Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?

Inclusive Language and Academic Lexicography: Who Wants to Be a Bachillera?

Autores/as

Palabras clave:

lexicography, inclusive language, bachillera (en).

Palabras clave:

Lexicografía, lenguaje inclusivo, bachillera (es).

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Barrera Linares, L. (2021). Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?. Enunciación, 26(2), 255–268. https://doi.org/10.14483/22486798.18015

ACM

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Barrera Linares, L. 2021. Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?. Enunciación. 26, 2 (dic. 2021), 255–268. DOI:https://doi.org/10.14483/22486798.18015.

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Barrera Linares, L. Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?. Enunciación 2021, 26, 255-268.

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BARRERA LINARES, Luis. Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?. Enunciación, [S. l.], v. 26, n. 2, p. 255–268, 2021. DOI: 10.14483/22486798.18015. Disponível em: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/18015. Acesso em: 23 abr. 2024.

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Barrera Linares, Luis. 2021. «Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?». Enunciación 26 (2):255-68. https://doi.org/10.14483/22486798.18015.

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Barrera Linares, L. (2021) «Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?», Enunciación, 26(2), pp. 255–268. doi: 10.14483/22486798.18015.

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L. Barrera Linares, «Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?», Enunciación, vol. 26, n.º 2, pp. 255–268, dic. 2021.

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Barrera Linares, Luis. «Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?». Enunciación, vol. 26, n.º 2, diciembre de 2021, pp. 255-68, doi:10.14483/22486798.18015.

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Barrera Linares, Luis. «Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?». Enunciación 26, no. 2 (diciembre 24, 2021): 255–268. Accedido abril 23, 2024. https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/18015.

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Barrera Linares L. Lenguaje inclusivo y lexicografía académica: ¿Quién quiere ser bachillera?. Enunciación [Internet]. 24 de diciembre de 2021 [citado 23 de abril de 2024];26(2):255-68. Disponible en: https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/18015

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Recibido: 11 de junio de 2021; Aceptado: 10 de septiembre de 2021

Resumen

En este artículo se analiza el modo como se ha venido registrando en el Diccionario de la lengua española .DLE) el lema bachiller, ra, relacionándolo con el lenguaje de género, a fin de precisar diacrónicamente el registro y las acepciones de sus formas en masculino y/o femenino, a lo largo del periodo 1726-2020. El seguimiento cronológico se realizó a través del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española y de las ediciones 2001 y 2014 del DLE. El resultado demuestra que, en el caso de este vocablo, la incorporación del femenino al discurso académico público no siempre tiene que ver con la posición interna de las academias sobre el masculino genérico ni con su registro en el DLE o con los requerimientos actuales sobre formas inclusivas del femenino, ya que fue incorporado como grado académico para damas desde 1884. Independientemente de los reclamos sobre invisibilidad y encubrimiento, habría otras motivaciones que parecieran haber incidido en la resistencia para la aceptación de la palabra bachillera, con marca de femenino, situación contraria a muchos otros títulos como arquitecta, ingeniera o sicóloga, por ejemplo. Algunas acepciones peyorativas de dicha palabra (charlatana, indiscreta, bocazas, habladora, entremetida, petulante) y su consagración a través de medios educativos podrían haber originado que las mujeres se nieguen a ser tituladas o tratadas como tales. Adicionalmente, hay muy pocas instituciones que otorgan el título de bachillera.

Palabras clave

lexicografía, lenguaje inclusivo, bachillera.

Abstract

This article analyzes the way the Spanish language word bachiller, ra has been registered in the Spanish Language Dictionary (Diccionario de la Lengua Española, DLE) in relation to gender-neutral language in order to diachronically determine the register and meanings of its masculine/feminine forms throughout the 1726-2021 period. Chronological monitoring was performed through the Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española and both 2001 and 2014 editions of the DLE. The results show that, in the case of this term, the incorporation of feminine-gender words relating to academic titles into public or institutional academic discourse does not always have to do with the internal position of the academies on the generic masculine, nor with its registration in the DLE or the current requirements on the inclusive forms of the feminine gender, given that this term was incorporated as an academic title for ladies in 1884. Regardless of the claims about invisibility and concealment, there might be other motives that seem to have influenced the resistance to the acceptance of bachillera in its feminine form, unlike other Spanish language titles such as arquitecta, ingeniera and psicóloga, for instance. Some pejorative meanings for bachillera (“talkative”, “indiscreet”, “loudmouth”, “meddling”, “petulant”) and its entrenchment in academic environments could have caused women to refuse to be titled or treated as such. Additionally, very few institutions title women as bachilleras.

Keywords

lexicography, inclusive language, bachillera.

Introducción

En la novela El mundo es ancho y ajeno (1959), del peruano Ciro Alegría (1909-1967), aparece un curioso personaje poseedor de una espléndida retentiva y cuya mayor obsesión es “aprender el diccionario de memoria” (p. 668). Los notables del pueblo se reían de él por tal pretensión y lo tildaban de “chiflado”. Fuera invierno o verano, caminaba provisto de un paraguas negro en una mano y en la otra un pesado diccionario abierto. Repetía incansablemente algunas definiciones de lemas y se cuenta en la novela que ya iba por la letra <ch>. Él se sentía importante, pero más aún lo consideraban los campesinos, hasta el punto de tenerlo por sabio; de allí que lo apodaran Letrao.

Aparte de lo simbólico de la anécdota referida, la misma podría servir para relevar la importancia que la población atribuye al diccionario y a quienes lo conocen en profundidad. Hay una conciencia colectiva referente al hecho de que el contenido de ese tipo de documento implica un (re)conocimiento más amplio del mundo. En él se refleja lo que la gente piensa acerca de su entorno físico, emocional e intelectual. El diccionario deviene entonces en un compendio imaginario del mundo en que vivimos (Rodríguez Barcia, 2008); contribuye notoriamente con la conformación de la competencia ideológica (Rodríguez Barcia, 2011; Sancha Vásquez, 2020) [1] . Esto vale para todos, pero, en el caso de la amplia comunidad panhispánica (aproximadamente 585 millones de hablantes, entre nativos y no nativos) (Instituto Cervantes, 2020), nadie duda de la importancia histórica, social y lingüística del ya casi tricentenario Diccionario de la lengua española .DLE). Recorrerlo a través de sus periódicas reediciones y reformulaciones significa hacer un seguimiento de cómo ha venido perfilándose el universo hispanohablante desde 1726 (fecha de la aparición del primer tomo de lo que la historia posterior ha nominado como Diccionario de autoridades) hasta el presente [2] (23.4, ver Real Academia Española –RAE– y Asociación de Academias de la Lengua Española –Asale–, 2020) [3] .

Dentro de ese marco de referencia, este artículo propone un primer acercamiento a cómo se ha venido registrando en el DLE un corpus de palabras alusivas a grados, profesiones y oficios, relacionándolas con el lenguaje de género, a fin de precisar diacrónicamente el registro de sus formas en masculino y/o femenino, a lo largo del lapso 1726-2020. El seguimiento cronológico se ha realizado a través del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (RAE, s. f.), con foco exclusivo en el diccionario académico, independientemente de su condición (usual, manual, histórico, etc.) y de la fecha de publicación de sus diferentes ediciones o actualizaciones.

El propósito fundamental es reflexionar sobre algunas de las razones por las cuales la incorporación de ciertas formas en femenino ha gozado de mucha menos aceptación social que otras, limitándonos, para este caso específico, al lema “bachiller, ra”. Se harán inicialmente algunos planteamientos en torno a la importancia social del DLE, en cuanto autoridad normativa (Del Valle, 2014; Fajardo Aguirre, 2011; Jacinto García, 2013) y al modo como se aborda el tema del masculino genérico en la Nueva gramática de la lengua española (RAE y Asale, 2009), más algunos aspectos de carácter teórico referentes al lenguaje inclusivo, para luego describir la palabra elegida en esta aproximación y discutir posteriormente algunas implicaciones referentes a la escasa aceptación de su forma morfológica en femenino (bachillera), sea por parte de la sociedad en general e instituciones académicas o de los grupos profesionales en los que se precise utilizar el término.

Los supuestos en los que se fundamenta este acercamiento inicial son los siguientes: a) para el caso de algunos grados, profesiones y oficios, el trato o referencia en femenino no tiene que ver solo con la posición interna de las academias, sino también con motivaciones históricas, sociales y educativas que a veces inciden en la resistencia al cambio; b) el sexismo ideológico discursivo no se refiere solo a los integrantes del sexo masculino; motivado rigurosamente por sistemas educativos que lo consagran, también procede a veces de comunidades de mujeres. Es lo que García Mouton (1999) denominó machismo femenino; c) afiliada a los dictámenes de la RAE y la Asale, la comunidad hispanohablante se ha mostrado conservadora ante la aceptación de bachillera.

El DLE como autoridad normativa de la existencia

Para el grueso de usuarios de español, el DLE constituye una fuente infalible, a veces incluso incuestionable, en la que teóricamente reposan todas las palabras “existentes” (Barrera Linares, 2015; Forgas Berdet, 2011) [4] . Muchos hablantes asumen como inexistente, cuando no como inadecuado, cualquier vocablo que no haya sido integrado a esa fuente. Dicha actitud se extiende incluso a la RAE, muy a pesar de que no es la única institución de la Asale, aunque sí la más antigua. Es tanta la influencia pública de la RAE, respecto de su condición de supuesta autoridad que, a principios de noviembre de 2020, incluyó en su Observatorio de Palabras la forma elle y, casi mecánicamente, mucha gente asumió que estaba aprobando y, en consecuencia, autorizando, dicho uso para esa supuesta forma no binaria de tercera persona. Como resultado de tal reacción pública, una semana después, el término fue desincorporado, a fin de evitar falsas expectativas [5] .

Para efectos del español, el DLE es la casa donde conviven en armonía nuestras creencias y maneras de (con)figurar la realidad. Esto incluye a emisores (redactores del diccionario), destinatarios o usuarios y difusores de un mismo capital cultural y social (Bourdieu, 1998). Unos, como representantes de una institución e individuos sociales (Bourdieu, 1998), reproducen su competencia lingüístico-ideológica (Pérez Hernández, 2010); otros, a través de dicha fuente, la confirman, se la apropian y la reproducen con su actuación lingüística (Rodríguez Barcia, 2008, 2011) [6] ; en tanto los terceros (la escuela, los medios, las instituciones privadas o del Estado) actúan como garantes y perpetuadores de dicho patrimonio social. Así, el DLE constituye lo que podría ser considerado una imposición simbólica (Bourdieu y Passeron, 1996), aunque no necesariamente consciente, pero sí instaurada, con base en un habitus, y mediante el poder sociohistórico que representan las academias.

Independientemente de lo anterior, es la propia institucionalidad la que, en el preámbulo de la última edición, se adelanta a aclarar la relación entre el DLE y la realidad. No es que el primero busque cambiar esta última –se dice allí–, sino al contrario; su función es registrar los cambios que van ocurriendo en la realidad y, en consecuencia, se reflejan en la lengua. De esa manera, desde la posición de la Asale, el DLE evidencia lo que ya es patente, teóricamente, sin prejuzgar ni oficializar o imponer usos. Sin embargo, el tema va más allá del real propósito institucional: es la comunidad la que percibe en el diccionario una guía normativa de uso que a su vez implica aceptación o rechazo de lo que allí se registra. Nominar sería, en tal caso, equivalente a construir la estructura y organización del mundo (Bourdieu, 2001).

Por otra parte, cada uso allí incluido debe dejar muy clara su relación con la realidad, debido a que, según Rodríguez Barcia (2008), “a partir de la edición de 1780 se observa un continuismo que delata la prolongación injustificada de una realidad obsoleta a lo largo de más de dos siglos de producción lexicográfica” (p. 277) [7] . Es como si a veces los repertorios lexicográficos se estancaran en momentos específicos de la realidad e intentaran estatizarla, generando, sin proponérselo, que pongamos en duda la condición evolutiva del idioma, que jamás se detiene y, en consecuencia, cambia, se adapta, independientemente de que haya modificaciones más rápidas o más lentas.

De allí que lo que se aduce, desde fuera de las academias, es que la carencia de algunas marcas o entradas del DLE podría generar la sensación de que se esté negando, precisamente, la existencia de determinados referentes. En alusión al llamado lenguaje de género, lo expresa, por ejemplo, Martín (2019): “El lenguaje inclusivo aspira a plasmar la realidad –realidad que se compone de hombres y mujeres– y ayuda a tomar conciencia de que no nombrar a la mitad de la sociedad perpetúa discriminaciones” (p. 25).

Quiérase o no, el común de los hablantes cree que el DLE sí es un reflejo de lo que realmente es el universo en español, por cuanto se comportan como individuos sociales, voceros de un capital cultural al cual están afiliados, a veces sin abierta conciencia de ello. Y si allí no se nombra algo, pues, ese algo no tiene esencia y, naturalmente, aunque ello no sea solo responsabilidad de quienes confeccionan y ponen a circular dicho repertorio (agrupados en la Asale), así lo creen las personas. El tema es más complejo de lo que aparenta. Sin embargo, el colectivo lo asume como una premisa incuestionable: término ausente implica término irreal, inexistente.

Por el contrario, se da por sentado que cualquier voz registrada puede utilizarse, por cuanto, aunque no es así, ha sido debidamente autorizada .normada, diría Del Valle, 2014, entre otros) al ser incluida, sin que importen las marcas que acompañen la definición e intenten llamar la atención acerca de usos inadecuados fuera de ciertos contextos (malsonante, coloquial, familiar, despectivo, irónico, vulgar, etc.). Es decir, aunque no sea esa la intención explícita de la RAE o de la Asale, al menos para el colectivo en general, el diccionario oficializa y patentiza el uso de lo que en él ha sido registrado [8] . Debido a eso, se ha convertido en guía inapelable, infalible e incuestionable ante la comunidad panhispánica, fuente fundamental para dirimir cualquier desavenencia de carácter léxico e, incluso, en no pocas ocasiones, morfosintáctico [9] . Aunque lo que recoja el DLE haya pasado antes por el tamiz del uso y la aceptación de la comunidad panhispánica, una vez instalado en su contenido –o en la Ortografía (RAE y Asale, 2010a) y el Diccionario panhispánico de dudas (RAE y Asale, 2005), para citar otras dos fuentes orientadoras muy relevantes– pasa a convertirse en norma (Del Valle, 2014).

Eso implica su consideración colectiva y valor simbólico (Fajardo Aguirre, 2011, p. 56) como depositario de una plataforma reguladora que, por lo general, funciona en paralelo con la que también es culturalmente asumida como la gramática oficial del idioma (Jacinto García, 2013; Calero, 2018) [10] ; esto es, en el caso más reciente, con la NGLE (RAE y Asale, 2009), aunque, en términos generales, y en apariencia, esta última sea menos importante para la gente, al menos en el caso del hablante que nada o muy poco tiene que ver con la lingüística o la enseñanza del español.

La inconformidad también aparenta ser un derecho

Lo expresado arriba tiene vigencia solo hasta que un contenido nuevo, la incorporación o enmienda de alguna definición, choca con las expectativas de algunos sectores sociales. En nuestra teórica condición de condóminos del idioma, constantemente deseamos que se amplíe, que se incluyan voces que asumimos como necesarias y que utilizamos en nuestra comunicación cotidiana o especializada (en el caso de los profesionales, por ejemplo). Sin embargo, basta con que, mediante la supresión, la enmienda o la inclusión, se intente modificar algunos conceptos o normas preexistentes para que algunos usuarios o usuarias reaccionen y hagan frente común con personas o instituciones a quienes se considera aliadas en el propósito. Es como si se atentase contra la noción de lo real-existente. Se niegan entonces a contribuir con la consagración de lo que supuestamente el diccionario ha querido imponernos. Así, la noción de dicha obra como auctoritas comienza a debilitarse en el momento en que deja de satisfacer lo que, a juicio de algunos grupos de hablantes, es correcto, casi siempre con base en criterios intuitivos y/o empíricos.

Es la paradoja del hablante-oyente crítico: quiere que se amplíe o se incluya un término X, pero que ello se haga de acuerdo con su modo de pensar. Si el cambio no se corresponde con lo esperado, se impone la protesta (tácita o explícita) y el propósito de hacer valer el derecho del usuario. Ocurre incluso con hablantes públicos muy importantes; por ejemplo, algunos académicos, investigadores y/o escritores muy (re)conocidos. La consecuencia es que, si la institución coordinadora de los cambios, es decir, la RAE o la Asale, toma en cuenta, por ejemplo, el uso generalizado y debidamente documentado del lema X e incorpora una variante nueva, supongamos que sea Xa, pues aquel hablante público o sector social que está en desacuerdo con el cambio se estaciona en su creencia y sigue considerando que, en su idiolecto y uso público, X seguirá siendo X y no Xa [11] . Ocurre lo que, en concordancia con los planteamientos de Pierre Bourdieu (ver Capdevielle, 2011, p. 43) se conoce como contraadiestramiento, que eventualmente podría modificar el habitus.

Algunas individualidades, determinados grupos u organizaciones (re)claman por cambios y se sienten exitosos cuando, a su parecer, han ejercido la suficiente presión para lograr alguna incorporación. Empero –como se dijo antes–, no todo lo nuevo complace siempre al colectivo en pleno. Hay conformes y disconformes. Los primeros aceptan la propuesta e intentan sumarse; los segundos mantienen su creencia y se niegan a salir de su área de confort comunicacional. La consecuencia es lógica: la nueva forma, Xa, comienza a convivir con la antigua, X, y así hasta que el tiempo defina cuál de ambas será la sobreviviente, si es que eso llega a ocurrir (Barrera Linares, 2019). En cualquier caso, se modificaría la estructura interna del habitus. Parece una contradicción, pero no lo es; constituye la dinámica operativa de ese lugar que se llama idioma. Para efectos de lo que es aquí nuestro tema central, baste mencionar la convivencia actual de formas como médico, psicólogo, abogado, matemático, árbitro (género común, marcado sintácticamente a través del determinante: el/la psicólogo, el/la abogado…) y médica, psicóloga, abogada, matemática, árbitra (género femenino marcado morfológicamente).

Sin embargo, la situación no atañe solo al colectivo externo a la Corporación; se replica igualmente dentro de ella que, con base en cierta garantía de uso ratificada en sus corpus, ha hecho la propuesta, o sea, la Asale (aunque todavía son muchas las personas, incluso especialistas, que solo atribuyen estas decisiones a la RAE). Primero, porque esta no necesariamente acepta que cualquier deseo individual o grupal deba ser satisfecho sin un estudio previo de su factibilidad, fundamentada en documentación real. Segundo, porque a veces hace o niega propuestas corporativas que no necesariamente son bien recibidas. Eso otorga al lenguaje un constante efecto de equilibrio-desequilibrio, propio del dinamismo de la lengua y, por lo demás, inevitable.

El masculino genérico

Si existe algún tema que desde hace tiempo ha sido controversial entre las academias de la lengua y algunas individualidades u organizaciones, ese es el del llamado lenguaje de género, publicitado como lenguaje inclusivo (o incluyente), y portador de una ya añeja diatriba en la que hasta ahora no ha sido posible conciliar una salida satisfactoriamente colectiva, generando una situación excesivamente polarizada, en ocasiones, sin posibles puntos intermedios y/o conciliadores (Escandell-Vidal, 2020; Sancha Vásquez, 2020).

En lo concerniente a la gramática, el foco de dicha polémica es el masculino genérico (MG). De acuerdo con lo ya mencionado, la propia NGLE aporta una definición de este que sigue siendo rectora de algunas definiciones aparecidas en el DLE: “[...] usar en plural los sustantivos masculinos de persona para designar todos los individuos de la clase o el grupo que se mencione, sean varones o mujeres” (RAE y Asale, 2009, 170, cursivas añadidas). Aclara, además, que la del MG es una regla basada en la condición de lo no marcado (por tanto, alusiva al masculino y al femenino) [12] y aporta ejemplos como cristianos, moros y judíos, escritores, desocupados, espectadores, etc. Esta posición, evidentemente gramático-centrista, la han ratificado institucionalmente cada vez que ofrecen documentos en los que buscan fijar posición respecto del tema (ver RAE y Asale, 2018, 2020). Por ejemplo, acudimos al DLE y encontramos que, si bien la primera acepción para la entrada escritor, ra es “persona que escribe” (asumida desde un epiceno), en la segunda acude a la norma descrita en la NGLE, identifica el sustantivo como “m. y f.”, pero añade el ejemplo en MG, nada más: “escritor, ra à 2. m. y f. Autor de obras escritas e impresas” (ver DLE, en línea, cursivas añadidas).

Sabemos también que dicha posición es consuetudinariamente ratificada por la escuela, independientemente de que sea invisibilizadora y androcentrista, además de contribuir subliminalmente con la creencia según la cual el idioma es inalterable, asunto que, como se sabe, no es cierto, tratándose de un organismo vivo. La consecuencia es que incluso el estigma se sostiene como parte de una tradición que lo fosiliza.

Posiciones enfrentadas

Desde la perspectiva de las academias de la lengua, en general, y de la RAE, en particular –unas veces muy razonable; otras, un tanto rígida– se argumenta formalmente sobre el arraigo histórico y la pertinencia gramatical y semántica del MG (ver Bosque, 2012; Grijelmo, 2019; Mendívil Giro, 2019; RAE y Asale, 2018; RAE, 2020). Aunque no necesariamente de modo declarativo explícito, algunas instituciones se han inclinado por la postura de la Asale/RAE y suelen basar sus argumentos en la condición simbólica (ver Bourdieu, 2001) de dicha institución, en cuanto que presunta autoridad (para algunos, incuestionable, como ya hemos expresado), respecto de las normas idiomáticas. Ese podría ser el caso de algunas organizaciones universitarias que, como muestra de su contribución a preservar un capital cultural (Bourdieu, 1998), todavía no hacen distinción genérica-sexual al expedir los títulos de quienes de ellas egresan. Para mencionar el término que aquí nos ocupa, independientemente de su género social, a muchas personas que han culminado la educación secundaria o la preparatoria en alguna universidad hispanoamericana se las refiere con el grado o título de bachiller (Barrera Linares, 2021). Aunque las hay por cantidades, al parecer tenemos pocas bachilleras. Por ejemplo, un veloz sondeo, realizado el 18 de enero de 2021, en las páginas de ocho universidades chilenas que ofrecen dicho nivel de estudios, da cuenta de que todas otorgan a quienes egresan de sus aulas el título común de bachiller (Uandes, UBB, UC, UCh, UCSC, USACh, UCSH, PUCV). Como afirma Escandell-Vidal (2020, p. 6), la escasa valoración laboral de un título en femenino también podría tener incidencia en dicha situación, lo cual escapa del marco lingüístico para desplazarse hacia lo político, lo ideológico y, muy importante, lo publicitario o económico.

En el otro extremo, defendido por determinadas organizaciones de la sociedad civil y por algunos movimientos sociales, se aboga por la posibilidad de un cambio que ofrezca alternativas frente a la opción del MG y permita atenuar o eliminar lo que ha sido tachado de rasgos encubridores, invisibilizadores, patriarcales, discriminatorios y antropocéntricos (ver Bengoechea, 2015, 2019; López et al., 2020; Márquez, 2013¸ Martín, 2019). También existen, por supuesto, organizaciones favorables a esta postura (universidades, organismos oficiales, oenegés), casi siempre de modo explícito y, para demostrarlo, apuestan por la elaboración de documentos que orienten acerca de maneras posibles para evitar las ambigüedades en que se pudiera incurrir con el uso del MG. Son las que, si atendemos a la terminología de Bourdieu (2001), abogan por un contraadiestramiento (citado por Capdevielle, 2011). Precisamente, la existencia de una serie de guías de lenguaje inclusivo, relacionadas con instituciones españolas, dio origen al llamado informe Bosque [13] (2012), documento que, desde esa fecha, recrudeció notoriamente la polémica acerca de este tópico. En igual sentido, diversas instituciones oficiales hispanoamericanas poseen sus propias guías de lenguaje inclusivo [14] , al que, desde una óptica similar, otras prefieren referir como lenguaje no sexista .ver González y Delgado de Smith, 2016) o lenguaje incluyente .ver Babiker, 2018, Guichard Bello, 2015).

¿Quién quiere ser bachillera?

Con la finalidad de utilizarlos en nuestros argumentos, hemos seleccionado algunos sustantivos alusivos a grados y profesiones. El corpus es bastante amplio y controversial, motivo por el cual lo iremos desarrollando en diferentes trabajos, todos bajo el común denominador del tema de este artículo. La escogencia se ha fundamentado en el hecho según el cual, aun cuando han sido incorporados al DLE, con sus respectivas variantes binarias (masculino/femenino), siguen siendo controversiales para muchas(os) hablantes, aparte de que usualmente generan discusión en la bibliografía sobre el tema. Adicionalmente, a través del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española .NTLLE, 1726-1992) y de las ediciones de 2001 y de 2014 (incluida su actualización hasta 2020), se ha realizado un seguimiento que permita verificar cronológicamente la manera como ha venido variando su marcación de género gramatical en las diferentes ediciones del DLE. Como adelantáramos, para esta ocasión hemos elegido solamente la voz bachillera,(-er), por constituir el primer grado que otorga una institución universitaria a quienes de ella egresan.

Nos orientan en este trabajo dos asuntos relevantes. La entrada del DLE relativa a bachiller, ra, con la acepción correspondiente a grado universitario para caballero o dama, ocurrió desde la edición de 1884. Nos preguntamos entonces: a) ¿por qué 137 años después, existen todavía instituciones que no ofrecen título de bachillera (con marca morfológica de femenino)?, b) ¿por qué el uso y la nominación de bachillera continúan enfrentando tanta resistencia, incluso de parte de algunas mujeres?

Para una primera visualización del lema, recogemos en la tabla 1 su evolución lexicográfica, de acuerdo con los datos del NTLLE [15] . Añadimos también, después de la barra oblicua, el pronombre o sustantivo con que se inicia la definición en cada caso.

Entre la teoría y el uso

Antes de continuar, debemos aclarar que a partir de ahora asumiremos la misma orientación de Babiker (2018) y Guichard Bello (2015), en cuanto a la preferencia del sintagma lenguaje incluyente, antes que el de ‘lenguaje inclusivo’, a fin de evitar la relación que, en buena parte de la bibliografía, voluntaria o involuntariamente, ha asociado esta última con el MG, el que, por diversas razones, ha terminado siendo nominado “masculino inclusivo”.

Hablaremos entonces de alternativas incluyentes frente al MG, cada vez que se requiera romper algún uso de este último que pudiera resultar impreciso en su significado y, en consecuencia, interpretado como discriminatorio, ocultador, invisibilizador o, por lo menos, ambiguo en algún contexto determinado. No obstante, ello para nada implica abogar por la extinción del MG, por cuanto se trata de una regla gramatical que sigue siendo muy útil, a veces incluso más que necesaria, y, adicionalmente, no atañe nada más a personas ni tiene que ver directamente con el sexo.

Se sabe que, cuando se incurre en él, el sexismo ideológico discursivo no es solamente un asunto referente a las academias y a los integrantes del sexo masculino; también procede a veces de algunas mujeres. Tampoco debe ser atribuido solamente a quien habla o escribe; debe extenderse igualmente a auditores y lectores. No obstante, hay motivaciones históricas e ideológicas para ello, lo que podría concretarse en determinados aspectos específicos. Detallaremos algunos a continuación.

Aunque algunas mujeres no tengan explícita conciencia histórica sobre la razón por la cual se niegan a ser referidas profesionalmente, o a autorreferirse, en femenino (bachillera, médica, arquitecta), hay un patrimonio lingüístico que subconscientemente les recuerda que algunas designaciones femeninas de profesiones, oficios o cargos se utilizaron durante mucho tiempo para referirse a “la mujer del... (medico, regente, alcalde) (ver, por ejemplo, “médica. f. La mujer del médico”, DLE, 1869; “regenta. s. f. La mujer del regente”, DLE, 1803; “alcaldesa. s. f. La mujer del alcalde”, 1780). Algunas incluso aparecen registradas así en el actual DLE, aunque con la marca “desusado”.

Otras no fueron incorporadas antes, porque no existían los grados, las profesiones, los oficios o los cargos, pero heredaron de aquellas una marca ahora ausente en los registros, aunque presente en la competencia colectiva de los(las) hablantes (presidenta, ingeniera, gerenta, socióloga, entre otras). Según la RAE (2020), “son esquivos a la variación de la desinencia (-nta) cuando conservan su valor adjetivo y se relacionan con una base verbal” (p. 42). Todavía se discute entre los hablantes si algunas de ellas son adecuadas o no, en el momento de hacer referencia a las damas a quienes se les deberían atribuir, o si debiéramos seguir haciéndolo como si se tratara de sustantivos de género común, igual para hombre y mujer (el/ la presidente, el/la sociólogo).

Hasta hace poco, algunas profesiones o títulos emergentes se seguían (o se siguen) asociando subliminalmente con ese significado que alguna vez relacionó a la mujer con la ocupación del marido; independientemente de esto, en palabras de Márquez (2013, p. 102): “No creemos que hoy nadie interpreta el sintagma la alcaldesa como ‘la mujer del alcalde’”. No son solo los demás quienes así lo interpretan; a veces son las propias referidas e incluso hasta podrían hacerlo sin conciencia de ello, a través de una ideología lingüística heredada del pasado [16] . Cuando aprendemos la lengua, adquirimos de la tradición juicios y prejuicios, a veces, sin saber por qué ni de qué manera. Obviamente, en esto tienen mucho que ver los sistemas educativos, preservadores y transmisores de una supuesta norma considerada natural, frente a alternativas nuevas que, por no ajustarse a la tradición, aparentemente serían artificiales (Sancha Vásquez, 2020, p. 260).

Tabla 1: Marcas de género en bachill según seguimiento del NTLLE

Tabla 1 Marcas de género en bachill según seguimiento del NTLLE
1. a def. /masc 1. a def./fem. Def. en m. y f. Def. actual
1726/Bachiller 1. S. m. El primer grado que se dá en la Universidad a los que han oído y estudiado alguna facultad… 2. Se llama el que ha recibido el grado de Bachiller en cualquiera de las facultades que se enseñan en las Universidades ó Estudios Generales 1726/Bachiller Comunmente, y por vilipéndio se dá este nombre, y se entiende por el que habla mucho fuera de propósito, y sin fundamento. 1869/Bachillera f. fam. La mujer que habla mucho, ó sin concierto ni oportunidad. 1770 / Bachillera Comunmente y por desprecio se llama así al que habla mucho o fuera de propósito. 1884 / Bachiller, ra. Bachiller, ra. m. y f. Persona que ha recibido el primer grado en una facultad. 2020 / Bachiller, ra 1. m. y f. Persona que ha cursado o está cursando los estudios de enseñanza secundaria. MORF. U. t. la forma en m. para designar el f. Pilar es bachiller. 2. m. y f. Persona instruida, experta. U. t. c. adj. U. t. en sent. despect. 3. m. y f. p. us. Persona que habla mucho e impertinentemente. U. t. c. adj. 4. m. y f. p. us. Persona que ha
1770 /Bachiller s.m. La persona que ha recibido el grado en alguna de las facultades mayores. recibido el primer grado académico que se otorgaba a los estudiantes de facultad.
Fuente: elaboración propia, con base en datos del NTLLE.

Bachillera

Hay una institución chilena que, para la carrera de Tecnología en Construcciones, al menos en el texto promocional de su página web, ofrece el título de Bachillera en Tecnología, único caso reportado en Barrera Linares (2021), al dar cuenta de los grados en masculino y/o femenino otorgados por cuatro universidades de dicho país. Información extraña si, como ya vimos, revisamos otras instituciones que ofrezcan ese título o grado para dicho nivel. La evolución semántica de este vocablo ha sido muy particular, al menos desde la perspectiva lexicográfica (que, en teoría, refleja su utilización por los hablantes).

En cuanto grado académico, bachiller fue incorporada al DLE desde su primera edición (1726), con categorización y marca de sustantivo masculino .ver tabla 1: “S. m. El primer grado que se dá en la Universidad...”).

En ese mismo volumen inicial se reporta una segunda acepción, con un significado despectivo, sin marca de género gramatical, aunque con alusión al masculino genérico en la definición: “Comunmente, y por vilipéndio se dá este nombre y se entiende por el que habla mucho fuera de propósito, y sin fundamento” (cursivas añadidas). Ya para 1770, aparece la definición en epiceno: “La persona que ha recibido...”, aunque, la segunda acepción (de carácter despectivo) sí aparece ahora como apropiada para caballero y dama (ver tabla 1); lo que hoy diríamos lexicográficamente desdoblada, atribuible a masculino y femenino, pero igual en MG dentro de la definición (ver cursivas) (“Bachiller, ra. Comunmente, y por desprecio, se llama así al que habla mucho y fuera de propósito”, ver NTLLE, en línea). Esta forma se complementa con la definición también despectiva del sustantivo bachillería: “s. f. Loquacidád sin fundamento, conversación inútil y sin aprovechamiento, palabras, aunque sean agúdas, sin oportunidád è insubstanciales. Es voz tomada del nombre Bachillér en el significado de habladór impertinente” (NTLLE, 1927, en línea, cursivas añadidas).

Además, la referencia al verbo se da de dos modos en la misma edición de 1770, con significados distintos: bachillerar (“Dar el grado de bachiller”) / bachillerear (“Hablar mucho y sin fundamento”). Este último aglutinaba ambos significados en 1726, con la aclaratoria de “mui poco uso” para la primera. Se suman, además, otras definiciones despectivas asociadas: bachillerejo (“El que habla demasiado”) y bachillerillo, lla (“s. m. y f. dim. de bachiller”). Hasta ese momento, el masculino aparece diferenciado del femenino y siempre que se alude a este último es con significado negativo.

Para esta primera etapa, nada indica que bachillera(en femenino) sea también un grado, como sí lo es bachiller (válido, al parecer, para ambos sexos). En 1869 aparece, aparte, bachillera, con marcas “f.” y “fam.” (“La mujer que habla mucho, ó sin concierto ni oportunidad”), y comparte espacio con la forma en masculino que viene desde la primera edición. Será ya bien avanzado el siglo XIX, en 1884, cuando por fin se le asignan las marcas “m.” y “f.” para grado académico, con alusión a “persona” (en epiceno): “Bachiller, ra. m. y f. Persona que ha recibido el primer grado en una facultad”. Eso, sin que desapa- rezca su homónima con significado despectivo, acepción que, incluso, se ha mantenido hasta 2021.

En cuanto a marcas lexicográficas, en la edición de 1914 hay un cambio interesante: se le incorpora la marca “com.” (común) y se sigue hablando de “persona que ha recibido...”, lo que hace pensar ahora en el/la bachiller, o sea, igual para masculino y femenino, pero, tres años después, vuelve a ser catalogada como “m. y f.”. Cabe aquí una interrogante relativa al hecho de si la marca “común” es o no equivalente a “m. y f.”. Primero que todo, porque las marcas de género más bien deberían indicar “masculino o femenino” (m. o f.), a fin de que se entienda realmente la alternancia. Obviamente, habría que buscar otra forma de marcar las palabras de género ambiguo (por ejemplo, armazón, internet, mar, interrogante, etc.). Tal como aparecen marcadas las opciones para uso de formas que tienen masculino y femenino, se las podría confundir con el género común (*el/la autor, *el/la maestro), por cuanto los nombres de género común se marcan del mismo modo (ver “Periodista. m. y f. persona que se dedica al periodismo”, “Analista. m. y f. persona que hace análisis químicos o médicos”). Y aquí se generaría la duda por cuanto, según la propia RAE (2020), este tipo de vocablos tuvieron alguna vez en ese estado en que se los consideraba poseedores de género común (ver específicamente RAE, 2020, pp. 40-42). Si realmente se aceptara la realidad del uso, los ejemplos correspondientes a escritor, ra y maestro, tra deberían formalizarse como autor o autora de obras escritas e impresas . maestro o maestra de primera enseñanza. Es decir, que se perciba que la voz puede aludir a dos referentes, motivo por el cual aquí no habría desdoblamiento ni redundancia (ver Márquez, 2013; Martín, 2019).

Ya para la actual edición, bachiller, ra aparece marcada como “m. y f.”, con los tres significados que ha venido acarreando durante toda su historia (grado, persona experta, persona impertinente), pero con una aclaratoria y un ejemplo que insisten en su condición de sustantivo común: “Morf. U. t. la forma en m. para designar el f. Pilar es bachiller” (RAE y Asale, 2020). Es obvio que, alineada a la NGLE, con esto último se ratifica indirectamente la condición de la palabra como MG: “Pilar podría ser bachillera”, pero se hace la aclaración acerca de que también le vendría bien su designación como bachiller.

Si, como hemos visto, la historia lexicográfica del término ha sido tan oscilante en los usos y cambios circunstanciales reportados en el DLE, ¿cómo aspirar a que su forma en femenino tome cuerpo? [17] . ¿Será esta la razón principal para que todavía, en pleno siglo XXI, en un momento en que las propuestas para un lenguaje incluyente han tomado tanto auge, algunas damas no quieran ser tratadas o referidas como bachilleras ni las instituciones que otorgan dicho título o grado se hayan dispuesto a feminizarlo? Podría decirse que es una de las voces que mayor resistencia ha mostrado para el uso del femenino, muy a pesar de que la licencia académica como grado y como tratamiento data de 1884 para ambos géneros [18] . Sin embargo, independientemente de este vocablo específico y más allá del uso, ello no implica que, en otros casos, la inclinación del DLE no haya contribuido a preservar la orientación androcéntrica inherente a otras profesiones. En cuanto a bachillera, posiblemente la motivación de fondo, no consciente, pero sí heredada y confirmada por los sistemas educativos iberoamericanos, provenga de que la voz jamás perdió su carácter despectivo para la alusión a la mujer, en tanto para el masculino ha mantenido ambos significados desde el comienzo, como dos términos homógrafos. Si saliéramos del ámbito del diccionario académico, podríamos constatar cómo era presentada la palabra en otras fuentes diferentes, incluso antes de 1869:

1852: Bachillera. s. f. La mujer entremetida, parlanchina y aun petulante. Úsase también como adjetivo en terminación femenina para aplicarlo á la que habla mucho ó más de lo necesario. (De Castro y Rossi, 1852)

1853: Bachillera. s.f. Mujer habladora, amiga de cuentos y mentiras, importuna, que se tiene por entendida, que en todo se mete (Domínguez,1846-47) [19]

Así las cosas, se hace difícil no creer que la motivación de la resistencia que el término femenino ofrece no descanse en la manera como ha sido socialmente estigmatizada desde la antigüedad. Hay incluso damas a quienes no les interesa ser referidas o tituladas como bachilleras.Esto evidencia que no basta con que su registro en el DLE la muestre, desde hace bastante tiempo, como propia para diferenciar el masculino del femenino. Es de los casos en que la forma común ha prevalecido, independientemente de requerimientos referentes al lenguaje incluyente. Pareciera aceptarse que el referente femenino permanezca invisibilizado [20] .

Conclusiones

Con base en un recuento previo acerca de la valoración social de documentos como el DLE y la NGLE y su poder indirecto en cuanto que rectores de la (in)existencia del vocabulario y previa discusión sobre el MG y la polémica generada en torno a su carácter invisibilizador y androcentrista, hemos realizado un seguimiento lexicográfico del lema bachiller, ra, a propósito de buscar explicación para la resistencia a aceptar su opción en femenino.

Hemos intentado demostrar que no siempre el éxito de una opción morfológica con marca de femenino depende exclusivamente de que esta haya sido incorporada al DLE. Ello implica que, en casos como este, el sexismo no solo provendría de la población masculina, sino que incluso es aupado, a veces inconscientemente, por las propias mujeres y por algunas instituciones adherentes a la tradición androcéntrica. En esto tiene mucho que ver el sistema educativo, cuyo principal foco de referencia léxica es, precisamente, el diccionario académico.

Caso ejemplar es el del lema bachiller, ra. La negativa a su aceptación en femenino está posiblemente marcada, en la memoria social, por la carga peyorativa que porta en una de sus acepciones, desde la primera edición del DLE, y que se ha prolongado hasta hoy, con una cadena de significados de escaso o nulo prestigio (charlatana, indiscreta, bocazas, habladora, entremetida, petulante).

Por otro lado, algunas instituciones universitarias todavía no gradúan mujeres con el título (o grado) de bachillera, aparte de que, probablemente, hay quienes no aceptarían tal título y se conformarían con que la palabra siga existiendo como sustantivo de género común (el/la bachiller). Podría pensarse que, con base en la validez del MG, defendida por las academias, también el sistema educativo se afilia a esta tradición y, en cuanto que estimula de modo indirecto el estigma de la variante en femenino, contribuye a preservar la inclinación androcentrista que se ha atribuido a dichas instituciones. Aquí no ha operado el contraadiestramiento del que habla Bourdieu (1999) para fracturar un habitus. Parece haber sido más fuerte el capital social subyacente a la tradición lexicográfica del vocablo. Ni el prestigio del DLE ni su condición de autoritas ni el interés por que se sustituya el MG con alternativas más incluyentes han sido capaces de modificar unas marcas semánticas asociadas a significados históricos poco favorables para el sexo femenino. El peso ideológico, la mítica valoración del DLE y su prestigio simbólico no han sido suficientes para que se acepte que, en cuanto que título o grado, bachillera es tan pertinente como psicóloga, arquitecta, ingeniera, entre otras.

Reconocimientos

El presente artículo se deriva de la línea de investigación sobre lenguaje inclusivo que desarrollo desde 2019 y de manera independiente en la Escuela de Pedagogía en Castellano, de la Universidad Católica Silva Henríquez (Santiago de Chile).

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Notas

“es fácil comprender que el emisor de un mensaje cualquiera y, en concreto, del mensaje lexicográfico, proyecte una carga de conocimiento previamente adquirido superior incluso al peso de su experiencia personal” (Rodríguez Barcia, 2011, p. 464). Sobre la repercusión del concepto de ideología en la epistemología lingüística, se sugiere revisar Calero Vaquera (2018) y Sancha Vásquez (2020).
Última edición en papel (23.a, 2014), reajustada anualmente en su versión digital; la de 2020 es la actualización 23.4.
El DLE ha tenido distintos títulos desde la primera edición, conocida inicialmente como Diccionario de la lengua castellana. Después adquirió por tradición el nombre de Diccionario de autoridades. También se le designó durante mucho tiempo como Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Desde su edición de 2014 pasó a denominarse Diccionario de la lengua española (DLE). Independientemente de la edición de que se trate, en este trabajo asumiremos como nombre genérico este último: DLE.
Lo ha reconocido así la propia RAE; por ejemplo, en el preámbulo de su edición de 2001, cuando todavía se le conocía mediante el acrónimo DRAE: “El Diccionario de la Real Academia Española [...] tiene universalmente reconocido un valor normativo que lo hace único en su género” (RAE, 2001, en línea: https://www.rae.es/sites/default/files/PROLOGO_ DRAE_2001.pdf ).
El observatorio de palabras es una instancia de la RAE en la cual suelen incluirse algunos nuevos términos, o acepciones de otros, cuya presencia en el discurso público genera discusiones. Aunque nada garantiza su aprobación inmediata o futura, suele generar falsas creencias en los hablantes, debido al peso sociohistórico de la RAE y a su valoración colectiva como supuesta rectora del acontecer lingüístico (ver RAE, 2019).
“[...] quien usa las palabras de una u otra manera, articula el mundo de una u otra manera y, así, actúa en consecuencia. De ahí que no haya buen lexicógrafo que explícita o implícitamente no acabe dando lecciones morales. Sabiéndolo o sin saberlo. Queriendo o sin querer” (Casado Velarde, 2014, p. 222).
Aunque no solo alusiva a la situación del diccionario académico, una idea similar a esa se reitera en Liste (2013, p. 114): “Las obras lexicográficas son fiel reflejo de conceptualizaciones anacrónicas aún latentes y, de este modo, se alejan de la realidad o del progreso de la sociedad que describen”.
Esta posición no es gratuita. Pensemos, por ejemplo, que desde los años sesenta del siglo XX, la misma institución se encargaría de cultivar esta creencia. Para ello se sugiere revisar Marimón Llorca (2018), quien hace un estudio sobre el impacto institucional generado por las columnas de prensa del, para ese tiempo, secretario perpetuo de la junta directiva, don Julio Casares, en cuya columna de prensa (La Academia Española Trabaja) hablaba de “léxico oficial” (p. 175).
“El concepto de autoridad va ligado a una concepción peculiar de la norma lingüística, pero va mucho más allá: pertenece a un paradigma en el que la lengua se contemplaba (sic) con un código jurídico que se debía respetar por parte del conjunto de la sociedad (o al menos por parte de las élites cultas) (Jacinto García, 2013, p. 67).
Sobre este tema referente a la relación entre diccionario y norma(s), se sugiere ver Fajardo Aguirre (2011). Dicho autor plantea en su tesis doctoral una relación muy estrecha entre diccionario, diccionaristas, gramática y canon (ver pp. 33-36). Sobre la conexión entre gramática y diccionario (o viceversa), podría recomendarse, además, el exhaustivo seguimientoy descripción que Serra Sepúlveda (2006) hace de este tema, en el queafirma lo siguiente: “Dicho en palabras de Wotjak [1994], el diccionariovendrá a ser otra forma de presentar la gramática de un idioma” (p. 235).
Baste con mencionar el ejemplo de güisqui (incorporada en la edición de 1984 del todavía DRAE). A pesar de que se trata de una sencilla adaptación ortográfica, que ya cumple los 36 años, existe todavía una inexplicable resistencia para su aceptación general, hasta el punto de que no ha sido posible excluir del DLE su variante, el extranjerismo crudo, del inglés, whisky (“uso mayoritario”, según el Diccionario panhispánico de dudas –RAE y Asale, 2005–). También podría citarse la re-actividad del académico y escritor español Arturo Pérez Reverte, quien pareciera en permanente rebeldía frente a algunas decisiones de la RAE, de la cual es numerario. He aquí el fragmento de uno de sus tuits ante el cambio referente a la tilde de algunos monosílabos, entre ellos el pretérito perfecto simple de verbos, como fui, fue, vio y dio: “No todos los académicos estamos de acuerdo con la última Ortografía de la RAE. En ella han metido mano académicos que nunca necesitaron trabajar de modo eficaz con la lengua, teóricos de universidad. Yo sigo escribiendo rió con tilde” (Cope.es, 2019). Aparte de ello, la historia con el adverbio solo (sin tilde) da para varias páginas de polémica; hasta el punto de que, si queremos hacer predicciones, podría generar que en algún momento la propia Asale recoja velas y lo devuelva a su antigua condición.
Un detalle interesante sobre este aspecto de lo marcado no marcado en algunas categorías es que, por lo general, en algunos pares léxicos en los que rige la diferencia “marcado/no marcado”, el término no marcado suele ser asociado con cierto valor semánticamente negativo, inferior o menos abarcable: día/noche, alto/bajo, grande/pequeño, ancho/estrecho, plural/ singular (ver Márquez, 2013, pp. 121-122). ¿Habrá alguna implicación cognitiva entre esta idea y la oposición masculino no marcado/femenino marcado?
Lo hemos aclarado en varias ocasiones, pero hay que insistir en ello: dicho informe es conocido de ese modo, debido a que el ponente designado por la RAE para elaborarlo fue el académico Ignacio Bosque, pero el documento es responsabilidad tanto de la RAE, en particular, como de la Asale, en general (ver Barrera Linares, 2019).
Existen muchas en diversos países, pero baste con mencionar aquí algunas: Guía de lenguaje inclusivo de género (Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Chile), Breve guía para uso no sexista del lenguaje (Universidad de Costa Rica), Manual para el uso de un lenguaje incluyente y con perspectiva de género (Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra la Mujer, México), [Re] Nombrar. Guía para una comunicación con perspectiva de género (Ministerio de las Mujeres, Géneros y la Diversidad, Argentina).
Para efectos de este artículo, y a fin de presentarlos de manera neutral, en el título de la tabla hemos eliminado el morfema gramatical indicativo de género. Incluye además datos de las ediciones 2001 y 2014 (actualizada hasta 2020) del DLE, todavía no incorporados al NTLLE.
Sobre este concepto de ideología lingüística e identidad, se sugiere ver Calero (2018), Del Valle (2014), Marimón Llorca (2018), y Del Valle y Meirinho-Guede (2016).
Como nota adicional al margen de este trabajo, podría agregarse que, según Cohén (1997), la voz bachillera se consideraba negativamente en la educación colombiana de las primeras décadas del siglo XX. Reporta que, de acuerdo con la pedagoga Ana Block, dicha voz refería a dos significados contrapuestos: 1. “[...] mujer de sólidas características intelectuales, morales y sociales”; 2. “[...] persona de dudosa identidad sexual” (Cohén, 1997, p. 9). Un elemento más para la connotación negativa de bachillera: la identificación con el lesbianismo.
Una curiosidad lexicográfica es que el Diccionario de americanismos solo registra bachiller, ra con las dos acepciones vinculadas al campo educativo, como grado adquirido al terminar el lapso preuniversitario y como tratamiento para quienes han concluido la educación secundaria, mas no contiene nada en cuanto a su significado despectivo (ver RAE y Asale, 2010b).
La primera cita ha sido tomada del NTLLE (en línea) y aparece referida al Gran diccionario de la lengua española (De Castro y Rossi, 1852). La segunda corresponde al Diccionario nacional o gran diccionario clásico de la lengua española (Domínguez,1846-47).
Como dato adicional, el uso consagratorio de la palabra solo en masculino es refrendado en el contenido del Diccionario panhispánico del español jurídico (RAE y Asale, 2017), en el cual, por tratarse de un repositorio especializado, se alude solo al título. Allí es “inexistente” la voz en femenino (bachillera).
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