¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?

Autores/as

  • Michéle Petit
  • María Elvira Rodríguez Luna

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Petit, M., y Rodríguez Luna, M. E. (2014). ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?. Enunciación, 19(1), 161–171. https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13

ACM

[1]
Petit, M. y Rodríguez Luna, M.E. 2014. ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?. Enunciación. 19, 1 (ene. 2014), 161–171. DOI:https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13.

ACS

(1)
Petit, M.; Rodríguez Luna, M. E. ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?. Enunciación 2014, 19, 161-171.

ABNT

PETIT, Michéle; RODRÍGUEZ LUNA, María Elvira. ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?. Enunciación, [S. l.], v. 19, n. 1, p. 161–171, 2014. DOI: 10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/7395. Acesso em: 28 mar. 2024.

Chicago

Petit, Michéle, y María Elvira Rodríguez Luna. 2014. «¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?». Enunciación 19 (1):161-71. https://doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13.

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Petit, M. y Rodríguez Luna, M. E. (2014) «¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?», Enunciación, 19(1), pp. 161–171. doi: 10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13.

IEEE

[1]
M. Petit y M. E. Rodríguez Luna, «¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?», Enunciación, vol. 19, n.º 1, pp. 161–171, ene. 2014.

MLA

Petit, Michéle, y María Elvira Rodríguez Luna. «¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?». Enunciación, vol. 19, n.º 1, enero de 2014, pp. 161-7, doi:10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13.

Turabian

Petit, Michéle, y María Elvira Rodríguez Luna. «¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?». Enunciación 19, no. 1 (enero 1, 2014): 161–171. Accedido marzo 28, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/7395.

Vancouver

1.
Petit M, Rodríguez Luna ME. ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?. Enunciación [Internet]. 1 de enero de 2014 [citado 28 de marzo de 2024];19(1):161-7. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/7395

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DOI: http://dx.doi.org/10.14483/udistrital.jour.enunc.2014.1.a13

¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?*

Michéle Petit1

Cómo citar este artículo: Petit, M. ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura? Enunciación, 19(1), 161-171.


* Versión al español de María Elvira Rodríguez Luna. Grupo de Investigación Lenguaje, Cultura e Identidad. Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

1 Antropóloga del Laboratorio dinámicas sociales y recomposición de espacios LADYSS del CNRS y de la Universidad Paris I. Es autora de Elogio de la lectura. La construcción de sí y colaboró en De la Biblioteca al derecho de ciudad y Lectores en los campos. En español son ampliamente conocidas sus obras Nuevos acercamientos de los jóvenes a la lectura; Por los derechos culturales de las poblaciones marginadas; Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, entre otras.


Durante los últimos 30 años, los resultados escolares han estado en el corazón de la mayoría de interrogantes sobre la lectura de obras literarias durante la adolescencia. A lo largo de este tiempo nos hemos preguntado si este tipo de lectura ha contribuido al éxito de los estudiantes de clases sociales elevadas; si propicia mejores actuaciones en la adquisición de la lengua o introduce ciertos aprendizajes y algunas competencias específicas. También se ha introducido el debate sobre los eventuales beneficios socializantes, derivados en particular de la posibilidad de compartir un patrimonio común. Deslindándose de estos enfoques, otros reivindican simplemente “el placer de leer”.

 La escucha de jóvenes provenientes de distintos medios sociales, el análisis de recuerdos de lectura de transcritos por escritores y de experiencias desarrolladas por sicoanalistas o por directores de libros, especialmente en contextos marcados por la violencia, sugieren que allí no puede estar lo esencial. En esta edad, y en estos tiempos de crisis de reconocimiento, lo esencial sería la elaboración del sentido, la posibilidad de construir otro espacio, otro tiempo, otro lenguaje, para, de este modo, dejar a los adolescentes cierto margen de maniobra que les permita simbolizar una verdad interior, secreta, que les dé la opción de darle forma a su experiencia y descubrirse y, algunas veces, poder reparar alguna cosa rota en su interior al relacionar la lectura con su propia historia o con la de otros (Petit, 2002). Todas estas cosas pueden brindarles placer, pero también se sitúan más allá de él.

¿Crisis de adolescencia o de civilización?

Entonces ¿qué es la adolescencia?2 Son los años cuando el cuerpo está convulsionado, cuando estamos plenos de emociones, de deseos y de impulsos nuevos que no se pueden contener. Son los años en los que se tiene temor de uno mismo, de las pulsiones sexuales o de muerte que nos animan; años en los cuales se tiene miedo del miedo que se inspira en los adultos, a los que con frecuencia se manda al diablo porque uno se siente radicalmente incomprendido, pese a tener la necesidad de que estén allí, bien presentes. Son los años en los cuales se clama por estar solo en el mundo para probar todo eso —porque incluso cuando se vive en grupo, la soledad del adolescente puede ser dudosa y la mayoría de ellos se sienten limitados traducción Control Interno al tener que usar su máscara para que no adivinen ninguna falla o alguna debilidad—.

La adolescencia es también aquel tiempo en el cual se tiene la impresión de que el mundo está completamente lleno, de que todos los puestos estarán ocupados por toda la eternidad —más aún en nuestra época cuando encontrar un lugar en el mercado de trabajo es tan problemático—; es el tiempo en el cual se piensa que nunca se logrará sacar del camino a todas esas gentes que pululan en el horizonte y que no tienen la menor intención de dejarse desplazar.

Se trata pues de un mundo interior extraño e inquietante y un mundo exterior que con frecuencia se percibe como hostil y excluyente. Son tiempos de gran incomodidad, de extraordinaria actividad y también de gran exaltación, puesto que comprende una época en la cual el radicalismo de las pulsiones se remarca en los ideales; son tiempos donde no se sabe bien cómo definirse y a la vez en los que se duda de las definiciones, por lo cual sería necesario encontrar las palabras y las imágenes para reconocer aquello en lo que uno está embarcado; palabras que muestren que la única opción allí es poner a prueba las angustias, los afectos ampliamente compartidos aunque estos se declinen de forma muy variable dependiendo de si se ha nacido mujer o varón, rico o pobre, en cierto lugar del mundo o en tal otro. Pero, ciertamente, no existen los adolescentes sino los chicos y las chicas y sus cuerpos sexuados de forma diferente como atributos con los cuales se les asocia y que no comprometen un futuro igual. Unos y otros, según su situación familiar y social y el lugar donde viven, se encuentran además dotados de recursos materiales y culturales muy variables y están desigualmente expuestos a mayores riesgos quienes se ubican al inicio del presente siglo.

Efectivamente el adolescente de hoy se desenvuelve en el contexto de una crisis de civilización. Hasta época reciente la identidad de cada uno derivaba, en gran medida, de su línea familiar y de su pertenencia social, religiosa o cultural; se franqueaban ciertos rituales de paso y se reproducía de manera aproximada la vida de los padres. La celeridad de la época contemporánea ha hecho cambiar o desaparecer todos los marcos de referencia en los cuales se desarrollaba la vida. Las estructuras familiares han sido transformadas. Muchas personas han sido desvinculadas de su cultura de origen sin haber tenido la oportunidad de adquirir otra cultura. Por consiguiente, en estos tiempos del fin de las ideologías, al menos en Occidente, el sentido ya no se deduce de un sistema general totalizante que daría razón de ser de nuestra presencia en la tierra.

Por consiguiente, cada uno debe construir el sentido de su existencia, su identidad, su estatus, particularmente en la adolescencia, cuya aparición, o por lo menos su extensión a la mayor parte de la sociedad, es muy reciente. No olvidemos que existen sociedades sin adolescencia y categorías sociales sin adolescencia y que el acceso a la enseñanza secundaria está en el origen de la adolescencia y de su extensión en el tiempo.

Hoy, cada uno y cada una experimenta la búsqueda de sentido, de encuentros, de valores y de límites, allí donde los límites simbólicos fallan, con todos los problemas que esto implica y en muchos países se preocupan por el incremento de conductas de riesgo (Breton, 2000). Cada vez más los adolescentes presentan comportamientos destructivos y peligrosos tanto para ellos mismos como para quienes los rodean, dando la impresión de que se entregan a actos de pulsión irreprimibles. En Francia también se ha observado durante estos últimos años la emergencia de nuevas formas de violencia, con frecuencia colectivas, que tienen su anclaje en una fuerte territorialidad, caracterizadas por una misoginia y un racismo crecientes. Un mínimo número de profesionales, poco dados a escandalizarse fácilmente, lo hacen frente al grado de violencia sexual que marca las formas de hablar de muchos adolescentes, lo cual poco contribuye a aminorar un contexto en el cual los medios conectados con la industria del lujo, la pornografía y el sadomasoquismo constituyen una fuerte tendencia.

Estas son algunas de las razones por las cuales vale la pena interrogarse sobre el papel que puede jugar la lectura, y en particular la lectura de obras literarias, en la transformación de las pulsiones destructivas y en la construcción de una identidad singular, mediante la apertura a nuevos círculos de pertenencia distintos a los definidos por el parentesco, la etnia, la religión o el entorno local. No se trata de que la literatura pueda liberar al mundo de sus desórdenes o de sus violencias o baste para la instauración de una personalidad democrática o respetuosa de los otros —no somos tan ingenuos—. Sin embargo ¿algunas veces puede la literatura contribuir a que los adolescentes se orienten más hacia el pensamiento y menos hacia los actos de violencia? (Petit, 2000). En tanto que los adolescentes puedan recuperar estos sentidos mediante sus búsquedas, resulta mucho más imperioso para ellos que para los adultos.

Superación del caos

Yo debía enseñarles historia, lectura, escritura y aritmética. Tenía que civilizarlos, hacerlos aceptables a los ojos de América. Era un placer amargo y cruel. Ellos no aprendían nada. Pero un día, aprovechando cierta calma en sus ataques de odio, les hablé de los indios de América. Les conté cómo esos hombres a quienes el país les pertenecía se habían convertido en refugiados dentro de su propio territorio del cual habían sido despojados. Encontré un libro de poemas de indios que hablaba de las tierras que ellos amaban, de los animales con los que vivían, de su fuerza y de su amor, de su odio y de su fiereza. Y también hablaba de su libertad.
Los chicos reaccionaron. Algo se había encendido en ellos. Los indios debían representar para América lo mismo que ellos sentían por su país de origen. Entonces todos nos convertimos en indios. Quitamos los muebles del salón de clase, instalamos tipis y pintamos un río en el suelo, construimos canoas y animales al tamaño natural en papel maché […]. Poco a poco los chicos comenzaron a despojarse de sus caparazones. (Rothenberg, 1979, p.15)

No fue un profesor que enseñara en un barrio particularmente sensible quien escribió estas líneas sino una jovencita, Mira Rothenberg, quien en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial tuvo que darle clase a 32 jóvenes adolescentes judíos, entre los once y los trece años, a quienes sus padres abandonaron durante la guerra para darles la oportunidad de sobrevivir. Fueron transferidos a América después de haber sido acogidos durante algún tiempo por campesinos o religiosos. Ellos fueron desollados en vida, no confiaban en nadie. Pero como puede verse, incluso a los más golpeados, algunas veces un poema o una metáfora poética puede ofrecerles un eco de su propia situación, bajo una forma transpuesta; un eco de lo que ocurre en las regiones de su propio yo interior y que no puede decirse. Y esto puede abrir un espacio que evite volverse loco al suscitar un poco de movimiento síquico, como ocurrió al permitirles hablar en la situación creada de lo que les ocurrió a los indios y enseñarles a hacer orfebrería, leer otros poemas y que ellos mismos los escribieran, como también comparar los mitos indígenas con los de sus países de origen.

Cincuenta años después de Mira Rothenberg, una joven colombiana llamada Beatriz Helena Robledo también les lee historias a los adolescentes un poco mayores que los antes mencionados. Tales adolescentes, implicados en el conflicto armado interno que azota a su país, han visto morir a personas muy cercanas o han tenido que matar a sus enemigos algunas veces en combate y otras en el cuerpo a cuerpo. A algunos luego los pusieron presos o los grupos armados los abandonaron por estar enfermos.

Nosotros contábamos mitos y leyendas frente a un mapa de Colombia donde estaban situados los diferentes grupos indígenas que pueblan nuestro país. Jamás habíamos imaginado que un mapa pudiera significar tanto… El hecho de que el mapa estuviera allí presente, visible, mientras que ellos escuchaban los cuentos y las leyendas les permitió elaborar sus propias historias y al mismo tiempo reconocer su propia geografía. A medida que leíamos y señalábamos el lugar de origen del mito o de la leyenda, ellos recordaban lugares, ríos y pueblos por los que habían pasado.
Por arte de magia, como por un ‘abracadabra’, al hablar de ‘La llorona’, ‘La Madre Monte’ o el ‘Mohán’, la palabra de estos jóvenes reprimida durante tantos años por la guerra y reemplazada por el ruido sordo de los fusiles, comenzaba a brotar y ellos seguían con atención los relatos. (Robledo, 2002)

Beatriz Helena Robledo comenta:

Una biblioteca, o una colección de libros juegan un rol esencial en el seno de una población marginada… Aquello va más allá del aporte de información o del soporte de una educación formal. Para los ciudadanos que viven en condiciones normales de desarrollo un libro puede ser una puerta más que se les abre; para quienes han sido despojados de sus derechos fundamentales o han vivido bajo condiciones de vida inhumanas, un libro puede ser la única puerta que les permita franquear la entrada y saltar al otro lado en esas circunstancias. (2002, s.p.)

El saltar al otro lado: inmediatamente nos lleva a pensar en Kafka, para quien “escribir es saltar fuera del alcance de los asesinos”. Uno de los adolescentes presentes, Julio, de quien jamás se había escuchado la voz y quien además saltará sobre sus pies después de haber escuchado una leyenda (y se notará en este caso que su cuerpo es literalmente tocado por la lectura), puso su dedo en el mapa sobre la región que había recorrido y habló como si no lo hubiera hecho durante largos años.

A propósito del rol que puede jugar la literatura para los adolescentes, Leslie Kaplan, quien también ha evocado el “salto” como acto del pensamiento, insistió sobre esta ruptura instituida por la ficción que permite salir de la repetición y pasar a otra instancia.

Salir del cara a cara con lo demasiado real es algo que todo el mundo ha tenido la necesidad de hacer, pero tal vez los adolescentes lo necesitan mucho más que cualquiera. Los adolescentes no se formulan preguntas específicas sino que se interrogan, como todos los hacemos, sobre sí mismos, sobre los otros, sobre el mundo, sobre la identidad, la identidad sexual, el deseo y la ausencia de deseo, el aburrimiento, el odio y lo que hay que hacer con él, sobre los límites y la muerte. Pero aquello que sin duda es específico es su urgencia y su impaciencia frente a tales preguntas. […]. De allí el rol fundamental de la ficción para los adolescentes en tanto dicha ficción les permite poner una distancia frente al mundo. (Liberación, 2001)

De forma más amplia, la sublimación, que se pone de relieve en la lectura, es la otra fuente que les permite desnudarse, descubrirse e introducir el juego. Es aquello que se dice en muchas novelas o cuentos, donde con frecuencia desde las primeras páginas el héroe es transportado mediante un soplo, un vuelo, un viaje iniciático a otro mundo, invitando al lector a seguirlo.

"Un mundo, más lejano, donde yo podría vivir"

De hecho cuando se escucha a los adolescentes, como también a hombres y mujeres que evocan sus recuerdos de lectura en esta edad, se comprende que un libro o una biblioteca permiten ante todo la creación de un espacio situado más allá de cualquier margen de maniobra, o de lo que cualquier territorio personal parece permitirlo. Si los productores de medios supieran obrar para que los libros causaran menos miedo y se dedicaran a crear los puentes entre lectores y libros, con seguridad los adolescentes se apropiarán de fragmentos del saber o de una historia que se les lea o que ellos descubrirán por sí mismos, siempre y cuando no les resulte tan difícil descifrarla. De inmediato esto abrirá un espacio donde las relaciones serán menos “carnívoras”3 y estarán apaciguadas y mediatizadas por la presencia de estos objetos culturales.

En contextos de violencia, buen número de adolescentes no permanecerán como rehenes sino que escaparán a las leyes del lugar o a los conflictos cotidianos, tal como ocurrió con Rosalía:

La biblioteca, los libros eran la felicidad, el descubrimiento de que existía un más allá, un mundo más lejano donde yo podría vivir. Algunas veces había dinero en nuestra casa pero el mundo no existía. Lo más lejos a donde íbamos era a la casa de mi abuela, en las vacaciones, en el extremo del departamento. Sin la biblioteca me habría vuelto loca con mi padre que gritaba todo el tiempo. La biblioteca me permitió respirar y me ha salvado la vida.

También para Alicia que se elevaba leyendo historias de aviadores:

Nadie me contaba historias. A cambio de historias lo que yo escuchaba era las peleas cotidianas entre mis padres. La escuela y los libros eran la calma, la serenidad, el orden que me separaba de lo que pasaba en la casa. Un refugio de paz donde yo existía. Leí todo lo de Saint-Exupery como la biografía de Mermoz. Cuando me encontraba con un héroe ya no podía escaparme, él entraba en mi mundo y yo entraba también en el suyo.

Se trata de un lugar, de un tiempo en el que se toma un respiro para recuperarse y esculpir una nueva representación de sí. Pero no se trata solamente de una huida o de un premio de consolación para aquellos o aquellas que se sienten encerrados. Para cualquiera, el espacio creado por la lectura es cercano a lo que llama Winnicott (1975) la zona transicional, ese espacio de calma, sin conflictos, donde el niño se apropia de todo aquello que la madre le ofrece para auspiciar su emancipación y su construcción como sujeto; donde él comienza a percibirse como autónomo, diferenciado de sus pares, capaz de un pensamiento independiente. Además, la superación de una crisis supone de una u otra forma la recuperación de este espacio. Como lo escribió Didier Anzieu,

la re-creación de una zona transicional es una condición necesaria (mas no suficiente) para permitirle a un individuo o a un grupo que recupere la confianza en su propia continuidad, en su capacidad para establecer vínculos entre él, el mundo y los otros, mediante su facultad de jugar, de simbolizar, de pensar y de crear. (Anzieu, 1981, p.22)

Componer su historia

De este modo, la lectura se inscribe en la prolongación de los momentos de intersubjetividad mediante los cuales se constituyen los humanos desde sus primeros años de vida. Así por ejemplo, en esos instantes cuando la madre —o la persona que la representa— le dice al niño que acaba de pintar con su dedo un pájaro: “Sí, has visto un hermoso pájaro que acaba de volar en el cielo”, va construyendo un pequeño relato. Hoy en día se sabe que tales fantasías o historias que la madre le cuenta en una lengua que difiere de la designación inmediata de las cosas es propicia para el desarrollo síquico de los jóvenes (Bonnafé, 2001; Diatki- ne, 2001; Homenaje a René Diatkine, 1999). Y es un hecho de común observación que estas narraciones tienen un efecto de apaciguamiento al producir un suspenso muy particular que el niño (y el niño que continua viviendo en el adolescente y en el adulto) reencontrará al escuchar una historia.

Pero, en sentido más amplio, la necesidad del relato constituye tal vez nuestra especificidad humana. En palabras de Pascal Quignard,

Somos una especie subyugada por el relato […] Nuestra especie parece estar escrupulosamente sujetada a la necesidad de una regurgitación lingüística de su experiencia. […] Esta necesidad del relato es particularmente intensa en ciertos momentos de la existencia individual o colectiva, cuando existen depresión o crisis, por ejemplo. El relato constituye entonces un recurso prácticamente único. (La des- programación de la literatura, 1989)

Particularmente en la narración literaria los eventos contingentes toman sentido bajo la modalidad de una historia puesta en escena, en perspectiva, de forma estética. Y debido al orden secreto que de ella emana pareciera que el caos del mundo interior se organizara. El “salto” de la lectura, también permite pasar a otra realidad articulada y ordenada en tanto que la obra leída envía algunas veces un eco de aquello que era indecible, aclarando una parte de sí oscura hasta ese momento, a la manera de la “intuición” sicoanalítica —de esa súbita toma de conciencia que se acompaña con una sensación de placer y de energía recuperada—. De otra parte, mediante el trabajo de la escritura, el autor transforma en acción una situación experimentada con frecuencia en la pasividad y la impotencia. A su vez, el lector reencuentra muchas veces su movimiento: afina el olfato y se dedica a componer frases inéditas entre las líneas leídas para representar su vida mediante el relato. Y, poco a poco, se apropia de la lengua encontrando sus propias palabras, su propia forma de decir.

Como lo dice Pierre Bergounioux (2002):

Los buenos libros nombran pura y simplemente las cosas que llegan y nos afectan aunque no las comprendamos plenamente. Al lado de la esfera del sentido común, del comentario prematuro, aproximado, cuyo lugar incierto guía nuestros pasos en el camino de cada día, existen versiones aproximadas, amplias, desconocidas, centelleantes de nuestra experiencia, aquellas que la literatura, y solamente ella, puede proporcionarnos. Y es allí y en ninguna otra parte donde podemos descubrir el sentido de la tarea en la que nos encontramos comprometidos y que tiende a escapársenos porque no tenemos la fuerza o simplemente no disponemos del tiempo. (p.49)

Actualmente muchas emisiones radiales o de televisión realista, de ficciones televisivas o de libros producidos de manera semejante, les proponen a los adolescentes que hagan “comentarios precoces” de sus experiencias. Y es tal la sed de palabras de los humanos, y mucho más a esta edad, que los adolescentes intentan acomodarse a ese material mediocre para formular sus deseos, sus fantasmas o sus penas. Pero “lo confesional” de Loft nunca logra el mismo eco que una obra producto del trabajo pausado y concentrado de un escritor o de un artista. En el primer caso estamos más ante un caso de formateo de la experiencia que ante el desarrollo de una verdad singular (Daney, 1992). Pero, aunque no lo parezca, decir o transmitir aquello que uno ha experimentado es una tarea compleja. O si no, pensemos hasta qué punto con frecuencia nos vemos petrificados después de haber experimentado ciertas cosas que nos han afectado y nos sentimos incapaces de comunicarlas. Por ello, todas las sociedades han recurrido a mediadores, “traductores”, profesionales, cuenteros, poetas, dramaturgos, artistas, como también aunque de forma distinta, a los sicoanalistas.

Los escritores son creadores de sentido y se toman el tiempo necesario para darle significación a una experiencia de orden individual o colectivo. Los profesionales de la observación de sí mismos y del mundo, en los límites del pensamiento soñador muy próximo del inconsciente, trabajan la lengua, la despojan de estereotipos (por lo menos lo hacen así los buenos escritores) y dicho trabajo sí- quico y literario tendrá resonancias en los lectores, mucho más cuando se les propone una transposición y no un decálogo de su propia historia. Por lo tanto podemos señalar que los textos que con frecuencia trabajan la mayor parte de los lectores son aquellos que les aportan una metáfora. Mira Rothenberg no habría logrado los mismos efectos si hubiera leído, a los adolescentes de los que se ocupaba, testimonios escalofriantes sobre los campos de concentración por los cuales algunos de ellos habían pasado. A su vez, si Beatriz Helena Robledo menciona los raptos, no son aquellos con los que opera la guerrilla sino los del Mohán, seductor mítico que se robaba a las niñas y jóvenes lavanderas. Aunque no se encuentran desprovistos de violencia, los poemas o las leyendas que ellas les leen les ofrecen una puesta en escena compleja, alejada de sus propios sufrimientos tanto en tiempo como en espacio. Tales obras pueden ayudar a “moderar” esos sufrimientos en tanto que como ocurrió en los dos casos mencionados el adulto que dirige la actividad con los textos esté presente para asumir, en cierto modo, la función de moderador (Guérin, 1996 y Boimare, 1999).

La presentación de un hecho real sin elaborarlo, máxime cuando es escalofriante u obsceno, reduplica el traumatismo y la angustia, en lugar de ayudar a tamizarlas. Por el contrario, un verdadero trabajo de escritura, sin tratar de edulcorar la realidad y sin suprimirle la violencia, la va a restituirla de una forma transpuesta que permitirá a los lectores tomar distancia, construir otro punto de vista y darle forma estética y compartida a aquello que los obsesionaba.

En estos tiempos de desarrollo cuando nos interrogamos sobre la “resiliencia” y sobre los elementos que favorecen esta reconstrucción de sí, insistiendo precisamente sobre la necesidad de volverlos relato (Boris Cyrulnik), la importancia irremplazable de la literatura y del arte para el pensamiento, la actividad síquica y la vida, permanece con frecuencia subestimada. La literatura, bajo todas sus formas (poesías, cuentos, novelas, teatro, comics, diarios íntimos, ensayos, entre otros, desde que sean escritos), provee un soporte muy potente para promover una actividad de simbolización, de construcción de sentido y de auto-reparación.

Leer es ligar

Incluso cuando la literatura no ponga en juego las pasiones es en parte producto de una transformación (más o menos terminada) y de una elaboración (más o menos exitosa) de pulsiones violentas. Crear, escribe Dididier Anzieu, “consiste siempre en matar, imaginaria o simbólicamente a alguien” (p.31). Además, la violencia y la transgresión a la obra en el proceso de creación literaria, jamás dejan indemnes ni a los escritores ni a las personas más próximas a ellos. Por el contrario, frente a estos peligros, los lectores parecen estar más protegidos —aunque en muchas épocas se haya proclamado el supuesto poder maléfico de los libros y en particular de las novelas, especialmente cuando cierto contenido muy próximo al mundo interior del lector se confirma como traumatizan- te—. La mayor parte del tiempo, esto puede fluir impunemente como producto de transgresiones que han cumplido los escritores y beneficiar el trabajo de transformación que ellos han realizado, puesto que ellos tienen siempre el recurso de cambiarlo todo mediante un simple gesto, allí donde resulta tan difícil defenderse del poder de lo visual.

Los lectores no son páginas en blanco sobre las cuales se imprimen los textos, puesto que son activos. A tal punto que existe cierta violencia que obra en la lectura, así está sea aparentemente tranquila: cuando uno ha aprendido a refrenar las pasiones de cortar o de arrancar las páginas, leer implica una dimensión de apropiación salvaje, de vuelo, de armar piezas: los lectores atacan la integridad del texto, “saltarse” tal pasaje, volver a determinado fragmento, llevarlo hasta sus pensamientos para librarlo a exégesis insólitas. Pero la mayoría de las veces los lectores asumen la tarea de recomponer algo y salvan los fragmentos a los que se ha reducido el libro amado en un esfuerzo por articularlos de otro modo, de acercarlos a otros materiales, recuerdos o pensamientos. Después de haber “cortado”, los lectores “pegan”. Después de la destrucción viene la reparación.

En sentido más amplio, leer significa liar, ligar: esta actividad va en el mismo sentido de ciertos “procesos de relación” a los cuales los sicoana- listas contemporáneos han otorgado una creciente importancia al ver en la aptitud de establecer relaciones o vínculos, especialmente durante la adolescencia, una prueba de desarrollo armónico y en la “desvinculación” del origen de las más graves patologías. La lectura favorece el establecimiento de relaciones entre inconsciente y consciente, entre pasado y presente, entre cuerpo y siquismo, entre razón y emoción, entre el yo y el otro o entre culturas que se encuentran en guerra, etcétera.4 Además, la “recreación del lazo social” del que tanto se ha hablado no pasa únicamente a través de las sociabilidades organizadas sino también por esta elaboración o esta restauración de la capacidad de establecer vínculos con su propia historia, con su mundo interior, con el otro en su yo y con el mismo movimiento de su mundo exterior.

Por consiguiente, los procesos que se ponen en marcha mediante la lectura y particularmente de obras literarias, son complejos y ponen de relieve sobre todo la simbolización, más allá de “la identificación” a la que se les reduce con frecuencia. Al escuchar a los lectores se puede constatar en qué medida el lenguaje no es reductible a un código o a un simple vehículo de informaciones y hasta qué punto el lenguaje nos constituye y nos permite integrar, bien o mal, la ausencia, la falta, la pérdida. También se comprende que la cultura, en el sentido más amplio, permite una toma de distancia frente al sufrimiento síquico y protege de la angustia que provocan la muerte y la separación. La cultura hace el mundo más habitable.

Durante la adolescencia los libros, esos compañeros que jamás nos abandonan, pueden recuperar la vida protegiéndonos un poco de dar un paso hacia los actos mortales, hacia las adicciones a las drogas o hacia la saturación ególatra. Esto no es mecánico o mágico y no siempre “funciona”. En las páginas de sucesos diversos se encuentran con frecuencia retratos de jóvenes criminales que son grandes lectores y, a la inversa, conocemos a jóvenes no lectores que encuentran en la disposición armónica de las plantas de su jardín una gran simbolización, mucho más tranquilizadora que los grandes textos poéticos.

Por consiguiente es necesario repetir que no se trata de salir en cruzada para difundir la lectura, lo que tiene casi siempre un resultado inverso al esperado. Ya conocemos los resultados perversos en los adolescentes de los discursos alarmistas sobre la glorificación de la lectura o de la literatura. Como muestra de cierta impaciencia o del deseo de controlarlos, los adolescentes los toman como formas de presión o de intrusión: “Debes amar la lectura, debes tener el placer de leer” o dicho de otro modo, “debes desear aquello que es obligatorio”.

Pienso en Emilia contando que “tenemos como deportes obligatorios la gimnasia, la piscina y la biblioteca”; pienso también en algunos adolescentes en un aeropuerto contando el número total de las páginas del libro que habían tenido que leer “por completo” durante sus vacaciones. Cuando la lectura se percibe como un trabajo obligatorio o como un gesto de conformismo o de sumisión sobre el cual es necesario rendir cuentas, el hecho de no abrir el libro o de no hacer las lecturas prescritas por la familia o por la escuela aparece como una toma de autonomía: si muchos de los jóvenes se resisten a los libros es tal vez porque se les quiere forzar a leerlos.

El papel sutil y esencial del orientador

Tan solo una parte de los adolescentes se acerca de manera “espontánea” a estos bienes culturales que deberían estar allí, a su disposición, para acompañarlos durante toda su vida si así lo desean. En nuestra sociedad la lectura de textos literarios se ha convertido en cosa de chicas o de muchachos que se marginan de las formas de vida gregaria de sus pares mediante la lectura y escondiéndose para no sufrir represalias porque “el bufón que toma la delantera con sus libros” siempre resulta sospechoso de ser un traidor a su sexo, a su clase, a su origen y es estigmatizado, especialmente en los sectores populares. Pero los conflictos socioculturales pueden encubrir temores mucho más inconscientes: la lectura inquieta como si ella expusiera a un riesgo de castración, aunque parece que requiere pasividad e inmovilidad en cuanto despierta una interioridad que puede percibirse como femenina. Cuando uno quiere revestirse de una armadura recubriendo sus músculos y toda su superficie para construirse una identidad de hormigón armado o se huye de la lectura, y mucho más de la literatura, o intenta dominarla. En este momento, cuando el gregarismo viril de las ciudades hace carrera, más allá de los medios populares, no debería sorprendernos la alta proporción de muchachos que rechazan los libros como si los arrancaran de las faldas de sus madres. Gran cantidad de factores entre los cuales, en primer lugar de importancia, se sitúan la omnipotencia de lo audiovisual en nuestras sociedades, la violencia cruda que destilan los medios, el ascenso de una conquista obsesiva de la visibilidad, que van en la misma dirección de reforzar cierto funcionamiento síquico y social caracterizado por la voluntad de poderío, del tiempo instantáneo, inmediato, de la exhibición narcisista del look tribal y de la exacerbación de “las pequeñas diferencias”. En tal contexto, proponer libros a los adolescentes, de sexo femenino y masculino, se presenta ya no como algo en exceso pasado de moda, sino como un gesto de resistencia.

Los bibliotecarios bien saben que esto supone un acompañamiento sutil y discreto ya que en esta edad se es muy susceptible a la intromisión. Pero este acompañamiento es esencial para deconstruir temores y prohibiciones y ayudar al difícil paso de una sección a otra de la biblioteca, al pasaje del mundo de los libros de la infancia al universo ampliado y no solamente referido a las colecciones concebidas a la medida de los adolescentes, así sean de buena calidad.

Muchos adolescentes releen incansablemente a Harry Potter o a Betty Mahmoody y su recorrido se vuelve circular hasta cuando dejan de leer. O también ocurre que una vez han alcanzado una experiencia esplendorosa, luego no encuentran aparentemente nada más sobre lo cual se les pueda hablar. Otros, por el contrario, dan un salto como en el caso de Daoud que de lector de Stephen King pasó a ser un apasionado de… Faulkner, Kafka o Joyce: “Yo sufrí los terrores de Stephen King, pero abandoné sus obras después porque las encontraba muy débiles”. Cuando un adolescente que proviene de un medio donde la lectura no es común da tal salto casi siempre es porque los mediadores le han puesto el pie en el estribo: los profesores y los bibliotecarios efectivamente ayudaron mucho a este joven. El eclecticismo que caracteriza a los adolescentes representa una oportunidad que da a los profesionales un margen de libertad, de inventiva, que también puede desplegarse para crear pasarelas entre lo escrito y lo audiovisual tan presente en nuestras vidas.

En general no resulta exagerado insistir sobre la importancia de estos nexos de los adolescentes con un bibliotecario, sobre el impacto de estos tiempos de encuentros y de esta posibilidad de ser comprendidos algunas veces con medias palabras. Al igual que los profesores, los bibliotecarios subestiman el hecho de que ellos contribuyen, a veces de manera decisiva, a cambiar el destino de aquellos o aquellas a quienes acogen, particularmente por los intercambios personalizados. Sin embargo, gran número de ellos pueden estar seguros de que una decena de años más tarde muchos hombres y mujeres los recordarán, del mismo modo que Ca- mus toda su vida recordó al Señor Germain.

Desafortunadamente muchos factores restringen actualmente estos momentos de intercambios, estos encuentros individualizados, donde el rol con los adolescentes es esencial, máxime cuando provienen de medios sociales poco familiarizados con los libros: la obsesión por la evaluación basada solamente en elementos cuantificables, visibles y controlables y esa admiración casi exclusiva hacia las nuevas tecnologías y, paradójicamente, la insistencia sobre el rol social de las bibliotecas asimilándolas exclusivamente a actividades colectivas, han reforzado una representación de la biblioteca como banco de información y de los bibliotecarios como técnicos. Dentro y fuera de los muros de las bibliotecas existe una gran urgencia de multiplicar las oportunidades de mediación y de rehabilitar la función del consejero, a fin de que los profesionales (y los voluntarios formados cuando el servicio público se apoya en ellos) puedan ayudar a los adolescentes (y a otros públicos) a franquear la puerta de entrada, a hacer trabajos imprevistos, a apropiarse de las metáforas para construir el sentido y poder darle forma a un mundo interior caótico, haciéndolo mucho más tolerable.

Un camino privilegiado para descubrir y construirse

Frente a la pérdida de los puntos de referencia tradicionales, la crisis de sentido y los problemas que ellos engendran, nuestras sociedades responden con frecuencia con una sicologización exagerada, señalando que adviene un drama, una catástrofe, un desorden y los sicólogos acuden para hacer hablar a aquellos que los han derrotado pero ellos parten cierto tiempo después dejando a cada uno con su porción de angustias. Pero por supuesto que los si- cólogos no pueden repararlo todo, como tampoco los profesores y los bibliotecarios. Sin embargo facilitar el acceso a las obras literarias, y en sentido más amplio a los objetos culturales, puede contribuir de una u otra forma no solamente a una construcción del sentido sino especialmente a acceder a formas de auto-reparación y de auto-gestión, que sin duda tienen la ventaja de proporcionarles placer bajo ciertas condiciones.

La lectura no puede sanar al mundo de sus violencias pero puede ser un camino privilegiado5 para descubrirse, para construirse, para reconstruir una representación de sí muchas veces muerta en lo más profundo de sí mismo. Por lo tanto, puede contribuir tal vez a limitar esos fenómenos de repetición o de identificación con el agresor, donde uno infringe al otro lo mismo que le han hecho a uno, reproduciendo con mucha frecuencia las mismas tragedias de una generación a otra.

Y sin ser sicoanalista, todo mediador cultural puede proponer a los adolescentes ciertas metáforas provenientes del campo literario, artístico o científico según la proximidad con sus intereses, como lo hizo Mira Rothenberg con los poemas indios o Beatriz Helena Roldán con el Mohán o La Llorona. De esta forma los adolescentes accederán a otras figuras identificatorias diferentes a ciertas estrellas de hard o tal rapero violento para los chicos, o a tal víctima de violación o rapto para las chicas, mediante el acceso a bienes culturales distintos a las imágenes saturadas de violencia y poderío a las cuales los remiten gran número de medios o de juegos electrónicos. De esta forma los adolescentes conocerán que otros también han experimentado los mismos temores y han sabido transformarlos en obras de arte o en obras científicas, todo lo cual expresa también una forma de tomar un lugar en la sucesión de las generaciones humanas.

París, febrero de 2003.

Notas a pie de página

2 Aquí se retoman algunos apartes de la exposición realizada por la autora en el Coloquio Los adolescentes y la literatura, organizado por el Centro de Promoción del Libro para la Juventud (CPLJ) con ocasión del Salón del Libro de Montreuil, entre el 23 y 24 de noviembre de 1998.

3 Para decirlo en términos de Evelio Cabrejo-Parra.

4 Para los jóvenes provenientes de la inmigración, la lectura juega un papel destacado en la elaboración de una identidad plural (Petit, et. al., 1997).

5 Un camino que desde luego no excluye otros.


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