no eran productivas y no representaban un interés monetario para el Estado, incluso en la actualidad son pocas las veces que se escucha un líder wayúu en las discusiones políticas; adicional a esto, el resto de país ve su cosmogonía con extrañeza. La marginación de la que han sido objeto se acentuó con el proceso de la colonización y la evangelización que, durante el siglo XIX, silenció culturalmente la comunidad, hasta el punto de dejar en el olvido el wayuunaiki, la lengua del wayúu.
En este contexto, el protagonismo de Mile es un símbolo emblemático de la niñez indígena colombiana. Su voz testifica sucesos violentos, pero también da a conocer la conformación identitaria de las infancias, desde un tópico que es común en todas las historias de desplazamiento; en las que además se puede ver una relación particular con el mundo natural y una cercanía animal. Esta referencia hace alusión a una perspectiva de análisis biopolítica que es importante en los estudios de infancia, porque hace alusión a “un continuum orgánico” (Giorgi, 2014, p. 12) donde el animal deja de ser una metáfora y se valida como prolongación de lo humano.
En su lugar, aparecen nuevas políticas y retóricas de lo viviente que exploran ese umbral de formas de vida y de agenciamientos que empiezan a poblar los lenguajes estéticos y a interrogar desde ahí la noción misma de cuerpo, las lógicas sensibles de su “lugar”, los modos de su exposición y de su desaparecer. (Giorgi, 2014, p. 35)
Esto sugiere que entre los niños y el mundo animal hay una proximidad que dice mucho de su configuración subjetiva. Mile se despierta todas las mañanas en su chinchorro y a su lado tiene un gato, un perro y un loro que le canta la hora para salir. Tiene una identidad totalmente construida como niña wayúu que la hace sentirse orgullosa de su origen y su clan (grupo familiar), por eso después de despertarse, observar los animales y bañarse se pone su manto guajiro, se amarra “en su mano izquierda una pulserita de colores” (Leal, 2013, p. 21) y comparte junto a su familia, lo que su abuela Chayo prepara.
En la realidad del mundo indígena, no todos los niños van a la escuela, y en el libro se hace esa distinción; después del desayuno aparece su primo dirigiéndose con las cabras colina arriba: “él se dedicaba al pastoreo mientras ella iba a la escuela” (Leal, 2013, p. 22). El elemento escolar en este caso es importante porque representa un quiebre cultural en un contexto en el que las mujeres deben encargarse de las tareas del hogar. La escuela, por tanto, es el primer factor que hace de la niña una infancia resistente y, en el contexto de libro, es lo que la hace salir de su universo más pequeño: la ranchería, para empezar a conocer uno más amplio: el del desierto y el mar guajiro. La escuela queda lejos, y ella observa todo a su paso, como si el desierto, el mar y el cielo formaran parte de ella misma. Hace su trayecto en bicicleta y atraviesa el desierto de La Ahuyama, que era llamado así porque las piedras que parecían semilla, los verdes trupíos y los cactus mezclados con la tierra seca “le daban a ese sitio el aspecto de una gran calabaza partida y abierta” (Leal, 2013, p. 24).
Era un paisaje inagotable y la maravillaba el sol de reflejos cambiantes sobre esa masa de agua que llenaba el horizonte. Miró a lo lejos: apenas se divisaba la escuela y su solar, sobre el acantilado, frente a la hermosa bahía, como una línea oscura perdida en la distancia (Leal, 2013, p. 26).
Todas las mañanas la niña pedalea su bicicleta con una fuerza que le hace pensar que vuela “sobre el desierto” (Leal, 2013, p. 27). De regreso tiene las mismas experiencias contemplativas, nunca se cansa “de mirar ese bello paisaje” (Leal, 2013, p. 27), hasta llegar de nuevo a su ranchería, a su mundo íntimo rodeado de animales. Ahí, en ese lugar donde lo puramente biológico se condensa con una intensidad política, se dibuja a la infancia, próxima al animal, para hacer las veces de “líneas de intersección, núcleos temáticos y recorridos entre culturas y biopolíticas” (Giorgi, 2014, p. 14) y dejar expuesto ese espacio donde la niñez se escapa de las formas de control y comprensión adulto-céntrica.
El retorno de sus recorridos por la playa y el desierto es una confirmación de lo dicho. De lejos avizora los elementos que componen su hogar; lo primero que logra identificar, dentro del grupo de cabras de su abuela, es a Kauala, “una cabrita muy especial, negra con manchas blancas” (Leal, 2013, p. 28) con la que Mile logra una conexión significativa por haberla cuidado luego de que la cabrita sufriera un accidente; “desde ese suceso, se buscaban, todas las tardes, cuando Mile regresaba de la escuela de Bahía Honda y las cabras bajaban de las colinas de roca” (Leal, 2013, p. 28).
En esta cercanía se aprecia una sensibilidad natural heredada de su propio clan que, a través de los relatos de la abuela Chayo, se imprimen en la mente de la niña, enfatizando esta identificación con el mundo animal:
Hemos sido siete generaciones de lagartos, viviendo en este hermoso desierto seco. Nuestros viejos nos enseñaron a tejer chinchorros y a preparar bahareque y a usar el cactus para hacer el techo. La voz de Chayo era como una larga película, convertida en palabras. (Leal, 2013, p. 55)
De ahí su fijación por las iguanas y las pequeñas lagartijas, “se parecían a ella. No sabía en qué, quizás en que ambas se sentían a gusto en el desierto seco” (Leal, 2013, p. 31). Son su familia también, un clan que la conecta con el universo ancestral, seres mágicos con quienes se cita en la playa para conversar.
Mile sentía que el animalito la esperaba con una alegría única y quería estar junto a ella. La niña miraba su respiración: su abdomen se contraía y se dilataba, como un fuelle. No había sonido alguno, solo un leve jadeo, casi imperceptible. Pero cuando la lagartija se fue, Mile sintió que se había enterado de la vida del desierto. Sabía que era un macho que formaba parte de una pequeña manada, que era un lagartijo largo, no una iguana, que había ocurrido un incendio, arriba en la montaña y que por eso ahora habitaba en la colina cercana a la playa. (Leal, 2013, p. 35)
Esta relación, que se enuncia en un tono poético y mágico, es importante en esta obra, porque además de ser constitutiva de la naturaleza infantil indígena, en esta historia, es lo primero en ser violentado. Sucede una noche en la que se despierta antes que todos y siente que algo malo va a pasar. Suenan ráfagas de balas en toda la ranchería, la niña corre al corral y ve que los asesinos han matado a cerca de treinta chivos: “la niña reconoció inmediatamente entre los animales muertos a Kauala, su cabra preferida. El dolor indecible la invadió”; “le habían matado a un ser querido” (Leal, 2013, p. 7).
Esta escena de violencia inaugura el relato, y con ella entendemos desde el principio que Mile es la testigo silenciosa, la que percibe, como en forma de premoniciones, por la sensibilidad extrema que forma parte de su identidad, lo que va a ocurrir, antes de que el suceso se desate. Esto se advierte en el inicio de la historia: “todos dormían en la ranchería de lagarto verde. Todos, menos Mile. La niña tenía un extraño presentimiento después del peligroso episodio que había vivido, una semana atrás, cerca del faro” (Leal, 2013, p. 5), en donde descubre que unos hombres a los que ella conoce, del pueblo, están comerciando con armas.
La historia es narrada en tercera persona y focaliza el relato en la niña; a modo de analepsis la historia va contando el devenir de Mile y su familia. Inicia con el suceso del atentado, pero luego se hace una evocación al pasado de la protagonista y se describen sus vivencias en la ranchería, además de sus trayectos desde la casa hasta la escuela. Estos recuentos son importantes porque establecen el escenario en el que Mile se desenvuelve y en el que por accidente se convierte en testigo de los hechos que finalmente detonan su desplazamiento.
Todo sucede porque, un día de regreso a su casa desde la escuela, la niña se extravía. Está tratando de encontrar un refugio dónde pasar la noche, y en ese intento nota que en la orilla del mar hay un grupo de hombres ingresando armas de forma ilegal a la ciudad. Ella se acerca sigilosamente y ve lo que pasa: “¡No podía creerlo! A uno de ellos lo conocía, era Mario, el encargado del faro, y estaba entre los hombres que descargaban las cajas. Y ese otro: no había duda de que era Jorge, el matarife de cabras” (Leal, 2013, p. 50). Antes de ser descubierta, la niña sale huyendo, pero olvida su mochila. Los hombres ven pasos en la arena y encuentran la mochila que ella deja olvidada en las rocas. En las siguientes semanas, los traficantes son arrestados por la policía. La gente del lugar cree que la familia de la niña ha alertado a la policía y esta situación pone en peligro a los Uriana.
Este es el contexto que desencadena el atentado que deja por víctimas unas cabras, entre ellas Kauala. Aquí la referencia a la animalidad se entiende de dos maneras, primero alusiva a la riqueza cultural de la comunidad, y a lo íntimo y poético del universo infantil, pero luego en el contexto del desplazamiento violento sugiere pérdida de identidad, que en términos biopolíticos animaliza los cuerpos indígenas para exotizarlos y dejarlos desprotegidos.
Lo primero que sucede es que a Mile se le prohíbe volver a la escuela, luego la familia decide irse a “una ciudad muy alejada, a dos días de camino” (Leal, 2013, p. 63); el trasteo tiene que ser ágil, por lo que se solo pueden llevar lo indispensable. Mile alcanza a llevarse la piel de Kauala, porque su padre le ha permitido conservarla. Al llegar a la ciudad son mirados como extraños y, según lo que piensa Mile, lo son porque “de cierta manera ellos se parecían a los integrantes de un circo que alguna vez vio en Uribia” (Leal, 2013, p. 65); “ella misma se sentía un poco cabra; una cabra extraviada, metida en otro paisaje, casi siempre empapada por la lluvia” (p. 69).
El contexto de dolor y desarraigo por estar lejos de sus tierras se agudiza en esta historia, porque para las comunidades indígenas, en especial para los wayúu, “una persona es de la tierra, donde están sus muertos” (Leal, 2013, p. 42), es decir, que no hay nada en el territorio nuevo que los haga sentir que pertenecen allí. A esto se suma que, para poder vivir una cotidianidad, deben aprender a hablar el castellano; para Mile esto es particularmente necesario, porque está siendo escolarizada de nuevo, pero tal proceso de adaptación le exige dejar de hablar el wuyuunaiki, que ahora solo habla con su abuela.
Hasta ese momento, la figura de la abuela ha sido muy importante en la vida de Mile, porque es quien le cuenta historias de sus ancestros, quien la mantiene conectada con su identidad indígena. Pero la abuela, una vez llegadas a la ciudad, deja de hablar, hasta el punto de enfermar. La niña escucha decir de los adultos “dejémosla tranquila, tiene el mordisco de la media noche” (Leal, 2013, p. 72). Cuando la niña pregunta –intrigada sobre lo que significa esta enfermedad– le dicen:
Es un nombre especial para la tristeza más honda, la de abandonarlo todo: la tierra, los parientes, los amigos y los muertos. Es como si la medianoche se fuera metiendo y una fuera viendo cómo toda su vida se vuelve oscura. Mile se quedó pensando, eso era también lo que a ella le pasaba; la había alcanzado el mordisco de la oscuridad. (Leal, 2013, p. 72)
Esa tristeza muy profunda es la marca que deja el desplazamiento violento, porque incluso, aunque en esta historia hay una posibilidad de retorno que eventualmente se concreta, nunca el lugar vuelve a ser el mismo. La mamá de Mile canta una canción melancólica que da cuenta de esto; el último estribillo dice: “Estoy lejos del nido, quiero regresar, pero no puedo, tengo rotas las alas” (Leal, 2013, p. 73).
Tres generaciones afectadas por la violencia y el desplazamiento forzado quedan registradas en este libro, símbolos de las consecuencias de una guerra que no parece tener un fin. El mordisco de la medianoche de la abuela alude al pacto de silencio que asumen quienes se ven atrapados en la guerra para sobrevivir, las alas rotas de la canción entonada por la madre reflejan la imposibilidad de un retorno a un hogar primigenio o la nula perspectiva de futuro, y, por último, la figura de Mile, encarnando el rol que involuntariamente asumen los niños en estos sucesos, testigos silenciosos que todo lo ven y todo lo oyen, pero se les pide que guarden silencio y con esto son arrastrados también al mordisco de esa oscuridad, es decir a la negación y ausencia de la palabra.
Conclusiones
La infancia, desde su concepción etimológica, se define por su negación y ausencia, alude a los que no tienen voz, a cuerpos atrapados en una minoría de edad que les niega a los niños el acceso a la razón y, por tanto, les dificulta su posicionamiento como sujetos históricos, sociales y políticos. Desde esta perspectiva, lo infantil es la negación de la alteridad. Sin embargo, en el caso de este artículo, la niña desplazada aparece, según Michel de Certeau, como una alteridad radical (Ortega, 2016). Y, ubicada en ese lugar simbólico de lo otro, se constituye en un soporte de la memoria reciente del país.
Los relatos que hablan de estas historias de infancia evocan una experiencia sensible donde el sujeto niño se legitima como cuerpo fronterizo, y portador de historias. La figura infantil, en cuanto representación, es utilizada con fines estéticos y políticos.
El escritor que la narra establece una posición ética (Bajtín, 1986), tanto con la experiencia sensible de otras personas atravesadas por el fenómeno del desplazamiento, como con su creación literaria.
En términos estéticos y literarios, como se ve en este relato, en las obras que recurren a la representación infantil, la niñez alcanza el lugar de una voz válida, se convierte en un personaje acreditado para decir algo sobre la realidad. En este sentido, literaturizar la infancia implica una apuesta narrativa e investigativa a la que los autores se dedican, con el ánimo de rescatar, conservar y recrear las voces de los niños, ya no con intereses moralizantes, sino con la necesidad de transformar los libros en soportes culturales dedicados a conservar y transportar historias que tienden a invisibilizarse en medio de la guerra.
Los personajes infantiles son la comprobación de que existen cuerpos con historias a la espera de ser contadas, necesitadas de un tejido de palabras que puedan revelar, a través de ficciones, la realidad de los que carecen de voz; en este caso, las infancias vulneradas por la guerra. Particularmente en esta obra, el autor organiza el todo del fenómeno del desplazamiento a través de una niña que relata dos historias: una íntima y personal, construida para ficcionalizar situaciones específicas de lo que significa ser un sujeto desarraigado, y otra colectiva, que recopila, agrupa y da voz a muchas historias de infancias desplazadas en Colombia.
Adicionalmente, en las narrativas del desplazamiento infantil hay algo recurrente: los niños que lo experimentan, aunque puedan estar acompañados por adultos, padecen esta situación como si estuvieran solos; lo que les sucede en el plano íntimo devela cuestionamientos importantes que ningún adulto les puede responder. En sus dudas y relatos hay un quiebre con la representación que el mundo adulto hace de la violencia y el desplazamiento, en la que se tiende a normalizar este tipo de sucesos y a esconderlos tras un velo de silencio, y por eso los autores prefieren narrar a través de voces infantiles.
Así, entre el niño narrado y su trayectoria migrante aparecen simbolismos de ese mundo psíquico tan diferente al de las percepciones adultas, contadas en muchos casos como juegos de desplazamientos cercanas al mundo animal, que evidencian las identidades normalmente diluidas en la masa indiferenciada de las personas que se convierten en desplazadas. En este sentido, los niños que enuncian y denuncian causan un impacto en los lectores, porque recuerdan la fragilidad y vulnerabilidad común a toda la humanidad cuando se trata de un tipo de violencia de la que nadie se puede proteger, y ante la que todos, adultos y niños, estamos expuestos, y en la que los niños están atrapados.
Reconocimientos
Este texto reúne las reflexiones derivadas de dos proyectos de investigación: “Infancias migrantes en la narrativa latinoamericana”, finalizado en 2019 en el marco de formación del Doctorado en Literatura de la Universidad Católica de Chile, y “Discusión biopolítica sobre las nuevas subjetividades en la era de las migraciones”, concluido en 2020 y adscrito a la Universidad Católica Luis Amigó, a la línea de investigación “Sujetos, desarrollo y contextos de exclusión” del grupo de investigación Jurídicas y Sociales.
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