DOI:
https://doi.org/10.14483/21450706.20598Publicado:
2023-09-26Número:
Vol. 19 Núm. 35 (2024): Enero-Junio 2024Sección:
Sección Central“Prostituta, monja, reina de belleza, campesina, hippie, señora, sirvienta y así”: El Colombia color de Patricia Bonilla (1979-1985), un análisis
"Prostitute, nun, beauty queen, peasant, hippie, lady, servant and so on": El Colombia Colorof Patricia Bonilla (1979-1985), an analysis
“Prostituta, freira, rainha da beleza, camponesa, hippie, senhora, criada e assim por diante”: El Colombia Color de Patricia Bonilla (1979-1985), uma análise
Palabras clave:
Patricia Bonilla, Colombia color, cultura popular, arte contemporáneo (es).Palabras clave:
Patricia Bonilla, Colombia color, popular culture, contemporary art (en).Palabras clave:
Patricia Bonilla, Colômbia cor, cultura popular, arte contemporânea (pt).Descargas
Referencias
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Recibido: 9 de febrero de 2023; Aceptado: 15 de abril de 2023
Resumen
En poco más de un lustro, durante el periodo de 1970 a 1985, Patricia Bonilla realizó una de las más brillantes series fotográficas de fin de siglo en su país: El Colombia Color, una colección de autorretratos en los que la artista asume los roles y las condiciones de la mujer en la sociedad colombiana, aprovechando los escenarios y actitudes de sus personajes para homenajear la cultura popular de su país. Actualmente, en un momento en el que la fotografía es omnipresente y los debates sobre identidad y género, sujeto y representación son imprescindibles, El Colombia Color se revela absolutamente actual. La serie además ofrece perspectivas inéditas en el estudio del arte de los años ochenta, particularmente de lo realizado por mujeres artistas en ese periodo.
Palabras clave
Patricia Bonilla, Colombia color, cultura popular, arte contemporáneo.Abstract
In just a few short years, between 1970-1985, Patricia Bonilla created one of the most brilliant series of photographs in her country at the turn of the century: El Colombia Color, a series of self-portraits in which she assumes various roles of women in Colombian society, also paying homage to the popular culture of her country. Today, at a time when photography is a part of every-day life, and when essential debates on identity and gender, and subject and representation are taking place, El Colombia Color, unseen for more than 30 years and only recently exhibited, proves still to be relevant with its groundbreaking perspectives on the study of the art of the eighties and women artists of that period.
Keywords
Patricia Bonilla, Colombia color, popular culture, contemporary art.Resumo
Em pouco mais de cinco anos, entre 1970 e 1985, Patricia Bonilla produziu uma das mais brilhantes séries fotográficas do final do século em seu país: El Colombia Color, uma coleção de autorretratos em que a artista assume os papéis e as condições das mulheres na sociedade colombiana, aproveitando os cenários e atitudes de suas personagens para homenagear a cultura popular de seu país. Atualmente, num momento em que a fotografia é omnipresente e os debates sobre identidade e género, sujeito e representação são essenciais, El Colombia Color é absolutamente atual. A série também oferece novas perspectivas sobre o estudo da arte dos anos oitenta, principalmente o que era feito pelas mulheres artistas desse período.
Palavras-chave
Patricia Bonilla, Colômbia cor, cultura popular, arte contemporânea.El Colombia Color se exhibió parcialmente en los principales eventos internacionales de América Latina en su momento, como la IV Bienal Internacional de Medellín (1981), el XVII Bienal de Sao Paulo (1983), la II Bienal de La Habana (1986), y varias exposiciones nacionales. A pesar de esto, la serie fotográfica permaneció oculta durante más de treinta años hasta que en 2021 se exhibió en la exposición El Colombia Color realizada en Espacio Continúo en Bogotá y en el Museo de Arte del Tolima -MAT- en Ibagué.
El Colombia Color es una apropiación posmoderna que combina elementos del cine mudo y policiaco, la ciencia ficción, las tarjetas postales y de visita del siglo XIX, los álbumes familiares, las rancheras, las telenovelas, las imágenes religiosas, el arte pop y las portadas de los álbumes de rock, donde la mujer ocupa, en palabras de Miguel González el papel de “prostituta, monja, reina de belleza, campesina, hippie, señora, sirvienta y así, hasta colmar oficios, dignidades y demás posturas que hablan de la condición femenina en sus diversas fases” (González, 1983, p. 24).
En los años 70, la representación de la mujer en las artes visuales estaba siendo explorada por artistas como Clemencia Lucena y Maripaz Jaramillo. Mientras la primera hacía una crítica a la imagen de la mujer burguesa, la segunda se ocupaba de personajes marginales, principalmente trabajadoras sexuales. El realismo socialista y el feísmo, al menos en estas dos representantes de su generación, ponían la imagen al servicio de un ideario, en palabras de Lucena, “una pintura partidista” (Lucena, 1984, p. 72).
En contraste, Bonilla pertenecía a una generación posterior y realizó un tipo de obra muy diferente. Su generación es la de las subjetividades desencantadas con el sueño de la revolución, la vía armada y los debates de la izquierda; además, es una generación marcada por un escepticismo ante la cultura oficial y su papel en la historia. Bonilla está directamente relacionada al grupo de Cali, del que formaban parte el escritor Andrés Caicedo; el crítico de arte Miguel González, el primero en notar la calidad de su trabajo; los dibujantes Oscar Muñoz y Ever Astudillo; el fotógrafo Fernell Franco; la artista Karen Lamassone y los directores de cine Patricia Restrepo, Carlos Mayolo y Luis Ospina, con quienes trabajó como actriz, como veremos más adelante.
La actitud contracultural y hedonista de este grupo, su interés en explorar los bajos fondos, su amor por el cine y su escepticismo frente a la política puede encontrarse tanto en algunos de los personajes de Bonilla, como en el universo narrativo de los cinéfilos de Cali. La avioneta de Bonilla, por ejemplo, parece encarnar a María del Carmen Huerta, la protagonista de la novela de culto ¡Qué viva la música! de Andrés Caicedo, quien en su descenso en espiral al mundo de la noche confiesa:
Sacan fotos mías en la prensa amarilla y yo me río imaginando la cara de escándalo que harán los cerdos, si no fuera porque ahora ya me faltan fuerzas, lograría unión para salir y gritar consignas y quebrar ventanas, pero para qué ilusiones si quedan lejos esos barrios: ya no son nunca más mi rumbo. Supongo que los marxistas ven las fotografías y pensarán: “Observen ustedes lo bajo que puede llegar la burguesía”.
Qué bajo, pero qué rico, no me importa servir de chivo expiatorio, yo estoy más allá de todo juicio y salgo divina, fabulosa en cada foto. Fuerzas tengo. Yo me he puesto un nombre: SIEMPREVIVA. (Caicedo, 1977, p. 156)
Locura tropical
Los personajes de Bonilla, La Esperanza cansada de esperar, La cándida Eréndira, La señorita Amanda, La madre patria, Magdalena . La Míss, interpretan un rol que atiende a las dinámicas de un tiempo histórico preciso, con un trasfondo literario en escena, el cual oscila entre la novela costumbrista, el Boom Latinoamericano, la crónica urbana y la ya mencionada contracultura. En varias de sus obras, Bonilla cita la obra de García Márquez, en la cual, de acuerdo con Duque, “lo arcaico-fantasmal, lo legendario y lo irónico, lo mágico y lo milagroso se combinan” (Duque, 1970, p. 28).
Buena parte de la obra de García Márquez se basa en su infancia y en una evocación permanente del pasado. Estas características se reflejan también en la obra de Bonilla, quien hace su particular apropiación visual tomando como fuentes el álbum de familia, la fotografía iluminada y la tarjeta postal y de visita. Al igual que el escritor, Bonilla está interesada en indagar sobre el universo del Caribe. De hecho pasó parte de su infancia en Cartagena, y las casas del barrio de Manga dela ciudad son escenario para sus autorretratos. Su Cándida Eréndira es la misma niña sonámbula que sueña en esa:
enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto. . . oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. (García Márquez, 1972, p. 5)
Los personajes de Recuerdo, El encanto de las flores, Locura tropical son también retratadas en las casas cartageneras que en El amor en los tiempos del cólera García Márquez describe con la precisión fotográfica de Bonilla:
. . . estaba en otro tiempo. Era grande y fresca, de una sola planta, y con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la vida. El piso estaba cubierto de baldosas ajedrezadas, blancas y negras, desde la puerta de entrada hasta la cocina. . . La sala era amplia con techos muy altos como toda la casa, con seis ventanas de cuerpo entero sobre la calle, y estaba separada
del comedor por una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vidas y racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de bronce. (García Márquez, 1985, p. 30)
Magdalena, en su doble papel de personaje bíblico y heroína de la independencia, rodeada de angelitos que empuñan la bandera de Colombia en un jardín solarizado lila y púrpura, es otro personaje que parece salido de las ensoñaciones líricas del escritor caribeño. Los evidentes homenajes al universo del caribe y al escritor pueden analizarse en su contexto temporal. En la década de los ochenta García Márquez se había convertido en el personaje central de la cultura colombiana. Ganó el Premio Nobel en 1982. Un año antes publicó Crónica de una muerte anunciada, llevada al cine en 1987 por Francesco Rosi, como también lo fue la muy leída El amor en los tiempos del cólera, publicada en 1985. El llamado “universo garciamarquiano” o “macondiano” se estableció como una referencia y un lugar común en la cultura colombiana, y Bonilla no quiso dejarlo por fuera.
Otras referencias literarias pueden encontrarse en personajes como La viuda Carmen, quien se debate entre el duelo y la tentación en el Cementerio central de Bogotá, una clara referencia y a la vez parodia de la novela costumbrista. Pero es Caicedo nuevamente en ¡Qué viva la música! quien se acerca más al clima emocional y psicológico de los personajes de Bonilla. El monólogo interior de María del Carmen Huerta parece ser el de la Avioneta en Fumando espero:
Mis sueños se han hecho livianitos. Vuelvo yo de oír puras complacencias, vuelvo sin mucho sueño, solo porque ya han llegado las 4, la hora, según la legalidad, de estar en calma. Y camino yo a mi cuarto donde tengo una vista de Santa Bárbara y otra de Janis Joplin pegada a una botella de alcohol, porque adentro nace un sol y yo no encuentro a mi amor, me acuesto repitiendo mis letras, y no duermo, y no sueño, siento es un martilleo adentro que me va marcando los compases y yo, haciendo esfuerzos, repito la letra que le va y al mismo tiempo me tapo los oídos y pelo los dientes para no oírla, para no decirla, para significar que me duele, pero al mismo tiempo repaso la imagen tan reciente de yo accediendo a bailar, llena de sonrisas, remolona, echándose la nueva y mejor rumba. (Caicedo, 1977, p. 152)
Antes de Patricia Bonilla nadie en Colombia se había autorretratado en tantos papeles, ni explorado tan a fondo de manera juguetona y surrealista los “oficios, dignidades y posturas” de la mujer. Tampoco existían ejemplos de un uso desprejuiciado e intermedial de la fotografía, combinando la pintura, el collage, la toma directa y el coloreado en una misma imagen fotográfica. En efecto, con la misma habilidad con que la artista podía transitar de un personaje a otro, también podía combinar postales de las gráficas Molinari, papel de regalo e imágenes de cajitas de fósforos. Del mismo modo, podía combinar su propia imagen multifacética, ya fuera vestida con hábito, de minifalda o en bikini. Recordando su primera participación en una exposición Bonilla explica:
Me invitaron a una muestra colectiva. . . no tenía papel para ampliar mis fotos y usé el kodalite. Una vez hechas me di cuenta de que podía trabajar el fondo y así lo hice. El público quedó entusiasmado por este trabajo un poco rudimentario, lo veo ahora. Me di cuenta de que definitivamente no tenía mayores habilidades para pintar ni dibujar, de tal manera que resolví pegar por detrás las cosas que me gustan. (González, p. 26)
Los pecados del ayer
A diferencia de la mayoría de los artistas de profesión, Bonilla no tuvo una educación académica en arte, considerada imprescindible en Colombia para ejercer esta profesión. Esta falta de formación académica podría explicar su enorme versatilidad y uso desprejuiciado de medios y motivos. Anteriormente, Bonilla había incursionado en la actuación y había trabajado como fotógrafa y publicista, ejerciendo simultáneamente las tres profesiones y fusionando cada una de ellas en su obra plástica.
Dedicada a la actuación desde el bachillerato, Bonilla pertenece a la generación que se acercó al teatro durante su renovación en Colombia, impulsada por Enrique Buenaventura y Santiago García a mediados de la década de los sesenta. Estos directores respondieron al costumbrismo dominante en la dramaturgia nacional, adaptando obras de autores de vanguardia como Beckett, Ionesco, Brecht, Fernando Arrabal, Harold Pinter, y revisando obras clásicas, separándose de la visión folclorista o españolizante que dominaba al mundo del teatro. El montaje de Galileo Galilei llevado a cabo por Santiago García en 1965 es considerado como el momento crucial, el de una renovación inédita en las artes dramáticasdel país (Zalamea, 2010, p. 39). Siendo estudiante de bachillerato, Bonilla participó en los grupos de teatro de la Universidad Nacional, promovidos por García. No es de extrañar entonces que el espíritu y la actitud crítica del teatro de vanguardia, la revisión de los papeles de género e identidad sean parte de su obra.
del país (Zalamea, 2010, p. 39). Siendo estudiante de bachillerato, Bonilla participó en los grupos de teatro de la Universidad Nacional, promovidos por García. No es de extrañar entonces que el espíritu y la actitud crítica del teatro de vanguardia, la revisión de los papeles de género e identidad sean parte de su obra.
Es necesario señalar que el teatro constituyó un espacio de experimentación vivencial, grupal, introdujo nociones de participación, colaboración y desmaterialización antes no desarrolladas. Los festivales de Manizales, Popayán, Tunja y otras ciudades sirvieron de plataforma no solo para quienes se dedicaron posteriormente a las artes dramáticas y la televisión, sino también para un buen número de artistas visuales en su período formativo. Jonier Marín, Fernando Cruz y Jaime Ardila en Bogotá, los miembros de El Sindicato y el Grupo 44 en Barranquilla, por citar algunos, pertenecieron a grupos de teatro estudiantiles en colegios y universidades en ese período. Por ello, no es una coincidencia que algunos de ellos se hayan interesado posteriormente en el conceptualismo, la fotografía y el performance.
Por su parte, Bonilla pasó de las tablas a la televisión al inicio de la siguiente década. Como actriz de la llamada “pantalla chica”, acumuló una amplia experiencia. Fue protagonista de Anita y coprotagonista de El Otro cuando la televisión transmitía sus programas en directo. Posteriormente, participó en programas grabados como Caso juzgado, Dialogando, los especiales Las brujas de Salem . La madona de las siete lunas, y las telenovelas El alférez real, Los pecados del ayer . Ana María, esta última dirigida por Carlos Mayolo. En cine participó en la película de Luis Ospina Pura sangre (1982), en el papel de monja, el cual eventualmente retomaría en otro de sus autorretratos, La hermana Lourdes.
Quizá el origen conceptual de sus autorretratos venga del cortometraje El cuartico azul (1978), dirigido por su exesposo Luis Crump y coprotagonizado junto a otro de los hermanos Ospina, Sebastián. El filme se centra en una joven pareja campesina que llega a la ciudad en busca de un mejor futuro, son asaltados y eventualmente malviven en una pequeña pensión donde el alcoholismo y el maltrato de Ospina, un exmilitar atormentado por su vida en el ejército, son padecidos por Bonilla, quien interpreta a una jovencita inocente que sueña con ser actriz y cantante. Por su argumento, entornos, situaciones, la claustrofóbica habitación en la antigua casa republicana, el monólogo de Bonilla frente al espejo, su transformación imaginaria en estrella de la radio y su languidez, El cuartito azul podría entenderse como el punto de partida del Colombia color, serie que empieza a exhibirse en 1980, dos años después del cortometraje.
Bonilla reconoció en su momento la participación creativa de Crump en su obra, pues contribuyó activamente en la puesta en escena y la toma de la imagen. La colaboración entre ambos se vuelve a dar en el mediometraje Alegoría de la libertad (1985) de Crump, en el que Bonilla interpreta a la asistente de un viejo fotógrafo que intenta recrear una imagen propia del periodo de la Independencia, a la manera de los fotógrafos de estudio de finales del SigloXIX. Los temas y elementos de este filme oscilan entre la historia patria, la memoria personal, la puesta en escena, el simulacro, el juego y la fotografía, elementos que también encuentran su lugar en las series fotográficas de Bonilla. Una mención aparte merece su actuación en el cortometraje de Patricia Restrepo Por la mañana (1979), el cual coprotagoniza junto al arquitecto y artista Jon Oberlander. En este cortometraje, Bonilla nuevamente toma el rol de una mujer en una pareja conyugal, quien en este caso vive la cotidiana y casi insoportable situación de sentarse a desayunar sin intercambiar palabra. El filme es hoy considerado pionero del cine feminista en Colombia, fue dirigido por Restrepo, miembro fundacional del cine club de Cali y, en ese entonces, parte del colectivo feminista Cine-Mujer.
Visitante de pueblos dormidos
El Colombia color es un amplio homenaje a la arquitectura colombiana. Bonilla escoge para cada uno de sus personajes un lugar tan icónico como ellas mismas: La viuda Carmen aparece en el Cementerio central de Bogotá, La avioneta aburrida en el icónico bailadero de salsa La teja corrida, La señorita Amanda en un viejo caserón campesino, La cándida Eréndira en los portales y balcones del barrio Manga en Cartagena, La hermana Lourdes frente a su homónima catedral de Bogotá, La Esperanza Cansada de esperar en el legendario barrio La Perseverancia de la capital. Bonilla escoge lugares que muestran la transición de lo rural a lo urbano, el más importante cambio de la sociedad colombiana en la segunda mitad del Siglo XX en Colombia: el patio interior, los corredores de las viejas casas y haciendas, la estación de tren de Suesca, las chivas y buses de servicio público.
En obras como La coqueta, La linda, Lola . Ángela recostada en la pared, el interés está dado en el personaje, una prostituta que se exhibe en una calle, pero también al arreglo popular de puertas y ventanas, a los zócalos y escaleras de las casas construidas en pendientes. Una vez más, su obra conecta y relaciona con las imágenes de su tiempo. Puertas y ventanas fueron motivos permanentes del arte colombiano de ese periodo y ocuparon a un buen número de pintores, como Ana Mercedes Hoyos Alberto Saldarriaga, Álvaro Marín y Santiago Cárdenas, entre otros.
Durante este período la arquitectura popular como escenario también fue motivo de inspiración para otros artistas. Así pues, el interés en zócalos, zaguanes, teatros, solares y billares fue ampliamente desarrollado por los artistas de Cali: los fotógrafos Fernell Franco y Gertjan Bartelsman, y los dibujantes Óscar Muñoz y Ever Astudillo. Sumando a unos y otros, podríamos coincidir con el crítico de arte José Hernán Aguilar quien encontró en buena parte del arte colombiano de la década de los setenta “una curiosidad de visitante de pueblos dormidos” (Aguilar, 1981, p. 18).
Un arte neo pop
“Fotografía de sueños” fue el título original de la primera exposición realizada por la artista en 1980 en la Galería Diners de Bogotá. Algunos años después de la exposición, Bonilla explicó su proceso creativo:
Para estas fotografías siempre en blanco y negro, he utilizado una cámara Pentax de 35mm y un trípode, que me permite sostener la cámara puesta en automático cuando salgo corriendo a posar para interpretar los personajes. Otras veces me disfrazo y es mi marido Luis Crump, quien hace las fotografías. . . No amplío la foto escogida con un papel corriente de fotografía, sino que utilizo una película de artes gráficas llamada Kodalith que hace las veces de papel; es decir, coloco esta película que es prácticamente un acetato emulsionado en lugar del papel y revelo y fijo normalmente. El resultado, y usted lo verá si hace la prueba, es una copia con buenos grises, unos negros muy marcados, pero tiene algo más que no logramos con el papel corriente: las partes blancas o claras de la fotografía son transparentes. Entonces de ahí en adelante coloco por detrás del acetato los colores que quiera, por medio de papeles, láminas,recortes de cosas. Y esa fotografía que antes era blanco y negro comienza a cobrar vida propia y el Colombia color va apareciendo lentamente, y el diablo de la cajita de fósforos, sale por detrás de la tumba del cementerio donde lloraba La viuda Carmen. ¡Hay en Colombia una cultura de lo cotidiano que es tan bella y dice tanto de lo que somos como pueblo! Así, utilizando estas tres formas básicas de expresión: la fotografía, la actuación y la cultura de lo cotidiano es como he llegado a esta primera muestra que he llamado “Fotografía de sueños”. (Bonilla, 1983, p. 3)
Según Bradford Collins (2012), en la década de los años ochenta el mundo del arte testificó dos retornos, el primero ampliamente reconocido, el segundo percibido solo décadas después: el primero fue el de la pintura, dada por muerta en la década de los 70 en Europa y en los Estados Unidos, y que volvía a tomar fuerza en manos de los llamados neoexpresionistas en Alemania, Italia y los Estados Unidos. El segundo retorno, no tan evidente y por ello menos identificado, fue el del pop, no entendido como la continuación de lo realizado por los pioneros de esta tendencia, a saber, Warhol, Lichtenstein y Oldemburg, sino como un neopop. A diferencia del pop, este último fue realizado por artistas interesados en las imágenes populares, en el reconocimiento de la revolución de las comunicaciones de la segunda mitad del siglo XX y su efecto en el arte. Estos artistas entendían que era imposible referirse a una realidad por fuera de los medios de comunicación y testificaron el ascenso del mundo del arte convertido en fenómeno mercantil global, donde los ingredientes nacionales daban un sabor específico. El discurso estructuralista y posestructuralista, muy en boga en los círculos artísticos y literarios de los años setenta, evidenciaron que el individuo es una construcción social y no una esencia. Estas ideas inspiraron el surgimiento del Neo-pop y la aparición y afirmación de otras corrientes de pensamiento que empezaron a reflejarse en el arte, como el feminismo. A la luz de estas ideas, podría verse el trabajo de Bonilla, como un análisis de la construcción social del individuo, que puede leerse desde una perspectiva feminista.
El Colombia color es neo pop, pues el uso de la calle como escenario, una iconografía irónica y kitsch, las referencias al cine, la música y el melodrama, los colores saturados, planos y brillantes, los efectos gráficos y propios del cómic son los recursos que elige Bonilla para retratar la cultura colombiana.
Indagaciones afines sobre el uso de las imágenes, su reproductibilidad y la representación, pueden verse también en artistas contemporáneas que utilizaron la fotografía: Becky Mayer realizaba al mismo tiempo innovadores planteamientos, utilizando virados de sus fotografías en blanco y negro, añadiendo polaroids a copias de mayor tamaño, coloreando xerocopias, multiplicando las posibilidades del medio fotográfico (Aguilar, 1982, pp. 26-27).
Rosa Navarro hacía autorretratos frontales en los que jugaba con la idea, imagen y los múltiples significados de su nombre —Rosa—, con la actitud desenfadada y juguetona que encontramos en las obras de Bonilla.
Paralelamente, las aún hoy poco reconocidas pintoras de Medellín, Flor María Bouhout, Marta Elena Vélez y Ethel Gilmour, agudas comentaristas de la vida social y de los cambios sufridos en Medellín en los años 80, en su estrategia, tratamiento y resultados también son parte del neo pop local. Marta Elena Vélez pintaba sobre sábanas, costales y otros materiales inusuales escenas decorativas, aludiendo al color popular. Fue quizá la primer artista que trató el fenómeno del narcotráfico con su instalación El tigre de 1981 (Salcedo, 1980, p. 50). Bouhout realizaba pinturas expresionistas, principalmente de parejas semidesnudas amándose en habitaciones tapizadas cargadas de ornamento, evocadoras inevitables de la fotonovela, la ranchera y la música del bajo mundo antioqueño. Gilmour por su parte, durante esa y la siguiente década, se convirtió en la principal cronista de la vida de la ciudad, con una pintura aparentemente naif, que registraba el ascenso de la violencia de las mafias en la ciudad y el intento de los ciudadanos por sobrevivir a ellas.
Finalmente, habría que añadir que la década de los ochenta es cuando las mujeres se establecen en la fotografía de manera profesional, parte de ellas como reporteras gráficas: Viki Ospina, Ana María Echeverri, Luz Elena Castro, Esperanza Beltrán, Olga Lucía Jordán y Zoraida Díaz, entre otras. Todas ellas forjaron un camino en un medio profesional netamente masculino.
Bonilla, sin ser reportera gráfica, trabajó desde un lugar posible: en su apartamento, en el bar del frente, desde el vecino barrio de La Perseverancia y el cercano Parque de laIndependencia. Los transeúntes que la veían posando disfrazada, en el cementerio, en el parque, sabían que era Patricia, un rostro familiar de la televisión, creando los personajes que no tenían lugar en los seriados comerciales en los que actuaba.
Camino al cielo
Volviendo a su incesante búsqueda de lo real maravilloso, de la estética popular, de esa cultura de lo cotidiano que es tan bella, no podemos olvidar sus imágenes dedicadas al transporte público: Tirando pinta con el 95, Camino al cielo . Service of luxe. En esta última Bonilla viaja dormida en una buseta que emprende vuelo con las primeras luces de la noche, teniendo como fondo el centro de Bogotá, el Hotel Tequendama, el Banco de Bogotá, el hotel Hilton. Los forros de los asientos y la cortina tejida de borlas enmarcan la imagen, y le dan el carácter particular del servicio de transporte bogotano de una época pasada. En uno de los capítulos no publicados de su brillante novela Se llamaban los Billis de Unicentro, Felipe Mercado recuerda lo que era viajar en uno de estos vehículos y la decoración única que les daban sus dueños:
El teatro de comedia del que entraba uno a hacer parte cuando se subía a un bus de servicio urbano, que por esa época ordenaron las autoridades colorear de naranja así se llamara buses verdes la empresa, empezaba cuando, mientras uno estaba pagando, podía ver de entradita cómo la mujer del busetero le daba teta al niño, delante de toda la buseta, que lo asumía más con ternura que con asco y pesar de ver cómo la china, porque usualmente era una china, recibía los billetes y devolvía las monedas con las mismas manos con las que le daba y le quitaba de la jeta al chino el pezón.
Muchas de esas busetas estaban engalladas. Eso quiere decir que parecían un gallo de pelea lleno de colores, encrestado, picado y agresivo. Tenían unas consolas con espejos incrustados, imágenes de la Virgen del Carmen, botellitas de licor en pequeñas vitrinas y el infaltable radio con sus respectivos parlantes en los que usualmente uno podía estar escuchando fácilmente: Oye bonita, cuando me estás mirando. . . (Mercado, 2021, p. web)
Cada imagen de Bonilla rinde homenaje a esos lugares y no lugares estridentes, inundados por la música popular. “En esas sillas inadecuadas tuvimos que acomodar el culo casi todos nosotros” diría Mercado de la experiencia de viajar en una buseta apretada con banda sonora incluida” (Mercado, 2021, p. web).
Finalmente, quisiera cerrar este texto con música, la desprejuicida manera en que Bonilla aprovechó la estética del pop y del rock para sus fotografías, algo que en Colombia nadie de su generación hizo —en el medio del arte—. Algunas de sus personajes habitan el mundo onírico e irreal de las portadas de los álbumes de rock, de los incipientes video clips de los tempranos años ochenta. Iris en el carrusel de caballos de madera que la mecen y le mojan la piel, es una chica hippie que gira y gira sin parar. La súper amiga de Flash Gordon lista para despegar, es una joven new wave preparada para la noche.
Esta sensibilidad decididamente roquera desaparece del arte colombiano una vez Patricia Bonilla abandona la serie al irse a vivir a los Estados Unidos en 1986. Reaparece solo años después con Los Aterciopelados. En su canciones y en su caracterización de ciertos personajes femeninos, como La Gomela, Mujer gala, Florecita rockera, La sirena, Miss Panela, Baracunatana, Doctora Corazón-, encontramos de nuevo una galería de retratos femeninos populares rápidos y certeros; la combinación de ingenio, humor, irreverencia y contestación del Colombia Color. Quizás sin saberlo, Andrea Echeverri es la heredera y continuadora de ese gozo poderoso que se originó en el corazón de Patricia Bonilla. Pero será María del Carmen Huerta, por último, quien nos señala el camino de salida con la última confesión con la que cierra ¡Qué viva la música!:
Cantan los pájaros, y a los árboles (que lejos están de aquí, al otro lado del río) los imagino meciéndose en cada crepúsculo, luego me imagino que cada hoja produce el sonido atarván de las trompetas que es el llamado de la selva, la que ya me picó con su embrujo. Sé que soy pionera, exploradora única y algún día, a mi pesar, sacaré la teoría de que el libro miente, el cine agota, quémenlos ambos, no dejen sino música. Si voy pallá es que pallá vamos. (Caicedo, p. 154)
Conclusión
Patricia Bonilla pertenece a la misma generación de mujeres surgida a inicios de los años 80, entre quienes se cuentan Karen Lamassone, Rosa Navarro, María Teresa Cano, MónikaHerrán, Patricia Restrepo y María Evelia Marmolejo. Todas ellas se interesaron en tomar el cuerpo como modelo de análisis de representación y lenguaje. Asimismo, Bonilla coincide con las pintoras neopop de Medellín de los años 80, Marta Elena Vélez, Flor María Bouhot y Ethel Gilmour. En conjunto, artistas que descubrieron una nueva agenda ética en el arte colombiano, redefiniendo el lugar de la mujer, inventando sus propias técnicas y, sobre todo, devolviendo al arte la libertad creativa, el juego y la exploración desprejuiciada de la intimidad.
En la actualidad, la fotografía ocupa un lugar casi omnipresente en nuestras vidas, lo que genera complejas y diversas consecuencias. Igualmente imprescindibles, son los debates sobre identidad y género, sujeto y representación. En este contexto, la aproximación inicial al trabajo de Bonilla, propuesta en este escrito, insinúa posibles búsquedas posteriores, no solo acerca de un momento histórico ó de las mencionadas problemáticas identitarias y de género, sino también de la relación entre los medios de comunicación y las artes visuales. La posibilidad de estudiar, por ejemplo, el desarrollo de la televisión y sus múltiples correspondencias con las artes visuales, los discursos críticos y las perspectivas personales, son un novedoso campo de estudio, ejemplarmente logrado por Guillermo Vanegas con su exposición y libro Luis Ospina: El corolario es casi inevitable, 1970-2019 (Vanegas, 2020).
La obra de Bonilla se presenta totalmente actual, como un formidable testimonio histórico de uno de los más interesantes conjuntos creativos de una década a caballo entre dos décadas, el trabajo de una artista sofisticada, una colorista talentosa, una comentarista aguda de la sociedad colombiana y del papel de la mujer en esta.
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